domingo, 4 de outubro de 2020

FERNANDO ARRABAL | Cuatro surrealistas



1 André Breton (el espejismo)

El frenesí de la risa de André Breton sólo podía compararse con el arrebato de sus furores. Júbilo y cólera eran rasgos esenciales de su talante y de su talento. Tan vindicativo se mostraba en sus condenaciones y vituperios como generoso en sus entusiasmos y admiraciones… y a veces hasta más. El creador del surrealismo reunía a orillas de la pasión el soplo ardiente y el feroz anhelo.

A las seis en punto de la tarde, todos los días André Breton entraba en el parisiense café La Promenade de Vénus o, para más señas, el Paseo de Venus, como su nombre indica. Atravesaba los umbrales con el empaque y la tiesura de Curro Romero haciendo el paseíllo en el silencio de la Maestranza. En el fondo del café surrealista y a la izquierda, como convenía a semejantes contertulios, los asiduos esperábamos en torno a una larga mesa. En aquellos tiempos, 1961, 1962 y 1963, existía un gran espejo que tapaba la pared. Y digo en aquellos tiempos porque en verdad no sé si sigue presidiendo el lugar semejante luna. De vez en cuando, un atasco inmoviliza el taxi que me conduce en el cruce del Louvre y de Coquillière, en la esquina misma del café… pero desde hace veintiocho años me je jurado no volver a entrar en este lugar de la morriña de cuyo nombre sí quiero acordarme. Breton, en cuanto se asentaba en su silla, cruzaba sus manos en su espalda y ritualmente bebía el primer trago de su ballon de rouge, que traduciríamos a lo bestia, pero con inesperado acierto, por balón de rojo, o copón de tinto. Acto seguido se contemplaba en el espejo. Y con razón. Con su blanca y flotante cabellera, su mirada aguileña, su majestuoso donaire, ya no era el adolescente guaperas de sus años mozos, sino un venerable poeta de cerca de 70 años con la hermosura y la fiereza de la gallardía desparramada en un espacio siempre desmesurado.

Al fin hallaba yo en París la tertulia que añoraba desde que el destierro me había alejado de las cacharrerías ateneísticas y otros cenáculos pos-postista en los cuales hasta Claudio Coello pintaba pollos. De seis a siete y media con Breton en el centro del ruedo, polemizábamos acerca de literatura, filosofía, pintura, respondíamos a sorprendentes y turbadoras encuestas que nosotros mismos componíamos, o participábamos en juegos tan divertidos y poéticos como uno en otro, en el cual gracias a Luce formaba un tándem invencible, o tan exquisitos como cadáver exquisito, y valga la redundancia… y de paso, aunque para Breton era lo principal, actuábamos como revolucionarios trotskistas. Para mí aquello era como novillos todos los días en los fosos de las murallas de Ciudad Rodrigo. La nostalgia que guardo de aquellas inolvidables tardes en Jauja es tanta que incapaz de resignarme a la sociedad cocón, reúno una vez por semana en mi casa de París a un grupo de matemáticos y de poetas para charlar de esto y de aquello yendo voluptuosamente hacia lo vago.

Nadie podía asistir al Paseo de Venos sin recibir la invitación surrealista y el espaldarazo de André Breton. En verdad, nunca fuimos más allá de dos docenas los elegidos, ni siquiera cuando recibíamos, por ejemplo, el refuerzo de Octavio Paz en una de sus etapas entre dos viajes a la India, alumbrado de su propia brisa.

Libertad, amor, poesía, revolución eran las pasiones de André Breton, pero sin olvidar de besar las manos de las mujeres con tanta fruición como urbanidad. Soñaba con cambiar el mundo como lo hubiera podido hacer un Rimbaud eternamente adolescente, genial y rebelde. El surrealismo exigía un altruismo y un sacrificio de monje de clausura. Toda forma de compromiso con la fea burguesía, como la bautizó Miguel Espinoza, estaba considerada como la peor traición. Max Ernst fue expulsado del grupo por haberse rebajado a exhibir sus cuadros en la Bienal de Venecia como vulgar pintor oficial. Los hombres de teatro en general y el mismísimo Antonin Artaud fueron acusados de peseteros y arribistas. Me salvé de la quema e incluso vi publicada una de mis obras en La Brèche porque Breton, debo reconocer con razón, consideraba mi teatro como antiteatro. Su moral era una cordillera de inmortalidad en bruto.

Breton proclamaba sus preferencias y su ética con una furia tan poco común como su estilo. Por ello celebró la muerte de los tres escritores oficiales franceses de comienzo de siglo con esta oración fúnebre: Pierre Loti, Maurice Barrès, Anatole France… tiremos los tejos de alegría para festejar el año 1924 que ha dado la puntilla a estos tres siniestros tiparracos: el idiota, el traidor y el policía. Años después escribió: Neruda y Siqueiros son dos fetos nauseabundos que para servir a su señor Stalin como lacayos de chicha y nabo, han atentado a la vida de Trotsky. O: El acto surrealista por antonomasia consiste en bajar a la calle empuñando un revólver y disparar al buen tuntún sobre la muchedumbre. Vivió siempre Breton en holganza de evidencia.

La sociedad respondió a sus lecciones de moral con silencio rebozado de desdén. Breton, ignorado, vivía en su catacumba del barrio de Pigalle, en un pisito monacal. A duras penas su editor, Gallimard, conseguía vender dos centenares de sus libros por año. Estando en su casa en julio de 1962, mostró la carta en que su editor le contaba el hecho, no sin un legítimo orgullo. Aquel tropel de menosprecios fue su legítimo séquito.

El tiempo ha pasado, algo menos de treinta años. La revista La Brèche, que en su día no tenía más lectores que sus colaboradores, hoy se la disputan en las subastas como rareza filatélica. Los libros de Breton, Los manifiestos, Nadja, El amor loco, figuran en la retahíla de libros más vendidos sin desamparar. La imagen del poeta campa en paredes, carteles, pasquines parisienses. Las exposiciones, conferencias, debates y homenajes a Breton y al surrealismo se multiplican. Me he negado a formar parte de esas mojigangas, y no por fidelidad a la exigente moral de Breton ni por respeto a la ética surrealista, sino porque se galanteara con los gentiles organizadores no podría dejar de pensar en las miserias y grandezas de las vanguardias. ¡Quién pudiera esconderse en un espejismo!

 

2 Antonin Artaud (su excomunión)


A
ntonin Artaud, con rabia se insurgía contra la literatura de los imbéciles, de los sabelotodo, de los antipoetas y de los positivistas, en vista de lo cual le metieron en un manicomio de Rodez, donde fue torturado durante diez años con mañosa prisa.

Para André Breton, el arte comercial y el teatro representado sólo podían proponer platitudes o referir puerilidades. Arrimando a aquellos propósitos la lógica, nunca comprendí por qué motivo Breton no sólo defendía, sino que publicaba mi teatro. Ha pasado un cuarto de siglo y en verdad el cine y la televisión, tras marginalizar al teatro neutralizando y trivializando a tantos autores, lo ja alojado en unas catacumbas de pan, miel y ajilimójili. El dramaturgo, que ya nada puede ganar ni perder, le hace tilín al presente y rosquillas a la historia: rompe al fin (como soñaba Artaud imaginándose poeta utópico) los obstáculos entre lo vivido y lo representado para celebrar la comunión entre público y actor.

En el grupo surrealista durante los tres años que asistí diariamente a sus reuniones, se cuchicheaba entre dientes, y a espaldas de Breton acerca del genio y de la figura de Artaud. Descuidado, poco medroso y metiéndome a desvergonzado protegido bajo mi caparazón de meteco de Ciudad Rodrigo, un día le hice a Breton la pregunta tabú: ¿Qué opina de Artaud? Me respondió sin echar los títeres a rodar: Era un rebelde sin causa.

En 1930, en su Segundo Manifiesto Surrealista, André Breton había acusado a Antonin de buscar negocios fementidos y triunfos chiquilicuatros; de dirigir con un lujo faraónico la obra de un vacuo sueco al que despreciaba (Strindberg) y al que tan sólo ponía en escena porque la embajada de Suecia le había pagado el oro y el moro. Breton amenazaba con descubrir la hilaza y exhibir las pruebas de este defalco… que mostraba el valor moral de la empresa; denunciaba a Artaud por haber llamado en su ayuda a dos polis y por haber pactado en una comisaría el aherrojamiento de sus ex compañeros del grupo. Breton aseguraba que Artaud no sabía ni remotamente lo que es el honor. A matacandela, Artaud había excomulgado del surrealismo.

En 1962 caí de rodillas contemplando en el Museo de Arte de París una exposición retrospectiva de la obra pictórica del vacuo sueco (compuesta a finales del siglo XIX). En el catálogo de aquella pasmosa exhibición figuraba una meditación de Strindberg sobre su propia obra plástica. Analizaba su proceso de paisajista al óleo transfigurado en pintor abstracto tras haber ahorcada los hábitos de la figuración panza al trote como un precursor del surrealismo. Sin segundas intenciones recomendé la exposición a Breton poniéndola en el pináculo: éste, maravillado por lo visto y leído en el museo, la puso por las nubes y en letra de molde la bendijo en su revista La Brèche. Se cerraba así un capítulo del surrealismo al servicio de la revolución, como si Mefisto travieso, con el compadrazgo de un diablo cojuelo, se hubiera distraído atando los cabos sueltos de la Historia. Meses después, con Topor y Jodorowsky, creé el movimiento Pánico y por mi cuenta y riesgo escribí mi obra de teatro El arquitecto y el emperador de Asiria.

Muerto Breton en 1966, sentí la dentera de leer la obra de Artaud que aún desconocía. Qué chasco, pero también qué asombro y qué fascinación al devorar El teatro y su doble, que Artaud había escrito en 1938… las tesis teatrales que yo pensaba haber descubierto. El poeta rebelde se alzaba como un profeta visionario; para mayor estupefacción, vi que Artaud hablaba ya de… teatro pánico… de arquitectos de Asiria. Si le hubiera leído a tiempo, hoy el Pánico se llamaría Movimiento Burlesco (en honor de Góngora) y mi obra más representada: El escriba y el emperador de Caldea.

Tras un cuarto de siglo de calumnias, suplicios y excomuniones, Artaud resucita de la mano de los mejores directores y dramaturgos de hoy. Perdiendo uno a uno sus ripiosos artificios, el teatro ha dejado de sembrar en la arena o de arar en el mar. Cuando estos herederos de Artaud consiguen direcciones vibrantes, el autor viaja y peregrina, ve mundos sin pararse en parte alguna y recibe el viático necesario para su aventura de escritor.

El teatro es tan diminuto, tan emocionante y tan frágil y está tan a contrapelo del prurito de eficacia ambiente, que se permite el lujo y la chulería de ser testigo de su época, dando solamente cuentas a la inspiración. Este teatro era el que soñaba Artaud cuando los loqueros le encepaban con una camisa de fuerza para encerrar su libertad infinita y le atornillaban en su cabeza de rebelde los alambres del electrochoque.

 

3 Michel Trusevitch (poeta pirómano)


U
n poeta de origen ruso y de finos modales, Michel Trusevitch, protagonizó en los años sesenta el acto más significativo y secreto de la última etapa de la vida de Breton… Para contarlos, por vez primera, cobijo el nombre del poeta bajo el sayo del seudónimo, como él tapó su reputación bajo posos de estiércol. Que los hay con temple, por eso van por el mundo solos.

El destino es tan caprichoso que estrené destierro en un sanatorio universitario de los arrabales de París, precisamente en la galera donde los médicos intentaban combatir la tuberculosis que apolillaba los pulmones del poeta. Era Trusevitch un rarísimo personaje tan suicida como original. Entreveraba su dandismo sampetersburguiano con su amor a la literatura en general y a la poesía surrealista en particular. Hostil al conformismo y dócil a la provocación, consiguió en poco tiempo emberrenchinar a la mayoría de los enfermos de aquella ensenada de cura y reposo que Thomas Mann tachó, sin demasiados motivos, nada menos que de montaña mágica.

 

Años después, aun sin hacernos los amos del cotarro ni mucho menos, fuimos miembros o, si se quiere, contertulios del grupo surrealista. Durante su última tarde en el café (nombre con que los iniciados llamaban a La Promenade de Vénus) jugamos con menos celo que júbilo a Animales fabulosos bajo la batuta de André Breton.

Los jugadores teníamos que hallar el animal que simbolizara al personaje destinado por el jefe de orquesta. Naturalmente a Victor Hugo convenía encarnarle por un león, a Rimbaud por una pantera y a Baudelaire por el albatros y no por un carnero del Cabo aunque viniera a ser lo mismo. A Trusevitch le tocó dar con animal que simbolizara a Saint Just. Con la iglesia topamos, Sancho, hubiera debido pensar el poeta. Era Saint Just por aquellos tiempos el rebelde que más enfervorizaba a los revolucionarios de salón.

Sin querer percibir ni el estupor general ni la irritación de Breton, Trusevitch dijo sonriendo:

– El animal que le representa es… la rata.

¿Cómo se atreve a decir una barbaridad de este tipo y al mismo tiempo proclamarse surrealista? Al fin lo he comprendido, Trusevitch… Usted se ha colado en el grupo para espiarnos.

Trusevitch remató su autoexpulsión del grupo al responder a Breton con una insoportable perogrullada:

¿Espiar? ¿Aquí? Pero ¿a quién?

 

Semanas después, Breton me pidió por teléfono y con un tono de voz más desazonado que fuera a verle lo antes posible. Al llegar a su modesto pisito de la calle Fontaine, a dos pasos de Pigalle y sus peripatéticas, vi su puerta casi completamente calcinada. Al que le interese saber lo que no sucedió aquel día le aconsejo que compre las mejores biografías de Breton. En ellas se cuenta entre trolas y bolas que Breton aquel famoso día fue víctima de un atentado de los terroristas del OAS favorables a una Argelia francesa.

Breton me dijo:

– Estoy convencido, aunque por ahora no tengo prueba alguna, de que el autor de la tentativa de incendio de mi piso ha sido su amigo Trusevitch. Venga a la ventana. Como ver, a unos metros de mi casa se halla ese depósito de gasolina. Se ha evitado una catástrofe por milagro.

A Trusevitch le defendí como pude. No me pareció oportuno, sin embargo, recordarle a Breton sus proclamas más incendiarias, y menos que ninguna aquella en que notificaba al ciudadano de a pie para que se fuera enterando de que El acto surrealista por antonomasia consiste en bajar a la calle empuñando un revólver y disparar al buen tuntún sobre la muchedumbre.

Semanas después, el diario France-Soir apareció adornado con una enorme foto de Trusevitch y con un título abrumador por tamaño y contenido: ESTUDIANTE RETRASADO PEGA FUEGO A CINCO INMUEBLES HABITADOS.

 

Michel Tresuvitch había soñado con morir guillotinado como un poeta maldito y surrealista. Sabía que por entonces la pena de muerte era el castigo inevitable para los incendiarios de edificios habitados. No quiso defenderse, por ello aceptó gustoso el abogado que en Francia llaman de oficio porque se le supone sin ninguno dada su gratuidad. Era un viejo mutilado de la Primera Guerra Mundial patriota y católico: el cancerbero pintiparado para conducirle al cadalso. Pero aquel hombre que no podía comprender ni al Surrealismo ni a Trusevitch defendió con tan buena fe y argumentos de cajón la tesis de la locura del poeta pirómano… que así lo estimó el tribunal.

Trusevitch había pasado tres años en la cárcel de la Santé sin llegar a convertirse en un mártir del Surrealismo.

Limpio de polvo y paja tras el veredicto. Trusevitch fue albergado en un hospital psiquiátrico, donde también estaba recluida una fragilísima adolescente con estampa de efebo. Al cabo de diez minutos de conocerla Trusevitch, impulsado por un arranque montaraz, abrió la cabeza de la adolescente con una litrona. Tres semanas después, del brazo salieron del hospital y durante un cuarto de siglo más tarde formaron una pareja original y sosegada que trocó la provocación por la seducción… como la vanguardia.

Poco antes de morir me dijo con apacibilidad:

¿Quién nos hubiera dicho hace treinta años que los momentos más intensos de nuestras vidas iban a ser los que estábamos viviendo, entonces, en el Grupo Surrealista?

Ayer soñé con la inmortalidad surrealista. Era una gota de mercurio brillante y hermosa. En cuanto la toqué se formaron en su superficie mil arrugas repugnantes.

 

4 Luis Buñuel (la edad de oro)


B
uñuel, quizá menos socarrón que fatalista, me dijo: Franco y yo teníamos gustos cinematográficos muy similares. En mis tiempos de productor, con dinero prestado por mi padre, hice en Madrid dos películas dirigidas por José Luis Sáenz de Heredia: La hija de Juan Simón, en 1935, y ¿Quién me quiere a mí?, un año después. El dictador también encargó al mismo realizador sus dos filmes: Raza y Franco, ese hombre. Probablemente, por ello Franco produjo Viridiana cuando nadie en el mundo se atrevía a hacerlo.

Mientras me hablaba, su perrita correteaba, saltarina, como un convulsivo lujo de la inestabilidad. Se llamaba Tristana, como su segunda película producida por el antiguo régimen, y guardaba, más que su vivienda, las proporciones del chalé mexicano del coautor de Un perro andaluz. Pero únicamente por tamaño.

La villa del realizador de Cumbres borrascosas, contrariamente a su pizpireta chucha, nadie hubiera podido tacharla de bulliciosa. Casa protegida por alta tapia de mundanales ruidos y despojadores atracos. Se entraba en mansión por un angosto zaguán. Desembocaba en un saloncito presidido por una nevera, un plano de París y un retrato de don Luis firmado por Salvador Dalí. La nostalgia flotaba, disponible. La habitación comunicaba con un patio encallejonado en la estrechura. Allí almorcé con Buñuel tan sólo en aquella ocasión. Jeanne, la mujer del director de Belle de jour, nos guisó un estofado, aderezado a lo español, como únicamente saben cocinarlos algunos extranjeros carentes de prejuicios, altanerías y patrioterismos. Durante aquel festín, el autor de La muerte en el jardín se devanó los sesos para encontrarme una manera de huir de México. Por culpa de una estación de la ceremonia de la confusión, malparida por mi obra Fando y Lis, un padre y un esposo habían jurado organizarme un vía crucis a balazo limpio.

Era Buñuel un campechano hombrón dócil a la fatalidad de su inocencia. Su campanuda voz no engolaba su prestancia, contrariamente a lo que sucede a algunos de nuestros mejores comediantes. Su eminencia se ofrecía como serenidad. Dominaban su semblante dos grandes orejas. Amadrigaban precisamente el órgano que peor le funcionaba y mejor le asistía; refugiado en su sordera escuchaba el murmullo de la cabal esencia del mundo.

Su corpachón se fue inclinando, no por culpa de los años sino por necesidad de acercarse a su interlocutor para mejor oírle. Su mirada más bondadosa que pícara alumbraba una cabeza que se da dado en decir de campesino, pero que más parecía de escultor. Bromista, salvo cuando se hablaba de Gala Dalí, había recorrido tanto mundo, conocido tantas traiciones y cambiazos que a veces ya sólo confiaba en su fiel coba de dry Martini. Su silueta estaba presidida por una cabeza extraordinariamente redonda que fue perdiendo cabellos y canas para exhibir, ufana, una perfección esférica. Todo el universo encaja en un recuerdo, pero también en un olvido.

Hablaba un español de antología como sólo puede pronunciarlo, saborearlo y conservarlo contra vientos de destierro y mareas integristas aquel que ha pasado media vida fuera del suelo natal. Cultivaba tres antojos anticonformistas del español heterodoxo: puntualidad, mañaneo madrugador y querencia por lluvia, nieblas y fríos. Henchido de futuro no se avino a errar hacia la perdurabilidad.

Muchos de mis compatriotas y algo más de la totalidad del mundillo cinematográfico cuenta y no acaba dichos, ocurrencias y anécdotas del autor de La hija del engaño. Pocas veces estuve con él, pero en mi presencia siempre se manifestó menos dicharachero que práctico. El que fue le aguardó siempre bajo sus ideas.

A comienzos de los sesenta le vi en París media docenas de veces en ambiente surrealista, antiburgués y revolucionario de salén.

Con Jodorowsky y Topor, Cortázar y Aurora, Camacho y Margarita, Jean Benoit y Mimi, Fidalgo Herminda, Gironnella y Bambi. Esta última por el chisporroteo de su talento y su guapura exótica encandiló a más de uno, sin olvidar a Orson Welles. Asiduo lector de autores contemporáneos, el realizador de El bruto, finalmente, atinaba con una reflexión cordial para cada uno de ellos, excluyendo a Borges. Sorprendía su cultura tan inhabitual entre cineastas. No es necesario el socorro de Godard para confirmar que las obsesiones de los artífices del celuloide giran única y exclusivamente en torno a su Majestad el Dólar. Hablan entre ellos, como compinches de una cuadrilla de tahúres preparando trampas de póker. En realidad, estos simpaticones realizados, autoproclamados artistas del séptimo arte, con ayuda de abogados fulleros, productores petardistas y funcionarios jugando al discreto encanto de la corrupción, pasas sus noches entre puro y puro, buscando zalagardas para ponerse las botas embarcando a los espectadores incautos. Toda alfafa es buena para estos borregos del rebaño de Don Dinero. Lo mismo les da hacer una película sobre Karl Marx que sobre Blancanieves, a la gloria del Papa o del Marqués de Sade, en honor del liberalismo de Popper o del comunismo de Kim Il Sung. Con la conciencia de un papel de fumar estos chaqueteros pueden representar en el Festival de Cannes, en el de Venecia o en el Schwach-sinning de Abajo unas veces al socialismo y otras al nacional-sindicalismo, siempre y cuando uno u otro gocen en el instante preciso del poder que más calienta. Todo se deshilacha en hebras de oportunismos. Hoy el cine está ya casi completamente gangrenado por este mal. Por ello los espectadores supervivientes al cataclismo, en vez de planos sagaces originales y divertidos, ven a menudo trastazos automovilísticos. Pero a Buñuel no llegó a contaminarle esta infección. En la leal plenitud de su inspiración latió el ritmo de su obra.

Todos los cineastas del mundo y parte del extranjero oyeron decir al director de Demonio y carne la famosa frase: Soy ateo gracias a Dios. Me pregunto si en verdad algún día la dijo. Lo que sí puedo asegurar es que su originalidad le hubiera impedido repetirla. Y que nadie piense que pongo en tela de juicio el ateísmo del realizador de Simón del desierto. Su arrojo se nutría de su recato.

Precisamente la última vez que nos vimos hablamos de la Virgen María. Estaba al corriente del revuelo causado por mi revelación entre los n.g.p. (nuevos gazmoños bien pensantes):

 

Están celosos, todos antes fueron beatones tragasantos y le humilla que sólo a ti se te haya aparecido la Virgen. ¡Y a los dieciocho años! ¿Sabes que yo también la vi? Pero mucho más tarde. Estaba soñando cuando apareció en mi habitación con la sonrisa en los labios. Le dije: No puede ser. Soy agnóstico. Me respondió: Te amo infinitamente. De pura emoción me desperté. Seguía sonriéndome. Caí de rodillas y me puse a llorar.

 

Probablemente el autor de Subida al cielo hoy se halla muy por encima de la Vía Láctea, con Nazarín, lejos de ángeles exterminadores, viviendo una eterna Edad de Oro. Aquí quedamos los olvidados corriendo en pos de fantasmas de libertad, y en mi caso soñando, y a veces con él. Por cierto, anoche soñé que un policía romano llamado Valle-Inclán me metía de nuevo en los calabozos de la Puerta del Sol. Todo mi cuerpo me picaba como si tuviera un sarpullido. Me desnudé y me vi plagado de infinitos Luis Buñuel. 

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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NO MUNDO INTEIRO

Número 158 | outubro de 2020

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