sábado, 22 de novembro de 2014

JOSÉ ANTONIO TERÁN CABERO | Paura Rodríguez Lestón y las monedas viejas sobre la tierra






Paura Rodríguez LestónLa poesía interroga al mundo y se interroga a sí misma. Y cada poeta tiene su manera personal de cumplir ese destino. Ese largo y laborioso proceso en el que la vida breve de un creador debe encontrar su deseado lenguaje y alguna respuesta aceptable a las preguntas esenciales.
Paura Rodríguez Leytón acompaña airosamente esa búsqueda y nos ofrece, ahora, su cuarta colección de poemas.
En 1989, su libro Del árbol y la arcilla azul azul fue saludado por Julio de la Vega con estas emotivas palabras. “Este libro pertenece a una joven poetisa y sus composiciones se han escrito al comenzar la adolescencia, pero ya muestra una gran madurez de concepción y de manejo del lenguaje. La sencillez y pureza de la expresión y su diáfana claridad dan a sus poemas una comunicación cautivadora en una poesía de nuevos tonos”.
Luego, el tránsito obligado de las efusiones emotivas al peregrinaje en busca de la autoidentificación y del nombre propio. Ritos de viaje, primer premio de un certamen de 1999, publicado en 2002, no sólo destaca por su temática, sino por el cuidadoso refinamiento de un lenguaje adelgazado hasta la síntesis más exigente.
En Pez de piedra, 2007, Paura Rodríguez Leytón ha cavado más hondo todavía en las precisas interrogaciones existenciales. Con palabras de Vilma Tapia Anaya, “el desplazamiento que la poeta inició en su libro Ritos de viajealcanza admirables distancias, desde las que, da la impresión, se escuchan las mismas preguntas, ahora iluminadas por la experiencia”.

Silvia Westphalen

Y este 2012 aparece Como monedas viejas sobre la tierra, con una novedosa estructura léxica aplicada a experiencias si no distintas por lo menos conmovidas por cambios espaciales y temporales significativos.
Casi todos los poemas de este libro son un requisitoria con un “tú” cuya identificación que se torna problemática. En ocasiones puede tratarse de un ser de carne y hueso distinto del yo poético, pero surge la sospecha más firme de este yo poético habla más bien con la poesía, con el lenguaje y su imposible perfección, con la experiencia verbal de cada poema, en el instante en que se escribe o en la evocación memoriosa de un mundo dejado atrás. Parecen confirmarlo las líneas del poema 18, además, han sido elegidas como título del libro:

los versos caen
como monedas viejas
sobre la tierra.

Pero también –ya que la poesía es polisémica–  se impone la conjetura de un yo poético que se habla a sí mismo en un monólogo-diálogo de sujetos intercambiables.
Finalmente – ¿por qué no? – el yo poético y el lenguaje confluyen en la misma persona y en la simultaneidad de vivencias cotidianas y experiencias poéticas, estas últimas con todos los componentes cognitivos y afectivos.

Silvia Westphalen

Si hubiera que acompañar, desde el principio hasta el final del libro, el tránsito de las posibles significaciones que sugieren correlativamente los poemas numerados del 1 al 19, aventuraríamos una travesía que se inaugura con la extrañeza de una escritura que ha cambiado de ámbito y donde estarán “incómodo el silencio” y “triste la palabra” (1).  Pero la afasia es transitoria porque la necesidad de dar voces a ese interregno se ha tornado incandescente y, aunque todo es nocturno, debe proseguir, entre signos inciertos, la inscripción de lo deseado y el reordenamiento de la vida (2). Vacila el alma y hasta se la prefigura ardiente y consumida en un “montoncito de cenizas” (3). Y habiéndose multiplicado la visión, mejor no ceder al desaliento e ignorar augurios y premoniciones (3,4). Aún así, el lenguaje palpita herido dentro de un laberinto y resuena con tonos inauténticos (5,6). Y entonces, ante la asfixia, ante la ajenidad y confusión de las palabras, no cabe sino continuar la búsqueda, la única forma, la propia, perseguir su locura con mirada pertinaz y paciente. Lo contrario es la muerte (7, 8). Y como “importa solo la poesía” y no las maniobras engañosas ni las cárceles subterráneas, se enciende otra vez la memoria, aunque no fuera sino el reflejo de un reflejo (9, 10). Contra el olvido que acecha, por senderos de fuego y bajo el escrutinio ominoso del mundo exterior, las sensaciones terrenales se agigantan hasta la explosión del éxtasis. (11). Después, ya todo se apacigua y hay un cambio súbito del interlocutor femenino al masculino (“transitaste disperso/ como hoja al viento te pintaste de blanco/ papel”), mientras quedan todavía señales confusas de la tempestad (12). A esta altura, la memoria es una difusa lejanía. La mudez de la boca es la culpable y el poema se aproxima bastante a los terribles versos de Eduardo Mitre: “La memoria no resucita/ Desentierra”. Además, aquí unas líneas no sé si crípticas pero aparentemente insólitas que se resisten a la paráfrasis o a la glosa:

Silvia WestphalenNunca atardece
del mismo modo
en que avanzan tus dedos hacia el interruptor.
Un poema podría ser el mejor refugio para tus huesos,
para tu fémur olvidado.

Y en este y en otros poemas es notorio que la escritura habla, en tono reflexivo, de sí misma, y, simultáneamente, de vivencias cotidianas, íntimas, domésticas acaso, confirmando aquella visión de la poesía según la cual cuerpo y alma son una unidad inseparable y no pueden concebirse como una mutilación del uno por la otra, o viceversa (13, 14). En el siguiente poema sobreviene aquel instante que no es el que contiene todos los demás instantes, la vivacidad, sino aquel cansino de una repetición ya descarnada. Aún entre dudas supérstites y cierta desazón ante lo inasible del lenguaje, lo que recuerda, en otros términos, la exclamación lezamiana: “Ah, que tú escapes en el instante en que habías alcanzado tu definición mejor”, se descubre la naturaleza dúplice del ser, la sospecha de haber transitado en vano por el camino equivocado y la aceptación final de que “los versos caen/ como monedas viejas/ sobre la tierra” (16, 17, 18). Por último, un poema intenso que parece resumir toda la búsqueda y en el que resaltan estos versos estremecedores:

No hay más que los labios mordidos por la erosión del lenguaje.
Lo profundo es esta voz cicatrizada y el obligo extraño de mirada cíclope.

Lo anterior es una conjetura más y obedece, acaso sin consistencia, a la voluntad del lector.
Una opción arbitraria porque las claves de esta poesía circulan también de aquí hacia atrás, del medio, de cualquier poema y aun de cualquier estrofa o verso. Por eso quizá sea preferible hablar de un solo poema formado en 19 periodos, estaciones o capítulos que se alimentan entre sí en una incesante escritura calidoscópica.
Un rasgo destacable: hay poemas que parecen detenerse en seco porque los atraviesa –como un tronco que cae súbitamente sobre el camino– un relámpago verbal de sentido contrario. Es una impresión primaria, por supuesto, porque pueden significar también un sondeo de profundidad con palabras-imagen, frases-imagen entrecruzándose y combinándose en una configuración no solo prospectiva sino retrospectiva. Versos que zigzaguean, simulan decaer y renacen una y otra vez en el fluir de una conciencia que deviene secuencias oníricas o verbalizaciones subconscientes propias y auténticas del discurso poético.
Otro rasgo importante: no es una poesía quejumbrosa, no la abusan figuras retóricas manidas ni metáforas supernumerarias. Es un poemario serena y bellamente estoico que nos invita inclusive a desempolvar al Séneca que tenemos olvidado y que tan urgente es en un mundo fragmentado de certidumbres humanas y henchido de falsificaciones literarias.

Silvia Westphalen

Ya sé que solo he rozado algunas facetas del poemario. Otros lectores, con mayor autoridad crítica, ahondarán en esta escritura. Descifrarán sus símbolos secretos para señalarle el sitio que le corresponde entre las múltiples expresiones poéticas del país y del continente.
Esta lectura no ha pretendido, en ningún momento, ser canónica ni metodológicamente crítica. Es lo que se llama una “reseña impresionista”, tan denigrada por los sabiondos de nuevo cuño,  –estructuralistas exacerbados, deconstructivistas, esterilizados en auto-clave– que han convertido la crítica literaria ya ni siquiera en una vivisección, sino en  una autopsia.
Entretanto, tengo para mí que estas palabras de Paura Rodríguez Leytón “caen como monedas viejas sobre la tierra”, pero no como valores ya sin curso legal con destino apenas numismático, no para calumniar al suelo en que se posan, sino para añadir su fulgor inquietante a lo más destacable de la poesía que se escribe actualmente en Bolivia.

José Antonio Terán Cabero (Cochabamba, 1932). Poeta y periodista. Perteneció al grupo cultural Gesta Bárbara. Fue director de Cultura en la municipalidad de su ciudad. Presidente de la Unión Nacional de Poetas en Cochabamba. Premio Nacional de Poesía “Yolanda Bedregal” (2003). Libros de poesía: Puerto Imposible (1962), Bocamina de Cánticos (1962), Y negarse a morir (1979), Bajo el Ala del Sombrero (1989), Ahora que es Entonces (1992), Boca Abajo y Murciélago (2004). Contacto: joseateran@yahoo.com. Página ilustrada con obras de Silvia Westphalen (Perú), artista invitada de esta edición de ARC.



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