1 André Breton (el espejismo)
El frenesí de la
risa de André Breton sólo podía compararse con el arrebato de sus furores. Júbilo
y cólera eran rasgos esenciales de su talante y de su talento. Tan vindicativo se
mostraba en sus condenaciones y vituperios como generoso en sus entusiasmos y admiraciones…
y a veces hasta más. El creador del surrealismo reunía a orillas de la pasión el
soplo ardiente y el feroz anhelo.
A las seis en punto de la tarde, todos los
días André Breton entraba en el parisiense café La Promenade de Vénus o, para más
señas, el Paseo de Venus, como su nombre indica. Atravesaba los umbrales con el
empaque y la tiesura de Curro Romero haciendo el paseíllo en el silencio de la Maestranza.
En el fondo del café surrealista y a la izquierda, como convenía a semejantes contertulios,
los asiduos esperábamos en torno a una larga mesa. En aquellos tiempos, 1961, 1962
y 1963, existía un gran espejo que tapaba la pared. Y digo en aquellos tiempos porque en verdad no sé si sigue presidiendo el lugar
semejante luna. De vez en cuando, un atasco inmoviliza el taxi que me conduce en
el cruce del Louvre y de Coquillière, en la esquina misma del café… pero desde hace
veintiocho años me je jurado no volver a entrar en este lugar de la morriña de cuyo
nombre sí quiero acordarme. Breton, en cuanto se asentaba en su silla, cruzaba sus
manos en su espalda y ritualmente bebía el primer trago de su ballon de rouge, que traduciríamos a lo bestia,
pero con inesperado acierto, por balón de
rojo, o copón de tinto. Acto seguido
se contemplaba en el espejo. Y con razón. Con su blanca y flotante cabellera, su
mirada aguileña, su majestuoso donaire, ya no era el adolescente guaperas de sus
años mozos, sino un venerable poeta de cerca de 70 años con la hermosura y la fiereza
de la gallardía desparramada en un espacio siempre desmesurado.
Al fin hallaba yo en París la tertulia que
añoraba desde que el destierro me había alejado de las cacharrerías ateneísticas
y otros cenáculos pos-postista en los
cuales hasta Claudio Coello pintaba pollos.
De seis a siete y media con Breton en el centro del ruedo, polemizábamos acerca
de literatura, filosofía, pintura, respondíamos a sorprendentes y turbadoras encuestas
que nosotros mismos componíamos, o participábamos en juegos tan divertidos y poéticos
como uno en otro, en el cual gracias a Luce formaba un tándem invencible, o tan
exquisitos como cadáver exquisito, y valga la redundancia… y de paso, aunque para
Breton era lo principal, actuábamos como revolucionarios trotskistas. Para mí aquello
era como novillos todos los días en los fosos de las murallas de Ciudad Rodrigo.
La nostalgia que guardo de aquellas inolvidables tardes en Jauja es tanta que incapaz
de resignarme a la sociedad cocón, reúno
una vez por semana en mi casa de París a un grupo de matemáticos y de poetas para
charlar de esto y de aquello yendo voluptuosamente hacia lo vago.
Nadie podía asistir al Paseo de Venos sin
recibir la invitación surrealista y el
espaldarazo de André Breton. En verdad, nunca fuimos más allá de dos docenas los
elegidos, ni siquiera cuando recibíamos,
por ejemplo, el refuerzo de Octavio Paz en una de sus etapas entre dos viajes a
la India, alumbrado de su propia brisa.
Libertad, amor, poesía, revolución eran las
pasiones de André Breton, pero sin olvidar de besar las manos de las mujeres con
tanta fruición como urbanidad. Soñaba con cambiar el mundo como lo hubiera podido
hacer un Rimbaud eternamente adolescente, genial y rebelde. El surrealismo exigía
un altruismo y un sacrificio de monje de clausura. Toda forma de compromiso con
la fea burguesía, como la bautizó Miguel
Espinoza, estaba considerada como la peor traición. Max Ernst fue expulsado del
grupo por haberse rebajado a exhibir sus cuadros en la Bienal de Venecia como vulgar
pintor oficial. Los hombres de teatro en general y el mismísimo Antonin Artaud fueron
acusados de peseteros y arribistas. Me salvé de la quema e incluso vi publicada
una de mis obras en La Brèche porque Breton,
debo reconocer con razón, consideraba mi teatro como antiteatro. Su moral era una cordillera de inmortalidad en bruto.
Breton proclamaba sus preferencias y su ética
con una furia tan poco común como su estilo. Por ello celebró la muerte de los tres
escritores oficiales franceses de comienzo de siglo con esta oración fúnebre: Pierre Loti, Maurice Barrès, Anatole France…
tiremos los tejos de alegría para festejar el año 1924 que ha dado la puntilla a
estos tres siniestros tiparracos: el idiota, el traidor y el policía. Años después
escribió: Neruda y Siqueiros son dos fetos
nauseabundos que para servir a su señor Stalin como lacayos de chicha y nabo, han
atentado a la vida de Trotsky. O: El acto
surrealista por antonomasia consiste en bajar a la calle empuñando un revólver y
disparar al buen tuntún sobre la muchedumbre. Vivió siempre Breton en holganza
de evidencia.
La sociedad respondió a sus lecciones de moral
con silencio rebozado de desdén. Breton, ignorado, vivía en su catacumba del barrio
de Pigalle, en un pisito monacal. A duras penas su editor, Gallimard, conseguía
vender dos centenares de sus libros por año. Estando en su casa en julio de 1962,
mostró la carta en que su editor le contaba el hecho, no sin un legítimo orgullo.
Aquel tropel de menosprecios fue su legítimo séquito.
El tiempo ha pasado, algo menos de treinta
años. La revista La Brèche, que en su
día no tenía más lectores que sus colaboradores, hoy se la disputan en las subastas
como rareza filatélica. Los libros de Breton, Los manifiestos, Nadja, El amor loco, figuran en la retahíla de libros
más vendidos sin desamparar. La imagen del poeta campa en paredes, carteles, pasquines
parisienses. Las exposiciones, conferencias, debates y homenajes a Breton y al surrealismo
se multiplican. Me he negado a formar parte de esas mojigangas, y no por fidelidad
a la exigente moral de Breton ni por respeto a la ética surrealista, sino porque
se galanteara con los gentiles organizadores
no podría dejar de pensar en las miserias y grandezas de las vanguardias. ¡Quién
pudiera esconderse en un espejismo!
2 Antonin Artaud (su excomunión)
Antonin Artaud, con rabia se insurgía contra la literatura de los imbéciles, de los sabelotodo, de los antipoetas y de los positivistas, en vista de lo cual le metieron en un manicomio de Rodez, donde fue torturado durante diez años con mañosa prisa.
Para André Breton, el arte comercial y el teatro
representado sólo podían proponer platitudes o referir puerilidades. Arrimando
a aquellos propósitos la lógica, nunca comprendí por qué motivo Breton no sólo defendía,
sino que publicaba mi teatro. Ha pasado un cuarto de siglo y en verdad el cine y
la televisión, tras marginalizar al teatro neutralizando y trivializando a tantos
autores, lo ja alojado en unas catacumbas de pan, miel y ajilimójili. El dramaturgo,
que ya nada puede ganar ni perder, le hace tilín al presente y rosquillas a la historia:
rompe al fin (como soñaba Artaud imaginándose poeta utópico) los obstáculos entre
lo vivido y lo representado para celebrar la
comunión entre público y actor.
En el grupo surrealista durante los tres años
que asistí diariamente a sus reuniones, se cuchicheaba entre dientes, y a espaldas
de Breton acerca del genio y de la figura de Artaud. Descuidado, poco medroso y
metiéndome a desvergonzado protegido bajo mi caparazón de meteco de Ciudad Rodrigo,
un día le hice a Breton la pregunta tabú: ¿Qué opina de Artaud? Me respondió sin echar
los títeres a rodar: Era un rebelde sin causa.
En 1930, en su Segundo Manifiesto Surrealista, André Breton había acusado a Antonin
de buscar negocios fementidos y triunfos chiquilicuatros; de dirigir con un lujo
faraónico la obra de un vacuo sueco al
que despreciaba (Strindberg) y al que tan sólo ponía en escena porque la embajada
de Suecia le había pagado el oro y el moro. Breton amenazaba con descubrir la hilaza
y exhibir las pruebas de este defalco… que mostraba el valor moral de la empresa; denunciaba a Artaud por haber llamado
en su ayuda a dos polis y por haber pactado
en una comisaría el aherrojamiento de sus ex compañeros del grupo. Breton aseguraba
que Artaud no sabía ni remotamente lo que es el honor. A matacandela, Artaud había
excomulgado del surrealismo.
En 1962 caí de rodillas contemplando en el
Museo de Arte de París una exposición retrospectiva de la obra pictórica del vacuo sueco (compuesta a finales del siglo
XIX). En el catálogo de aquella pasmosa exhibición figuraba una meditación de Strindberg
sobre su propia obra plástica. Analizaba su proceso de paisajista al óleo transfigurado
en pintor abstracto tras haber ahorcada los hábitos de la figuración panza al trote
como un precursor del surrealismo. Sin segundas intenciones recomendé la exposición
a Breton poniéndola en el pináculo: éste, maravillado por lo visto y leído en el
museo, la puso por las nubes y en letra de molde la bendijo en su revista La Brèche. Se cerraba así un capítulo del
surrealismo al servicio de la revolución,
como si Mefisto travieso, con el compadrazgo de un diablo cojuelo, se hubiera distraído
atando los cabos sueltos de la Historia. Meses después, con Topor y Jodorowsky,
creé el movimiento Pánico y por mi cuenta y riesgo escribí mi obra de teatro El arquitecto y el emperador de Asiria.
Muerto Breton en 1966, sentí la dentera de
leer la obra de Artaud que aún desconocía. Qué chasco, pero también qué asombro
y qué fascinación al devorar El teatro y su
doble, que Artaud había escrito en 1938… las tesis teatrales que yo pensaba
haber descubierto. El poeta rebelde se alzaba como un profeta visionario; para mayor
estupefacción, vi que Artaud hablaba ya de… teatro
pánico… de arquitectos de Asiria.
Si le hubiera leído a tiempo, hoy el Pánico se llamaría Movimiento Burlesco (en
honor de Góngora) y mi obra más representada: El escriba y el emperador de Caldea.
Tras un cuarto de siglo de calumnias, suplicios
y excomuniones, Artaud resucita de la mano de los mejores directores y dramaturgos
de hoy. Perdiendo uno a uno sus ripiosos artificios, el teatro ha dejado de sembrar
en la arena o de arar en el mar. Cuando estos herederos de Artaud consiguen direcciones
vibrantes, el autor viaja y peregrina, ve mundos sin pararse en parte alguna y recibe
el viático necesario para su aventura de escritor.
El teatro es tan diminuto, tan emocionante
y tan frágil y está tan a contrapelo del prurito de eficacia ambiente, que se permite
el lujo y la chulería de ser testigo de su época, dando solamente cuentas a la inspiración.
Este teatro era el que soñaba Artaud cuando los loqueros le encepaban con una camisa
de fuerza para encerrar su libertad infinita y le atornillaban en su cabeza de rebelde
los alambres del electrochoque.
3 Michel Trusevitch (poeta
pirómano)
Un poeta de origen ruso y de finos modales, Michel Trusevitch, protagonizó en los años sesenta el acto más significativo y secreto de la última etapa de la vida de Breton… Para contarlos, por vez primera, cobijo el nombre del poeta bajo el sayo del seudónimo, como él tapó su reputación bajo posos de estiércol. Que los hay con temple, por eso van por el mundo solos.
El destino es tan caprichoso que estrené destierro
en un sanatorio universitario de los arrabales de París, precisamente en la galera
donde los médicos intentaban combatir la tuberculosis que apolillaba los pulmones
del poeta. Era Trusevitch un rarísimo personaje tan suicida como original. Entreveraba
su dandismo sampetersburguiano con su amor a la literatura en general y a la poesía
surrealista en particular. Hostil al conformismo y dócil a la provocación, consiguió
en poco tiempo emberrenchinar a la mayoría de los enfermos de aquella ensenada de
cura y reposo que Thomas Mann tachó, sin demasiados motivos, nada menos que de montaña mágica.
Años después, aun sin hacernos los amos del cotarro ni mucho menos, fuimos miembros
o, si se quiere, contertulios del grupo surrealista. Durante su última tarde en
el café (nombre con que los iniciados
llamaban a La Promenade de Vénus) jugamos
con menos celo que júbilo a Animales fabulosos
bajo la batuta de André Breton.
Los jugadores teníamos que hallar el animal
que simbolizara al personaje destinado por el jefe de orquesta. Naturalmente a Victor
Hugo convenía encarnarle por un león, a Rimbaud por una pantera y a Baudelaire por
el albatros y no por un carnero del Cabo aunque viniera a ser lo mismo. A Trusevitch
le tocó dar con animal que simbolizara a Saint Just. Con la iglesia topamos, Sancho, hubiera debido pensar el poeta. Era
Saint Just por aquellos tiempos el rebelde que más enfervorizaba a los revolucionarios
de salón.
Sin querer percibir ni el estupor general
ni la irritación de Breton, Trusevitch dijo sonriendo:
– El animal que le representa es… la rata.
– ¿Cómo se atreve a decir una barbaridad de este tipo y al mismo tiempo proclamarse
surrealista? Al fin lo he comprendido, Trusevitch… Usted se ha colado en el grupo
para espiarnos.
Trusevitch remató su autoexpulsión del grupo
al responder a Breton con una insoportable perogrullada:
– ¿Espiar? ¿Aquí? Pero ¿a quién?
Semanas después, Breton me pidió por teléfono y con un tono de voz más desazonado
que fuera a verle lo antes posible. Al
llegar a su modesto pisito de la calle Fontaine, a dos pasos de Pigalle y sus peripatéticas,
vi su puerta casi completamente calcinada. Al que le interese saber lo que no sucedió aquel día le aconsejo que compre
las mejores biografías de Breton. En ellas se cuenta entre trolas y bolas que Breton
aquel famoso día fue víctima de un atentado de los terroristas del OAS favorables
a una Argelia francesa.
Breton me dijo:
– Estoy convencido, aunque por ahora no tengo
prueba alguna, de que el autor de la tentativa de incendio de mi piso ha sido su amigo Trusevitch. Venga a la ventana.
Como ver, a unos metros de mi casa se halla ese depósito de gasolina. Se ha evitado
una catástrofe por milagro.
A Trusevitch le defendí como pude. No me pareció
oportuno, sin embargo, recordarle a Breton sus proclamas más incendiarias, y menos
que ninguna aquella en que notificaba al ciudadano de a pie para que se fuera enterando
de que El acto surrealista por antonomasia
consiste en bajar a la calle empuñando un revólver y disparar al buen tuntún sobre
la muchedumbre.
Semanas después, el diario France-Soir apareció adornado con una enorme
foto de Trusevitch y con un título abrumador por tamaño y contenido: ESTUDIANTE
RETRASADO PEGA FUEGO A CINCO INMUEBLES HABITADOS.
Michel Tresuvitch había soñado con morir guillotinado como un poeta maldito
y surrealista. Sabía que por entonces la pena de muerte era el castigo inevitable
para los incendiarios de edificios habitados. No quiso defenderse, por ello aceptó
gustoso el abogado que en Francia llaman de
oficio porque se le supone sin ninguno dada su gratuidad. Era un viejo mutilado
de la Primera Guerra Mundial patriota y católico: el cancerbero pintiparado para
conducirle al cadalso. Pero aquel hombre que no podía comprender ni al Surrealismo
ni a Trusevitch defendió con tan buena fe y argumentos de cajón la tesis de la locura
del poeta pirómano… que así lo estimó el tribunal.
Trusevitch había pasado tres años en la cárcel
de la Santé sin llegar a convertirse en un mártir del Surrealismo.
Limpio de polvo y paja tras el veredicto.
Trusevitch fue albergado en un hospital psiquiátrico, donde también estaba recluida
una fragilísima adolescente con estampa de efebo. Al cabo de diez minutos de conocerla
Trusevitch, impulsado por un arranque montaraz, abrió la cabeza de la adolescente
con una litrona. Tres semanas después, del brazo salieron del hospital y durante
un cuarto de siglo más tarde formaron una pareja original y sosegada que trocó la
provocación por la seducción… como la vanguardia.
Poco antes de morir me dijo con apacibilidad:
– ¿Quién nos hubiera dicho hace treinta años que los momentos más intensos de nuestras
vidas iban a ser los que estábamos viviendo, entonces, en el Grupo Surrealista?
Ayer soñé con la inmortalidad surrealista.
Era una gota de mercurio brillante y hermosa. En cuanto la toqué se formaron en
su superficie mil arrugas repugnantes.
4 Luis Buñuel (la edad
de oro)
Buñuel, quizá menos socarrón que fatalista, me dijo: Franco y yo teníamos gustos cinematográficos muy similares. En mis tiempos de productor, con dinero prestado por mi padre, hice en Madrid dos películas dirigidas por José Luis Sáenz de Heredia: La hija de Juan Simón, en 1935, y ¿Quién me quiere a mí?, un año después. El dictador también encargó al mismo realizador sus dos filmes: Raza y Franco, ese hombre. Probablemente, por ello Franco produjo Viridiana cuando nadie en el mundo se atrevía a hacerlo.
Mientras me hablaba, su perrita correteaba,
saltarina, como un convulsivo lujo de la inestabilidad. Se llamaba Tristana, como
su segunda película producida por el antiguo
régimen, y guardaba, más que su vivienda, las proporciones del chalé mexicano
del coautor de Un perro andaluz. Pero
únicamente por tamaño.
La villa del realizador de Cumbres borrascosas, contrariamente a su
pizpireta chucha, nadie hubiera podido tacharla de bulliciosa. Casa protegida por
alta tapia de mundanales ruidos y despojadores atracos. Se entraba en mansión por
un angosto zaguán. Desembocaba en un saloncito presidido por una nevera, un plano
de París y un retrato de don Luis firmado por Salvador Dalí. La nostalgia flotaba,
disponible. La habitación comunicaba con un patio encallejonado en la estrechura.
Allí almorcé con Buñuel tan sólo en aquella ocasión. Jeanne, la mujer del director
de Belle de jour, nos guisó un estofado,
aderezado a lo español, como únicamente saben cocinarlos algunos extranjeros carentes
de prejuicios, altanerías y patrioterismos. Durante aquel festín, el autor de La muerte en el jardín se devanó los sesos
para encontrarme una manera de huir de México. Por culpa de una estación de la ceremonia
de la confusión, malparida por mi obra Fando
y Lis, un padre y un esposo habían jurado organizarme un vía crucis a balazo
limpio.
Era Buñuel un campechano hombrón dócil a la
fatalidad de su inocencia. Su campanuda voz no engolaba su prestancia, contrariamente
a lo que sucede a algunos de nuestros mejores comediantes. Su eminencia se ofrecía
como serenidad. Dominaban su semblante dos grandes orejas. Amadrigaban precisamente
el órgano que peor le funcionaba y mejor le asistía; refugiado en su sordera escuchaba
el murmullo de la cabal esencia del mundo.
Su corpachón se fue inclinando, no por culpa
de los años sino por necesidad de acercarse a su interlocutor para mejor oírle.
Su mirada más bondadosa que pícara alumbraba una cabeza que se da dado en decir
de campesino, pero que más parecía de escultor. Bromista, salvo cuando se hablaba
de Gala Dalí, había recorrido tanto mundo, conocido tantas traiciones y cambiazos
que a veces ya sólo confiaba en su fiel coba de dry Martini. Su silueta estaba presidida por una cabeza extraordinariamente
redonda que fue perdiendo cabellos y canas para exhibir, ufana, una perfección esférica.
Todo el universo encaja en un recuerdo, pero también en un olvido.
Hablaba un español de antología como sólo
puede pronunciarlo, saborearlo y conservarlo contra vientos de destierro y mareas
integristas aquel que ha pasado media vida fuera del suelo natal. Cultivaba tres
antojos anticonformistas del español heterodoxo: puntualidad, mañaneo madrugador
y querencia por lluvia, nieblas y fríos. Henchido de futuro no se avino a errar
hacia la perdurabilidad.
Muchos de mis compatriotas y algo más de la
totalidad del mundillo cinematográfico cuenta y no acaba dichos, ocurrencias y anécdotas
del autor de La hija del engaño. Pocas
veces estuve con él, pero en mi presencia siempre se manifestó menos dicharachero
que práctico. El que fue le aguardó siempre bajo sus ideas.
A comienzos de los sesenta le vi en París
media docenas de veces en ambiente surrealista, antiburgués y revolucionario de
salén.
Con Jodorowsky y Topor, Cortázar y Aurora,
Camacho y Margarita, Jean Benoit y Mimi, Fidalgo Herminda, Gironnella y Bambi. Esta
última por el chisporroteo de su talento y su guapura exótica encandiló a más de
uno, sin olvidar a Orson Welles. Asiduo lector de autores contemporáneos, el realizador
de El bruto, finalmente, atinaba con una
reflexión cordial para cada uno de ellos, excluyendo a Borges. Sorprendía su cultura
tan inhabitual entre cineastas. No es necesario el socorro de Godard para confirmar
que las obsesiones de los artífices del celuloide giran única y exclusivamente en
torno a su Majestad el Dólar. Hablan entre ellos, como compinches de una cuadrilla
de tahúres preparando trampas de póker.
En realidad, estos simpaticones realizados, autoproclamados artistas del séptimo arte, con ayuda de abogados
fulleros, productores petardistas y funcionarios jugando al discreto encanto de
la corrupción, pasas sus noches entre puro y puro, buscando zalagardas para ponerse
las botas embarcando a los espectadores incautos. Toda alfafa es buena para estos
borregos del rebaño de Don Dinero. Lo mismo les da hacer una película sobre Karl
Marx que sobre Blancanieves, a la gloria del Papa o del Marqués de Sade, en honor
del liberalismo de Popper o del comunismo de Kim Il Sung. Con la conciencia de un
papel de fumar estos chaqueteros pueden representar en el Festival de Cannes, en
el de Venecia o en el Schwach-sinning de Abajo unas veces al socialismo y otras
al nacional-sindicalismo, siempre y cuando uno u otro gocen en el instante preciso
del poder que más calienta. Todo se deshilacha en hebras de oportunismos. Hoy el
cine está ya casi completamente gangrenado por este mal. Por ello los espectadores
supervivientes al cataclismo, en vez de planos sagaces originales y divertidos,
ven a menudo trastazos automovilísticos. Pero a Buñuel no llegó a contaminarle esta
infección. En la leal plenitud de su inspiración latió el ritmo de su obra.
Todos los cineastas del mundo y parte del extranjero oyeron decir al director
de Demonio y carne la famosa frase: Soy ateo gracias a Dios. Me pregunto si en
verdad algún día la dijo. Lo que sí puedo asegurar es que su originalidad le hubiera
impedido repetirla. Y que nadie piense que pongo en tela de juicio el ateísmo del
realizador de Simón del desierto. Su arrojo
se nutría de su recato.
Precisamente la última vez que nos vimos hablamos
de la Virgen María. Estaba al corriente del revuelo causado por mi revelación entre
los n.g.p. (nuevos gazmoños bien pensantes):
Están celosos, todos antes fueron beatones tragasantos y le humilla que sólo
a ti se te haya aparecido la Virgen. ¡Y a los dieciocho años! ¿Sabes que yo también la vi? Pero mucho más tarde. Estaba soñando
cuando apareció en mi habitación con la sonrisa en los labios. Le dije: No puede ser. Soy
agnóstico. Me respondió: Te amo infinitamente. De pura emoción me desperté. Seguía sonriéndome.
Caí de rodillas y me puse a llorar.
Probablemente el autor de Subida al cielo hoy se halla muy por encima de la Vía Láctea, con Nazarín, lejos de ángeles exterminadores, viviendo una eterna Edad de Oro. Aquí quedamos los olvidados corriendo en pos de fantasmas de libertad, y en mi caso soñando, y a veces con él. Por cierto, anoche soñé que un policía romano llamado Valle-Inclán me metía de nuevo en los calabozos de la Puerta del Sol. Todo mi cuerpo me picaba como si tuviera un sarpullido. Me desnudé y me vi plagado de infinitos Luis Buñuel.
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Agulha Revista
de Cultura
UMA AGULHA NO
MUNDO INTEIRO
Número 158 |
outubro de 2020
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