Hoy Bolaño tiene más lectores y admiradores
que detractores —pero los hay, y no son pocos—. Su libro Los detectives salvajes
es quizá la obra que más polémica genera por narrar hechos apegados a la realidad,
pero inmersos en un exuberante caldo de fabulación. Una novela en la que muchos
de los actores de la realidad intentan identificarse en rasgos o en acciones con
los personajes de la ficción. Incluso quienes muy temprano renunciaron a esa “utopía
literaria”, llamémosle así, reclaman su pertenencia histórica, su pedacito de inmortalidad.
Ya Rubén Medina en su antología Perros habitados por las voces del desierto,
y en su extenso ensayo introductorio, advierte que sólo recoge la voz de quienes,
de uno u otro modo, desde el inicio o en épocas tardías, se incorporaron al infrarrealismo
y fueron fieles a la idea central, a las “posiciones éticas-estéticas del movimiento
según sus principios, actitudes y manifiestos, tanto en la diáspora como en el propio
D.F. Ninguno de los poetas aquí reunidos ha buscado integrarse a los grupos de poder
literario ni buscado el beneficio personal para realizar su escritura, ni renegado
de su filiación al movimiento”. [1] Como quiera que sea, Los detectives
salvajes es la obra en la que reencarnan los personajes olvidados de una época
y de una aspiración cultural en el México de los años setenta y parte de los ochenta,
de una vanguardia que es epígono de las que aparecieron a finales de los años cincuenta
y sesenta en América del Sur, y sin duda de la llamada generación beat de Estados Unidos.
El nadaísmo cumplía este 2018 sesenta años de
haber surgido en las entrañas de una Colombia dividida y convulsa tras el Bogotazo,
diez años antes, con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. En 1958, Gonzalo Arango
encabezaba con Jaime Jaramillo Escobar “X-504” una rebelión existencialista, un
movimiento social cuyo objetivo era el escándalo y la perturbación de las conciencias
pacatas, de la moralina colombiana, de una rebelión de alto riesgo en las inmediaciones
de los radicalismos violentos. Arango escribe en su primer manifiesto: “El ejercicio
poético carece de función social o moralizadora. Es un acto que se agota en sí mismo.
Que al producirse pierde su sentido, su trascendencia. La poesía es el acto más
inútil del espíritu creador. Jean-Paul Sartre la definió como la elección del fracaso”.
Jotamario Arbeláez ha dicho con su acostumbrada
ironía que él, como superviviente y cronista de los hechos, puede sostener que la
derrota los traicionó, pues el fracaso se transforma en una memoria triunfal. Como
lo manifiesta el poeta y narrador colombiano Eduardo García Aguilar, quien vivió
en México en los años ochenta y luego trasladó su residencia a París, no fue la
literatura de García Márquez ni la poesía de Álvaro Mutis lo que identificó a los
de su generación, sino los nadaístas, su visión alejada del folclorismo y del realismo
mágico, de un país arcaico, pero sí más próxima a una Colombia urbana, envuelta
en el rock y en un proceso de libertad sexual, de hippysmo.
Con una diferencia de veinte años en su aparición,
ambos movimientos enarbolan la consigna de la derrota, del fracaso como sentido
o motor de su existencia. La poesía detenta esa divisa en su carácter de inutilidad
práctica y en su capacidad de ser sólo si se renueva en la pregunta. Hay, secreta
o inconscientemente, la noción de figurar no en vida, sino después, en la muerte.
No sólo es el escándalo, la provocación, sino la puesta en escena de algo digno
de transformar en mito y en leyenda. Para ello es necesaria la visibilidad mediante
el performance, la transgresión
y el cuestionamiento sin tregua del oficialismo literario, el centralismo cultural,
las figuras sacerdotales. Entre México y las vanguardias sudamericanas existieron
puentes de comunicación cada vez más reconocidos, como lo fueron las revistas mexicanas
El Corno Emplumado y Pájaro Cascabel, en una época en la que toda
conexión intelectual transcurría por intercambios epistolares, mediante una eficiente
movilidad postal, y sin duda por el trasiego de viajantes hacia uno y otro extremo
del subcontinente latinoamericano.
Cuenta el poeta chileno
Jaime Quezada, en Bolaño antes de Bolaño, diario de una residencia en México,
que durante su estancia en la capital del país (1971-1972) —donde tuvo encuentros
con grandes figuras de la literatura mexicana, como Octavio Paz, Juan José Arreola
y Juan Rulfo, entre otros, y cuando Bolaño era un chico de dieciocho años que devoraba
libros, cigarrillos y tazones de té con leche— descubrió a Manuel Maples Arce, por
entonces vivo, en medio de una gran indiferencia y casi en el olvido. No obstante,
para Bolaño no era del todo indiferente, como no lo eran Cortázar, Nicanor Parra
y mucho menos los escritores de la llamada literatura de la Onda: José Agustín,
Gustavo Sainz, Parménides García Saldaña e incluso René Avilés Fabila, cuyos libros
poseía como un tesoro, “como revistas porno debajo del colchón”, subrayados y comentados,
particularmente en los aspectos del lenguaje.
El infrarrealismo
asume desde su origen la confrontación pública con el fin de boicotear y desestabilizar
los mecanismos más preciados del poder cultural y literario en México. “De ahí se
explica el rechazo de unos y la atracción de otros de ver al infrarrealismo como
un grupo de delincuentes o ‘terroristas de la cultura o poetas malditos, que llegan
a los recitales a provocar y causar desmanes.’Jorge Volpi, un escritor que en varias
oportunidades se ha querido apropiar de la figura de Roberto Bolaño (¿alguien sabe
lo que le dijo Bolaño a Volpi cuando se encontraron en un simposio?) y proponerse
a manera de relevo de figuras intelectuales en México como el recién fallecido Carlos
Fuentes, repite ese lugar común de la intelectualidad mexicana sobre el infrarrealismo”.
[2] Para Medina, Volpi y la Generación
del crack representan justo lo opuesto a lo que pretendían los infrarrealistas (esa
pandilla --como les llama éste, Volpi--, de escandalosos y peludos con escasas ideas),
es decir el éxito a través de la relación y del ejercicio del poder.
Por su parte, los
nadaístas habían emergido como una cofradía de doce apóstoles, o más bien de monjes
de la provincia, entre Cali y Medellín, regidos por el Evangelio de la nueva oscuridad.
Gonzalo Arango representaba al Zaratustra de los nuevos tiempos, al profeta que
anunciaba al anticristo, pero, al mismo tiempo, no se proclamaba como una rebelión
contra el lenguaje con una propuesta estética específica, con postulados discursivos
que levantaran sobre los escombros de la literatura caduca una voz inaugural. Era
sin lugar a dudas una revuelta social de índole literaria. A la vuelta de los años
y tras la desaparición de su creador en 1976, cuando el movimiento había perdido
ya vigor y hasta sentido, los supervivientes, en particular Jotamario Arbeláez y
de alguna manera también Elmo Valencia “el Monje Loco”, se dan a la tarea de recoger
los fragmentos para realizar la arqueología de la vivencia y postular la reencarnación
del fantasma. Jotamario ha citado con su humor característico las palabras de Armando
Romero, el más joven y el más temprano desertor del movimiento: “El nadaísmo podrá
estar muerto, pero sus gusanos son inmortales”.
Algunos intelectuales mexicanos —Medina señala a Volpi—
han pretendido entronizar
a Bolaño, más que a Papasquiaro, como inspirador e ideólogo del infrarrealismo, negándole
todo valor creativo e imaginativo al resto de la tribu. En Colombia sucede algo
similar al otorgarle a Arango todo el mérito y el talento de esa revuelta cultural,
afirmando que el nadaísmo no dio nada, ningún escritor u obra significativos, salvo
la aparición de ese personaje enigmático que fue Arango. Pero la realidad muestra
lo contrario, desde Los poemas de la ofensa (1968), de X-504, considerado
un hito en la poesía colombiana, hasta los numerosos libros de autores como Amílcar
Osorio, Eduardo Escobar, José Manuel Arango, Jotamario Arbeláez y la inocultable
vocación vanguardista del más académico de todos, Armando Romero, quien es también
el más cosmopolita y el más viajero.
En entrevista, Romero
me confiesa que en realidad sí carecían de una formación literaria e intelectual
sólida, que eran en su mayoría ignorantes, principiantes, muchachos de familias
pobres y algunos de franco perfil lumpen y hasta expresidiarios. No había ningún
universitario, ni siquiera el propio Gonzalo, quien había abandonado sus estudios
de Derecho. Pero, recompone Romero, había una avidez por el conocimiento, por la
lectura y por conocer mundo. Implacable, Aguirre sostiene que el nadaísmo era Arango,
sólo él, quien, instintivamente, era un publicista, un personaje atraído por la
fama y por la derrota. Y remata: Gonzalo fracasó en todo, incluso como escritor.
Aquí es donde comienzan
el paralelismo y los puntos de confluencia, pero también las divergencias entre
estos dos movimientos y otros que emergieron en los años sesenta en Ecuador (los
Tzántzicos) y en Venezuela (el Techo de la Ballena), que tuvieron motivaciones diferentes
y una concepción de sí mismos también distinta. Tanto para los infrarrealistas como
para los nadaístas, la derrota es un principio rector de su visión de triunfo. Rubén
Medina lo sugiere ya desde el título de esa importante antología infrarrealista,
Perros habitados por las voces del desierto, y recuerda en sus páginas que los
infras están atentos a Breton, a su Lâchez tout (déjenlo todo), para
romperle el cuello al surrealismo, que a su vez toma distancia del dadaísmo. Los
nadaístas, por su parte, leen a Nietzsche y a Jean-Paul Sartre para orientar sus
pasos y desorientarlos; en su horizonte flotan El Anticristo y Así habló
Zaratustra, el existencialismo y el nihilismo.
Los desplantes infrarrealistas
solían ser persecutorios y desacralizadores, y muchas veces autodestructivos, dentro
y fuera de México, por eso la importancia del desierto como anulación de las fronteras
al mismo tiempo que visibilizador de los límites humanos, de la ciudad como parte
de esa aridez, del abandono, del nomadismo como inicio sin retorno. Ese mismo carácter
transgresor mueve a los nadaístas a acciones temerarias en un medio católico y de
tradiciones profundamente conservadoras y religiosas. Van más allá: cinco de ellos
incurren en el sacrilegio al introducirse camuflados entre los feligreses a la Catedral
Metropolitana de Medellín para asistir a la eucaristía y, al recibir la comunión,
escupir las hostias, ante la aterrada multitud, y recogerlas con las manos para
volverlas a tirar al suelo y pisotearlas. Monseñor Tulio Botero, arzobispo de Medellín,
rescató a dos de ellos de la turba que estaba a punto lincharlos, y luego los puso
en libertad. Las versiones de ese suceso se han multiplicado y han pasado a ser
parte de la mitología nadaísta. Arbeláez narra que, años después, a Darío Lemos,
quien pisara la hostia, le fue amputada una pierna por una gangrena. Pero aclara
que Lemos descreyó de un castigo divino porque le fue amputado el miembro opuesto
al pie con el que había pisado la oblea consagrada.
El humor es quizás
uno de los rasgos que diferencian a ambos movimientos, no porque los infrarrealistas
carezcan de él, sino porque es menos festivo y cínico que el de los nadaístas, menos
tropical, y porque estos últimos no tienen un sentido trágico de la existencia,
a pesar de que su profeta invocaba “El nuevo evangelio de la oscuridad”. El malditismo
en ambos casos corre por distintos cauces, también su noción de derrota. No puede
negarse el humor de Bolaño en su obra y en su vida, su capacidad de burlarse de
sí mismo, su amor y vocación por el juego de palabras, como lo demuestra una de
sus últimas entrevistas —cuando la muerte
le pisaba ya la sombra— para la revista
Playboy. Por ejemplo, cuando Mónica Maristain le pregunta si haber nacido
disléxico le dio un valor a su vida, él responde: “Ninguno. Problemas cuando jugaba al fútbol, soy zurdo. Problemas
cuando me masturbaba, soy zurdo. Problemas cuando escribía, soy diestro. Como puedes
ver, ningún problema importante”. Y lo mismo puede decirse de Papasquiaro, quien
denota esa ironía en sus poemas. Pero sí hay un sentido más trágico de la vida y
una vocación autodestructiva, algo que no puede advertirse ni en la obra ni en la
biografía de los nadaístas, quienes hasta la fecha hacen alarde de un espíritu festivo,
por lo menos los tres supervivientes radicados en Colombia: Jaramillo Escobar (X-504),
Eduardo Escobar y Arbeláez, quien elabora las crónicas de ese movimiento, es decir,
su mitología, pues Romero afirma que él narra la veracidad de los hechos que ocurrieron,
pero no está obligado a repetirlos como sucedieron. “En algún momento
pretérito, en una entrevista para la prensa, Gonzalo me preguntó qué haría cuando
se acabara el nadaísmo. Escribir la historia del nadaísmo, le respondí. Lo que no
atiné entonces a percibir fue que ésta tomaría la forma de Evangelio”, escribe Jotamario
en su artículo “La santidad en el nadaísmo. Una recapitulación del movimiento anarquista
en sus 60 años”. Se trata, pues, de un humor destellante versus un humor sombrío.
El estridentismo ha subsistido a la luz de su mitología, de un lenguaje propio,
en escenarios y atmósferas de obras como La
señorita Etcétera y El café
de nadie, de Arqueles Vela, o de ese recuento temprano de Germán List
Arzubide en su libro El movimiento estridentista. Éste, por cierto, viviría cien años, riéndose hasta el final del
desprecio y el olvido al que los había intentado consignar el statu quo.
Los detectives salvajes aún provoca escozor en ciertos lectores que no admiten
la trascendencia de esos actos transgresores, de esas conductas escandalosas y,
tal vez, tampoco de esos talentos que pretendían, si no explotar, sí rasgar los
cánones y las imágenes de lo políticamente correcto, de las carreras literarias
por los caminos del éxito. El infrarrealismo era un juego de muchachos mal portados,
de chicos malos, de nacos, de fracasados de antemano. Pero era un juego o una batalla
por derrotar la derrota. Hermann Broch, en La muerte de Virgilio, nos coloca
ante el dilema del autor romano de si debe convertir a la soldadesca burda y procaz
en los seres extraordinarios de su obra o destruir sus letras. Opta por salvarlos,
porque al final, piensa, el mito representa el ideal de lo que debieran ser aquellos
hombres del mundo latino, su triunfo contra la insignificancia, contra la muerte.
Bolaño nos coloca en una perspectiva similar
al descubrirnos a Arturo Belano y a Ulises Lima en la aventura del realvisceralismo
y al poner su obra en el corazón de la literatura mexicana-latinoamericana, universal.
Los méritos novelables de la realidad, del infrarrealismo y los infrarrealistas,
es lo que resulta intolerable para ciertos lectores mexicanos; quizá la clave nos
la dé el mismo Papasquiaro en su poema “Sueño sin fin”: “& todo porque
/ no queríamos ser como los otros / felices entre comillas / felices de una
manera pequeña / con permiso de la policía.”
NOTAS
1. Perros habitados por las voces del desierto,
selec., intro. y notas de Rubén Medina, Aldus, México, 2014.
2. Ibid.
3. Fondo Editorial Universidad EAFIT, Medellín,
2006.
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 184 | outubro de 2021
Artista convidado: Jaime Suárez (Puerto Rico, 1946)
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He leído este lúcido ensayo dos veces y volveré a leerlo al menos una tercera vez; es ¡excelente!!!
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