El arte es la pasión de la totalidad.
Su resultado: serenidad y equilibrio
de lo numéricamente completo.
Rainer María Rilke
El poeta y amigo José Mármol me ha encomendado la honrosa pero difícil tarea de presentar esta noche, no una, sino tres obras suyas que acaban de salir de las prensas en espléndidos ejemplares de la Editorial Letra Gráfica y la Editora Cole, con sugerentes ilustraciones de Kilia Llano, fotografías de Jocelyn Ventura, Juan Carlos Fernández y Pascual Núñez, y atractivos diseños de cubierta realizados por Manuel Martínez.
Se trata, en primer lugar, de una Antología poética [1] de su obra publicada entre 1984 y 1999, con selección y prólogo de Médar Serrata, y dos libros de prosa. Uno de ellos, titulado El placer de lo nimio, [2] reúne cuarenta y cinco artículos breves sobre literatura, algunos inéditos hasta ahora, varios publicados como prólogos de obras diversas y muchos aparecidos en diferentes periódicos y revistas locales. El otro, Las pestes del lenguaje y otros ensayos, [3] agrupa veinticuatro trabajos más extensos, que en su momento fueron ponencias presentadas en seminarios, coloquios y congresos, tanto nacionales como internacionales.
Estamos, pues, ante un verdadero tour de force editorial de un poeta integral, quien prueba una vez más su admirable tenacidad en el oficio de escritor y una disciplinada vocación que le ha permitido ocupar un lugar privilegiado en la literatura dominicana de las últimas décadas. A riesgo de incurrir en un lugar común, voy a repetir aquí lo que tantas veces se ha dicho: José Mármol es la primera figura de su promoción literaria, es decir, del grupo de escritores, en su mayoría poetas, surgido en la década de los ochenta. Y es también su más notable teórico y completo exponente. Pero este vistoso traje no es producto del azar ni de la publicidad, sino del trabajo constante y reflexivo, del talento bien administrado que se enriquece a través del estudio sistemático, y de un conocimiento progresivo que empieza en la filosofía y culmina en el poema, incluyendo una portentosa cantidad de saberes metódicamente articulados, entre los que sobresalen las artes visuales, el teatro, el cine y la música.
Mármol, auténtico creador de la palabra, sobrevive al naufragio de la cotidianidad armado de su mejor talante, con el secreto propósito de avanzar en su recorrido, concentrado y alerta, en pos de ese poema inalcanzable por el que daría la vida. Así, el amable caballero dispuesto siempre a escuchar a los demás, de modales distinguidos, preguntas agudas, sonrisa fácil y trato considerado, ha hecho del pensar una útil herramienta de conocimiento. El dinámico ejecutivo bancario, héroe de tantas batallas anónimas por la eficiencia, se levanta cuando todavía los suyos duermen, a fin de aprovechar las tranquilas horas de la madrugada para esbozar un poema, elaborar una idea, escribir un aforismo, trazar esperanzado unas líneas sobre la impoluta superficie de la página en blanco, dejarse deslumbrar a medida que van apareciendo en la pantalla de su computadora las palabras que acaso lo desvelaran toda la noche.
El hijo nostálgico, que es también amante, compañero, padre, amigo –roles que desempeña de manera ejemplar–, construye un universo propio, dionisíaco y apolíneo al mismo tiempo, sin mesianismos de ninguna índole. Sólo se adentra en la aventura del lenguaje y los procesos lúdicos de la creación, dejándose sorprender por sus propios hallazgos. Mármol, ese creador que duda y busca sin cesar, posee el atributo que el gran narrador peruano Julio Ramón Ribeyro atribuye al artista de genio: “El artista de genio no cambia la realidad, lo que cambia es nuestra mirada. La realidad sigue siendo la misma, pero la vemos a través de su obra, es decir, de un lente distinto. Este lente nos permite acceder a grados de complejidad, de sutileza o de esplendor que estaban allí, en la realidad, pero que nosotros no habíamos visto”. [4]
EL PLACER DE LO NIMIO | Existen vasos comunicantes entre las tres obras que Mármol pone esta noche en manos del público. Es por eso que, categorizaciones aparte, voy a comentarlas brevemente de acuerdo con el orden en que las fui leyendo. El placer de lo nimio fue la primera que cayó en mis manos y de la que ya no pude alejarme hasta llegar al final. El propio autor, en el prólogo, confiesa que escribió esas páginas para llevar al lector a descubrir el placer de lo pequeño en el arte, la cultura y la vida ordinaria. Sin embargo, en algunos casos, la concisión y sencillez de los textos es relativa, como podemos comprobar en “La poesía y yo: un arte de poética medular”, con el que Mármol inicia el libro, estableciendo la génesis de su oficio y sus concepciones sobre la poesía y el poema.
Luego de ofrecer un perfil humano que incluye la melancolía incurable, el pesimismo radical, el escepticismo, la iconoclastia, la abjuración del nihilismo y otros rasgos con los que configura un autorretrato que resultará insólito a quienes traten de identificar al autor con su obra, Mármol habla de la poesía como “una dimensión estética en la que, por medio del lenguaje, conviven y comulgan el sentimiento y el pensamiento, el tiempo vivido y el tiempo que vendrá.” La poesía se escribe en soledad, cincelada a base de palabras que se persiguen incesantemente, entre certezas, dudas, desgarramientos interiores, alegrías. “Soy, en definitiva, un animal simbólico, una bestia de vocablos.”
Asombro, emoción, sentimiento, ideas, júbilo, tormento, rebeldía, todo, en fin, acontece en el poema. “La poesía –como dice Octavio Paz en una conmovedora página de El arco y la lira– revela este mundo; crea otro”. [5] De la mano de maestros indispensables –Novalis, Valéry, Auden, Nietzsche, Heidegger, Martí, Machado, Huidobro, Mieses Burgos, entre otros–, construye Mármol su poética del pensar, postulando la indiscutible relación que existe entre poesía y pensamiento. Nuestro autor sustenta su propuesta teórica en la filosofía, desde los griegos hasta el presente, sin perder de vista un instante la autonomía del poema, creado a partir del lenguaje, la imagen y el símbolo.
Con Mármol y los poetas de su promoción se produjo un significativo viraje en la poesía dominicana de finales del siglo XX. Quedaban atrás las concepciones utilitarias de la poesía, aquellas en que el poema, convertido en ariete de ideologías sociales y políticas, contribuía al empobrecimiento de la poesía, al poblarla de consignas y encorsetarla con férreos dogmas, privándola de toda inventiva, arrebatándole la libertad que sólo el lenguaje otorga. Por eso, uno de los artículos en que Mármol se muestra más cáustico se titula “Los intelectuales ideológicos no están de moda”, donde la emprende contra la ortodoxia y el dogmatismo que caracterizaron a la poesía dominicana de los años sesenta y setenta, así como el desfase histórico de aquellas concepciones estéticas.
Muchos artículos de El placer de lo nimio constituyen sentidos tributos a figuras sobresalientes de las artes y las letras nativas: Juan Bosch, Manuel del Cabral, Luichy Martínez Richiez, Marcio Veloz Maggiolo, Domingo Batista. También hay comentarios sobre el trabajo intelectual y los últimos libros de importantes escritores, entre los que se encuentran Andrés L. Mateo, Fernando Cabrera, Luis Arambilet, Miguel Phipps y Camilo Venegas. Paralelamente, el registro de lecturas del autor incluye reflexiones sobre filósofos, narradores y poetas axiales en su formación: Brodsky, Nietzsche, Heidegger, Hölderlin, Saint-Exupéry, León Felipe, Borges, Calvino, Monterroso, Roberto Juarroz y Dionisio Cañas, entre otros.
Mármol escribe con igual autoridad acerca del amor que sobre el autoritarismo. Sus incisivas meditaciones, basadas en voraces lecturas bien asimiladas, se extienden al espíritu gregario y los paseantes posmodernos, los sortilegios del milenio y el futuro del capitalismo. Puede hablar de La Habana –ciudad suspendida en el tiempo y el espacio– como si hubiese vivido siempre allí; o revelar su fascinación por la máscara cuando nos cuenta, con aire divertido y pagano, el placer que le produce disfrazarse de diablo cojuelo en el carnaval. El autor se proclama partidario del placer de lo nimio cuando dice: “Yo apuesto, en una perspectiva decisivamente epicureísta, a encontrar la felicidad, el placer y hasta el éxito en la incomensurabilidad de lo pequeño. No es cierto que sólo lo grandioso sea sinónimo de logro o realización. Lo pequeño, en la medida que contiene la dimensión de lo infinito, es realmente grandioso.”
Nuestro poeta no teme a la confesión íntima ni elude criticar la mediocridad que ensombrece nuestro panorama cultural, como podemos constatar en su frontal ataque a los pseudo-poetas, su incredulidad frente a la existencia de una literatura nacional, su despliegue de humor negro al abordar el tema del totalitarismo despótico y la literatura, o su fe en la poesía, al declarar tajantemente: “Puede morir la poesía, pero, no el poema. El poema, el libro y la cultura han de ser imperecederos.”
Las impresiones más duraderas al terminar la lectura de El placer de lo nimio son de integridad, coherencia y lucidez de un poeta muy consciente de su oficio y celoso de su ética. En “Epílogos al aire” lo dice sin tapujos: “Porque a mi ver, la ética de un escritor consiste en su compromiso con la palabra, con su lengua, en cuyos sonidos silábicos han de permanecer la impronta de su hacer estético y la biografía de sus días. La ética del escritor empieza y termina en su nivel de conciencia sobre la necesidad de dominio de las propiedades, secretos, certezas y misterios del lenguaje. Mi ética es, pues, mi idioma y a través suyo pongo de manifiesto mi individual, única e intransferible manera de estar en el mundo, de recrearlo, de reinventarlo en cada sustantivo y cada verbo.”
LAS PESTES DEL LENGUAJE Y OTROS ENSAYOS | Este libro, integrado por ensayos más extensos que el anterior, es un sólido alegato en favor del lenguaje, una fiera demostración de independencia conceptual, un decidido ataque contra las “pestes” que destruyen lo mejor de nuestras reservas y potencialidades espirituales. Con voz enérgica, Mármol denuncia lo que llama el “brote epidémico de una literatura contagiada por disvalores”. Son pestes de impensables consecuencias, causadas por los bacilos del determinismo historicista, la instrumentalización ideológica del arte, la falta de criterio, la misología u odio a los razonamientos, el hecho de “publicar sin escribir” tan propio de oportunistas que desean obtener prebendas o ascender socialmente, y en especial el desconocimiento de la lengua por parte de muchos de nuestros escritores, cuya ignorancia de la sintaxis, la semántica, la lexicología y la fonología, entre otras, ha contribuido a un ostensible empobrecimiento del idioma y la cultura. Esta penosa condición de orfandad se manifiesta, según el autor, en la parálisis de nuestra poesía y el cultivo de una narrativa que no ha logrado superar las limitaciones impuestas por el historicismo, el regionalismo, el costumbrismo y los anecdotarios. De ahí que postule una poética basada en la relación de identidad entre pensamiento y lenguaje, una nueva poesía vinculada a un nuevo lenguaje poético.
Como parte de sus preocupaciones teóricas, el poeta aborda la relación entre la instancia literaria y la nacionalidad, recalcando que la primera es capacidad de invención por medio del lenguaje, en tanto que la segunda queda relegada al marco geográfico en que el escritor se desenvuelve, siendo una categoría de carácter jurídico-político que en ningún caso puede identificarse con la literatura. La lengua no es únicamente lo que permite al escritor crear libremente, sino el ámbito que constituye su verdadera patria. Cuando se lee la obra de escritores de la llamada diáspora, que como Pedro Vergés o Viriato Sención han escrito novelas en el exterior, se advierte de inmediato cuán fuertemente arraigadas están sus vivencias en esta isla. El lector se percata del intento de recuperación de lo nuestro a través de la nostalgia, el deseo, la memoria. En ambos casos, cada uno con sus cualidades específicas, se revela su diestro dominio de la lengua materna, el español dominicano.
Sin embargo, algo diferente ocurre con la obra de otros dos notables escritores de origen dominicano, Junot Díaz y Julia Álvarez, que emigraron a los Estados Unidos cuando eran apenas unos niños. En el fondo de sus obras subyacen las raíces históricas y étnicas de su país de origen, la tierra de sus mayores, pero el inglés es la lengua que han empleado para escribir sus obras, por lo que las traducciones juegan un papel preponderante. No sorprende que la propia Julia Álvarez se autodenomine “escritora domínico-americana”, “una forma subjetiva de conjugar –como dice Mármol– lo que como sujeto es con las raíces históricas y étnicas de donde proviene”.
En “Lectura de cenizas”, ensayo sobre Pedro López Adorno, escritor de la diáspora puertorriqueña, el autor afirma la trascendencia del español “como clave de la identidad histórica y cultural de Puerto Rico”, asunto que para nuestros vecinos reviste una importancia vital debido a la gravitación del neocolonialismo desde hace más de un siglo. De paso, pone de relieve los daños de la insularidad geográfica y mental que ha mantenido incomunicadas a las Antillas de habla hispana.
En otro ensayo, Mármol formula la novedosa tesis de que periodismo y literatura son un mismo lenguaje. “El periodista –dice– es un escritor. Lenguaje y verdad son atributos que componen la carta ética del periodista escritor.” Ambos oficios no se pueden desvincular como si fueran categorías distintas. Claro está, cuando Mármol habla de periodismo literario, cultural, narrativo o de creación, uno sabe que se refiere a las más altas expresiones de la prensa escrita. Hay países, entre los que se hallan España, Argentina y México, donde existe una larga tradición en este sentido. Del nuestro, el autor menciona los connotados casos de Rafael Herrera, Germán Emilio Ornes, Rafael Molina Morillo y Federico Henríquez Gratereaux, entre otros, a los que me permitiría agregar algunos nombres ilustres de quienes también ejercieron el periodismo, no sólo literario, con resultados encomiables, en ejemplar fusión entre periodismo y literatura. Son ellos Héctor Incháustegui Cabral, Pedro Mir, Freddy Gatón Arce y Manuel Rueda. A propósito, don Héctor decía que el periodismo le había enseñado el sentido de la proporción justa –ni una línea más ni una menos de la requerida–, la claridad expositiva y la comunicación rápida pero dotada de un encanto que sobrepasa las fronteras de la mera información, la noticia o el reportaje.
El autor dedica la mitad de los ensayos de esta obra al comentario de obras y escritores sobresalientes de la actualidad, como Tomás Eloy Martínez, uno de los máximos exponentes de la narrativa argentina de hoy. En un agudo análisis sobre su novelística, Mármol considera que el autor de Santa Evita y El vuelo de la reina (Premio Alfaguara 2002), logra transfigurar la realidad mediante “el poder simbólico de la palabra y las fuerzas libérrimas de la imaginación”.
En el perspicaz ensayo-prólogo sobre la poesía escatológica de Alexis Gómez Rosa, contenida en su libro Lápida circa y otros epitafios de la torre abolida(2004), Mármol establece nexos con otros autores y literaturas que alimentan la obra de Gómez Rosa, un poeta en quien confluyen el divertimento, la ironía del “burla burlando” perpetuo, la provocación y la jocosidad antillana. Aunque Mármol enumera una serie de textos de autores dominicanos que abordan la metafísica de la muerte, de Domingo Moreno Jimenes a René del Risco Bermúdez, estimo que el antecedente más preclaro, entre nosotros, de este libro de Gómez Rosa, posiblemente sea el conjunto de incisivos “Epitafios” que Manuel Rueda incluyó en su libro Por los mares de la dama (1976).
Los poetas ocupan la atención del autor en buena parte de esta obra. A veces para vincular la filosofía con la poesía, como en “Martín Heidegger: el apasionado”, una meditación sobre la trascendencia del pensador alemán y su vínculo amoroso con Hannah Arendt, antes, durante y después del fervor nacionalsocialista, y las intrincadas redes de grandeza y mezquindad, pasión y egocentrismo enclavadas en el alma del autor de Ser y tiempo en la oscura noche del totalitarismo nazi.
Otras veces es el comentario sobre una antología del crítico peruano Julio Ortega sobre poesía latinoamericana del siglo XXI; un libro del puertorriqueño José Luis Vega que le permite referirse a la necesidad de la “confraternidad literaria” antillana; un emotivo homenaje al poeta y ensayista Antonio Fernández Spencer a raíz de su fallecimiento; la recensión de una antología de jóvenes poetas traducidos al francés; o la relectura de una obra que, como Poeta en Nueva York (1929-1930), le incita a escribir un hermoso ensayo sobre Federico García Lorca, explorando su circunstancia vital, su periplo americano y el origen de la fuerza oscura de su poesía dramática, con la que exaltó el componente cultural afroamericano, justo en la encrucijada de la gran depresión del capitalismo.
Las notas de Mármol sobre la poesía dominicana contemporánea son un intento de ordenación de los movimientos y tendencias más importantes, desde los forjadores de principios del siglo XX, postumistas y vedrinistas, hasta los poetas finiseculares. En cuanto a este texto, obviamente taxonómico, me parece oportuna la siguiente precisión: la conferencia de Manuel Rueda que sirvió de plataforma para lanzar el Pluralismo a mediados de los setenta, fue dictada en la Biblioteca Nacional la noche del 22 de febrero de 1974. Su controvertida obra Con el tambor de las islas. Pluralemas, se publicó al año siguiente. Hoy ese libro resulta un objeto curioso y es una verdadera proeza conseguir un ejemplar intacto, sin la mutilación que entonces desató el escándalo público. A pesar de haber provocado un indudable sacudimiento en las letras dominicanas de aquellos años, el Pluralismo, aunque tuvo un puñado de adeptos aventajados, careció de continuadores más allá del período de efervescencia. La tarea era ardua, pues suponía la imbricación de dos lenguajes: el musical y el poético, condición que tal vez sólo su creador –un artista verdaderamente excepcional–, estuviera en condiciones de realizar a plenitud.
No podían faltar en Las pestes del lenguaje y otros ensayos las consideraciones de Mármol sobre la obra de algunos de los más importantes poetas de las últimas promociones. El comentario acerca de Soledad Álvarez, a propósito de la publicación de su libro Vuelo posible (1994), le permite formular un juicio que podría suscitar refutaciones ideológicas, cuando dice descreer de “la supuesta literatura femenina” o, peor aún, del “lenguaje femenino”, expresando que tanto Soledad, como Aída Cartagena Portalatín o Jeannette Miller son autoras de “poesía a secas”, “poesía sin más”.
A Plinio Chahín lo estudia con admiración, situándolo como autor de una “poética del cambio” o “poética del pensar”, de ahí su “radical contemporaneidad”, y que sea un crítico implacable que ha sabido hacer la disección de la crítica local con el escalpelo de sus análisis. Armando Almánzar Botello merece su respeto por su buen dominio del idioma; Fernando Cabrera posee sensibilidad poética y escribe libros provistos de una personalidad singular; Médar Serrata tiene conciencia de la noción de ritmo; César Augusto Zapata es un original narrador sicoanalista; Ginny Taulé transgrede paradigmas y esquemas; y Camilo Venegas crea una poesía dotada de una gran riqueza de sentidos.
Es indudable que José Mármol –un autor culto, autónomo, insumiso, visceral y reflexivo– alcanza en Las pestes del lenguaje y otros ensayos una estatura crítica respetable que lo coloca entre los mejores exponentes del ensayo en nuestro país.
ANTOLOGÍA POÉTICA | La Antología poética es el libro medular que Mármol pone en manos del público lector esta noche. En 1997, bajo el título de Lengua de paraíso y otros poemas, [6] el autor tuvo el acierto de reunir un conjunto de textos de su obra publicada en ocho años, colocándolos en orden retrospectivo, de 1992 a 1984. En su selección, Médar Serrata no hace un ordenamiento temático, sino que plantea “una trama de nuevas posibilidades asociativas”, pese a que sigue la cronología en que fueron publicados los libros (1984-1999): El ojo del arúspice (poemas), [7] Encuentro con las mismas otredades (1), [8] Encuentro con las mismas otredades (2), [9] La invención del día, [11] Premio Anual de Poesía 1987, Lengua de paraíso (poemas), [11] Premio Pedro Henríquez Ureña de Poesía 1992, Deus ex machina, [12] Premio Casa de Teatro 1994, y Criatura del aire. [13]
Serrata dice que “toda antología es un acto de violencia”, pero también, “una antología es, ante todo, un acto de injusticia”. [14] Aparte de que por lo general quedan fuera textos importantes, los criterios de selección pueden ser muy diversos, tanto teóricos como personales, prevaleciendo los gustos del antólogo. Tengo, por necesidad, que ceñirme a un breve comentario de los poemas reunidos por Serrata, autor de un prólogo ilustrativo que, para mayor provecho del lector, sugiero sea visto cuando se concluya la lectura de los poemas, y no antes.
La poesía de Mármol nos coloca ante los grandes dilemas ontológicos de nuestro tiempo, algunos de los cuales constituyen asuntos eternos. Sus obras nos ponen en contacto con muchos de los problemas que desvelan al mundo posmoderno. Esta poesía está hecha de palabras e ideas, lanzada al aire con una irreverencia que al inicio fue grito de autarquía e intento de destrucción de lo caduco y disfuncional. Después, al par que afinaba destrezas y adquiría madurez en el oficio, iba domeñando sus demonios interiores, con un saldo de serenidad que no ha logrado sofocar al rebelde que habita en él.
En esa búsqueda obsesiva del poeta hay siempre una clave que nos remite al sustrato filosófico o literario que nutre sus preocupaciones conceptuales. Los títulos de los poemas, los epígrafes que funcionan como leitmotiv, e incluso las alusiones cifradas –como la de Silvano Lora en “Estación de la rabia (3)”, o la del protagonista de Los miserables de Victor Hugo en “Origen del amor”–, forman parte de una coherente visión teórica, unas veces filosófica y otras literaria. Así lo vemos, de manera destacada, en las referencias al Zarathustra de Nietzsche, a Heráclito, Milton, Van Gogh, Thomas De Quincey, Schiller, Antonin Artaud, Michel Foucault, y sobre todo a Constandinos H. Cavafis, el poeta de Alejandría que hizo de la voluptuosidad un arte. Esta intertextualidad, presente en toda la obra de Mármol desde el primer libro, constituye un diálogo y una clave elocuente para comprender su poesía.
Los poemas de El ojo del arúspice subvierten todo convencionalismo literario. La ruptura no es sólo temática, sino formal, cuando se eliminan las mayúsculas y la puntuación, o se violenta el discurso a base de dislocaciones sintácticas al inicio de algunos textos: “sucios una mano joven aparta cuatro encéfalos” (“El ojo del arúspice –1-”), “de anteanoche etiquetas de rones y dulce vino criollo” (“El ojo del arúspice –2-”). Un desbordamiento verbal desata una turbonada de emociones, sin que asomen su rostro el sentimentalismo ni la queja de extracción romántica. Lo que observa el poeta es un páramo de soledad en el que se escuchan lamentos de dolor. Como un sacerdote antiguo que ausculta las entrañas de los muertos para hacer sus vaticinios, el poeta saca a la superficie miserias y tormentos, pedazos de cuerpos, imágenes alucinantes de un universo hostil, en una actitud que recuerda el memorable aforismo de Nietzsche: “Compensación del poeta: sus sufrimientos y el placer de expresarlos”. [15]
Incluso el goce se manifiesta en violencia carnal, conjunción y disyunción de piernas y manos, encuentro y lucha de sexos y humores, en interminable flujo y reflujo de espasmos, vértigos y voces ahogadas que murmuran frases ininteligibles en la madrugada. En ese campo de erotismo exaltado, el amor es la única fuerza que puede, si no redimirnos del todo, al menos reconciliarnos momentáneamente, como se constata en los poemas “Origen del amor” y “Desidia de noviembre último”.
Si los relojes simbolizan el tiempo que preside la vida, el olvido es la ausencia que nos precipita hacia la nada. De ahí que la memoria, esa recuperación de cosas entrañables o despreciables, constituye un asidero para permanecer y continuar, aunque no disminuyan un ápice ni el escepticismo ni la irreverencia (“Pecado genial”).
Aunque publicados en un lapso de cuatro años, los poemarios titulados Encuentro con las mismas otredades (1) y (2) revelan un parejo anhelo de originalidad, el mismo fervor inquisitivo del poeta por la creación a partir del lenguaje: inventar una miríada de seres y cosas siguiendo líneas divergentes que van del silencio a la palabra, del caos al orden, de la oquedad a la plenitud, del instante a la eternidad, y viceversa. El poeta es un demiurgo que escribe y piensa, mientras evoca un orbe de derrotas y quejidos. En su poema a E. M. Cioran –filósofo que con mirada lúcida descendió al averno de la desesperanza y la amargura contemporáneas–, el poeta, convertido a su vez en divinidad, busca “una forma diferente de pecar”, “otro castigo”, “otro paraíso que no hayan sido escritos todavía”.
La insubordinación contra los órdenes establecidos y las ortodoxias de una fe petrificada en rituales y ceremonias, se fundamenta no tanto en el descontento frente a las iniquidades del mundo, o las quejas contra las imperfecciones del universo, ni siquiera en la desobediencia del incrédulo, sino más bien en el deseo de suplantar al creador armado de un instrumento distinto, impredecible y enigmático, un lenguaje que es un “ábaco difícil” con el que se pueden construir realidades desconcertantes.
Reaparecen aquí las imágenes de la infancia, a través de esa búsqueda de la identidad personal que transforma las cosas que recupera, convirtiéndolas en materia de la imaginación. La memoria “se vuelve perpetua”, “es un mar que nos transita / nos colma / nos sumerge”. El poeta desanda sus pasos infantiles en “La madame Sosostris de los Mármol”. Allí vuelve, con voz entrecortada por la ternura, a las escenas en que la tía Consuelo, convertida en pitonisa barrial, hacía sus esperados vaticinios a las muchachas en flor. Aquellos presagios misteriosos, escuchados tras una pared de madera por el niño y futuro poeta, lo transformaban en portador de secretos, aproximándolo peligrosamente a las inclemencias de la adultez. El llamado “paraíso perdido de la infancia” es también un lugar de recuerdos perturbadores, la región tenebrosa donde habitaba “un dios miope”, “un dios torcido y venenoso”, el “milenario luto”, una “achatada ciudad”, “la más honda soledad”.
La ciudad, un nido de situaciones sórdidas en medio del caos urbano (“Azufre y ciudad”), exacerba la sensación cotidiana de cansancio y rutina (“Consuetudinario”). El origen está en ese hurgar incesante en sí mismo, para llegar a comprender y explicar. Un punzante escrutinio de todo lo circundante –desde barberías y buhoneros hasta la Barra Payán y las muchachas tiernas–, es el que pone al desnudo la verdadera condición del que observa: “en la soledad persigo cada vez más instinto y menos sienes, agitado mar de voces liberado. encuentro con las mismas otredades. de las que sale uno victorioso y a las que siempre vuelve derrotado.” (“Encuentro con las mismas otredades”).
Las otredades se descubren también en el reencuentro con Vladimir Mayakovski, el trágico poeta cuyo suicidio fue tan estremecedor como previsible; en las imágenes colectivas de las masas norteamericanas recreadas por Walt Whitman, el carpintero de Brooklyn; o en la justa evocación de Macedonio Fernández, estimulante y provocador.
En los tres poemas sobre la muerte (“Decir de la muerte” 4, 7 y 8), se propone una dialéctica del fenómeno concebido como “silencio irreal” y ausencia. El sentido común advierte que morir es cesación de latidos y respiración. Para el poeta, “morir no es pasar. es fijarse en el centro de lo inamovible” (“Decir de la muerte” 7); “muero al posar la mirada que no ve. Al poner el oído que no escucha. Al blandir la mano que no entiende ni lenguaje ni aspecto de los seres y las cosas”. (“Decir la muerte” 8).
En La invención del día (1989), Mármol despliega el mapa sobre la mesa y desarrolla más a fondo sus preocupaciones filosóficas, acentuando el carácter corrosivo de la cotidianidad. Se refuerza el tono pesimista de libros anteriores, con sus antinomias entre ser y no-ser, y crece la sensación de cansancio, dolor, desamparo, delirio, soledad. En el plano formal, advertimos atrevidos juegos verbales que son más que meros artificios (“Esquicio del vuelo”).
La huella de Eliot (“El extraño”) evidencia el entronque citadino del poeta y la importancia que atribuye a las dimensiones de lo eterno y los nexos entre conciencia humana y voluntad divina. En esta misma línea, Schopenhauer supone otra recurrencia al pesimismo voluntarista (“El asesinado de inocencia”), mientras que una poeta y dos filósofos griegos le permiten replantear su incredulidad, su escepticismo frente a los dogmas (“El último sofisma de Protágoras el mago”), la heterogeneidad existencial de un profano (“Biografía y humedades”), o el erotismo desacralizador de Safo (“La invención del día”).
Es de resaltar la vocación plástica del poeta desde temprana edad, más tarde sustituida por la poesía, en su carrera de irrefrenable inclinación por los vocablos. De los monstruos sagrados de sus libros anteriores, llámense Van Gogh, Goya, Picasso, Colson, o Rufino de Mingo, pasamos, en La invención del día, al poderoso Cézanne y su indomable paleta, estableciendo una relación indisoluble entre imagen y escritura. Como en un cuadro de dimensiones gigantescas, la ciudad enseña sus miserias en el “Poema 24 al Ozama: acuarela”, una aguada dantesca en la que el río, en su curso hacia el mar, es “refugio del miedo de la noche y de toda la pobreza de unos hombres”, testigo del “largo testimonio de secretas temporadas de amor y de todo excremento verdadero”, eco del “murmullo de los troncos y las piedras”, “los ahogados”, “los suicidas”, “las vírgenes violadas por murciélagos y sapos”.
En general, Lengua de paraíso, con sus poemas en verso y prosa y uso de mayúsculas en el inicio de cada verso, es notorio el rechazo a lo fácil y trivial en literatura. El poema es asombro, clarividencia, tormento, torrente mágico, misterio de lo exacto (“Arte poética”). El poema es también la mejor definición del ser auténtico, expresión de sinceridad, dudas, mitos, invención del mundo. (“Llega a cantar lo que eres”). Todas estas expresiones me hacen pensar en un libro de Mármol que leí hace algunos años, Premisas para morir (aforismos y fragmentos), [16] en el que encontramos, expresadas con una densidad sugerente, las claves de su pensamiento. Éstas son algunas:
“La poesía es el desahogo lúcido de los adoloridos”.
“Descubrir la novedad de lo constante, ese es el acierto de un poema”.
“La gran pasión desborda siempre al gran pensamiento. De hecho, el segundo no puede existir sin la primera.”
“El poema es la única forma infinita de conocimiento. Los demás saberes tienen por esencia la indubitabilidad de sus propios límites.”
Como vemos, el autor no hace sino avanzar en su largo recorrido hacia el poema infinito y las numerosas manifestaciones heterogéneas que convergen en la creación poética. Mármol, en los poemas de este libro, se muestra dueño de unas ideas que ha venido madurando durante largo tiempo: cuestionador de una divinidad petrificada (“Oración”, “Día de septiembre”); sensual y apasionado pero fervoroso creyente del amor (“Paradoja”, “Alterego”); admirador del arte nativo (“El jardín de Cestero”) y el gran arte universal, desde los impresionistas hasta las vanguardias de principios del siglo XX (“Museo de Arte Moderno de New York”); y sobre todo, atormentado creador, asediado por el sexo y las agonías del quehacer literario. No por casualidad, en el “Poema sin fin”, sus creadores tutelares son Freddy Gatón –el poeta con quien guarda un sutil parentesco–, André Breton y Vicente Huidobro, a través de tres textos de ruptura como son Vlía, Nadja y Altazor.
Desde su título, los textos en prosa poética de Deus ex machina retoman un tema nodal y constante en la obra de Mármol: las imperfecciones y limitaciones de la divinidad. Hay un amargo desafío en la voz del poeta sublevado, que “desata sus demonios” a instancias de otro gran sedicioso de la imaginación (Gatón Arce). Con palabras desnudas, admonitorias, sin máscaras simuladoras: “El poema revienta lo creado. Tan humilde, casi un dios desterrado, yo, poeta, me libero del orden, de la mano del caos, de la verdad quemante y del consuelo. Con un aliento nuevo me dirijo a nombrar el cosmos instantáneo de lo siniestro y bello” (“Genus irritabile vatum”).
Ese poeta indócil, hijo desobediente que se sumerge en las zonas más hondas de la carne en busca de sonidos y sensaciones inéditos, roces y perfumes seductores que desaten los leones del deseo (“Epifanía del deseo”), es también “un domador del cosmos”, en cuya voz conviven el odio y el amor (“La luz dijo al poeta”), un mercenario “al que la llama impuso poderes sobrehumanos” (“Ascensión”).
Con Criatura del aire, último de los poemarios antologados, Mármol concluye una etapa de su creación poética. Sus tribulaciones y furores juveniles –expresados en versos implacables en los que no hay espacio para la placidez del hombre satisfecho– fueron dando paso a una decantada expresión que revela su madurez, sin que hayan desaparecido sus dudas y pesares, su mirada inquisitiva, su descreimiento visceral, sus ironías, su lucidez.
La presencia obstinada de Dios y la creación (“Destrucción”), los actos fallidos de un Dios solitario y triste (“Abandono”), y el ostracismo del atormentado que transita por un terreno siempre abrupto, son característicos de algunos poemas que integran este libro. A veces la ironía adquiere tintes sarcásticos para expresar ciertos matices de la existencia de muchos seres: “Vivir es acaso encender la vellonera, / beberse la botella, atarse cada noche con ardientes caderas. / Un río es el milagro de la vida. Un río es alimento de la muerte.” (“Medio día en el Ozama”).
Retornan los espectros de la muerte y la nada, quitándonos el sueño. Vemos, impasibles, cómo corren río abajo los despojos y miserias que arrastra la suave corriente de lodo y agua, la cual se desplaza sin prisa hacia los confines de una ciudad convertida en fosa común de los vencidos: “No hay calles terrosas del poblado cercado por un río, / ese gran río marrón, a veces manso espejo cristalino, / a veces loco enorme cargando entre su rabia las casas y los niños, / hasta dejarlos muertos junto a gatos y perros, cuchillos y enlatados” (“Desesperanza”).
Asido a la materialidad del cuerpo y sus deleites, el poeta dirige su mirada más diáfana a la contemplación y el goce de los sentidos. El erotismo no es ya un potro desbocado, sino la exploración de lo ignoto en el placer, el único refugio donde el amor y la hermosura de la hembra, contra toda destrucción posible, dan algún sentido a la vida: “Caí, fiereza en ristre, sobre su cuerpo entero, / en un vuelo salvaje nos fuimos alejando camino a lo profundo. / Mi respiración, como atajado mar en un suspenso brío, / fue destapando toda la belleza de sus líneas, / los lunares marrones, dunas en las caderas, / los dichosos volúmenes de su fragilidad, / el ancho territorio silvestre de su sexo.” (“Esplendor”).
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Las obras más recientes de José Mármol confirman su elevada estatura de escritor. Mediante un vigoroso pulso e indiscutible dominio del lenguaje, ha transformado los abismos, incertidumbres y suplicios de la existencia humana en materia de creación literaria. Sus ensayos, incluso los más concisos y coyunturales, transpiran conciencia de oficio, capacidad crítica y vasta formación humanística, cualidades que sólo se adquieren a base de inteligencia, estudio y trabajo. Su poesía –un corpus complejo, pero nunca abstruso–, revela lo que en el título de esta presentación, apoyándome en el aforismo de Rilke, he llamado la pasión de la totalidad, o sea, el intento de abarcarlo todo para transformarlo en arte. Su poesía es también un vivo ejemplo de libertad individual y voluntad creadora, cuyos ejes principales son la palabra y la imaginación. Mármol no hace otra cosa que seguir a Paz cuando éste dice que “el poema no es una receta para la acción: es un objeto verbal destinado al goce y a la contemplación, es decir, a la comprensión estética y moral del lector y del oyente.” [17]
Debemos sentirnos orgullosos de contar con un maestro de las condiciones humanas e intelectuales de José Mármol. Concluyo, pues, reiterando mi admiración al poeta amigo por su extraordinaria labor creadora, dándole mis sinceros parabienes por la salida simultánea de El placer de lo nimio, Las pestes del lenguaje y otros ensayos y Antología poética, y por sostener, de un modo tan elocuente y hermoso, la fe de todos los hombres y mujeres que amamos la literatura.
NOTAS
José Ancántara Almánzar (República Dominicana, 1946). Sociólogo, narrador, profesor y uno de los principales críticos de la literatura dominicana. Ha sido profesor en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña (UNPHU) y en el Instituto Tecnológico de Santo Domingo (INTEC). Autor de libros como Estudios de poesía dominicana (1979), Las máscaras de la seducción (1983), Los escritores dominicanos y la cultura (1990), El sabor de lo prohibido. Antología personal de cuentos (1993), y Panorama sociocultural de la República Dominicana (1996). Contacto: j.alcantara@bancentral.gov.do. Página ilustrada con obras de Nelson de Paula (Brasil), artista invitado de esta edición de ARC.
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