En esta entrevista, realizada en 2007 con motivo de la exposición titulada Taller, el artista mexicano Roberto Rébora recuerda su temprano acercamiento con las artes plásticas, su precoz desarrollo como dibujante, el deslumbramiento que le causó la obra de José Clemente Orozco y la serie de motivaciones que ha tenido durante su ya larga trayectoria, que se reflejan en diversas exposiciones y series de pinturas temáticas que lo ubican como uno de los mejores pintores de su generación. [JR]
JR Roberto Rébora (Guadalajara, 1963) Autodidacta.
RR De niño me gustaba copiar historietas: Pirulete, Chivita… Que tenía un personaje de forma muy atractica, la del Centavo Muciño. Chivita necesitaba comer alfalfa para poder meter gol. Si no la comía, no jugaba bien. El hilo narrativo de la historieta consistía en las peripecias por las que atravesaba para hacerse de su vicio.
JR Muy joven hiciste caricatura.
RR Trabajé para distintos periódicos: El Diario y El Informador de Guadalajara. Más tarde, en El Universal de México, en donde los domingos hacía la caricatura de la plana editorial en mancuerna con Rogelio Naranjo. Yo tenía 16 años y lo mío era el dibujo; sin embargo, el texto de la caricatura, me excedía. Me presionaba pensar que debía ser humorístico. Ahora, visto con los años, aquel trabajo tuvo obviedades; críticas muy evidentes; era el bueno, pero también el malo; el imperialista y los subdesarrollados, etc.
JR Luego hiciste caricaturas llevadas al lienzo.
RR Sí. Contaba historias pintando; me guiaba la narrativa de la imagen, lo cual, de distintas formas, ha permanecido en mi trabajo.
JR Recuerdo que tú ibas al Cabañas a hacer copias de dibujos de Orozco.
RR De niño tuve una fuerte impresión con la pintura de Orozco, en el Hospicio Cabañas. Buena parte de mi trabajo ha sido marcado por ese encuentro. En un paseo del colegio -cuando yo tenía doce años,- visitamos el Hospicio donde, en aquel entonces, vivían niños huérfanos. Era aprensivo, y me impresionaba saber que ahí vivían niños sin padres. Recuerdo haber entrado a un espacio grande y frío parecido a una iglesia. Cuando me encontraba debajo de la cúpula de El hombre de fuego, sonó el timbre del orfanato llamando a recreo; el griterío y hormigueo de aquellos niños me asustó; miré hacia arriba y me quedé helado por los trazos rojo, negro y blanco de Orozco. Así conocí la pintura. Más tarde me volví asiduo del maestro y visité a menudo el Hospicio. La sensibilidad de Orozco está emparentada con el genio popular: el uso del siena y del negro que utilizaba en muchos de sus frescos, lo encontramos en la cerámica de Tonalá, y la fisonomía de sus figuras trompudas, uno las mira por donde quiera. Orozco reúne aquello que reconocemos como identidad cultural. Cuando los artistas del mundo entero se doblaron frente a la influencia de la cultura Picasso, Orozco, en Guadalajara, solitario, pintaba al hombre envuelto en llamas, una de las imágenes humanistas de más alto rango. Es evidente la admiración que siento por su obra y por su persona; y para aprender de él, debía enfrentarlo ¿qué otra?
JR Después de Orozco, ¿qué siguió?
RR Me fui a Italia. Allá pasé ocho años. Visité innumerables veces los Uffizi, y el Pitti en la ciudad de Florencia, entre muchos otros museos. En realidad, durante todo ese tiempo me detuve a mirar pintura, y así conocí su historia; descubrí su piel, el color de Venecia y de Florencia. Pasé mis noches de verano en las plazas bebiendo chianti de a lira, escuchando cantar a los napolitanos, divirtiéndome con los mimos, los acróbatas, con aquel viejo que hacía árboles con las manos, con los panameños que tocaban salsa; mis veinte años.
Desde allá vi de lejos a México, leí antropología. Me interesaron las culturas precolombinas, me alejé de la hegemonía que en esos años representó en México la pintura de Rufino Tamayo. En 1986, durante una de mis visitas a México, fui al Palacio de Bellas Artes para ver la exposiciónConfrontación, la cual agrupaba a los artistas denominados de ruptura. Fue así como conocí al gran arista ruso-mexicano Vladymir Kibalchic, Vlady, un pintor que hasta ese momento me era desconocido. Tres de sus cuadros retumbaron en mi interior como prueba irrefutable del pasado hecho modernidad: una mano contemporánea guiada por una técnica centenaria. Por ese tiempo, buena parte de mi generación, admiraba y atendía -con razón- aquello proveniente de Nueva York: Rosen-Quist, Motherwell, Dine, y muchos más. En cambio, a mí me tocó mirar hacia el lado equidistante y contrario: quise volver la mirada hacia atrás, ver la pintura de los grandes maestros europeos. Pinté obsesivamente y lleno de ansiedad buscando obtener con la técnica, la luz y la profundidad dentro de la penumbra… hasta lograrlo. Y hasta pinté imágenes de la Conquista a la manera veneciana, ¡qué coctail!
JR ¿Qué te llevó a decidirte ser pintor?
RR Desde mi juventud no he hecho otra cosa. Amo el dibujo, desde el pincel eremita del maestro zen, Kanzan, hasta al buril de Callot, el grafito de Watteau, el lápiz grasso de Daumier, de Hans Bellmer, de Klossowski. En fin, por mencionar los primeros que recuerdo, pero los artistas admirados son innumerables. Sencillamente me gusta dibujar y pintar. Quizá pude dedicarme a otra cosa, ¿cómo podría saberlo ahora?
JR Cuando regresaste de Italia, ¿dónde te instalaste?
RR En el Distrito Federal. Volví a México en busca de mi identidad cultural.
Posterior a los cuadros mexicanistas a la veneciana (risas), recién casado con Dominique Chapuy, y a mis treinta años, nada me cuadraba con respecto a mi trabajo pasado y reciente. Había que empezar de nuevo: economía de medios; siena y negro, Tonalá, la tradición… Después de meses de crisis artística, aparecieron los primeros dibujos eróticos de La Niña Precoz, y con ellos me siento renacer, vuelve el humor juvenil, el morbo y la ironía, y además, cierto reconocimiento. Entonces se publicaron mis dibujos en Alemania, en Brasil y en Italia, con notable éxito de crítica. Hice cientos a lo largo de tres años hasta que me agoté; todos me parecían iguales y terminé destruyendo buena parte de ellos. Me tocaba dar el siguiente paso. Intenté relacionar el dibujo con el gesto pictórico agregando color, de esa manera surge el ciclo de pinturas de las exposiciones: El medio inteligente y Poetisa. Un año después, pinto Suite Cojín, una serie casi impresionista, la mirada del polizonte. Cuadros que nunca se han expuesto. Conocí la satisfacción de sentirme dueño de un mundo personal que paulatinamente se fue desarrollando: las pinturas -sin plan de por medio- de los niños erotizados y perversos, dejaron de serlo para convertirse en jóvenes y adultos. Mis figuras han crecido en edad de manera imprevista y natural. Ese universo donde la ligereza, el juego y la travesura eran esenciales, llegó igualmente a su fin: se había desgastado. Fue entonces cuando nació Taller Ditoria.
JR Cuéntame ahora de tu manejo del espacio.
RR El espacio se multiplica con las pinturas de Futura de 1998, donde, por primera vez abandono el salón familiar para moverme en espacios urbanos, impersonales, la plaza pública. Adopto colores primarios, contrastados, e integro la línea recta que anteriormente no había utilizado. El espacio se desdobla geométricamente. Futura fue una exposición bien vista y exitosa en cuanto a crítica, pero sin respuesta de venta. No fue fácil dado que había logrado internacionalizar mi trabajo precedente y el cambio efectuado sorprendió a propios y extraños. Sentí incomprensión generalizada. Sin embargo, gané independencia, y solitario, seguí mi curso. Dos años duró Futura hasta sentir que me repetía. La manera de construir el espacio devino en fórmula y se vació de contenido. Por lo que abandoné tal recurso.
Durante la época de Futura pinté un par de retratos que dieron el acento humanista a la serie, así que decidí seguir por ese camino hasta entonces inédito para mí. Duró poco más de un año; pinté cerca de nueve retratos que expuse en Monterrey. La exposición resultó prácticamente inadvertida. No obstante, tuve la certeza de ser, por aquel entonces, el único pintor de mi generación que realizó una exposición de esas características; lo que significó un secreto personal que protegió mi orgullo.
JR ¿Siguieron luego los cuadros de las multitudes?
RR Sí, pasé de la individualidad del sujeto frontal a la colectividad de la masa. La masa como sujeto. Y volví a la pintura velada, construida pacientemente. Casi en su mayoría fueron cuadros nocturnos, oprimentes; quise representar el olor de la colectividad y para ello utilicé colores ocres, azules profundos, la ambigüedad espacial de los violetas que sugerían la maza huidiza. Prácticamente todos los cuadros eran de pequeño formato. Más de dos años me dediqué a estas pinturas, en completa sensación de aislamiento artístico mientras que allá, a lo lejos, el fuego de artificio obtenido por el éxito de los artistas conceptuales, brillaba -no lo dudo- merecidamente. Me tocó, pues, asumir la decisión de quedarme sentado pintando cuadros que de novedad tenían muy poco o nada; y, sin embargo, había que registrar ese olor social que nos distingue como cultura.
JR ¿Qué siguió, qué cosas te fueron llevando al lugar donde estás?
RR A las multitudes siguieron cuadros del todo experimentales, surreales, de formas ambiguas. Me salgo del nivel social para intentar ciertos planos oníricos, figuras que se deforman y pierden su fisonomía, se derriten y multiplican, donde la articulación discursiva va libre, sin aparente sentido. Cuadros que me llevaron a la duda permanente. Es cuando decidimos mi familia y yo regresar a Guadalajara, después de vivir 15 años en la densidad defeña, y yo, en lo personal, 23 de no radicar en esta capital jalisciense. Los cuadros de la presente etapa, vuelven al inicio, al dibujo directo.
JR ¿No tuviste tentación por el conceptualismo?
RR Me interesa mucho lo que hacen algunos, los sigo, los leo. Es imposible no ceder en parte a la inteligencia y provocación revolucionaria de Duchamp. En su mayoría, son fríos. Aspiro a la configuración de un universo donde la libre articulación sensual y discursiva, se abra al juego más allá del objeto estético.
JR ¿Cuál es tu cometido ahora?
RR Seguir los impulsos primarios que articulan el gesto: la pintura.
A mi entender, en la actualidad se dificulta observar pintura sin teoría de por medio.
Hay que creer para saber ver.
El arte contemporáneo devino del todo en apéndice literario. Se requieren teorías persuasivas que nos permitan entender el significado de los valores artísticos.
A pesar de todo, para mí, lo interesante de la reflexión es que antes de concluir cualquier idea sobre el arte, éste, previamente ha estado ahí.
Es primero el arte y luego el postulado.
Ahí está el cometido, en la pintura que sigue siendo para mí, el justo medio.
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Javier Ramírez (México, 1953). Egresado de la Escuela de Artes Plásticas de la Universidad de Guadalajara, se ha desempeñado como crítico de arte, curador, investigador, periodista cultural y poeta. Contacto: jluxor53@yahoo.com. Página ilustrada con obras del artista Roberto Rébora (México).
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