tristísimo medianoche,
al impuro mediodía blanco
El corazón de lo que existe
Alejandra Pizarnik
La tradición literaria gótica tiene su inicio en el siglo XVIII inglés, en un
momento que la historia del arte cataloga como el Rococó. Las características de
este estilo relamido pueden concentrarse en su gusto por la representatividad cortesana
ampulosa, heredada de los siglos precedentes, pero con el agregado ahora de una
confianza creciente en los trompe-l’oeil y las figuraciones que retoman el pasado
en un intento por detener el paso del tiempo. El gusto retro por el coleccionismo
llevó a los nobles a una inclinación por un “revival” ligeramente falso de los tiempos
antiguos. El así denominado “anticuarismo” no era más que una falsa fachada como
las de las aldeas que el ministro Potiomkin (Potemkin en castellano) de Catalina
hizo construir en las mesetas siberianas al paso de la reina para que creyera en
la prosperidad de su reino. Durante el siglo XVIII, junto con el gusto por los fantasmas
del gótico, las pelucas empolvadas imitando cabelleras canosas eran también la vana
pretensión de ocultar la verdadera vejez y borrar el paso del tiempo. Lo aparente
y lo verdadero trastabillan en ese juego de espejos deformantes del Rococó; pero
los espejos no reflejan aquello que deberían reflejar. La mirada hacia atrás implica
también la delectación por el mundo de los muertos y los fantasmas que rondarían
a los vivos pidiendo justicia o reavivando el rencor y la venganza. Como canto del
cisne de toda la época feudal, el siglo XVIII quiere revivir los esplendores del
Barroco, remitiéndose a los brillos del pasado, quizás intuyendo que la mayor crisis
de su historia se avecina gracias a algunas pocas señales que anuncian el Cambio.
La condesa sangrienta de la que hablaremos a continuación nos pone justamente
frente a una encrucijada en la que conviven varios tiempos: la época de su creadora,
Alejandra Pizarnik, más las múltiples capas geológicas de documentos, mitos y recreaciones
que se van sumando desde la aparición de la siniestra figura de Erzbet Báthory en
su castillo húngaro de Csejthe a comienzos de 1600.
Uno de los textos críticos más exhaustivos sobre La condesa sangrienta es el
de la investigadora venezolana Patricia Venti de 2008. Para esta estudiosa es importante
tener en cuenta que la obra de Pizarnik juega con varios niveles de sentido que
implican la tradición gótica del siglo XVIII a la que me referí en un comienzo,
a la que se suma el momento del Barroco del siglo anterior, a partir de un saqueo
pertinaz de la tradición. No se puede dejar de mencionar que la poeta argentina
lleva a cabo un trabajo de “filtrado” y traducción del texto de Valentine Penrose
aparecido en París en 1957 bajo el título de La contesse sanglante, que había provocado
admiración en el circuito literario del momento y encantado, además de a Pizarnik
también a Cortázar. A partir de esa biografía novelada de la Condesa Erzbet Báthory,
que Penrose había realizado traduciendo al francés material de documentación húngara,
Pizarnik traduce a su vez al castellano desde el francés y glosa algunos fragmentos
elegidos por ella para publicar en una revista mexicana, supuestamente como “reseña”.
Báthory había sido contemporánea de Galileo, pero también de Menocchio, el famoso
molinero llevado a la hoguera por hereje; tanto Galileo como Menocchio habían sido
herejes discursivos que se habían hecho pasibles de blasfemias contra la institución
eclesiástica. Otro es el cantar de la condesa húngara, quien había podido secuestrar,
torturar y asesinar a más de 600 muchachas de su aldea en un acto de poder omnímodo.
Ni la Iglesia ni el Estado levantaron un dedo contra ella hasta bien tarde.
Ahora bien, la reescritura de Pizarnik aparece como libro en la editorial Aquarius
de Buenos Aires en 1971. Aquí estamos, entonces, ante la enésima reinterpretación
del caso Báthory, ya que durante siglos esta historia truculenta había interesado
con intermitencias a varios investigadores y así se había ido creando un mito que
superaba con creces la realidad. Como se verá más adelante, pondremos en esta lista
de recreaciones también a Santiago Caruso, el ilustrador actual de la última edición,
en esta larga cadena de confluencias y aportes personales. ¿Puede hablarse de un
plagio de la obra de Penrose para La condesa sangrienta de Pizarnik, cuando el resultado
es tan diferente del que fue el disparador inicial? Es cierto que la poeta argentina,
traduciendo del francés, y pensando en primera instancia en una reseña de La Contesse sanglante deja tácita la fuente,
que sería evidente al lector de la revista mexicana, y que la narración aparenta
ignorar en las capas de sentido agregado que se fueron sumando al mito. No hay que
ignorar, sin embargo, que el texto nuevo pone a modo de punto de partida misterioso
fragmentos del texto de Penrose en cursiva. Por otro lado, parece ser que para Pizarnik
la figura de Erzbet Báthory habría pasado a ser un bien común y un mito compartido.
Por ello, no es extraño el modo en que enriquece el núcleo central con epígrafes
que cierran el círculo del guiño al lector avisado (todos conocen a Lautréamont
o Gombrowicz, entre sus pares). Si bien las similitudes con la obra de Penrose son
evidentes, es claro también que Pizarnik utiliza a Penrose como cantera de reciclaje
para trabajar con las propias impresiones sobre una tradición de los Cárpatos. En
ese sentido, quizás convendría aplicar a este texto no sólo el título de “glosa”
como hace Patricia Venti, al comparar los textos de Pizarnik y Penrose, sino también
de “pastiche”, entendiendo este apelativo como un recurso de la literatura del siglo
XX para repensar la tradición literaria, sin complejo de culpa, con honda libertad,
pero también dando la sensación de que estamos ante un texto arcaico que pertenece
a un acervo común: imitación y mezcla serían la característica del pastiche, con
consciente silenciamiento del origen primero.
Por supuesto, los críticos se hallan en desacuerdo a la hora de clasificar dentro
de los géneros literarios a La condesa sangrienta. Para Cristina Piña, citada por
Venti, el gesto que tiene las de ganar en el texto es el impulso salido de esa especialización
francesa del siglo XIX que es el “poema en prosa”. Coincido con la opinión de Cristina
Piña en la medida en que la obra proviene eminentemente de la pluma de una poeta
y conlleva, además, una serie de rasgos que podemos adjudicar sin dudas a la lírica
(fragmentarismo, ruptura cronológica, construcción lingüística con miras a la dicción
bella). La misma Alejandra, por otra parte, no hacía sino subrayar en sus cartas
o en su diario la inclinación primaria que sentía hacia lo poético. Así es interesante
encontrar en una de sus cartas a León Ostrov, las siguientes declaraciones: “Si
hay algo en lo que creo es en este diario: hablo de su calidad literaria, de su
lenguaje. Es infinitamente mejor que todos mis poemas” y “Pero yo sigo escribiendo
mi diario que ya deja de serlo pues es casi un largo y absurdo poema en prosa” (CARTA
15; P. 80; CARTA 18; p. 85). De aquí puede afirmarse que todo lo que salía de las
manos de Alejandra Pizarnik era de cualidad poética.
Lo cierto es que el operativo de Pizarnik en su entusiasmo por el descubrimiento
de la historia de la Condesa Báthory según la registraba Penrose produjo una serie
de consecuencias en cadena, que seguramente la poeta argentina no tomó en consideración
en el primer momento. Me refiero a lo que Patricia Venti denomina con acierto el
movimiento de desapropiar y construir una nueva apropiación, a la vez que darle
al todo un nuevo lector implícito (no olvidemos que su público sería ahora el argentino).
En este sentido, es notable el trabajo de comparación que realiza Venti entre Pizarnik
y Penrose. Por ello sabemos que el pasaje del texto del francés al castellano aparece
dotado, además de los rasgos poéticos antes señalados, con una presentificación
de los verbos y una personalización de lo inanimado (Venti 2008: 26). No es de extrañar
que los muñecos mecánicos que hacían furor en la época de la Condesa tuvieran en
el texto de Pizarnik la singular cualidad de venir a armonizar y confundirse con
la propia personalidad de la señora del castillo. Es, por otra parte, una ironía
del destino que el apellido Pizárnik provenga de una increíble deformación a partir
del registro de inmigraciones del momento en que la familia de Alejandra llegó a
la Argentina. Al parecer el original ruso habría sido “pozhárnik” [en la pronunciación
argentina: “poyárnik”], que significa “bombero”, o “piechátnik”, que significa “impresor”;
el cambio resultó en su favor, pues “pisárnik” (con s) quiere decir “escritor”,
aunque la forma en la que finalmente dio su apellido fuera con “z”. Tomando como
símbolo este falso registro puede pensarse que desde La contesse sanglante de Penrose a La condesa sangrienta de Pizarnik se ha producido un fructífero “misreading”
que hace lo más sabroso de la cuestión para lectores y críticos; entendiendo como
“misreading” un plus de sentido en el segundo texto.
La posibilidad de avalar la postura que sostiene que este texto singular se
acerca a la condición de poema en prosa se apoya, por otra parte, en la constancia
de que su escritura fue contemporánea de los poemas luego publicados en forma de
libro como Los trabajos y las noches en 1965. Dirijamos nuestra mirada a algunos
de ellos:
“Formas”
no sé si pájaro o jaula mano
asesina o joven muerta entre cirios o amazona jadeando en la gran garganta oscura
o silenciosa pero tal vez oral como una fuente tal vez juglar o princesa en la torre
alta
“Invocaciones”
Insiste en tu abrazo, redobla
tu furia, crea un espacio de injurias entre yo y el espejo, crea un canto de leprosa
entre yo y la que me creo
“Silencios”
La muerte siempre al lado. Escucho
su decir. Sólo me oigo.
Mirando las ilustraciones de Santiago Caruso a La condesa sangrienta es inevitable
relacionar lo ominoso que esas imágenes revelan con los versos que acabo de citar.
El ilustrador ha sabido, por supuesto, imaginar el enclaustramiento que el texto
de Pizarnik permitía activar, poniendo en contacto entre imagen y discurso poético
toda la tradición que la zona de los Cárpatos venía a sugerir. Esa región de Europa,
alejada de los centros más civilizados y jaqueada por enemigos desde tiempo inmemorial
había coleccionado una serie de mitos y elementos folklóricos que hablaban de violencia
y poder desmedidos. No es casual que ese rincón permitiera una y otra vez dejar
escapar la imaginación centro-europea a lo que ocurría en los confines. Y esa fascinación
llegó inclusive hasta Cortázar que había incurrido él también en la lectura de la
obra de Penrose, además de las del gótico y la tradición vampírica. La “Calle de
la Sangre” (la Blutgasse) de Viena pasa así en la obra de Cortázar a llenarse de
un significado agregado que no tenía en rigor para venir a acoger una persecución
vampírica y lesbiana en su 62. Modelo para armar que sale de las mismas (malas)
compañías que las fantasías de Pizarnik. A Cortázar le sirve para construir la metáfora
de la sexualidad que le resulta atractiva y, al mismo tiempo, prohibida e indecible.
Esa fuerza del mito folklórico y literario supera, en rigor, a la realidad de lo
que sucedió en el castillo real.
Si bien Pizarnik se coloca en una larga línea victoriana mencionando a Lautréamont
o Poe y a otros poetas de culto del ambiente parisiense, no ancla su historia en
el Rococó del siglo XVIII con el emblema gótico en primera superficie, sino que
pretende realizar con toda la tradición y las capas de sentido del mito de la Condesa
una vuelta a las fuentes, gracias a la labor de búsqueda de documentos realizada
por Penrose, para posar así su mirada en la situación del Barroco, algo que Santiago
Caruso lee sin vacilar. ¿Qué les brinda a los dos creadores argentinos el siglo
XVII? Si el Barroco se caracteriza por su “chiaroscuro”, su costado tenebroso se
completa por lo todavía intocado del poder aristocrático. Se trata de los mismos
brocados del siglo XVIII pero estos brocados todavía no han sido puestos en entredicho.
La clase burguesa todavía no se mueve al unísono para arrebatar el poder a la nobleza
y ésta tiene la posibilidad de continuar con sus hábitos de clase por largo tiempo;
por lo menos fuera de Inglaterra que es el único territorio que experimenta una
revolución en el siglo XVII.
Sabemos que Alejandra Pizarnik ha tenido siempre horror ante la cursilería de
las flores de plástico y el oropel, que ha combatido con la búsqueda de una simplicidad
austera de la palabra; por eso el Barroco del castillo de Csejthe nos llega depurado
por este filtro que produce un feroz recorte de la sobresaturación empalagosa con
que el Poder se trasviste en el siglo XVII. Quedan de lado las violencias verbales
del hipérbaton, para dejar paso a la violencia tan solo de las imágenes. Es el horror
ante la sangre que fluye lo que termina produciendo un shock que pone fin a cualquier
empalago y abarrotamiento. Los crudos tonos del blanco, negro y rojo son su expresión
más nítida con cancelación de todas las otras gamas posibles. El horror ante el
Kitsch artístico se ve complementado en el universo de Alejandra por su atracción
por lo perverso. Cristina Piña nos cuenta en su biografía de Alejandra Pizarnik
justamente de la atracción de la poeta argentina por Georges Bataille a quien perseguía
en sus andanzas parisinas sin decidirse a abordarlo (Piña 1991: 171). Bataille (1897-1962)
era para la bohemia artística de París en los años 60 la síntesis de la personalidad
perversa a raíz de sus escritos entre los que se contaban La littérature et le mal,
publicado hacía poco (1957), en la más clara línea maléfica del Marqués de Sade.
No es casual que la vida de Alejandra Pizarnik se haya adecuado tan bien a la idea
de “escritor maldito”, que va de la mano con su atracción por lo nocturno, siguiendo
una de las ramas de la tradición romántica, pero además poniéndose a tono con la
genealogía que establecía Bataille.
El exceso barroco aparece así mitigado por la ruptura del azucaramiento que
produce lo ominoso de los gatos negros que salen de los conos de luz, tanto en el
texto de Pizarnik como en las ilustraciones de Caruso. La imaginería barroca de
joyas y telas suntuosas aparece coagulada, entonces, no por casualidad en el rojo
sangre. El brillo de las joyas se ve interrumpido por las manchas ominosas del crimen
generalizado. El romanticismo gótico y “nocturnal” y la tenebrosidad del barroco
aparecen en la confluencia del surrealismo tardío al que adhiere Alejandra Pizarnik
para aportarle al conjunto sus propios sentimientos de horror ante la vida y apetencia
de llegar hasta al fondo de cada experiencia. Santiago Caruso se entremete en esta
serie con genial inspiración usando esos mismos principios: Rojo (como sangre derramada),
blanco (como el sufrimiento) y negro (como la muerte); cada uno en la conjunción
de un símbolo barroco. Los tres colores juntos son la intensificación del horror.
Es cierto también que Alejandra Pizarnik altera el orden lógico del relato que
encontró en Penrose, dándole una estructuración completamente subjetiva y, por ende,
poética. El texto que comentamos presenta primero la serie de torturas que se desplegaba
en ese castillo ominoso y, luego, pasa a darnos un perfil de la Señora y Ama del
lugar: la Condesa Erzbet Báthory. Lo que fascina a la autora argentina es la pulsión
de muerte que se agita en el fondo de la historia original. Sin embargo, al colocar
los verbos en presente la narración boicotea una concatenación de crónica, a lo
que se suma la fragmentación del relato. Como se dijo antes, estos elementos conspiran
contra la idea de relatar…Tenemos aquí una novela que no puede ser novela por falta
de estos requisitos: contar en pasado y contar continuado. No es de extrañar que
en su lugar aparezca el acento sobre el ritual; es decir, la constante repetición
de un mismo procedimiento.
En ese operativo en el que la torturadora no mancha sus manos con el roce de
la carne ajena existen ayudas “de cámara” (¡!!) que incitan a la magia negra y la
intensificación de la tortura. Ellas llevan por nombre Darvulia, Dorkó y Jo Ilona.
Alejandra Pizarnik nos lleva a forzar nuestra mirada haciéndonos mirar con la mirada
de la condesa. El ilustrador no hace más que mirar en la dirección que el ritual
nos indica. Los baños de sangre que traerían la juventud y son también el hilo conductor
de las ilustraciones (cf. el diseño de tapa) no habían sido probados en el juicio
que se le impuso a la Condesa, cuando finalmente se la sometió a él. Sin embargo,
la fuerza de ese mitema no ha podido desvanecerse ni siquiera con los documentos
del proceso.
Es llamativo, por otra parte, que las vidas de Alejandra Pizarnik y Simone de
Beauvoir se hayan cruzado en uno de los cafés de Saint-Germain en 1960, cuando la
joven poeta intentó establecer un diálogo con la escritora francesa para llevar
a cabo una entrevista periodística, de la que no hay más noticias que las referencias,
como la que se encuentra en las Cartas 4 y 5 a León Ostrov (Ostrov 2012: 41; 45-46).
Lo que me interesa, sin embargo, es poner de relieve en esta interpretación de La
condesa sangrienta, cómo Simone de Beauvoir en su autobiografía La Force de l´âge,
aprecida en 1960, registra el modo en que se venga psicológicamente de una persona
de su entorno haciéndola pasar a un avatar de personaje literario; allí la autora
francesa nos dice: “D´abord, en tuant Olga, sur le papier, je liquidai les irritations,
les rancunes que j´avais pu éprouver a son égard…” (Beauvoir 1960: 391). Alejandra
Pizarnik, por su parte, amalgama en el personaje de la Condesa una simbolización
de impulsos sádicos que evidentemente están presentes en su propia personalidad
y que se expanden en otra de sus representaciones como es la melancolía.
Como sabemos la melancolía fue un Leitmotiv del Barroco y, por ello, la personalidad
perversa de la Condesa real nos aparece hoy como inmersa en esos meandros personales
que Freud teorizó con tanta pericia. Para Freud el individuo melancólico necesita
del acto constante y renovado que le permita olvidar su estado de depresión melancólica.
Esta necesidad de repetición no hace más que acrecentar en una escalada constante
la irremediable fugacidad del tiempo. Y de aquí surge el papel jugado por los espejos
en La condesa sangrienta. El espejo implica la búsqueda del yo, pero con el sadismo
que lo acompaña estamos ante el misterio de querer descubrir al Yo en el Otro. Un
extraordinario paso de búsqueda del sujeto melancólico que busca desgranar el sentido
de su existencia en aquello que odia o ama. Para el melancólico el Otro es un juguete
librado a nuestra voluntad y hay que abrirlo del modo en que Hamlet abre y desangra
a Ofelia. Espejos y laberintos son adminículos barrocos y también góticos que tratan
de frenar el paso de las horas. Ellos confluyen en un acto vano. Para nuestra mirada
genderizada como la que introduce tanto Alejandra Pizarnik como su ilustrador, el
personaje melancólico de la Condesa, ahora doblemente literaturizada, ocupa la posición
masculina en doble sentido: el melancólico barroco era siempre un varón, dado que
se consideraba que la mujer no podía llegar a ese grado de ensimismamiento, pero
también esta cadena sígnica barroca y feudal masculiniza a la Condesa, en tanto
le acuerda un poder omnímodo que generalmente era el poder masculino. Como sabemos,
se trata aquí de una viuda que ha acaparado todo el poder aristocrático sobre sí,
gracias a sus posesiones y a la antigüedad de su linaje y, finalmente, a la ausencia
del marido en el castillo. En todo sentido, Báthory ocupa una posición masculina
por su uso indiscriminado del poder.
A diferencia del varón que representa el Marqués de Sade, en cuyos textos cunde
lo discursivo, dado que no hay certezas de que el autor se dedicara a las orgías
que describe (por lo menos, no con el esplendor y redundancia textual), y que aparece
citado por el mismo texto de Alejandra Pizarnik, en la historia real de Erzbet Báthory
y en sus derivaciones no hay prácticamente nivel de discurso. Ni la condesa habla
ni se expresan sus víctimas. A lo sumo encontramos imprecaciones. Báthory y Sade
comparten, sin embargo, el gusto por la escenografía sádica.
En la línea genealógica de la Condesa, más que la figura del “divino marqués”
que es un producto posterior del Rococó y, como eso lo indica, un renovador anticuario
del poder de la aristocracia, habría que colocar el caso del Barón Gilles de Rais
(1404-1440), que todavía no ha encontrado su mentor literario más cabal. Gilles
de Rais fue mariscal y miembro de la guardia personal de Juana de Arco y en plena
Edad Media tuvo la capacidad de torturar y exterminar a más de 140 niños, todo esto
en medio de un despliegue de lujo y magnificencia propio de un rey en su pequeña
corte de Bretaña. Como con su antecesor francés, la Condesa Báthory se caracteriza
por lo que era un gesto de su clase: el gasto improductivo. Es aquí inevitable pensar
en el artículo de Georges Bataille de 1933 titulado “La dépense”, donde el teórico
francés analiza la cualidad aristocrática del gasto improductivo. La mirada burguesa
posterior que se sienta a evocar estas figuras sentirá todavía más horror por ese
despilfarro sin medida que por el desfile interminable de individuos que marchan
a la muerte. El horror burgués denominará así “perverso” a lo que no tenga capacidad
de regenerarse. Ni la sangre ni el dinero despilfarrados por Gilles de Rais y por
Erzbet Báthory tienen descendencia.
Es, por ello, también que Santiago Caruso, el ilustrador, y Alejandra Pizarnik,
la glosadora, se niegan a darle lugar a una idea posible de cópula en los actos
de la Condesa literaria. Caruso no la pone en escena porque ella no conviene a la
economía del relato ni a la psicología melancólica de la torturadora. Y en esto
radica su mayor perversión. Pizarnik compara el trance perverso con el orgasmo,
pero este en rigor no tiene lugar en este contexto. El erotismo perverso es, por
cierto, muy sutil, pues la cópula aparece desviada y sustituida por la contemplación
del sufrimiento y el derramamiento de sangre.
El último punto que me interesa tocar aquí tiene que ver con la identificación
de Alejandra Pizarnik con su personaje literario. Si como afirma Alejandra en las
cartas a León Ostrov: “Hablar es hablar de mí” (CARTA 3; p.37), la poeta argentina
ha sentido la fascinación de Erzbet Báthory porque le daba la oportunidad de dar
rienda suelta a sus impulsos sádicos en el nivel de la sublimación literaria; además
de sus inclinaciones lesbianas, como sostiene Sylvia Molloy en un interesante artículo
(1997). Para ello podemos traer a cuento un fragmento no publicado y que se halla
en los archivos de manuscritos de la Universidad de Princeton bajo el título de
“Diana de Lesbos” consultados por Patricia Venti a pesar de la censura ejercida
por los herederos:
Además, me gusta violarte, me
gusta echarte de espaldas y meterte a la fuerza dos o tres dedos en tanto tu culo
da cuentas por el dolor y eso me excita y esto te excita y despacito va cediendo
como una tiernísima princesita de la más alta torre del castillo medieval de mis
sueños más depravados, es decir místicos… (Venti 2008, 85-6)
A esa cara oculta de la medalla, hay que agregarle esta coda que es aquello
visible: otro poema de la colección escrita en el mismo período de La condesa sangrienta
(titulada Los trabajos y las noches) y que servirá para cerrar esta exposición:
“La verdad de esta vieja pared”
que es frío es verde que también
se mueve llama jadea grazna es halo es hielo hilos vibran tiemblan hilos es verde
estoy muriendo es muro es mero muro es mudo mira muere
BIBLIOGRAFÍA
Bataille, Georges: [1933] La part maudite,
précédé de La notion de dépense. París: Minuit, 1967.
_____. La littérature et le mal, París,
Gallimard, 1957. de Beauvoir, Simona. [1960]
_____. La force de l´âge. París: Gallimard, 1965.
Cortázar, Julio. Modelo para armar. Buenos Aires: Sudamericana,
1968.
Molloy, Sylvia. “De Saffo a Baffo. La diversión de
lo sexual en Alejandra Pizarnik” en Daniel Balderston/Donna Guy (compiladores).
Sexo y sexualidades en América Latina. Buenos Aires: Paidós, 1997. pp. 357-367.
Ostrov, Andrea (compiladora). Alejandra Pizarnik/León
Ostrov. Cartas. Río Cuarto: Eduvim, 2012.
Piña, Cristina. Alejandra Pizarnik. Buenos Aires: Planeta,
1991.
Pizarnik, Alejandra. [1971] La condesa sangrienta.
Barcelona/Madrid: Ediciones del Zorro Rojo, con ilustraciones de Santiago Caruso,
2009.
Venti, Patricia. La dama de estas ruinas. Un Estudio
sobre La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik. El Escorial: Dedalus,
2008.
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EDIÇÃO COMEMORATIVA | CENTENÁRIO
DO SURREALISMO 1919-2019
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20 ANOS O MUNDO CONOSCO
Número 141 | Setembro de 2019
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