sexta-feira, 21 de novembro de 2014

MARÍA PRADO | Unica Zürn: “mitad mujer, mitad serpiente”





 Unica Zürn

La mayor parte de mi vida, me la he pasado durmiendo; el resto, esperando un milagro, meditando sobre lo inaccesible.

Unica Zürn

Referirme a la vida y obra de Unica Zürn, pintora y escritora alemana (Berlín, Grunewald 1916–París 1970), me supone un doble placer estético: por un lado volver a releer su breve aunque muy singular prosa escrita, desconcertante, perturbadora, colmada de imágenes alucinadas y situaciones inverosímiles –la suya fue una literatura de imágenes no de palabras–; por otro, retornar al disfrute de sus muy delicados y esmerados dibujos automáticos, ejecutados en tinta china con infinita paciencia y minuciosidad, figuraciones arborescentes desplegadas sobre la hoja que recuerdan un poco los elanes aditivos y golosos de la naturaleza al crear: un rostro brota de otro rostro, un cuerpo de otro cuerpo; multiplicándose hasta el infinito motivos y texturas, propagándose poco a poco por la suave superficie blanca como las finas ramificaciones de un árbol.
Pero para estructurar un poco la disertación, me gustaría marcar una distinción entre tres etapas bien claras y diferenciadas en la vida de Unica: su infancia, su vida con el célebre escultor Hans Bellmer –signada por las ininterrumpidas estancias en asilos psiquiátricos–, y su etapa cúlmine de inactividad creativa que acaba fatalmente en suicidio

LA “PUERTA–ESPEJO” | “A los seis años una noche un sueño la lleva al otro lado del espejo alto, con marco de caoba, que cuelga de la pared de su habitación. El espejo se convierte en una puerta abierta que ella cruza para salir a una larga avenida de álamos que conduce en línea recta a una casa pequeña. La puerta de la casa está abierta. Ella entra y se encuentra ante una escalera que sube al primer piso. No ve a nadie. Está delante de una mesa. En la mesa hay una tarjeta pequeña y blanca. Cuando toma la tarjeta para leer el nombre escrito en ella, se despierta. La impresión de este sueño es tan fuerte que se levanta y aparta el espejo hacia un lado. Detrás sólo hay pared, ninguna puerta.”
Así comienza este prodigioso diario del delirio titulado El hombre jazmín (2006), fragmento que tal vez pudiera ilustrar de manera muy plástica y en pocas pinceladas, lo que significó su tan difícil e inusual búsqueda, una búsqueda fallida, desde luego, porque se trataba –como se comprende a partir de la lectura del resto del relato– de la persecución de un ideal imposible, quimérico: el retorno al tiempo entrañable y mágico de la infancia, ese territorio perdido, mítico, inalcanzable ya para siempre, que ella envuelve e ilumina con el halo de lo maravilloso.
Y será a esa casa de la infancia, nos sugiere muy acertadamente Menchu Gutiérrez –la prologuista del libro–, y más precisamente a ese jardín, espacio idílico donde la realidad y la fantasía confluyen y ya no son contradictorias, al que intentará retornar una y otra vez, extralimitándose peligrosamente, creando un universo paralelo, primero a través de su arte, luego por intercesión del amor –su convivencia con el hombre jazmín o lo que es igual su alter ego el célebre escultor Hans Bellmer–; y, finalmente, cuando su esquizofrenia le revele que ese mundo perdido es irrecuperable, que nunca obtendrá de él más que efímeros y muy escasos reflejos de ese espejo absoluto –sus alucinaciones y sueños–, recurrirá a su auto-inmolación arrojándose al vacío desde el balcón de un piso en París, a la escasa edad de cincuenta y cuatro años.
Unica Zürn

“Por enésima vez, pasea con el pensamiento por la casa y el jardín de Grünewald. Sube y baja las escaleras, recorre las doce habitaciones y contempla el fuego en la chimenea del salón. Acaricia los muebles asiáticos y árabes que su padre ha traído de sus viajes y convierten la casa no en un museo sino en una cueva encantada en la que la fantasía se exalta. (…) Es un ejercicio de la memoria que, desde el día de la subasta en la que todo, casi todo, entre lo que ella creció fue vendido, repetirá hasta la saciedad. (…) No ha superado el dolor de tener que dejar aquella casa.”

¿PERO CÓMO ERA UNICA DE NIÑA? | En sus cuadernos de infancia, Primavera sombría (2005), Unica se nos revela como una niña de exquisita y asombrosa sensibilidad. Tan dispuesta se muestra a gozar de una surtida selección de jabones de colores, a recrearse con la mirada en los finos encajes de lencería de la criadita Frieda, como a disfrutar de los angustiosos y muy sutiles matices derivados de las numerosas partidas y ausencias de su padre: A medida que crece, ella advierte con dulce desconsuelo que el padre casi no para en casa, se ausenta largos períodos, viaja por el Medio Oriente, la obsequia alegremente con souvenirs y otros regalos exóticos que recoge de estos viajes.

“Ella no sabe que hace él durante aquel tiempo. Ella experimenta la atracción que ejercen los ausentes misteriosos.”

Aparte de una mirada atenta y sensible muy proclive a los detalles, lo que se advierte asimismo en este diario es el ingenio de una niña dotada de una increíble y profusa imaginación, y esto lo descubrimos a través de los muchos juegos que emprende con otros niños de su misma edad en los que prevalece casi siempre el elemento trágico o sadomasoquista:

“Aquella tarde viene a verla su amiga Elisa Urquiza, una orgullosa española, y las dos interpretan la horripilante y dolorosa historia del “hijo perdido”, tragedia inventada por ella. Se ponen unos trajes árabes de seda que su padre ha traído de Oriente, adornados con pasamanería dorada. Han dejado la habitación a oscuras. Es de noche y están en el desierto. Son una pareja real: padre y madre que, con largos y desgarradores gemidos, lloran al hijo perdido. Las niñas han inventado un lenguaje doliente, a base de alaridos, capaz de expresar todo el dolor del mundo y que nadie entiende más que ellas. Es un lenguaje sólo de vocales…En todos sus juegos dominan el horror y el peligro. Ellas se entregan sin reservas al drama. La vida monótona y protegida de la familia resulta aburrida, y todo está permitido con tal de mantener la emoción. La vida, sin la desgracia, es insoportable.”

En otro pasaje del libro en que el juego se desenvuelve con idéntica pasión y naturalidad pero esta vez con la participación de dos niños, resulta imposible no encontrar aunque sea una frágil “semilla” de lo que sería años más tarde la Unica adulta, tan gustosa y propensa a las prácticas masoquistas:

“Juegan a los bandidos y la princesa. La princesa se esconde entre los arbustos para huir de los bandidos. Cuando la hacen prisionera, los bandidos se convierten en indios que atan a su víctima al poste del martirio y le disparan flechas. El juego se hace peligroso, y eso es lo que a ella le gusta. Le vendan los ojos. Encienden fuego, tan cerca que su vestido empieza a arder. Le tiran del pelo. La pellizcan y la golpean. Ella no deja oír ni una queja. Sufre en silencio, perdida en ensueños masoquistas en los que no caben pensamientos de venganza ni desquite. El dolor y el sufrimiento le causan placer. Ella tira de sus ligaduras y siente con gusto como se le clavan en la carne.”

Pero no todo será diversión para la pobre Unica, desde el principio de la novela notamos como el ambiente que se respira en su casa se enrarece tornándose hostil y sombrío. Es un mundo condenado a la disolución: Sus padres se separan, su casa se subasta. La pobreza y la desgracia entran por la puerta grande el día que su hermano la viola, punto de inflexión en la novela que marca el final de una etapa y el comienzo de los primeros y muy decepcionantes escarceos amorosos:

“Una tarde de aquel julio caluroso y pesado, con la electrizante amenaza de una tormenta en el aire, su hermano entra sigilosamente en su cuarto y la echa sobre la cama. Con la cara impasible y un silencio alarmante, él se desabrocha el pantalón y le enseña aquel objeto que tiene entre las piernas y que ya es muy largo” Ella siente curiosidad y miedo. Sabe lo que va a hacerle, pero le desprecia porque no es más que un estúpido de dieciséis años. Ella se resiste con furia, pero él es más fuerte. Ella le desprecia porque no es más que un chiquillo. Él se mueve rápidamente arriba y abajo. Ella siente un dolor punzante y nada más. Está avergonzada y defraudada.”

Tras la separación, el ocaso económico se precipita. La Unica del final de Primavera sombría, tremenda y conmovedora hasta las lágrimas, descoincide claramente con la intrépida Unica de posición más o menos acomodada del principio, como se comprueba en el siguiente párrafo en el que ella, sin el permiso materno, decide surcar las distancias que la separan de su amor platónico –aquél joven bañista que ama a los niños y cuyo cuerpo reluce bajo la luz del sol– encaminándose con férrea convicción –sorprendente a tan corta edad– hasta su modesto y desconocido apartamento:

“Ella vive en Grunewald, un barrio de chalets de las afueras. La gente la aturde. Los coches le dan miedo. Camina de prisa y con la cabeza baja. No mira a la gente a la cara. El camino es fácil…Ella va cada vez más aprisa y el camino no se acaba. Llega a una zona elegante de la ciudad, en la que hermosas mujeres, con vestidos caros, sentadas en las terrazas de los cafés, toman pasteles de nata. Está acalorada y despeinada. Lleva el vestido de verano más viejo que tiene. Ya le está un poco pequeño. Se encuentra fea y desastrada, al lado de aquellas señoras de la ciudad, con sus vestidos de seda de colores. Ellas llevan anillos y pulseras, y abren y cierran bolsos relucientes con un chasquido metálico. Sacan la barra de labios y se pintan. Cruzan sus piernas de seda, enseñando zapatos de tacón alto y fino. Ella lleva las sandalias viejas y rotas y va sin calcetines. Le da vergüenza que él haya de verla así.”

Sin embargo, a pesar de estos dolorosos comienzos en la adolescencia, Unica no renunciará jamás a su infancia, llevará esos queridos recuerdos en su interior como una espera preciosa, preciosa aunque con claros sesgos de insatisfacción, puesto que el verdadero deseo que prevalecerá siempre en ella será el regreso, el retorno a aquél edén añorado:

“una infancia que, vista desde fuera, se ha detenido en el espacio de un segundo y que, en el interior, no cesa de reinar. Cuántas veces he deseado que mi hijo sea mi padre, que mi hija sea mi madre. Muchas… ¡sí, muchas! Ser adulta, eso no lo consigo y no puedo cambiar: yo no puedo cambiar esta espera, mi locura, eterna espera de que el milagro se realice.” (Vacances à Maison Blanche, 2006).

Podría añadirse a este breve bosquejo, y en líneas generales, que toda la obra de Unica sumirá sus raíces en la infancia; de la infancia versarán, por ejemplo, la mayoría de sus exóticos cuentos que tendrán como protagonistas principales a niños y adolescentes: una humilde costurera que al despertar se ve transfigurada en maniquí (“El encantamiento”), la muchacha sonámbula que se pasea peligrosamente por la viga (“La muchacha que se paseaba por la viga”), la encantadora trapecista de malla roja y zapatillas de terciopelo azul que se enamora del pez de plata (“Gina y el pez de plata”), el niño retrasado que pasa sus días recluido en un hotel para ganarse la vida (“Botones”), la pareja de adolescentes que vive feliz en una cabaña del bosque hasta que un atípico pez viene a desgarbar sus vidas (“En el lago negro había un pez negro”)… Son todos éstos cuentos de un gran optimismo y una graciosa espontaneidad, en los que ya se advierte una clara predilección por lo sobrenatural y lo oculto.

¿QUIÉN ES EL HOMBRE JAZMÍN? | En un primer momento y según nos relata Unica, el hombre jazmín se le aparece a los seis años como un habitante idílico de su jardín de Grunewald. Poco importa aquí, si este personaje maravilloso, existe realmente o sólo pertenece al mundo de sus fantasías. Lo que sí interesa es la magia que de él deriva, la cual vale por sí misma para impregnar de clima y de ensoñación todo el resto del relato.

Unica Zürn“Y entonces aparece por primera vez la visión: ¡el hombre jazmín! Infinito consuelo. Con un profundo suspiro se sienta frente a él y le mira. ¡Es paralítico! ¡Qué suerte! Él nunca abandona el sillón de su jardín donde florece el jazmín incluso en invierno. Aquel hombre se convierte para ella en la imagen del amor. Aquellos ojos azules son más hermosos que todos los ojos que ella ha visto. Y ella se casa con él.”

Mucho tiempo después de la pérdida de su casa, el hombre jazmín se le aparecerá una vez más –pero ahora ya no como una ilusión sino que encarnado en la figura de una persona real, el escultor Hans Bellmer–, con la fragancia de su infancia, con los juegos de la infancia, regresa para restituirle su mundo:

“Días después, ella experimenta el primer milagro de su vida: en una habitación de París, se encuentra frente al hombre jazmín. Es tan fuerte la impresión que le produce el encuentro que no puede superarla.
Poco a poco, a partir de aquel día, ella empieza a perder la razón.
Aquel hombre es idéntico a su visión infantil, con la única diferencia de que no está paralítico ni se encuentra en un jardín lleno de jazmín en flor.”

Unica sentía hacia Bellmer una gran y profunda admiración. Fascinación que a través de los filtros invisibles del amor no tardaría mucho en germinar para transformarse en productividad. Así queda reflejado en este delicioso extracto de Vacances à Maison Blanche:

“A poco de vivir juntos él decide hacerle un retrato, y busca una nueva técnica para preparar el fondo, un poco cansado de la decalcomanía…– Él está habitado por los rasgos de este rostro que lleva en la piel. Al ver el retrato, ella reconoce el rostro de su infancia, sí, toda la leyenda de su vida. Y las plantas que emergen espontáneamente del papel frotado, forman el viejo jardín de Grunewald bajo una ardiente puesta de sol. El nacimiento de este cuadro suscita en ella el deseo de aprender la técnica de la pintura a óleo. Hans le organiza una exposición en la rue Mouffetard para que ella muestre sus dibujos y cuadros. Estos preparativos, la selección de obras y de invitados así como el colgado de las mismas le procuran un gran placer. La galería es pequeña e íntima. A la inauguración asisten los filósofos Jean Wahl y Gaston Bachelard, André Breton acompañado de la joven Joyce Mansour, el pintor Victor Brauner, Man Ray y su mujer Julie. La exposición dura algunas semanas y ella vende algunas obras… Eso la motiva para próximos emprendimientos. ¿Quién le aconsejó crear postales animadas? Probablemente Hans. Una nueva pasión va a nacer. La primera carta postal que ella crea representa un cuerpo de mujer sin cabeza, con caderas voluptuosas, cuyo vientre es el centro de su vida interior, está montado sobre una placa rodante, representando varias imágenes a color, que aparecen una por vez cuando se mueve la placa. Hans y ella compran una pequeña botella de barniz y barnizan ligeramente la postal, lo que le confiere un aspecto precioso y reaviva los colores. Después, ella decide hacer un pequeño atlas anatómico desplegable: debajo de cada órgano se encuentra escondido otro. Ella trabaja con destreza y precisión, inspirada por la minuciosidad que aporta Hans a sus cuadros. Para otra carta postal que ella comienza a elaborar, él le aconseja insertar un pequeño hilo blanco pegado en el ornamento del dibujo. Ella lo consigue. Después ella recorta, por debajo, una pequeña ventana y pinta este recuadro de negro, sobre el mismo coloca una hoja roja de otoño. Esta carta será para Jean Arp; el atlas anatómico para Victor Brauner, quién responde enseguida con un pequeño dibujo a color, y la mujer cuyo imaginario se desarrolla en su vientre, será para Ernst Schroder. Naturalmente para Hans, ella fabrica una carta postal erótica. Sobre un fondo negro, se ve moverse, cuando se tira de una lengüeta, una pareja, disimulada por una puntilla negra. Ella dibuja las estampillas para cada una de estas cartas e inventa para algunas, direcciones de fantasía. Todas serán presentadas más tarde, en una exposición sobre surrealismo, organizada en la librería del editor Eric Losfeld.”

Los dos artistas se comprenden y se compenetran bien a la hora de crear, de hecho fue él quien la incentivó y la arrojó a la escritura de “El hombre jazmín”:

“Mientras que ella trabaja, todo va bien. Ella se siente en armonía con ella misma y experimenta felicidad cuando cada uno dibuja sentado a su mesa, sin decir palabra. El rumor ligero de la pluma que se desliza sobre el papel en el silencio, y el ruido más dulce aún del lápiz, son estímulos propicios a la creación.” (Vacances à Maison Blanche)

LAS ALUCINACIONES | Pero el hombre jazmín no sólo se constituye como “arquetipo” de hombre ideal, de hombre soñado al cual ella aspira y admira, también se prefigura como el detonante de un mundo absolutamente irreal y extraordinario que eclosiona asombrosamente en el seno mismo de su realidad cotidiana, o al menos así se desprende de la lectura de varios pasajes de su novela, en los que queda claro que ella responsabiliza al hombre jazmín de estas alucinaciones creyendo concienzudamente que él la hipnotiza en la distancia.

“Ah, si él no hubiera aparecido, el hombre jazmín –la vieja visión que, en los momentos de mayor necesidad, entró en su niñez como un gran ejemplo para salvarla del mundo de los mayores, incomprensible y sospechoso–, el hombre jazmín habría seguido siendo sólo un sueño hermoso y dulce. Pero con la aparición del verdadero “hombre blanco” (ella no puede llamarle de otro modo ya que irradia una blancura imponente e irresistible), con su aparición empezó la locura. Sí, este cerebro de polluelo no puede resistir mucho…”
“Sensación de felicidad, de ingravidez. (¡Qué magníficos regalos le ofrece la locura!) Se alimenta exclusivamente de las frutas más hermosas del otoño: las uvas negras, que ella llama en secreto “lágrimas negras”. ¡Qué días más hermosos y qué hermosa promete ser esta noche! Cuando oscurece, por la ventana abierta de par en par, contempla la avenida de los plátanos que luce verde a la luz de las farolas y allá, al fondo, aparece, como una fata morgana nocturna, la casa de Grunewald en la que ella vivía de niña. ¿Quién es el que, con su amor sobrehumano, le hace el obsequio de esta alucinación?
¡Él!
La confianza, la fe que ella tiene en las dotes sobrenaturales de aquel hombre, en su arte sublime para iluminarla por completo, para transformarla, son infinitas, infinitas.”
“¡Qué programa ha imaginado para ella! ¡Qué gran director! ¡Qué maestro de la escenificación de milagros! Esta casa, bañada en una luz verde esmeralda, se hace transparente, ella puede distinguir el interior de las habitaciones a través de sus muros, ve el Buda indio del templo de las rocas –el gran dragón chino bordado en oro y plata sobre terciopelo negro–, la lámpara árabe con su luz dorada, roja y verde. Pero esta mirada al interior de la casa es breve, las paredes vuelven a cerrarse. Delante de la casa aparecen personas que se congregan como para una fiesta y suben lenta y ceremoniosamente la escalera.”

Cabe señalar, ante estas visiones lisérgicas de una sustancia poética inagotable, que no siempre se producirán en la tranquilidad de su casa y en la intimidad como bien le hubiera gustado, serán más que frecuentes los casos en los que estos brotes psicóticos se desencadenen en inmediaciones públicas, ocasionándole más de un problema:

“Sale a la calle sin saber a dónde ir. Ahora se ha quedado triste. La ha abandonado la energía que le hacía caminar con aquel paso alado. La falta de descanso y comida la ha debilitado. ¿Adónde, adónde puede ir? Tiene que descansar en algún sitio. Camina y camina y se encuentra otra vez delante de la estación Jardín Zoológico. En la estación ve una peluquería abierta. Y, sin un céntimo en el bolsillo, se hace lavar el cabello, para descansar. Y, como siempre, aquello es para ella una pequeña fiesta. Sólo cuando se haya lavado el cabello, le será posible volver a encontrar en el espejo su cara infantil. Y entonces –renace la esperanza–, quizá entonces aún se celebre la fiesta. Cuando, por el lavado de cabello, le piden seis marcos y cincuenta peniques, ella responde tranquilamente que ha olvidado el dinero. Puesto que no la conocen y desconfían, llaman inmediatamente a la policía. ¿Qué habrá hecho para que aquella gente se eche a reír? Hasta ahora nunca había conseguido hacer reír a nadie. Pone a la furiosa dueña de la tienda un gran trozo de algodón en la cabeza, la bendice y la declara “espíritu santo”.

Entonces Unica escucha a un cliente sugerirle a la dueña que está loca. Es la primera vez que ella se planteará seriamente la posibilidad de su desequilibrio mental. Un desequilibrio que acaso ya padeciera en la infancia, como se deduce de este breve diálogo con las internas del manicomio de Wittenau:

“– Cuando yo era pequeña… –empieza a contar ella a la gorda y a la flaca– …yo tenía un libro lleno de ilustraciones que me gustaba mucho. Se titulaba Hans Maravillas. Había un gran dibujo del infierno, con muchos demonios y brujas. Era todo rojo. En medio del fuego había un demonio bebé muy pequeñito. Yo no podía soportar la idea de que un día tuviera que quemarse, y al fin, con unas tijeras, recorté al bebé rojo y lo saqué del dibujo del infierno. Lo puse en una cáscara de nuez como en una cuna, y lo tapé con sabanitas blancas. ¡Ah, qué contenta estaba! Fue la única vez en mi vida que he salvado a alguien…
– Es posible que ya estuvieras loca de pequeña –dice la pelirroja–. En realidad, ¿por qué estás aquí?
– Oh –responde ella con aire misterioso–, he oído a un gran poeta recitar una poesía dentro de mi vientre.
Las otras dos la miran compasivas, sospechan que ha perdido la razón.”

No obstante las dificultades, Unica amaba su enfermedad porque le permitía arribar a esos estados sobrenaturales, privilegiados, dotados de una exacerbada irrealidad en los que se aprontaba a explorar los límites de lo maravilloso. No fue en ese sentido una “loca” prosaica, pasiva, ajena o indiferente al devenir de estas alucinaciones, sino una mujer sibarita, de gustos muy selectos, que se mostró la mayor parte de su vida –y siempre que pudo– dispuesta a gozar de esos delirios, a libar de esos momentos mágicos –como una abeja liba el néctar para más tarde fabricar la miel– afín de convertirlos en literatura. Sus alucinaciones, en esa dirección, tenían mucho de elección estética: ella las prefería, se constituirían en la materia prima de un rico y personal imaginario que utilizaría luego para la escritura de su prosa. En esos horizontes se podría acotar también que Única explotó su enfermedad como un onironauta explota el universo de sus sueños, reconstruyendo mapas, palpando objetos, intentando descifrar los hilos que la mueven, asimismo sus escritos tenían mucho de oráculo, de sentido profético: La niña Unica de Primavera sombría acaba tirándose por la ventana al igual que lo haría la Unica adulta cuarenta y dos años después delante de un atónito Bellmer que curiosamente terminó mudo y paralítico como el hombre jazmín de la ficción.

SU OBSESIÓN POR LOS NÚMEROS | Y es también conviviendo con el escultor Hans Bellmer cuando comienza su obsesión por los números, en especial por el número nueve.
Ella nombra al 9 número de la vida y al 6 número de la muerte. Su preocupación por el nueve y el seis se convierte en manía. De pronto, estos números surgen ante ella por todas partes. Por aquel entonces, el día en que, en una parada del autobús de París, saca del expendedor automático un hermoso 999, se siente dichosa. Su ofuscación por las cifras queda bien retratada en los siguientes fragmentos de Vacances à Maison Blanche:

Unica Zürn

“El 99 es como una inspiración, mejor aún, como una aspiración reprimida. Se ignora lo que seguirá después. ¿La puerta va por fin a abrirse?, ¿La cortina a levantarse? ¿La Belleza Terrible va finalmente a hacer su aparición? ¿Y bajo qué forma? ¿Bajo qué forma? Una forma que pruebe que la vida ha sido tan increíblemente maravillosa y que llega a su fin de ahora en más, ya que lo humanamente posible, mi posible, ha sido cumplido…En lo que concierne al 99 –explicar cómo lo he descubierto–, explorado…no quiero decir nada aquí. Será mi secreto. Desde que un ser humano bascula en la locura, el médico quiere extirparle su secreto afín de curarlo. Si yo me vuelvo loca, será a causa del 99.”

El 99 simbolizaba para Unica la antesala de lo maravilloso. Pero era justamente en esa espera y no en su concreción, por otro lado irrealizable, donde ella se encontraba a veces con lo extraordinario anhelado, transfigurándose sus ansias bajo la forma de alucinaciones. A un mismo tiempo el 99 está relacionado con su infancia. Grunewald,

“el lugar de mi infancia, se compone de nueve letras. Yo creo que aparte de mi infancia, yo no he sido nunca tan feliz como aquí en Ermenonville… pero yo no puedo terminar con el 9 –con el 99–, no ahora, tal vez en primavera, pero no ahora. Languidezco, tengo sed de lo maravilloso. Sea cual sea su forma… Ah ¿por qué será? Cuánto terror se esconde detrás de la monotonía –cuando siempre la misma cosa se repite, cuando el contentamiento y la costumbre comienzan a reinar, estos dos elevadores de puercos, grasientos e insoportables. Lo conocido, lo demasiado conocido, me revuelve el estómago. Me vuelvo inactiva.”

DEPRESIÓN–INTERNAMIENTOS | Pero intentar ampliar los límites de la realidad –finita, cansina, insuficiente–, creando universos paralelos, ampliando la geografía existencial para poder convivir con los amorosos espectros del deseo, supone indudablemente unos riesgos. A los esmerados vuelos del delirio y la sin razón sobrevendrían arduos períodos de acuciantes crisis depresivas signadas por los continuos internamientos en asilos psiquiátricos. De estas incesantes recaídas dan también perfecta cuenta sus estremecedores relatos de Vacances à Maison Blanche:

“Cada error termina en el hospital, me sube la fiebre, se me tuercen los huesos y me quedo como un recién nacido, tan idiota como entonces.”
“Mientras que me obstino en esperar un acontecimiento, mi salud declina. La indiferencia sucede a las lágrimas y estoy muy preocupada por mi sucia consciencia, sucia consciencia porque me repliego demasiado sobre mí misma. Lo que me interesa es mirar el paisaje por la ventana.”

Su relación con los médicos que la atienden en estos centros se vuelve cada vez más recelosa. El mundo de los psiquiatras le impone la lógica del mundo que es necesario restituir –si desea curarse– demás está decir totalmente opuesta a sus aspiraciones e inquietudes.

“– Desear está prohibido. Le dice un cierto doctor Mortimer– Desear es perjudicial para la salud. Se lo prohíbo. … Ah aquel Mortimer me pareció un estúpido, pero antes de abandonar aquella casa, abrí a escondidas la puerta de la habitación de los ojos. Entonces, cayó del techo el escorpión rojo y, en actitud repulsiva, se clavo el aguijón en el corazón. En el mismo momento, por la ventana abierta, entró volando el águila blanca y me abrazó con sus preciosos ojos azules.”

Así Unica encuentra en la muerte un lugar propicio para lo maravilloso, es decir con el hombre jazmín alter ego de Bellmer, metamorfoseado en águila blanca.
En algunas partes del libro Unica nos relata, también, con todo lujo de detalles, algunos fragmentos de sus sueños:

“De nuevo un sueño cuya interpretación engloba la palabra inmortalidad. La noche pasada soñé con un ser muy hermoso, mitad mujer, mitad serpiente y sediento de sangre. Razón por la cual le extirpaban todos los órganos que podían permitirle hacer el mal. Se le arrancaban los ojos, la lengua, el corazón y otros órganos por el estilo, afín de volverlo completamente inofensivo. Se intentaba preservar su gran belleza embalsamándolo tan hábilmente que daba la impresión de estar vivo. Una vez hecho esto, la gente se daba cuenta con espanto, que el ser continuaba hablando sin lengua, veía sin ojos, y vivía sin corazón, vacío de su sangre, conservaba una gran fuerza y aunque descerebrado, entreveía proyectos. En realidad, el ser se había vuelto más ardiente, más vivo, más inteligente, obsesionado por el odio y el deseo de venganza, habitado de una fuerza y una rabia inhumanas…” (Vacances à Maison Blanche)

Bella metáfora de su imposibilidad de vivir en un mundo del cual se siente desterrada, excluida. A la criatura le quitan sus órganos vitales y no se dan cuenta que negándole todo la vuelven indestructible, ella cobra fuerza y se venga, toma revancha, adivinamos, a través de la poesía.
Más adelante referirá:

“Yo estaba todavía penetrada de esta admiración absoluta al despertarme. Lamenté que el sueño se hubiera terminado. Habría podido descubrir en tal caso de qué manera este ser me hubiera podido aniquilar. O a lo mejor, este ser no era otra cosa que yo misma, o bien la imagen de la espera del milagro.”

Aquí me gustaría señalar que la palabra “espera” adscribe connotaciones mágicas en el imaginario de Unica ya que para ella dicho término está íntimamente ligado a su enfermedad mental, hasta tal punto lo cree así relacionado, que llega incluso a emplearlo en varias oportunidades como un posible sinónimo de “locura”.

“…yo no puedo cambiar esta espera, mi locura, eterna espera de que el milagro se realice.”

En efecto, la espera, no es una espera cualquiera, es la espera de un imposible, por tanto no sería disparatado afirmar que es en esa espera, más precisamente en esa intensidad con que se espera, donde reside el centro generador de sus visiones. Por tanto si su anterior interpretación – la de que el ser es “la espera del milagro”– fuese válida, podríamos aseverar también que el ser es la personificación onírica de su “locura”, con todas las consecuencias subsiguientes: que hace daño a los demás y que en tanto peligroso para la sociedad es necesario reducir a través de fármacos, de internamientos, etc.

“Las crisis de locura se parecen a veces a estados alucinógenos: los objetos aparecen y desaparecen. Un objeto inerte comienza a moverse. Se escuchan sonidos inhumanos. He aquí las razones por las que ella adora su enfermedad. Su deseo de vivir el delirio y su pasión por lo extraordinario: ¿y si fueran estas las razones de sus continuas recaídas? La vulgaridad de los días y de los acontecimientos le resulta insoportable, y le sobreviene el deseo ardiente de distanciarse de la realidad. La fantasía, necesaria a la invención de sus cuentos, la excitación y la calma, el vuelo de la imaginación devienen su pan de cada día. Unka, su primer marido, no le ha dicho acaso cuando la esposó: Yo no quiero y no debo destruir tu jardín secreto. Lo que equivaldría a morir para ti.”

¿Pero por qué al reencontrarse con el hombre jazmín Unica no recupera su paraíso perdido, el jardín de su infancia, por qué su primavera se torna bruscamente sombría? ¿No era acaso él el punto de inflexión en su búsqueda, no es acaso el amor la culminación de todas las búsquedas, de todos los desaires e infiernos terrenales? La respuesta a esta pregunta no alcanzaría a alejarse de una mera conjetura. No obstante, me gustaría arriesgar una subjetividad: “No nos enamoramos de la persona que conocemos, sino de la que desconocemos en absoluto”. El conocimiento de una persona, el conocimiento profundo de una persona, implica transitar por inevitables caminos de frivolidad y desencanto, y todo esto aderezado o independientemente del amor, ese perrito fiel o infiel según se trate. Quién busca lo maravilloso, quién tiene sed de absoluto, jamás se contenta con las minucias de la vida cotidiana, por ejemplo, con las desprolijidades, manchones y borrones de una relación de pareja. No es difícil entrever que paralelamente a sus alucinaciones, Unica –al igual que todo el mundo– debía hacer frente a las miserias de su realidad cotidiana, signada en este caso por la estrechez económica, y a los excesos de un compañero para nada ortodoxo, que la sometía a peligrosas prácticas sexuales. Unica amaba a Bellmer, y por eso lo padecía. Padecimiento aquél que le llevó a la muerte cuando no pudo soportar ser retratada por su verdugo como un penoso matambre de rotisería en la revista Le surréalisme même. O quizás ello fuera la gota que colmaba el vaso de una larga relación, de una infatigable lucha con un Bellmer obsesivo, sádico, gustoso de las más imposibles e improbables atrocidades: por todos es conocida la leyenda de que retorcía las carnes de Unica como si de las articulaciones de sus muñecas se tratase, enfadándose después con ella por el malogrado resultado...

LA MUÑECA INMÓVIL | Del mismo modo que Bellmer se configura como un espejismo del jardín de Grunewald, ella representa para Hans el sueño excitante de “la pupée”, una muñeca que se quiere, se peina, se desviste, pero también se maltrata y se castiga porque sólo se trata de jugar y no hay límites posibles para la diversión y el ensueño, no puede haberlos. Sobre esta afinidad referiría uno de sus viejos amigos, André de Mandiargues, que el rostro de Unica se parecía al de “la pupée”. Luego agregaba que Hans habría podido modelar y esculpir la cabeza de la muñeca como una premonición de su reencuentro futuro (con Unica). Resulta sorprendente y significativo el hecho de que una obsesión tan dominante como la fijación por la belleza inmóvil, los hilos atando las carnes de Unica, la inmovilidad de Hans a causa de su hemiplejia, su estadía en Ermenonville, todo absolutamente todo conllevara necesariamente a la consagración de Unica como mujer inmóvil (episodio aquél que aunque tremendamente trágico, no estaba desprovisto de un inmenso sentido poético), en muñeca–cadáver; y, como si la realización de un sueño marcara decididamente su final y el inicio de su putrefacción, Unica perecería en este intento fatídico transformándose –aunque metafóricamente– en una muñeca. Ella se manifestaba así en Vacances à Maison Blanche con respecto a su propia muerte:

Unica Zürn“Nuestra vida contemplada desde el mes de agosto entre Ermenonville y París semeja a los viajes entre la vida y la muerte. –idas y vueltas– En bus se tarda una hora para llegar a París. Ermenonville, el lugar más tranquilo que exista, no puede ser más que la muerte. Una muerte que no temo, en la cual confío secretamente, ya que es de ella que espero toda la poesía que espera mi alma romántica.”

Y luego:

“Yo amo cada vez menos moverme. La velocidad me desmoraliza. Movimiento y velocidad, eso es París. ¡París es la vida! Aquí, todo es inerte: la niebla, el frío y la tranquilidad.”

¿A qué se debe esta obsesión por la inmovilidad y el silencio? Reformulo la pregunta: ¿a qué se debe el placer resurgido a raíz de la observación de una muñeca? Idéntica obsesión arrastró a Alejandra Pizarnik y a otros surrealistas –entre ellos Bellmer– que encontraron un acopio de fascinación hacia estos personajes siniestros. Ante la contemplación de tan escalofriantes criaturas resulta inevitable, hasta necesario, pensar en cadáveres y en el velo imperceptible, etéreo y sutil que deja tras de sí, como una telaraña intangible, la angustiosa muerte. Todas aquellas muñecas, con sus boquitas pintadas apenas entreabiertas –como en la culminación de un orgasmo–, con sus ojos fijos a veces de cristal de murano, con el pelo de mohair que se desprende o deshace entre medio de los dedos, ¿no son en su bello mutismo, en su paroxismo más críptico, y en definitiva, una imparable evocación de la muerte?, y para hilar aún más fino y ponerle más morbo al asunto, de una muerte enmascarada, prodigiosa, travestida de vida? Al repudio por el movimiento como elemento delator de un tiempo profano, efímero, perjudicial en muchos sentidos porque no hay que olvidar que todo devenir del tiempo supone una pérdida –tangible o intangible–, la pareja Zürn–Bellmer suscribe toda la adoración por la belleza inmóvil, por lo inmóvil eterno, por la contradicción poética de ser y no ser a una vez, cualidad ésta consustancial a los cadáveres, muñecas y otros tantos personajes de semejante estirpe como maniquíes, estatuas, títeres, etc. Porque ¿cómo es posible que estos seres vivan y no vivan a la vez; que coexistan en ellos tan alegremente, tan impunemente, la vida y la nada al mismo tiempo? Esa monstruosa confrontación de unos elementos tan dispares me induce a pensar en la profunda turbación experimentada por André Bretón cuando Lise Deharme acepta dejar uno de sus guantes en la Central Surrealista:

“No sé lo que pudo haber en ese momento de espantosa, de maravillosamente decisivo para mí, en el pensamiento de ese guante abandonando para siempre esa mano.”

Al igual que el guante, vacío ya de la mano amante y acariciadora que le infunde el hálito de vida, la muñeca se erige asimismo –por su belleza, por su erotismo, por el deseo que convoca y en perpetuo contraste con la dureza del cuerpo que contradice todo aquello– como ese punto cúlmine de turbadora exaltación en que convergen asombrosamente esos dos grandes principios enfrentados: vida y muerte, eros y tánatos, contradicción esencial a la belleza convulsa tal como la entendería André Breton: “Bello como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas.”
Es posible que ya hacia el final de su vida Unica comenzara a prever que esa unidad idílica y perfecta no existe, a advertir su naturaleza inasequible, de ahí el desistimiento, la renuncia, como lo reflejan algunos de sus párrafos posteriores en “El hombre jazmín”:

“Pero ella comienza a caer en el abismo de una nueva y profunda depresión, como si ésta fuera la ley de su enfermedad. Unos cuantos días fabulosos, unas cuantas noches con las estremecedoras experiencias de la alucinación, una breve euforia, la sensación de ser extraordinaria, y después, la caída, la realidad, el desengaño.”
“Si aquí hubiera una persona que me dijera lo que tengo que hacer y me infundiera paciencia y talento para que pudiera dedicarme intensamente a algo, algo que me gustara, tal vez… tal vez podría salir de esta depresión y salvarme.”

La realidad es siempre contrapuesta a las aspiraciones de absoluto, no lo encontró, persistió en su ambicioso e irrealizable anhelo hasta el final y cerró el círculo reencontrándose con el fascinante vergel de su niñez: la Unica que se arrojaba desde el balcón de Bellmer en 1970 era en realidad su antecesora, la temeraria niña Unica que, con tan sólo 12 años, intentó el mismo emprendimiento desde el balcón de su casa, para morir en el añorado y maravilloso jardín de Grunewald.

“Ya está casi oscuro en la habitación. Sólo llega a la ventana el resplandor de una farola de la calle. Ya le es indiferente morir en “suelo extraño” o en su jardín. Se sube al alféizar, se sujeta con fuerza a la cuerda de la persiana y ve su oscura silueta en el espejo. Le parece encantadora y empieza a sentir compasión de sí misma. “Se acabó”, dice en voz baja, y, antes de que sus pies se separen del alfeizar, ya se siente muerta. Cae de cabeza y se desnuca. Su cuerpecito queda extrañamente doblado sobre la hierba. El primero que la encuentra es el perro. El animal mete la cabeza entre las piernas de la niña y empieza a lamer. En vista de que no se mueve, se tiende a su lado llorando suavemente.” (Primavera Sombría).

María Prado (Argentina, 1974). Artista plástica. Su residencia actual es en España. Ensayo escrito especialmente para nuestra revista. Contacto: rimanube@yahoo.es. Página ilustrada con obras de Unica Zürn (Alemania), artista invitada de esta edición de ARC.




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