segunda-feira, 31 de agosto de 2015

JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN | El barco de la luna (fragmentos)


No la poesía femenina; me interesa la poesía escrita por mujeres. Y no porque pretenda afirmar, negar o explicar que es diferente a la escrita por hombres (esto merece alguna mayor - y mejor - matización que la por mí intentada en páginas anteriores), sino porque cierta poesía escrita por mujeres (la que se produce en Hispanoamérica) en un determinado proceso histórico (las articulaciones de la modernidad), adquiere un sentido gravitatorio (lo afirma Octavio Paz, pero no se atreve a asumir la diferencia) que explica muy bien el signo de identidad fundamental de toda la poesía moderna en aquel continente. Lo habitual ha sido dar a esa poesía rostro masculino. Centros irradiantes de un sistema solar prodigioso (sol que nace en occidente) son Rubén Darío o César Vallejo o Pablo Neruda; referencias que concitan - en cualquier historia, en cualquier aproximación crítica - la atención fundadora de tal proceso. Observará el lector que silencio nombres capitales: digamos Borges, digamos Huidobro, digamos Lezama Lima Lo hago intencionadamente: con ellos hace su aparición un rasgo colisivo que me obliga a pensar en un sentido del todo diferente para aquella anunciación; sentido que se aclara a medida que volvemos sobre la obra que - de modo sistemáticamente regular - escriben, en el total de su historia, las poetas hispanoamericanas. Más aun, cuando no se puede eludir un hecho incontestable: esa poesía habla por primera vez con voz de mujer: sor Juana Inés de la Cruz.

¿A qué rasgo colisivo aludo? Poetas como Borges, Huidobro o Lezama (y también Vallejo, aunque éste secuestrado por una lectura utilitaria, sistemáticamente equivocada) nos habla desde una visión del mundo y con una palabra que, por su condición fabulosa, nos saca del espacio de las seguridades y nos arroja al territorio de las incertidumbres; niega la luminosidad de la lógica conceptual y prefiere apostar por una vertiginosa lucidez: el mundo poético de estos últimos (y el narrativo también - por poético - en el caso de Borges) es nocturno y lunar; su palabra se sustrae al dominio del discurso, al dictado del orden gramatical que es orden numérico computable. Ni mirada ni luz, conocimiento intuitivo, a medida que se palpa un espacio, que se poseen cuerpos (seres, objetos) radicalmente vivos y, como tales, cambiantes. Ni conocimiento ni pensamiento (la idea viene después, no es obstáculo para la imantación poética), convivencia y comunión: diluidas las fronteras que separaban lo exterior de lo interior (hemisferios de la existencia), nos hallamos en el espacio y el tiempo en que ambos territorios se confunden: noche primordial del origen. Esa noche del sueño de sor Juana; ese trauma primario de lo natural que anima la palabra de Gabriela Mistral: “magma primordial en su más rudimentaria uniformidad desde donde el visionario dice el balbuceo () como si desde allí buscara forma lentamente y desde lo oscuro, la materia original”- por decirlo como Gonzalo Rojas.

La inauguración americana no es suplantación de una personalidad cultural por otra; tampoco - en consecuencia - lo que vendrá después, extinto ya el proceso de la conquista. Es algo mucho más complejo, y más singular: doblez y mestizaje desde un principio y, por ello, ambigüedad y síntesis, y por ello sugerencia de lo otro al tiempo que evidencia de lo uno, y por ello - en suma - impureza, como explica meridianamente Alfonso Reyes, y con él - luego - Uslar Pietri, Octavio Paz y otros. Desde Europa, las ideas se habían desplazado por el Atlántico, parapetadas tras el empuje del poder, con la ambición de fecundar una tierra (un cuerpo) virgen. Aquéllas, sin embargo, acabaron siendo fecundadas por ésta (éste): imaginación, aventura, noche giran en el centro de la nueva órbita cultural y ponen en movimiento una centrífuga excentricidad. Primera encarnación de tal fecundación, una mujer: Rosa de Lima. Su santidad, su misticismo, conjunción de los dos polos de la sensibilidad espiritual del mestizaje, comienzo de conciencia ya - en aquel final de siglo - de una identidad nueva: uno, vinculación a la tierra, fuerza gestante, potencia inaugural (nunca abolición) que anima el panteísmo indígena; otro, presencia de luz, principio pero también salvación (destino, fin) que sostiene la tensión espiritual-intelectual de la mística española. Su personalidad, convencimiento de ser el punto de confluencia donde la naturaleza se hace historia: la síntesis (diferencia) americana.

Sus propuestas - en fin - o diálogo místico (conversaciones con el toledano Dr. Juan del Castillo, en las que declara - aclara - su vida espiritual) u oralidad expansiva del canto (“Sarnoso y mala gata, le llama al diablo nuestra santa Rosa de Lima, como queriendo definir, sino irritar, pellizcar cuando está dormido”, escribe Lezama Lima), o construcción espacial de alegorías corporales (acertijos místicos más que dibujados, recortados: corazones alados o heridos, cruces o lanzas) o manifestación de fenómenos y prodigios: palabra dada y conocimiento inmediato. Su símbolo, el huracán (y la lluvia torrencial en que culmina); una fuerza doble (rotación vertiginosa, traslación impetuosa), expansión totalizadora desde el centro a la periferia, que la ocupa y la cambia. Movimiento desde dentro, desde el seno oscuro corporal (jardín, por artificio y por cerrado, la metáfora querida del Barroco) hacia la luz exterior, y más: hacia la totalidad cósmica. Paralelo itinerario, el de sor Juana Inés de la Cruz por el conocimiento, para atravesar el oscuro espacio cerrado del sueño (cuerpo físico e intelectual) hacia la luz judiciosa de su despertar. El proceso histórico se invirtió definitivamente; la confiada seguridad del saber (del ser) hubo de convivir con la evidencia vertiginosa de lo posible. Identidad sincrética, y dinámica, de la expresión americana: la falta de ser genera la necesidad de ser completo; pero no en la paridad acomodad de un orden exterior y solar, en la impar realización trágica de la incertidumbre interior y lunar.

Una bipolaridad que, desde el instante mismo en que existe conciencia del mestizaje y de su impureza, establece una contradicción nacida del deseo (principio liberador pero arriesgado): huir hacia la noche de lo desconocido no conduce, necesariamente, a la sabiduría; reconocer la evidencia del día como resignación a tal limitación. Pero se viene de la huida, y el despertar resulta así una mirada rebelde, crítica. Si la primera decisión, movida por el impulso imaginario y utópico; la segunda, manifestación de la orfandad, de la no pertenencia, de la desposesión. Debate de la identidad americana: batalla social (por ser, por determinar un protagonismo histórico difícil), batalla semiótica y semántica (asombro la expresión polifónica, simbólica, imaginaria que la dice); construir lo que falta para ser sin renunciar a lo que ya se es: síntesis de la excentricidad. Paso decisivo, pero no excluyente, ni conciliador: dialogante. Irrupción “en el área pública intentando abrir nuevos espacios dentro de las coordenadas” dominantes; relatividad consecuente del lenguaje: no sólo lo que dice, también su revés (pero no silencio); no sólo manifestación de lo consciente, exploración (explosión) de lo inconsciente; y lo extralingüístico actuando de manera decisiva en la fundación de su expresión. Un riesgo mayor: conjunción, y comunión, de lo evidente y de lo oculto, de la vida y de la muerte. Línea medular de toda la poesía hispanoamericana; cauce dentro del cual transcurre su vigorosa corriente, hasta esa unidad primordial que no es resultado de una especulación intelectual sino cumplimiento de una experiencia: conflicto esencial entre la limitación del individuo y la ambición de su totalidad cósmica: conflicto cuantitativo en la dimensión (espacio, tiempo), contradicción necesaria para salir de sí; cualitativo en la forma (cuerpo, afectos), conciliación lúcida para volver en sí.

¿Qué otra cosa es, si no, la tenaz construcción de una identidad de la orfandad, tras los pseudónimos (¿o existencias legendarias?) de “Clorinda” (1608) o “Amarilis” (1615), en el denso silencio colonial, distancia insalvable; ni orgullo de linaje, ni halagos de la sabiduría, ni serenidad de la profesión religiosa, la soledad que la quimera del deseo incuba, la ilusión del fantasma literario que encarna y se disuelve en un solo trazo - trecho - de palabras. Palabras - esto sí - que son cuerpo más que conceptos; que en la opulencia (o sonoridad o flexibilidad) de sus formas hacen doblemente eficaz el peso (presencia) del sentido. Voces que se quieren diálogo y solicitan respuesta, con el oscuro fraile sevillana fr. Diego Mejías y el laureado Fénix de los “conceptos bellos”, de “dulzura y estilo milagroso”, respectivamente. Discurso - una - para celebrar la poesía y la condición femenina del yo poético (“pongo un monte, mayor que Etna el nombrado, / en hombros de mujer, que son de araña”); epístola - otra - del amor secreto, confesión en la que “no puedo reportarme / de descubrirme a ti, y de dañarme. / Mas, qué daño podrá nadie hacerme / que tu valer no pueda defenderme”. No canto, pero sí verso; poemas, pero cuya forma otra los deja en evidencia.

¿Qué otra cosa es, si no, la renuncia al brillo deslumbrante de cortesanos y virreyes por parte de Juana de Asbaje y su toma de hábitos como sor Juana Inés de la Cruz? Entre el suelo y el cielo infantiles de San Miguel de Nepantla, su espacio para el asombro: altura, profundidad inalcanzable, fantasmagorías de luna llena; entre los afanes domésticos de madre y hermana, llamada irresistible de latines y lecturas españolas (atrevidas agudezas del arte de ingenio); en medio de la sorpresa y el examen de los doctos (¿mujer hermosa y sabia?), la decisión: independencia de la sabiduría que es dependencia de sí misma, su drama hasta el final: “Pensé yo que huía de mí misma, pero, ¡miserable de mí!, trájeme a mí conmigo, y traje mi mayor contrario en esta inclinación al saber, que, no sé si por castigo o por premio me ha dado el cielo: si ella se embarazaba o apagaba con las repetidas prácticas que mi orden religiosa tiene, reventaba luego con pólvora, y se verificaba en mí el privatio est causa appetitus”. En la doblez personal de la escritora mexicana (universitaria aunque para ello deba vestirse de hombre; intelectual aunque para ello deba tomar los hábitos) se cumple la doblez histórica hispanoamericana que - precisamente en el tiempo fronterizo por ella vivido - se perfila como verdadera identidad cultural del Nuevo Mundo.

En los últimos plazos de la Conquista, la descomposición de Nueva España: motines, incendios, revueltas indígenas acaban con una ficción, sueño del reflejo del orden metropolitano. Dejar de ser para ser, pero sin conseguirlo del todo: largo paréntesis colonial hasta la realización de la Independencia. En significativa simetría, Juana de Asbaje sustrae su identidad femenina al orden social que habita, para ser ella misma (intelectual y mujer) sin lograrlo del todo: largo trecho de silencio hasta las estribaciones de la modernidad. Pero la monja Juan Inés de la Cruz (violada la soledad sonora de su celda por el mundo que había dejado; interrumpido su estudio por la impertinencia de la regla conventual) no renuncia a la consecución de su deseo. Al contrario, ingresa - paradoja fundacional - en el espacio masculino del conocimiento, sin dimitir para ello de su condición de mujer: quiere conocer (y conocerse) mediante el estudio; quiere expresar lo conocido con el vigor fecundante de una palabra visionaria, sugestiva ambigüedad de la poesía. El convento, no clausura, principio de libertad (de afirmación). Como en el caso de Teresa de Ávila, fundadora activa (y apasionada) de su reforma. Andante, la española: vínculos de un vivir que es conquista, triunfo sobre la gentilidad (santos que modelaron Europa, los ejemplos; o sus héroes, cierto olor de santidad laica). El asombro fue hastío del final: saber heroico que niega el mundo. La vida, un sueño. Lezama Lima vio aquel roquedal castellano, ajeno a influencias caprichosas: “con reverencia ética, con fervor ascético” - dice - la recepción de cuanto la historia refrenda y justifica. Centrada (y pensadora), la mexicana. Su fundación, dispersión intelectual: vivir no es emular herencia heroica alguna, afirmar su ser en la dubitativa incertidumbre donde arraiga. “Espacio gnóstico y abierto”, explica el cubano, donde “habitan las formas de un conocimiento que agoniza, teniendo que justificarse, paradojalmente, con un espíritu que comienza” (La expresión americana). Asombro, el conocimiento; una situación inaugural, poética: saber cómo conflicto; el mundo es problema que resolver. El sueño, la única vida.

Entrar, pues, para salir; la extraña paradoja de Teresa o de Juana, movidas por diferente ilusión: religiosas convencidas o no, una conversión se produce, y las hace ser quienes quieren ser; en el convento, el servicio es acción, la experiencia es intelectual: los dos mundos a las mujeres vedados. Acción e intelecto unidos - además - como pasión (padecimiento) donde el cuerpo jugará un papel decisivo. Protegido de la otra regla más rigurosa del exterior, el convento es espacio propicio y fecundante: cerrado y oscuro para ambas; pelo de intensidad tanta que acaba por abrirse (iluminarse) con la visión, imagen - cuerpo - deseada; porque lo ofrecido (y explorado) “son cielos muy íntimos: son deseos, esperanzas y orgullos () [y ellas son] el centro de [esa] experiencia onírica” (G. Bachelard. El derecho de soñar). Itinerarios divergentes: la noche oscura del alma, para perderse en el recogimiento, en la prescindencia de lo exterior (vacío, luz, espacio abierto); para encontrar la figura del Amado, y hacer del alma el espacio secreto de una unión pasional, de una entrega destructora de la individualidad. Noche figurada; oscuro que se hace en el alma para disponer la llegada, aguardar la invasión, de quién se espera: quietud pero desasosegada, silencio pero en tensión; todo es espíritu, hasta el cuerpo. La noche real y exterior (sueño objetivado donde “el ser humano [se revela] a sí mismo y [busca] un lugar en el universo”) para perderse en la salida, en la necesidad de encuentro con aquello que precisa ser conocido, indagado, explorado (lleno, oscuridad de noche cerrada, espacio poblado de seres y objetos que no se ven), para encontrarse en lo otro y unirse a ello por el conocimiento. No se hace oscuro en el alma; se ilumina - luz del saber, del deseo, de la imaginación - el espacio oscuro de fuera. Se invade ese mundo, se peregrina por él; se penetra, posee y fecunda: inquietud y movimiento y multiplicación sensorial; ver más que pensar o sentir (“que yo, más cuerda en la fortuna mía, / tengo en entrambas manos ambos ojos / y solamente lo que toco veo”). Todo ha de ser corroborado por su forma, hasta el conocimiento: lo otro encarna, es cuerpo.

Apuesta agónica la de sor Juana Inés de la Cruz, por americana, por mujer. Mujer y libertad, una ecuación imposible en el seno de la historia (allí, sólo funciones ancilares, subsidiarias): “no puede salir del círculo mágico en que está [apresada] () por estar [ella misma fijada] en un instante como víctima de sacrificio que es” (María Zambrano. El sueño creador). Si constitutivamente sujeto de tragedia, porque “el protagonista de la novela es alguien que se ha ido, que se está yendo siempre”, ¿no fue su inclinación a la imaginación lo que hizo de la mujer el mayor (y mejor) habitante de los mundos de novela? Para la casta de letrados, quienes gustaban de aquellas lecturas eran “espíritus femeninos”. En el sueño de la caballería cabalgó la joven - casi niña - Teresa de Ávila, movida por su madre y “teniendo aviso” siempre para no ser sorprendidas por el padre. La novela (sueño de la novelería) vendría a perturbarlo todo, muy poco después, con la prodigiosa inversión irónica de Cervantes: si en la novela la mujer había hecho salir al héroe, al tiempo que lo reclamaba como solución liberadora de aquel círculo donde ella es prisionera, ¡qué posición de superioridad, qué manifiesto desdén, el de las sucesivas mujeres hacia el héroe que las pretende honrar o amar o liberar, en el itinerario novelesco de don Quijote!

Acción y pasión - dijimos - en un solo acto, en una sola elección: sor Juana viaja por el espacio encontrado (noche del conocimiento) como sujeto responsable de tal apuesta. Por eso, no actúa desde la superioridad convencional de quien cree saber; cansancio (incluso físico) y desasosiego (y pérdida y confusión) el vuelo nocturno de su Sueño (“Estos, pues, grados discurrir quería / unas veces. Pero otras, disentía, / excesivo juzgando atrevimiento / el discurrido todo, / quien aun la más pequeña / aun la más fácil parte no entendía / de los más manuales / efectos naturales”); no hay guía benigno y amparador que la conduzca (como encontró Dante) en esa selva (boche, silva) enmarañada; ni concluye todo en la revelación del principio. El destino, sólo revelación de la decepción, “luz piadosa / de orden distributivo, repartiendo / a las cosas visibles sus colores / iba, y restituyendo / entera a los sentidos exteriores / su operación, quedando a luz más cierta / el Mundo Iluminado, y yo despierta”. “Sueño del sueño vital fracasado” (José Gaos); esfuerzo intelectual que descarta la enajenación. Pero aunque se vean cuerpos (significados, nombres), ¿cómo alcanzar el sentido, esa totalidad deseada? Son visiones, resultado de un mirar atónito, dificultad para la comprensión; el recorrido es “diálogo entre la persona y el sueño que la visita” (María Zambrano); y poema, síntesis de ambos órdenes, de su discordancia o desacuerdo.

En esta encrucijada, la mujer intelectual, la monja escritora. Su respuesta no puede ser sino poética, conformada en la vigilia, en ese despertar que “pertenece tanto a la luz que comienza como a la sombra que retrocede y cuyo retroceso - hueco, vaina, vacío - es la matriz de todo lo que en la luz se constituye”, intensidad prodigiosa “de lo que pre-aparece, de lo que es pura y absoluta intensidad de la manifestación antes de entrar en el orden de las significaciones” (José A. Valente. La piedra y el centro). En esa inminencia o frontera, la palabra poética; en esa delgada línea, los dos rostros que se miran e interrogan. Una doblez que es también verbal, despertar “al reino de la libertad y del tiempo”, con su riesgo: viaje de sor Juana por el pensamiento, viaje de sor Juana por la palabra (pasión del pensamiento); ésta será la que siempre duda en la ciencia, instaure el desorden en el logos, reconozca el silencio posterior a todo lenguaje. Que sean ese Barroco culterano, esa estrofa compleja y confundidora (palabra y ritmo afirmándose y negándose) de la silva, esa imaginería poética (híbrido de ciencia y mito, de religión y filosofía), los recursos formales de su escritura, no es consecuencia de un simple uso de los materiales heredados del Barroco español (discutible la vieja posición crítica de un remedo gongorino por parte de la poeta mexicana), sino la variedad y el desorden, lo propio de la selva: mundo de lo oscuro y ambiguo, no de lo claro y patente, sentido de lo femenino y su margen poético.

Es una propuesta para que la experiencia confundidora de esa existencia nueva que sor Juana encarna sea cuerpo verbal sacudido por idéntico seísmo, “entorpecida [la comprensión] con la sobra de objetos y excedida / de la grandeza de ellos su potencia”. Contradicción aparente, de una estrofa como la silva para trazar el giro del conocimiento, su presunta exactitud (riesgo e irreverencia ya americanos); lo había experimentado el Barroco español con el soneto y su matemática simetría, pero ahora - para la mexicana - un reto el conocimiento, acceder a un mundo tan ajeno y complejo. Sólo a través del sueño, del viaje por lo intrincado de la mente, en donde las visiones se complican: único territorio, por otra parte, donde ella (mujer, monja) podía ser protagonista; en la reserva y el ocultamiento. Subir con el conocimiento, salir de sí misma hasta otra región, otra luz (“pues su ambicioso anhelo, / haciendo cumbre de su propio vuelo, / en la más eminente / la encumbró parte de su propia mente, / de sí tan remontada, que creía / que a otra nueva región de sí salía”), sólo decible por el asombro que causa, por una palabra padecida y ambicioso de absoluto. Esa experiencia verbal (poética) será la que ilumine, e inaugure y trace, aquella otra existencial: la de un alma solitaria precipitándose en la trama confusa, irracional, de un más allá poseído como cuerpo (muerte que es amor que es muerte); la de un alma solitaria (ya romántica) y su despertar.

¿Culterana, como muchos - siempre - dijeron, o como nadie parece haber dicho - todo lo más, mística - conceptista? Entre conocimiento y sentimiento, el debate; entre el desorden pasional (ofuscación la vida y la muerte, enajenación el amor) y los motivos (movimientos acordados) de la razón. Si en los excesos de la forma (y en su complejidad) se construye su imaginario poético, en la sutileza de sus reflexiones (intrincada precisión) se despliega el discurso verbal que ha de darle cuerpo. Bipolaridad mantenida antes que liviana exclusión de uno de los extremos; doblez constitutiva que resulta - asimismo - espacio de reflexión: el singular conceptismo de sor Juana, centro de su pensamiento y de su propuesta expresiva; raíz de su novedad. Esta voluntariosa mujer tiende a la sabiduría “sólo por ver si con el estudio ignoro menos”; tenacidad consciente de quien desea reconocerse (y afirmarse) en el saber, porque éste se abre como territorio de exploración antes que conducir a una simple certidumbre, a una rotunda negación. No es claridad satisfecha el pensamiento; la escritora se pierde en su complejidad, se mantiene alerta ante la dubitativa condición de la verdad, se obliga a la difícil experiencia de fijarlo en forma verbal. Tampoco es un juez válido, como no es de fiar la vista (¡y tan cierta que parecía!): escritura como pintura (o sobre pintura); retrato o espejo, transparencia siempre, el motivo de sor Juana. La vista engaña si aceptamos lo que se ve; reflexionemos, pues, sobre cómo se ve. Tensión entre objetividad y subjetividad que no se soluciona optando por la carencia sino que se perpetúa manteniendo la discusión (diálogo) entre ambas perspectivas. Y así, la suya es otra, sincrética aunque oscura: esta elección, una forma de entrega, ya no como víctima resignada, ejemplaridad que no respeta (repite) modelo algún: “Si es mío el entendimiento / ¿por qué siempre he de encontrarlo / tan torpe para el alivio / tan agudo para el daño? / El discurso es un acero / que sirve por ambos cabos: / de dar muerte, por la punta; / por el pomo, de resguardo”. ¡Tan próximo el puñal (verso) de José Martí!

Inclinación hacia el discurso dialógico - epístola o poema -, hacia un texto que precisa destinatario porque espera respuesta: espacio - y materia - para la discusión. Escritura, por tanto, en la ausencia; para llenar ese vacío con una forma creada que, si se prolonga en desmesura cósmica - vértigo del ser -, procura el confín celeste; y no sólo con el entendimiento (en Primero sueño se alza el alma; pero participa en ello algo el cuerpo, y aun mucho, como dijera santa Teresa de su experiencia), ni acomodada a la enseñanza hiperbólica del Barroco; todo lo entendió certeza con su estudio tenaz y atrevido, por eso vértigo de pertenecer ya a otra dimensión del mundo, a otra razón histórica. Habla Roberto Echavarren del romance epistolar a don Diego de Valverde, pero desvela la posición existencial de sor Juana, su compromiso literario: “Nombrar lo mío es nombrar un objeto carente, que obra a distancia (una medida cósmica) para activar al mío o al amor de su pecho, y al obrar así, superar o suspender la distancia () el puerto de el mío, el poema, designa o refiere una carencia () el mío tiene puerto (el discurso en el sentido diacrónico de la enunciación y en el sentido sincrónico del enunciado) y a la vez carece de puerto (ya que está desubicado en relación a su correlato objetivo distante o ausente)” (Transposiciones: un romance epistolar de sor Juana).

Su lugar, la carencia o ausencia, la manquedad; una deficiencia su diferencia, que sólo podrá paliarse con un objeto nombrado que active el mío, que cubra la distancia. Asunto de espacio - dije - el poema: lugar lleno y a la vez vacío, como lo es la escritora y la mujer. Tiene su sitio como intelectual (colmada en el retiro de su celda, separada y ausente), pero carece de sitio, como persona, en su tiempo (¿cómo ubicarse en una historia que le es ajena, donde apenas alcanzan a ponderarla como rareza?). Asunto, también, de diálogo, de “un discurso suspendido de su destinatario; queda pendiente, diálogo trunco, de una respuesta” (R. Echavarren). Discurso incompleto, y menesteroso, el de sor Juana: ella da su voz; el problema, siempre, reside en la respuesta, ¿confirma el “gozo aludido o sobreentendido” que aguarda o, por el contrario, es censura y negación de su palabra, y ella misma habría de encontrar enlace en una doble dirección, que habla desde la escritora al otro de su retrato, que desde él - mudo - se dirige a quien concibe como objeto de amor, en la ironía - sabia - de su carencia? El vacío, siempre, abierto a sus pies.

Conflicto permanente con la sabiduría y con la expresión, que lo es también consigo misma, con quien ella es en realidad, a la hora de definir el estado de su opción última: integrarse como mujer - como escritora - en el espacio hostil de intelectuales y letrados, sin excluirse por incapaz ni desmayar por retraída. Para hacerlo, no duda en volverse sobre la imagen que se le asigna, con la cual se le acepta; no para borrarla, para acomodarla a la necesaria doblez (“no me parecía razón que estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de noticias, que era el más apetecible adorno”) en que se adelanta su singularidad, por ser mujer y por ser - primera consciencia de tal condición - hispanoamericana. O tal vez por ser mujer alcanzó, sin esfuerzo, tal consciencia: uno y otro estado, síntesis difícil de una realidad, de una lengua, nuevas. Una identidad compleja, una doblez que - si resuelta - traiciona a la primera. Supondría contradecirse, prescindir de su ser. La desconfianza de sor Juana en sí misma no es renuncia (“de mí misma soy verdugo / y soy cárcel de mí misma. / ¿Quién vio que pena y penante / una propia cosa sean? / Hago disgusto a lo mismo / que más agradar quisiera; / y del disgusto que doy, / en mí resulta la peña”), mayor interés - si cabe - por conocerse, mayor riesgo en la entrega (ÿ sólo sé que mi cuerpo, / sin que a uno u otro se incline, / es neutro, o abstracto, cuando / sólo el Alma deposite”). Negación mayor, por radical: no hay, siquiera, cuerpo tras esta sabiduría. En la tradición hermética hurgó con apasionada curiosidad, persiguiendo la difícil, armónica totalidad, perfecta unidad de su reconocimiento: número dos de la tiniebla y de la bisexualidad y de la objetivación del intelecto, estado ideal para Juana de Asbaje; no por el simple devaneo de la erudición, por la comprensión de la propia naturaleza del mundo y de su propia problemática naturaleza, el interrogante insuperable.

Quienes alaban, lisonjean; sólo ven exotismo y curiosidad. Su criterio uniformador y excluyente los ciega ante dobleces y segundas intenciones; inquieren únicamente por el lucro intelectual de aquella lisonja derivado (“¡Qué dieran los saltimbancos, / a poder, por agarrarme / y llevarme, como Monstruo, / por esos andurriales / de Italia y Francia, que son / amigas de novedades / y que pagan por ver / la Cabeza del Gigante, / diciendo: Quien ver al Fénix / quisiere, dos cuartos pague, / que lo muestra Maese Pedro / en la posada de Jacques”. Monstruo, Fénix, Gigante, hipérboles para solaz de una Europa (andurriales, desde aquella perspectiva) complacida en su expansión colonial; pero reclamos, también, con que picar la vanagloria de aquella mujer, haciéndola par de los modelos masculinos. Que la voz disidente volviese al canto acordad, ésa era la intención. Pero aceptarlo así sería volver a la manquedad de la que huye. Ante los halagos, constante y cuidadosa reserva; frente a los aduladores, el desdén irónico, una posición de superioridad porque implica asunción, reconocimiento, de la doblez: aduce ejemplos de reconocida prosapia historia (corroboración que los otros necesitan para sentirse seguros), pero son tantos, y tan incontestables, que los deja sin habla. A sus villancicos nocturnos, sor Juana trae la figura de Catalina de Alejandría “que con ciencia divina / a los sabios ha convencido, / y victoriosa ha salido / - con su ciencia soberana - / de la arrogancia profana / que a convencerla ha venido”. ¿Tan sólo referencia anecdótica? ¿No asumirá la experiencia histórica (o legendaria) como suya, dado que la usa como “prueba de que el sexo / no es esencia en lo entendido”?

Pero hay algo más, y no menos decisivo. Más arriesgado, sin duda: descubrirse, no tanto a los otros como a sí misma, que “no soy una mujer que a alguno / de mujer pueda servirle, / y sólo sé que mi cuerpo, / sin que a uno u otro se incline, / es neutro o abstracto, cuando / sólo el Alma deposite”. Descubrimiento en la negación, en el convencimiento de su identidad singular: borrada toda limitación histórica, toda parcelación impuesta, el Alma (centro activo de la memoria, del entendimiento, de la voluntad) es la única seña de identidad, de la nueva identidad conquistada. Dice “neutro o abstracto”: la dramática evidencia no deja de sacudir - algo más que pasajero escalofrío - su condición humana e intelectual; pero es, también, necesario despojamiento: tras tan atrevido salto, afirmación en la plenitud, perfecta unidad donde se objetiva el intelecto. Leyó, febril, las páginas de abismal armonía escritas por el padre A. Kircher. Y no sólo se sumaron a su saber; por ellas reconocería que sólo se cumple el deseo de totalidad involucrándose en la vida personal como problema constante e insuperable: figuración hermética del doble como lo tenebroso, espacio de su aventura de realización, de reconocimiento.

Pero habría de ser sor Philotea de la Cruz (juego hipócrita de su máscara) el recipiendario más directo: sor Juana que (fiel a la norma no escrita) se reconoce - irónicamente - incapaz de hablar ante tal reverencia y sabiduría, acabará dejando sin palabras al destinatario de su Respuesta, que - sintomática elección - ha querido ocultar, como si la eliminara, su condición masculina; no se atreve (pudor de los intereses en juego) a abordar la polémica desde su verdadera condición: con la mujer, como mujer. Y calla. No tiene otra salida ante la contundencia de los argumentos de la escritora que, en su terreno, confiada en que su identidad verdadera es su palabra, advierte que el silencio es sólo para quien no sabe: hable, pues, el hombre también, si es que sabe. Y el hombre calla. Sus intrigas en el poder, la presunción de su sabiduría, el lenguaje secuestrado por la posición que ostenta, no facilitaron las cosas: enmudeció, mientras la monja - en la apuesta de su última entrega - deja que su palabra vigorosa lo llena todo. Callará después; cuando se sepa despierta.

Hombres en la obra, en la vida de sor Juana: ausencia del padre o desdén presuntuoso de adamados cortesanos (sombras difusas de una íntima inquietud), o sabios que - envidiosos - fingen mirarla con paternal curiosidad: nunca el otro polo de una dialéctica amorosa o intelectual. Para Ludwig Pfandl, la ausencia del padre una obsesión en sor Juana, neurosis manifiesta en tendencias masculinas; y disimulo de todo el ingreso en el convento, su obra literaria Insiste, desconfiado, en el carácter inmoral de un discurso así. Falta del padre - raíz o protección o sustento -, necesidad de afrontar la existencia en soledad - voluntariedad y riesgo - pero también desconfianza ante el varón: prefiere sor Juana afirmar su propia responsabilidad intelectual, en medio de una sociedad masculina que niega o desdeña la activa independencia de la mujer. Asumido por ella misma en su estudiosa inclinación (y en su atrevimiento poético), el yo masculino termina volviéndose contra el orden aquel por ella misma negado, en el último gesto (contestación irónica al poder: última forma del hombre) que la monja compone antes de callar para siempre (“pero, señora, ¿qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina? Bien dijo Lupercio Leonardo, que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir viendo estas cosillas [observe el diminutivo]: Si Aristóteles hubiese guisado, mucho más hubiera escrito”; “no será tan desatenta que ponga tan indecentes objetos a la pureza de vuestros ojos, pues basta que los ofenda con mis ignorancias, sin que los remita a ajenos atrevimientos”). Conocimiento y amor: conocimiento que es experiencia (y posesión) del cuerpo por el sueño: pasión consumada en la imaginación. No experiencia objetivable en anécdotas, experiencia única que revierte sobre la existencia (reflejo especular, reflexión especulativa) y adopta la forma primera del debate central (síntesis) de la vida: el amor.

Más que topos literario, sujeto (sustancia) que anima la vida en su exaltación y en sus desmayos, en la perturbadora refriega de sentimientos encontrados. ¿Cómo amor sin la muerte? Preferible la intrincada razón de morir de amor, por más que no alcance a ser dilucidada, al patetismo de los ejemplos en su violencia. ¿Cómo sin celos el amor, sin desorden, sin locura? Única senda para alcanzar su verdad que es desprendimiento y libertad: con esta última se aviene para ser uno los dos (“Sólo los celos ignoran / fábrica de fingimientos, / que, como son locos, / tienen propiedad de verdaderos () Como de razón carecen, / carecen del instrumento / de fingir, que aquesto sólo / es en lo irracional bueno”. En el teatro, su total manifestación. Juego de la doblez (teatro en el teatro) que ya probara el Siglo de Oro español; ahora un paso más: la cuarta pared cae y la escena puede ser la vida o viceversa. Ella misma, entre las intrigas galantes, encuentros y escapatorias en la oscuridad de salones, en la umbría de un jardín, dilucidando los empeños de una casa; o haciendo más laberinto del amor cuando el doble mitológico de sus damas tapadas o sus galanes ofuscados por el deseo se adueña de la ficción dramática. Ni a pasión ni a razón se inclina la escritora: alerta siempre (reconvención y advertencia sus parlamentos) frente al “astuto tirano” que “mientras me suspendió los ojos / me saltó los oídos” y “dio al entendimiento muerte / que era el rey de las potencias”. Sustancia, también, de la ambición teológica y de su impulsivo viaje hacia el misterio. La presunta condición mística de sor Juana, tampoco es tal; no la conduce hacia la divinidad pasión alguna de perderse en la unión, sino - una vez más - voluntarioso deseo de alcanzar allí, por el conocimiento, la síntesis perfecta de un cuerpo inasible en su plenitud, de un alma en la que pugnan razón y pasión.

Sólo medios naturales elevan el conocimiento hacia los misterios divinos. Ciencia suma (que es de amor) a la que se llega tras agotar las escalas sucesivas del orden numérico y de su combinatoria, custodia del secreto de aquel otro, perfecto porque contiene también el confuso magma del principio. Ciencia (estado y razón) pero también sueño (libertad y desembarazada inventiva): más claridad que en el día, más agudeza que despierta. A unos pasos todavía de la locura última (romanticismo, surrealismo), como lo viera Lezama Lima: “no se trata de buscar otra mágica casualidad, sino con visible reminiscencia cartesiana, el sueño aparece como forma de dominio por la súper-conciencia. Hay una sabiduría () pero trabajada sobre la materia de la inmediata realidad”. A unos pasos todavía, pero asomada ya a su vértigo: en la cima de lo andado, conocimiento que se alonga a la visión; conocimiento extremo (o del revés); un hallazgo poético. Dijimos doblez, sin embargo; dijimos tensión dialógica. Una opción más atrevida, la de sor Juana: de la poesía (que podría adormecerla; o tenerla, entre aquellos, por Fénix reconocido) se precipitó a la teología, un terreno - este sí - absolutamente prohibido. Palestra de las impugnaciones dogmaticas o doctrinales, de las sutilezas de la razón, bullendo en laberínticas disquisiciones, empeños vanos de hacer claro el misterio.

Cayó sor Juana Inés en la celada de sabios y prelados, aquella casta pétrea implacable. Pero pensó por su cuenta de mujer, de poeta, aun con sus contradicciones: como lo hiciera en su poesía, incorporó a la polémica sobre las finezas (el pretexto) la condición doble de la naturaleza de Cristo, porque desde otra doblez lo observa (lo piensa) todo. ¿Cómo iba ella a entender los dones de la gracia sólo como amor? Demostración pedía, con acciones, de ese amor: una presencia (incorporación) que los hiciera incuestionables. Demostraciones dio, en su propia torpeza: a los sofismas e ingeniosidades del padre Vieyra opuso método y razón, hasta asomarse con peligro a las estribaciones del libre albedrío, Crisis sobre un sermón: la mayor fineza de Cristo, no dar su gracia al hombre, violentarse con esa negativa “para que el hombre no se quedara con una penosa deuda que nunca pudiera pagar” (Elías L. Rivers. “El ambiguo sueño de sor Juana”). Los villancicos habían aportado concurrencia de personas y voces (hablas) para un reconocimiento así; los autos sacramentales (pompa alegórica del tiempo) darían cuerpo a la disputa: figuras que son ideas, hablan y viven (padecen) el drama de su propia doble identidad. Debaten las finezas dos estudiantes y tercia otro - la autora en apariencia de estudiante: su vieja ilusión universitaria - para solucionar el dilema entre la gracia de la redención y la recompensa de la Eucaristía. Opta por esta última, síntesis de la ausencia y la presencia del Redentor (El mártir del Sacramento). En dos planos, la historia bíblica de José: la acción y su comentario. Este último movido por Lucero y la Inteligencia y la Ciencia y la Envidia (El cetro de José). Religión y mitología (extremos de la identidad mestiza de América; tribulaciones de esa identidad y su destino: ¿quién soy? ¿cuál es mi misión?), en el Narciso enamorado de su imagen que es Cristo enamorado de su criatura - su naturaleza - humana (reflejo también). Si el personaje mitológico, víctima de la desesperación, al Narciso de sor Juana le asiste el convencimiento de quien, enamorado de sí, lo está de quien no es Él, pero tampoco deja de serlo (El divino Narciso). En Lezama Lima, la muerte culterana de este Narciso conceptista; una muerte que certifica la vida, su prolongación y proyección espacial. En cierto modo, aquella muerte será este sueño; la forma corporal, dolorosamente sensualizada, del mundo ambiguo del conocimiento humano.

Conjunción entre verdad (fe, naturaleza divina) y dramática personificación (ciencia, naturaleza humana) que anima su obra toda. Lo visto y oído por encima de lo leído. No necesitó libros para saber más, “sirviéndose () de libro toda esta máquina universal. Nada veía sin reflejar; nada oía sin consideración, aun en las cosas más menudas y materiales”. Una representación que duplica la vida y su sentido, su origen y su fin. En la disputa teológica, la ausencia (muerte redentora) y la presencia inextinguible (promesa de la Eucaristía): lúcida síntesis que desata el nudo. Amante que no exige correspondencia para sí, que la desea beneficio para otros; amante heroico, amante pleno. ¿No ronda, entre tales sutilezas, algo más que los resabios de una polémica del tiempo, años después - además - de su momento álgido, y para satisfacer “el juicio de quien me lo insinuó” aunque luego no se mostrara fiel a su palabra? Si sor Philotea de la Cruz la recrimina es porque sor Juana no se limitó a cumplir lo previsto; se preocupó - una vez más - de saber y de introducir la particular dialéctica de su perspectiva en el lenguaje (orden) inatacable de la doctrina. La Carta Atenagórica, en su origen pacto secreto con el obispo de Puebla, resultó mucho más problemática - y decisiva - de lo esperado, al constituirse en visión (y análisis) de una mujer y escritora y religiosa y americana. Porque da la cara, toma su palabra y se da cuenta - tarde quizá - de la encerrona. Cuando reconoce su derrota, decida callar; no sin antes decirlo todo (decirse del todo) por última vez: respuesta.

Para decir tal conjunción de contrarios, la poesía el único lenguaje. Una poesía, también, de doble condición, o bien híbrido de poema e discurso (los metros resistiéndose, con su vigoroso ritmo, a la ponderada sucesión de las ideas, pero ajustándose a ellas: doble lectura que tiene que ver con la certidumbre reconocida y con la subitativa condición de su experiencia), o - al adoptar la forma cierta de poema - desplegarse entre imágenes y construcciones que, en el ámbito de la ciencia, negaban - según el orden convencional - el vigor sensual y sentimental de la poesía. Híbrido este de ciencia conocida y sueño, en donde realizar la perfección última (secreto) que la ciencia custodia. Pero también riesgo de la silva y de su compleja libertad constructiva: ritmos y formas cruzándose y cortándose constantemente, imágenes que surgen y se ocultan en un juego de múltiples proyecciones. Oscuridad y claridad de la poesía en un solo (único) momento donde saber y existir coinciden. Sabiduría y vida completas en la frontera, tan sugestiva como peligrosa, que nos alcanza la muerte sin que acabemos la vida.

Pero también la música, conjunción de contrarios que tiene que ver con la presencia y la ausencia, con lo que - al unísono - es dicho y no se dice (o no se consigue decir), con la voz y con el silencio. De música, un Tratado “para ver se reducía / a mayor facilidad / las reglas que andan escritas. / En él, si mal no me acuerdo, / me parece que decía / que es una línea espiral, / no un círculo, la Armonía; / y por razón de su forma / revuelta sobre sí misma, / lo intitulé Caracol, / porque esa revuelta hacía”. Recelo contra la norma escrita y voluntad de libertad; hasta cierto punto, de juego: espiral y no círculo, la Armonía. A los números concordes, la aceleración de una forma que da peculiar movilidad (descreimiento) a la fijeza (certeza de su matemática, a la cual someterse). Miremos con atención la espiral, comenzará a girar (“éxtasis de su expresión”); quiere salir pero queda en sus límites prisionera: ilusión óptica de una dimensión que se duplica, de una forma que se multiplica. Y además, caracol. Con él, otro ingrediente para esta irrupción (interrupción) de la Armonía. ¿De dónde el origen de esta forma? Centro que en ecos se continúa; laberinto que asciende desde lo oscuro y a lo oscuro regresa (evasión del desengaño). Más: se sabe que su recinto cóncavo, cerrado, está vacío; lo contenido allí, sin embargo, surte de su seno, por sus formas aflora, constituido en “sombra de los fantasmas” (Lezama Lima). Engaño a los oídos (como antes, la espiral, a los ojos), y certeza de su realidad, materia proliferante. ¿No es ésta la forma - central, decisiva - de ironía; no es su más sugestiva encarnación? Bisel del silencio y el sonido: lo que se oye no está, pero su cuerpo - su medida - es incuestionable.
Escribir, por tanto, no resulta una actividad tan fiable, ni tan segura. Sus acordes establecidos, apenas cauce para disciplinantes; a más sabiduría literaria, mayor complicación de la naturalidad con aquel artificio. Ponerlo en evidencia puede ser una saludable operación; pero sin prescindir del estorbo, de la máscara: que se vea el engaño. El delirio del barroco - parece decir - es oro; y tiene que ver con una abierta intervención en su repulido edificio de imágenes: “Digo, pues, que el coral entre mis labios / se estaba con la grana aún en los labios; / y las perlas, con nítidos orientes, / andaban enseñándose a ser dientes; / y alegaba la concha, no muy loca, / que si ellas dientes son, ella es la boca; / y así entontes, no hay duda, / empezó la belleza a ser conchuda”. Y la misma escritura poética, como antes el teatro, empezó a ser dúplica de sí misma. No es extraño que sor Juana elija, para tal operación, estrofas cuya abierta flexibilidad favorece alternativas y combinaciones de ritmo y rima, rebeldes al orden cerrado y armónico: no discurso, laberinto intencionado. No puede sorprender la inclinación satírica o jocosa de la mexicana que, esquivando circunstancias o personajes concretos, prefiere actuar sobre la propia escritura y dejar en evidencia la estrechez de determinadas combinaciones, la presunta significación de ciertos lugares comunes, el vacío de sobados tópicos literarios

Alegoría de una experiencia inédita, la obra toda de sor Juana Inés de la Cruz (su poesía, sus dramas, su prosa final): lo femenino penetra lo masculino, fecundándolo con el desasosiego que su palabra genera; invierte así un orden social que, con la presencia del otro atlántico frente a Occidente (que ahora es Oriente), se había subvertido para siempre. Pero hacer esto comporta un riesgo grande: el paso ha de darse (y sor Juana lo da) hacia lo desconocido. Su opción de escritora, de hispanoamericana, de mujer, asumida con todas sus consecuencias (una elección poética, única forma de lo absoluto), la impulsa hacia ese más allá que alcanza pero que no logra descifrar. Paso primero hacia la modernidad; pero sólo en el umbral. No puede la escritora dar cima a tan atrevida aventura: la salvación por la sabiduría; tampoco despeñarse por las laderas del sinsentido. Este destino no puede cumplirse aún de modo definitivo. Si en el espacio sobrante confinada (voluntad: única elección posible), si de los extremos su experiencia, allí también su palabra. Pero haciendo vida de ellos, puesto que es palabra visionaria, original. En la obra que es la vida sólo ese más allá tendrá sentido: el espacio que le queda. La experiencia poética avanza desde el conocimiento astronómico al pensamiento filosófico y, por su intermedio, hasta el reconocimiento existencial; sólo el otro lado (la otra vida) es el suyo: el aire, la materia de ese espacio, ausencia y presencia, contundencia sensual y transparencia intelectual. Atravesarlo, el sucesivo, interminable viaje por el reino de las sombras, para acabar despierta, y sin palabras; agotadas todas las palabras. Una forma de morir (muerte antes de la muerte) que es construcción intelectual; su triunfo, un silencio que es eco de la ironía: “Casi me ha determinado a dejarlo al silencio; pero como éste es cosa negativa, aunque explica mucho con el énfasis de no explicar, es necesario ponerle algún breve rótulo para que se entienda lo que se pretende que el silencio diga; y si no, dirá nada el silencio, porque ése es su propio oficio: decir nada”.





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