No
la poesía femenina; me interesa la
poesía escrita por mujeres. Y no porque pretenda afirmar, negar o explicar que
es diferente a la escrita por hombres (esto merece alguna mayor -
y mejor - matización que la por mí intentada en páginas anteriores), sino
porque cierta poesía escrita por
mujeres (la que se produce en Hispanoamérica) en un determinado proceso
histórico (las articulaciones de la modernidad), adquiere un sentido
gravitatorio (lo afirma Octavio Paz, pero no se atreve a asumir la diferencia)
que explica muy bien el signo de identidad fundamental de toda la poesía
moderna en aquel continente. Lo habitual ha sido dar a esa poesía rostro
masculino. Centros irradiantes de un sistema solar prodigioso (sol que nace en
occidente) son Rubén Darío o César Vallejo o Pablo Neruda; referencias que
concitan - en cualquier historia, en cualquier aproximación crítica -
la atención fundadora de tal proceso.
Observará el lector que silencio nombres capitales: digamos Borges, digamos
Huidobro, digamos Lezama Lima… Lo hago intencionadamente: con ellos hace su aparición un rasgo
colisivo que me obliga a pensar en un sentido del todo diferente para aquella
anunciación; sentido que se aclara a medida que volvemos sobre la obra que -
de modo sistemáticamente regular - escriben, en el total de su historia, las poetas
hispanoamericanas. Más aun, cuando no se puede eludir un hecho incontestable:
esa poesía habla por primera vez con voz de mujer: sor Juana Inés de la Cruz.
¿A qué rasgo colisivo aludo? Poetas como Borges, Huidobro o Lezama (y
también Vallejo, aunque éste secuestrado por una lectura utilitaria,
sistemáticamente equivocada) nos habla desde una visión del mundo y con una
palabra que, por su condición fabulosa, nos saca del espacio de las seguridades
y nos arroja al territorio de las incertidumbres; niega la luminosidad de la
lógica conceptual y prefiere apostar por una vertiginosa lucidez: el mundo poético de estos últimos (y el narrativo también -
por poético - en el caso de Borges) es nocturno y lunar; su palabra se sustrae al
dominio del discurso, al dictado del orden gramatical que es orden numérico
computable. Ni mirada ni luz, conocimiento intuitivo, a medida que se palpa un
espacio, que se poseen cuerpos (seres, objetos) radicalmente vivos y, como
tales, cambiantes. Ni conocimiento ni pensamiento (la idea viene después, no es
obstáculo para la imantación poética), convivencia y comunión: diluidas las
fronteras que separaban lo exterior de lo interior (hemisferios de la
existencia), nos hallamos en el espacio y el tiempo en que ambos territorios se
confunden: noche primordial del origen. Esa noche del sueño de sor Juana; ese trauma primario de lo natural que anima
la palabra de Gabriela Mistral: “magma primordial en su más rudimentaria
uniformidad desde donde el visionario dice el balbuceo (…)
como si desde allí buscara forma lentamente y desde lo oscuro, la materia
original”- por decirlo como Gonzalo Rojas.
La inauguración americana no es suplantación de una personalidad
cultural por otra; tampoco - en consecuencia - lo que vendrá después, extinto ya el proceso de la conquista. Es algo
mucho más complejo, y más singular: doblez y mestizaje desde un principio y,
por ello, ambigüedad y síntesis, y por ello sugerencia de lo otro al tiempo que
evidencia de lo uno, y por ello - en suma - impureza, como explica meridianamente Alfonso
Reyes, y con él - luego - Uslar Pietri, Octavio Paz y otros. Desde Europa, las ideas se habían
desplazado por el Atlántico, parapetadas tras el empuje del poder, con la
ambición de fecundar una tierra (un cuerpo) virgen. Aquéllas, sin embargo,
acabaron siendo fecundadas por ésta (éste): imaginación, aventura, noche giran
en el centro de la nueva órbita cultural y ponen en movimiento una centrífuga
excentricidad. Primera encarnación de tal fecundación, una mujer: Rosa de Lima.
Su santidad, su misticismo, conjunción de los dos polos de la sensibilidad
espiritual del mestizaje, comienzo de conciencia ya - en aquel final de
siglo - de una identidad nueva: uno, vinculación a la tierra, fuerza
gestante, potencia inaugural (nunca abolición) que anima el panteísmo indígena;
otro, presencia de luz, principio pero también salvación (destino, fin) que
sostiene la tensión espiritual-intelectual de la mística española. Su
personalidad, convencimiento de ser el punto de confluencia donde la naturaleza
se hace historia: la síntesis (diferencia) americana.
Sus propuestas - en fin - o diálogo místico
(conversaciones con el toledano Dr. Juan del Castillo, en las que declara -
aclara - su vida espiritual) u oralidad
expansiva del canto (“Sarnoso y mala gata, le llama al diablo nuestra
santa Rosa de Lima, como queriendo definir, sino irritar, pellizcar cuando está
dormido”, escribe Lezama Lima), o construcción
espacial de alegorías corporales (acertijos místicos más que dibujados,
recortados: corazones alados o heridos, cruces o lanzas) o manifestación de fenómenos y prodigios: palabra dada y conocimiento inmediato. Su
símbolo, el huracán (y la lluvia torrencial en que culmina); una fuerza doble
(rotación vertiginosa, traslación impetuosa), expansión totalizadora desde el
centro a la periferia, que la ocupa y la cambia. Movimiento desde dentro, desde
el seno oscuro corporal (jardín, por artificio y por cerrado, la metáfora
querida del Barroco) hacia la luz exterior, y más: hacia la totalidad cósmica.
Paralelo itinerario, el de sor Juana Inés de la Cruz por el conocimiento, para
atravesar el oscuro espacio cerrado del sueño (cuerpo físico e intelectual)
hacia la luz judiciosa de su
despertar. El proceso histórico se invirtió definitivamente; la confiada
seguridad del saber (del ser) hubo de convivir con la evidencia vertiginosa de
lo posible. Identidad sincrética, y dinámica, de la expresión americana: la
falta de ser genera la necesidad de ser completo; pero no en la paridad
acomodad de un orden exterior y solar, en la impar realización trágica de la
incertidumbre interior y lunar.
Una bipolaridad que, desde el instante mismo en que existe conciencia
del mestizaje y de su impureza, establece una contradicción nacida del deseo
(principio liberador pero arriesgado): huir
hacia la noche de lo desconocido no conduce, necesariamente, a la sabiduría;
reconocer la evidencia del día como resignación a tal limitación. Pero se viene
de la huida, y el despertar resulta así una mirada rebelde, crítica. Si la
primera decisión, movida por el impulso imaginario y utópico; la segunda,
manifestación de la orfandad, de la no pertenencia, de la desposesión. Debate
de la identidad americana: batalla social (por ser, por determinar un
protagonismo histórico difícil), batalla semiótica y semántica (asombro la
expresión polifónica, simbólica, imaginaria que la dice); construir lo que
falta para ser sin renunciar a lo que ya se es: síntesis de la excentricidad.
Paso decisivo, pero no excluyente, ni conciliador: dialogante. Irrupción “en el
área pública intentando abrir nuevos espacios dentro de las coordenadas”
dominantes; relatividad consecuente del lenguaje: no sólo lo que dice, también
su revés (pero no silencio); no sólo manifestación de lo consciente,
exploración (explosión) de lo inconsciente; y lo extralingüístico actuando de manera
decisiva en la fundación de su expresión. Un riesgo mayor: conjunción, y
comunión, de lo evidente y de lo oculto, de la vida y de la muerte. Línea
medular de toda la poesía hispanoamericana; cauce dentro del cual transcurre su
vigorosa corriente, hasta esa unidad primordial que no es resultado de una
especulación intelectual sino cumplimiento de una experiencia: conflicto
esencial entre la limitación del individuo y la ambición de su totalidad
cósmica: conflicto cuantitativo en la dimensión (espacio, tiempo),
contradicción necesaria para salir de sí; cualitativo en la forma (cuerpo,
afectos), conciliación lúcida para volver en sí.
¿Qué otra cosa es, si no, la tenaz construcción de una identidad de la
orfandad, tras los pseudónimos (¿o existencias legendarias?) de “Clorinda”
(1608) o “Amarilis” (1615), en el denso silencio colonial, distancia
insalvable; ni orgullo de linaje, ni halagos de la sabiduría, ni serenidad de
la profesión religiosa, la soledad que la quimera del deseo incuba, la ilusión
del fantasma literario que encarna y se disuelve en un solo trazo -
trecho - de palabras. Palabras - esto sí - que son cuerpo más que conceptos; que en la
opulencia (o sonoridad o flexibilidad) de sus formas hacen doblemente eficaz el
peso (presencia) del sentido. Voces que se quieren diálogo y solicitan
respuesta, con el oscuro fraile sevillana fr. Diego Mejías y el laureado Fénix
de los “conceptos bellos”, de “dulzura y estilo milagroso”, respectivamente.
Discurso - una - para celebrar la poesía y la condición femenina del yo poético
(“pongo un monte, mayor que Etna el nombrado, / en hombros de mujer, que son de
araña”); epístola -
otra - del amor secreto, confesión en la que “no puedo reportarme / de
descubrirme a ti, y de dañarme. / Mas, qué daño podrá nadie hacerme / que tu
valer no pueda defenderme”. No canto, pero sí verso; poemas, pero cuya forma
otra los deja en evidencia.
¿Qué otra cosa es, si no, la renuncia al brillo deslumbrante de
cortesanos y virreyes por parte de Juana de Asbaje y su toma de hábitos como
sor Juana Inés de la Cruz? Entre el suelo y el cielo infantiles de San Miguel
de Nepantla, su espacio para el asombro: altura, profundidad inalcanzable,
fantasmagorías de luna llena; entre los afanes domésticos de madre y hermana,
llamada irresistible de latines y lecturas españolas (atrevidas agudezas del arte de ingenio); en medio de la
sorpresa y el examen de los doctos (¿mujer hermosa y sabia?), la decisión:
independencia de la sabiduría que es dependencia de sí misma, su drama hasta el
final: “Pensé yo que huía de mí misma, pero, ¡miserable de mí!, trájeme a mí
conmigo, y traje mi mayor contrario en esta inclinación al saber, que, no sé si
por castigo o por premio me ha dado el cielo: si ella se embarazaba o apagaba
con las repetidas prácticas que mi orden religiosa tiene, reventaba luego con
pólvora, y se verificaba en mí el privatio
est causa appetitus”. En la doblez personal de la escritora mexicana
(universitaria aunque para ello deba vestirse de hombre; intelectual aunque
para ello deba tomar los hábitos) se cumple la doblez histórica
hispanoamericana que - precisamente en el tiempo fronterizo por ella vivido -
se perfila como verdadera identidad cultural del Nuevo Mundo.
En los últimos plazos de la Conquista, la descomposición de Nueva
España: motines, incendios, revueltas indígenas acaban con una ficción, sueño
del reflejo del orden metropolitano. Dejar de ser para ser, pero sin
conseguirlo del todo: largo paréntesis colonial hasta la realización de la
Independencia. En significativa simetría, Juana de Asbaje sustrae su identidad
femenina al orden social que habita, para ser ella misma (intelectual y mujer)
sin lograrlo del todo: largo trecho de silencio hasta las estribaciones de la
modernidad. Pero la monja Juan Inés de la Cruz (violada la soledad sonora de su
celda por el mundo que había dejado; interrumpido su estudio por la
impertinencia de la regla conventual) no renuncia a la consecución de su deseo.
Al contrario, ingresa - paradoja fundacional - en el espacio masculino del conocimiento, sin dimitir para ello de su
condición de mujer: quiere conocer (y conocerse) mediante el estudio; quiere
expresar lo conocido con el vigor fecundante de una palabra visionaria,
sugestiva ambigüedad de la poesía. El convento, no clausura, principio de libertad
(de afirmación). Como en el caso de Teresa de Ávila, fundadora activa (y
apasionada) de su reforma. Andante, la española: vínculos de un vivir que es
conquista, triunfo sobre la gentilidad (santos que modelaron Europa, los
ejemplos; o sus héroes, cierto olor de santidad laica). El asombro fue hastío
del final: saber heroico que niega el mundo. La vida, un sueño. Lezama Lima vio
aquel roquedal castellano, ajeno a
influencias caprichosas: “con reverencia ética, con fervor ascético” -
dice - la recepción de cuanto la historia refrenda y justifica. Centrada (y
pensadora), la mexicana. Su fundación, dispersión intelectual: vivir no es
emular herencia heroica alguna, afirmar su ser en la dubitativa incertidumbre
donde arraiga. “Espacio gnóstico y abierto”, explica el cubano, donde “habitan
las formas de un conocimiento que agoniza,
teniendo que justificarse, paradojalmente, con un espíritu que comienza” (La
expresión americana). Asombro, el conocimiento; una situación inaugural,
poética: saber cómo conflicto; el mundo es problema que resolver. El sueño, la
única vida.
Entrar, pues, para salir; la extraña paradoja de Teresa o de Juana,
movidas por diferente ilusión: religiosas convencidas o no, una conversión se produce, y las hace ser
quienes quieren ser; en el convento, el servicio es acción, la experiencia es intelectual:
los dos mundos a las mujeres vedados. Acción e intelecto unidos -
además - como pasión (padecimiento) donde el cuerpo jugará un papel decisivo. Protegido
de la otra regla más rigurosa del exterior, el convento es espacio propicio y
fecundante: cerrado y oscuro para ambas; pelo de intensidad tanta que acaba por
abrirse (iluminarse) con la visión, imagen - cuerpo -
deseada; porque lo ofrecido (y explorado) “son cielos muy íntimos: son deseos,
esperanzas y orgullos (…) [y ellas son] el centro de [esa] experiencia onírica” (G. Bachelard.
El derecho de soñar). Itinerarios
divergentes: la noche oscura del alma,
para perderse en el recogimiento, en la prescindencia de lo exterior (vacío,
luz, espacio abierto); para encontrar la figura del Amado, y hacer del alma el
espacio secreto de una unión pasional, de una entrega destructora de la
individualidad. Noche figurada; oscuro que se hace en el alma para disponer la
llegada, aguardar la invasión, de quién se espera: quietud pero desasosegada,
silencio pero en tensión; todo es espíritu, hasta el cuerpo. La noche real y
exterior (sueño objetivado donde “el
ser humano [se revela] a sí mismo y [busca] un lugar en el universo”) para
perderse en la salida, en la necesidad de encuentro con aquello que precisa ser
conocido, indagado, explorado (lleno, oscuridad de noche cerrada, espacio
poblado de seres y objetos que no se ven), para encontrarse en lo otro y unirse
a ello por el conocimiento. No se hace oscuro en el alma; se ilumina -
luz del saber, del deseo, de la imaginación - el espacio oscuro de
fuera. Se invade ese mundo, se peregrina por él; se penetra, posee y fecunda:
inquietud y movimiento y multiplicación sensorial; ver más que pensar o sentir
(“que yo, más cuerda en la fortuna mía, / tengo en entrambas manos ambos ojos /
y solamente lo que toco veo”). Todo ha de ser corroborado por su forma, hasta
el conocimiento: lo otro encarna, es
cuerpo.
Apuesta agónica la de sor Juana Inés de la Cruz, por americana, por
mujer. Mujer y libertad, una ecuación imposible en el seno de la historia
(allí, sólo funciones ancilares, subsidiarias): “no puede salir del círculo
mágico en que está [apresada] (…) por estar [ella misma fijada] en un instante como víctima de
sacrificio que es” (María Zambrano. El
sueño creador). Si constitutivamente sujeto de tragedia, porque “el
protagonista de la novela es alguien que se ha ido, que se está yendo siempre”,
¿no fue su inclinación a la imaginación lo que hizo de la mujer el mayor (y
mejor) habitante de los mundos de novela? Para la casta de letrados, quienes gustaban de aquellas lecturas eran “espíritus
femeninos”. En el sueño de la caballería cabalgó la joven -
casi niña - Teresa de Ávila, movida por su madre y “teniendo aviso” siempre para
no ser sorprendidas por el padre. La novela (sueño de la novelería) vendría a
perturbarlo todo, muy poco después, con la prodigiosa inversión irónica de
Cervantes: si en la novela la mujer había hecho salir al héroe, al tiempo que
lo reclamaba como solución liberadora de aquel círculo donde ella es
prisionera, ¡qué posición de superioridad, qué manifiesto desdén, el de las
sucesivas mujeres hacia el héroe que las pretende honrar o amar o liberar, en
el itinerario novelesco de don Quijote!
Acción y pasión - dijimos - en un solo acto, en una sola elección: sor Juana viaja por el espacio
encontrado (noche del conocimiento) como sujeto responsable de tal apuesta. Por
eso, no actúa desde la superioridad convencional de quien cree saber; cansancio
(incluso físico) y desasosiego (y pérdida y confusión) el vuelo nocturno de su Sueño (“Estos, pues, grados discurrir
quería / unas veces. Pero otras, disentía, / excesivo juzgando atrevimiento /
el discurrido todo, / quien aun la más pequeña / aun la más fácil parte no
entendía / de los más manuales / efectos naturales”); no hay guía benigno y
amparador que la conduzca (como encontró Dante) en esa selva (boche, silva)
enmarañada; ni concluye todo en la revelación del principio. El destino, sólo
revelación de la decepción, “luz piadosa / de orden distributivo, repartiendo /
a las cosas visibles sus colores / iba, y restituyendo / entera a los sentidos
exteriores / su operación, quedando a luz más cierta / el Mundo Iluminado, y yo
despierta”. “Sueño del sueño vital fracasado” (José Gaos); esfuerzo intelectual
que descarta la enajenación. Pero aunque se vean cuerpos (significados,
nombres), ¿cómo alcanzar el sentido, esa totalidad deseada? Son visiones,
resultado de un mirar atónito, dificultad para la comprensión; el recorrido es
“diálogo entre la persona y el sueño que la visita” (María Zambrano); y poema,
síntesis de ambos órdenes, de su discordancia o desacuerdo.
En esta encrucijada, la mujer intelectual, la monja escritora. Su
respuesta no puede ser sino poética, conformada en la vigilia, en ese despertar que “pertenece tanto a la luz
que comienza como a la sombra que retrocede y cuyo retroceso -
hueco, vaina, vacío - es la matriz de todo lo que en la luz se constituye”, intensidad
prodigiosa “de lo que pre-aparece, de lo que es pura y absoluta intensidad de
la manifestación antes de entrar en el orden de las significaciones” (José A.
Valente. La piedra y el centro). En
esa inminencia o frontera, la palabra poética; en esa delgada línea, los dos
rostros que se miran e interrogan. Una doblez que es también verbal, despertar
“al reino de la libertad y del tiempo”, con su riesgo: viaje de sor Juana por
el pensamiento, viaje de sor Juana por la palabra (pasión del pensamiento);
ésta será la que siempre duda en la ciencia, instaure el desorden en el logos,
reconozca el silencio posterior a todo lenguaje. Que sean ese Barroco
culterano, esa estrofa compleja y confundidora (palabra y ritmo afirmándose y negándose)
de la silva, esa imaginería poética
(híbrido de ciencia y mito, de religión y filosofía), los recursos formales de
su escritura, no es consecuencia de un simple uso de los materiales heredados
del Barroco español (discutible la vieja posición crítica de un remedo
gongorino por parte de la poeta mexicana), sino la variedad y el desorden, lo
propio de la selva: mundo de lo
oscuro y ambiguo, no de lo claro y patente, sentido de lo femenino y su margen
poético.
Es una propuesta para que la experiencia confundidora de esa
existencia nueva que sor Juana encarna sea cuerpo verbal sacudido por idéntico
seísmo, “entorpecida [la comprensión] con la sobra de objetos y excedida / de
la grandeza de ellos su potencia”. Contradicción aparente, de una estrofa como
la silva para trazar el giro del conocimiento, su presunta exactitud (riesgo e
irreverencia ya americanos); lo había experimentado el Barroco español con el
soneto y su matemática simetría, pero ahora - para la mexicana -
un reto el conocimiento, acceder a un mundo tan ajeno y complejo. Sólo a través
del sueño, del viaje por lo intrincado de la mente, en donde las visiones se
complican: único territorio, por otra parte, donde ella (mujer, monja) podía
ser protagonista; en la reserva y el ocultamiento. Subir con el conocimiento,
salir de sí misma hasta otra región, otra luz (“pues su ambicioso anhelo, /
haciendo cumbre de su propio vuelo, / en la más eminente / la encumbró parte de
su propia mente, / de sí tan remontada, que creía / que a otra nueva región de
sí salía”), sólo decible por el asombro que causa, por una palabra padecida y
ambicioso de absoluto. Esa experiencia verbal (poética) será la que ilumine, e
inaugure y trace, aquella otra existencial: la de un alma solitaria
precipitándose en la trama confusa, irracional, de un más allá poseído como
cuerpo (muerte que es amor que es muerte); la de un alma solitaria (ya
romántica) y su despertar.
¿Culterana, como muchos - siempre - dijeron, o como nadie parece haber dicho -
todo lo más, mística - conceptista? Entre conocimiento y sentimiento, el debate; entre el
desorden pasional (ofuscación la vida y la muerte, enajenación el amor) y los
motivos (movimientos acordados) de la razón. Si en los excesos de la forma (y
en su complejidad) se construye su imaginario poético, en la sutileza de sus
reflexiones (intrincada precisión) se despliega el discurso verbal que ha de
darle cuerpo. Bipolaridad mantenida antes que liviana exclusión de uno de los
extremos; doblez constitutiva que resulta - asimismo -
espacio de reflexión: el singular conceptismo de sor Juana, centro de su
pensamiento y de su propuesta expresiva; raíz de su novedad. Esta voluntariosa
mujer tiende a la sabiduría “sólo por ver si con el estudio ignoro menos”;
tenacidad consciente de quien desea reconocerse (y afirmarse) en el saber,
porque éste se abre como territorio de exploración antes que conducir a una
simple certidumbre, a una rotunda negación. No es claridad satisfecha el
pensamiento; la escritora se pierde en su complejidad, se mantiene alerta ante
la dubitativa condición de la verdad, se obliga a la difícil experiencia de
fijarlo en forma verbal. Tampoco es un juez válido, como no es de fiar la vista
(¡y tan cierta que parecía!): escritura como pintura (o sobre pintura); retrato
o espejo, transparencia siempre, el motivo de sor Juana. La vista engaña si
aceptamos lo que se ve;
reflexionemos, pues, sobre cómo se ve.
Tensión entre objetividad y subjetividad que no se soluciona optando por la
carencia sino que se perpetúa manteniendo la discusión (diálogo) entre ambas
perspectivas. Y así, la suya es otra, sincrética aunque oscura: esta elección,
una forma de entrega, ya no como víctima resignada, ejemplaridad que no respeta
(repite) modelo algún: “Si es mío el entendimiento / ¿por qué siempre he de
encontrarlo / tan torpe para el alivio / tan agudo para el daño? / El discurso
es un acero / que sirve por ambos cabos: / de dar muerte, por la punta; / por
el pomo, de resguardo”. ¡Tan próximo el puñal (verso) de José Martí!
Inclinación hacia el discurso dialógico - epístola o poema -,
hacia un texto que precisa destinatario porque espera respuesta: espacio -
y materia - para la discusión. Escritura, por tanto, en la ausencia; para llenar
ese vacío con una forma creada que, si se prolonga en desmesura cósmica -
vértigo del ser -, procura el confín celeste; y no sólo con el entendimiento (en Primero sueño se alza el alma; pero
participa en ello algo el cuerpo, y aun mucho, como dijera santa Teresa de su
experiencia), ni acomodada a la enseñanza hiperbólica del Barroco; todo lo
entendió certeza con su estudio tenaz y atrevido, por eso vértigo de pertenecer
ya a otra dimensión del mundo, a otra razón histórica. Habla Roberto Echavarren
del romance epistolar a don Diego de Valverde, pero desvela la posición
existencial de sor Juana, su compromiso literario: “Nombrar lo mío es nombrar un objeto carente, que obra a distancia (una medida cósmica) para
activar al mío o al amor de su pecho, y al obrar así, superar o
suspender la distancia (…) el puerto de el mío, el
poema, designa o refiere una carencia (…) el mío tiene puerto (el discurso en el
sentido diacrónico de la enunciación y en el sentido sincrónico del enunciado)
y a la vez carece de puerto (ya que está desubicado en relación a su correlato
objetivo distante o ausente)” (Transposiciones:
un romance epistolar de sor Juana).
Su lugar, la carencia o ausencia, la manquedad; una deficiencia su
diferencia, que sólo podrá paliarse con un objeto nombrado que active el mío, que cubra la distancia. Asunto de
espacio - dije - el poema: lugar lleno y a la vez vacío, como lo es la escritora y la
mujer. Tiene su sitio como intelectual (colmada en el retiro de su celda,
separada y ausente), pero carece de sitio, como persona, en su tiempo (¿cómo
ubicarse en una historia que le es ajena, donde apenas alcanzan a ponderarla
como rareza?). Asunto, también, de diálogo, de “un discurso suspendido de su
destinatario; queda pendiente, diálogo trunco, de una respuesta” (R.
Echavarren). Discurso incompleto, y menesteroso, el de sor Juana: ella da su
voz; el problema, siempre, reside en la respuesta, ¿confirma el “gozo aludido o
sobreentendido” que aguarda o, por el contrario, es censura y negación de su
palabra, y ella misma habría de encontrar enlace en una doble dirección, que
habla desde la escritora al otro de su retrato, que desde él -
mudo - se dirige a quien concibe como objeto de amor, en la ironía -
sabia - de su carencia? El vacío, siempre, abierto a sus pies.
Conflicto permanente con la sabiduría y con la expresión, que lo es
también consigo misma, con quien ella es en realidad, a la hora de definir el
estado de su opción última: integrarse como mujer - como escritora -
en el espacio hostil de intelectuales y letrados, sin excluirse por incapaz ni
desmayar por retraída. Para hacerlo, no duda en volverse sobre la imagen que se
le asigna, con la cual se le acepta; no para borrarla, para acomodarla a la
necesaria doblez (“no me parecía razón que estuviese vestida de cabellos cabeza
que estaba tan desnuda de noticias, que era el más apetecible adorno”) en que
se adelanta su singularidad, por ser mujer y por ser - primera consciencia
de tal condición - hispanoamericana. O tal vez por ser mujer alcanzó, sin esfuerzo, tal
consciencia: uno y otro estado, síntesis difícil de una realidad, de una
lengua, nuevas. Una identidad compleja, una doblez que -
si resuelta - traiciona a la primera. Supondría contradecirse, prescindir de su ser.
La desconfianza de sor Juana en sí misma no es renuncia (“de mí misma soy
verdugo / y soy cárcel de mí misma. / ¿Quién vio que pena y penante / una
propia cosa sean? / Hago disgusto a lo mismo / que más agradar quisiera; / y
del disgusto que doy, / en mí resulta la peña”), mayor interés -
si cabe - por conocerse, mayor riesgo en la entrega (ÿ sólo sé que mi cuerpo, /
sin que a uno u otro se incline, / es neutro, o abstracto, cuando / sólo el
Alma deposite”). Negación mayor, por radical: no hay, siquiera, cuerpo tras
esta sabiduría. En la tradición hermética hurgó con apasionada curiosidad,
persiguiendo la difícil, armónica totalidad, perfecta unidad de su
reconocimiento: número dos de la tiniebla y de la bisexualidad y de la
objetivación del intelecto, estado ideal para Juana de Asbaje; no por el simple
devaneo de la erudición, por la comprensión de la propia naturaleza del mundo y
de su propia problemática naturaleza, el interrogante insuperable.
Quienes alaban, lisonjean; sólo ven exotismo y curiosidad. Su criterio
uniformador y excluyente los ciega ante dobleces y segundas intenciones;
inquieren únicamente por el lucro intelectual de aquella lisonja derivado
(“¡Qué dieran los saltimbancos, / a poder, por agarrarme / y llevarme, como
Monstruo, / por esos andurriales / de Italia y Francia, que son / amigas de
novedades / y que pagan por ver / la Cabeza del Gigante, / diciendo: Quien ver
al Fénix / quisiere, dos cuartos pague, / que lo muestra Maese Pedro / en la
posada de Jacques”. Monstruo, Fénix, Gigante, hipérboles para solaz de una Europa (andurriales, desde aquella perspectiva) complacida en su expansión
colonial; pero reclamos, también, con que picar la vanagloria de aquella mujer,
haciéndola par de los modelos masculinos. Que la voz disidente volviese al
canto acordad, ésa era la intención. Pero aceptarlo así sería volver a la
manquedad de la que huye. Ante los halagos, constante y cuidadosa reserva;
frente a los aduladores, el desdén irónico, una posición de superioridad porque
implica asunción, reconocimiento, de la doblez: aduce ejemplos de reconocida
prosapia historia (corroboración que los otros necesitan para sentirse
seguros), pero son tantos, y tan incontestables, que los deja sin habla. A sus villancicos nocturnos, sor Juana trae la
figura de Catalina de Alejandría “que con ciencia divina / a los sabios ha
convencido, / y victoriosa ha salido / - con su ciencia
soberana - / de la arrogancia profana / que a convencerla ha venido”. ¿Tan sólo
referencia anecdótica? ¿No asumirá la experiencia histórica (o legendaria) como
suya, dado que la usa como “prueba de que el sexo / no es esencia en lo
entendido”?
Pero hay algo más, y no menos decisivo. Más arriesgado, sin duda:
descubrirse, no tanto a los otros como a sí misma, que “no soy una mujer que a alguno
/ de mujer pueda servirle, / y sólo sé que mi cuerpo, / sin que a uno u otro se
incline, / es neutro o abstracto, cuando / sólo el Alma deposite”.
Descubrimiento en la negación, en el convencimiento de su identidad singular:
borrada toda limitación histórica,
toda parcelación impuesta, el Alma (centro activo de la memoria, del
entendimiento, de la voluntad) es la única seña de identidad, de la nueva
identidad conquistada. Dice “neutro o abstracto”: la dramática evidencia no
deja de sacudir - algo más que pasajero escalofrío - su condición humana e
intelectual; pero es, también, necesario despojamiento: tras tan atrevido
salto, afirmación en la plenitud, perfecta unidad donde se objetiva el
intelecto. Leyó, febril, las páginas de abismal armonía escritas por el padre
A. Kircher. Y no sólo se sumaron a su saber; por ellas reconocería que sólo se
cumple el deseo de totalidad involucrándose en la vida personal como problema
constante e insuperable: figuración hermética del doble como lo tenebroso,
espacio de su aventura de realización, de reconocimiento.
Pero habría de ser sor Philotea de la Cruz (juego hipócrita de su
máscara) el recipiendario más directo: sor Juana que (fiel a la norma no
escrita) se reconoce - irónicamente - incapaz de hablar ante tal reverencia y sabiduría, acabará dejando
sin palabras al destinatario de su Respuesta,
que - sintomática elección - ha querido ocultar, como si la eliminara, su condición masculina; no
se atreve (pudor de los intereses en juego) a abordar la polémica desde su
verdadera condición: con la mujer, como mujer. Y calla. No tiene otra salida
ante la contundencia de los argumentos de la escritora que, en su terreno,
confiada en que su identidad verdadera es su palabra, advierte que el silencio
es sólo para quien no sabe: hable, pues, el hombre también, si es que sabe. Y
el hombre calla. Sus intrigas en el poder, la presunción de su sabiduría, el
lenguaje secuestrado por la posición que ostenta, no facilitaron las cosas:
enmudeció, mientras la monja - en la apuesta de su última entrega - deja que su palabra
vigorosa lo llena todo. Callará después; cuando se sepa despierta.
Hombres en la obra, en la vida de sor Juana: ausencia del padre o
desdén presuntuoso de adamados cortesanos (sombras difusas de una íntima
inquietud), o sabios que - envidiosos - fingen mirarla con paternal curiosidad: nunca el otro polo de una
dialéctica amorosa o intelectual. Para Ludwig Pfandl, la ausencia del padre una
obsesión en sor Juana, neurosis manifiesta en tendencias masculinas; y disimulo
de todo el ingreso en el convento, su obra literaria… Insiste, desconfiado,
en el carácter inmoral de un discurso
así. Falta del padre - raíz o protección o sustento -, necesidad de
afrontar la existencia en soledad - voluntariedad y riesgo - pero también
desconfianza ante el varón: prefiere sor Juana afirmar su propia
responsabilidad intelectual, en medio de una sociedad masculina que niega o
desdeña la activa independencia de la mujer. Asumido por ella misma en su
estudiosa inclinación (y en su atrevimiento poético), el yo masculino termina
volviéndose contra el orden aquel por ella misma negado, en el último gesto
(contestación irónica al poder: última forma del hombre) que la monja compone
antes de callar para siempre (“pero, señora, ¿qué podemos saber las mujeres
sino filosofías de cocina? Bien dijo Lupercio Leonardo, que bien se puede
filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir viendo estas cosillas [observe
el diminutivo]: Si Aristóteles hubiese guisado, mucho más hubiera escrito”; “no
será tan desatenta que ponga tan indecentes objetos a la pureza de vuestros
ojos, pues basta que los ofenda con mis ignorancias, sin que los remita a
ajenos atrevimientos”). Conocimiento y amor: conocimiento que es experiencia (y
posesión) del cuerpo por el sueño: pasión consumada en la imaginación. No
experiencia objetivable en anécdotas, experiencia única que revierte sobre la
existencia (reflejo especular, reflexión especulativa) y adopta la forma
primera del debate central (síntesis) de la vida: el amor.
Más que topos literario,
sujeto (sustancia) que anima la vida en su exaltación y en sus desmayos, en la
perturbadora refriega de sentimientos encontrados. ¿Cómo amor sin la muerte?
Preferible la intrincada razón de morir de amor, por más que no alcance a ser
dilucidada, al patetismo de los ejemplos en su violencia. ¿Cómo sin celos el
amor, sin desorden, sin locura? Única senda para alcanzar su verdad que es
desprendimiento y libertad: con esta última se aviene para ser uno los dos
(“Sólo los celos ignoran / fábrica de fingimientos, / que, como son locos, /
tienen propiedad de verdaderos (…) Como de razón carecen, / carecen del instrumento /
de fingir, que aquesto sólo / es en lo irracional bueno”. En el teatro, su
total manifestación. Juego de la doblez (teatro en el teatro) que ya probara el
Siglo de Oro español; ahora un paso más: la cuarta
pared cae y la escena puede ser la vida o viceversa. Ella misma, entre las
intrigas galantes, encuentros y escapatorias en la oscuridad de salones, en la
umbría de un jardín, dilucidando los
empeños de una casa; o haciendo más
laberinto del amor cuando el doble mitológico de sus damas tapadas o sus
galanes ofuscados por el deseo se adueña de la ficción dramática. Ni a pasión
ni a razón se inclina la escritora: alerta siempre (reconvención y advertencia
sus parlamentos) frente al “astuto tirano” que “mientras me suspendió los ojos
/ me saltó los oídos” y “dio al entendimiento muerte / que era el rey de las
potencias”. Sustancia, también, de la ambición teológica y de su impulsivo viaje
hacia el misterio. La presunta condición mística de sor Juana, tampoco es tal;
no la conduce hacia la divinidad pasión alguna de perderse en la unión, sino -
una vez más - voluntarioso deseo de alcanzar allí, por el conocimiento, la síntesis
perfecta de un cuerpo inasible en su plenitud, de un alma en la que pugnan
razón y pasión.
Sólo medios naturales elevan
el conocimiento hacia los misterios divinos. Ciencia suma (que es de amor) a la
que se llega tras agotar las escalas sucesivas del orden numérico y de su
combinatoria, custodia del secreto de aquel otro, perfecto porque contiene
también el confuso magma del principio. Ciencia (estado y razón) pero también
sueño (libertad y desembarazada inventiva): más claridad que en el día, más
agudeza que despierta. A unos pasos todavía de la locura última (romanticismo,
surrealismo), como lo viera Lezama Lima: “no se trata de buscar otra mágica
casualidad, sino con visible reminiscencia cartesiana, el sueño aparece como
forma de dominio por la súper-conciencia. Hay una sabiduría (…)
pero trabajada sobre la materia de la inmediata realidad”. A unos pasos
todavía, pero asomada ya a su vértigo: en la cima de lo andado, conocimiento
que se alonga a la visión; conocimiento extremo (o del revés); un hallazgo
poético. Dijimos doblez, sin embargo; dijimos tensión dialógica. Una opción más
atrevida, la de sor Juana: de la poesía (que podría adormecerla; o tenerla,
entre aquellos, por Fénix reconocido) se precipitó a la teología, un terreno -
este sí - absolutamente prohibido. Palestra de las impugnaciones dogmaticas o
doctrinales, de las sutilezas de la razón, bullendo en laberínticas
disquisiciones, empeños vanos de hacer claro el misterio.
Cayó sor Juana Inés en la celada de sabios y prelados, aquella casta
pétrea implacable. Pero pensó por su cuenta de mujer, de poeta, aun con sus
contradicciones: como lo hiciera en su poesía, incorporó a la polémica sobre
las finezas (el pretexto) la
condición doble de la naturaleza de Cristo, porque desde otra doblez lo observa
(lo piensa) todo. ¿Cómo iba ella a entender los dones de la gracia sólo como
amor? Demostración pedía, con acciones, de ese amor: una presencia
(incorporación) que los hiciera incuestionables. Demostraciones dio, en su
propia torpeza: a los sofismas e ingeniosidades del padre Vieyra opuso método y
razón, hasta asomarse con peligro a las estribaciones del libre albedrío, Crisis sobre un sermón: la mayor fineza de Cristo, no dar su gracia al
hombre, violentarse con esa negativa “para que el hombre no se quedara con una
penosa deuda que nunca pudiera pagar” (Elías L. Rivers. “El ambiguo sueño de sor Juana”). Los villancicos
habían aportado concurrencia de personas y voces (hablas) para un
reconocimiento así; los autos sacramentales (pompa alegórica del tiempo) darían
cuerpo a la disputa: figuras que son ideas, hablan y viven (padecen) el drama
de su propia doble identidad. Debaten las finezas
dos estudiantes y tercia otro - la autora en apariencia de estudiante: su vieja ilusión universitaria
- para solucionar el dilema entre la gracia de la redención y la
recompensa de la Eucaristía. Opta por esta última, síntesis de la ausencia y la
presencia del Redentor (El mártir del
Sacramento). En dos planos, la historia bíblica de José: la acción y su comentario.
Este último movido por Lucero y la Inteligencia y la Ciencia y la Envidia (El cetro de José). Religión y mitología
(extremos de la identidad mestiza de América; tribulaciones de esa identidad y
su destino: ¿quién soy? ¿cuál es mi misión?), en el Narciso enamorado de su
imagen que es Cristo enamorado de su criatura - su naturaleza -
humana (reflejo también). Si el personaje mitológico, víctima de la
desesperación, al Narciso de sor Juana le asiste el convencimiento de quien,
enamorado de sí, lo está de quien no es Él, pero tampoco deja de serlo (El divino Narciso). En Lezama Lima, la muerte culterana de este Narciso
conceptista; una muerte que certifica la vida, su prolongación y proyección
espacial. En cierto modo, aquella muerte
será este sueño; la forma corporal,
dolorosamente sensualizada, del mundo ambiguo del conocimiento humano.
Conjunción entre verdad (fe, naturaleza divina) y dramática
personificación (ciencia, naturaleza humana) que anima su obra toda. Lo visto y
oído por encima de lo leído. No necesitó libros para saber más, “sirviéndose (…)
de libro toda esta máquina universal. Nada veía sin reflejar; nada oía sin
consideración, aun en las cosas más menudas y materiales”. Una representación
que duplica la vida y su sentido, su origen y su fin. En la disputa teológica,
la ausencia (muerte redentora) y la presencia inextinguible (promesa de la
Eucaristía): lúcida síntesis que desata el nudo. Amante que no exige
correspondencia para sí, que la desea beneficio para otros; amante heroico, amante
pleno. ¿No ronda, entre tales sutilezas, algo más que los resabios de una
polémica del tiempo, años después - además - de su momento álgido, y para satisfacer “el juicio
de quien me lo insinuó” aunque luego no se mostrara fiel a su palabra? Si sor
Philotea de la Cruz la recrimina es porque sor Juana no se limitó a cumplir lo
previsto; se preocupó - una vez más - de saber y de introducir la particular dialéctica de su perspectiva
en el lenguaje (orden) inatacable de la doctrina. La Carta Atenagórica, en su origen pacto secreto con el obispo de
Puebla, resultó mucho más problemática - y decisiva -
de lo esperado, al constituirse en visión (y análisis) de una mujer y escritora
y religiosa y americana. Porque da la cara, toma su palabra y se da cuenta -
tarde quizá - de la encerrona. Cuando reconoce su derrota, decida callar; no sin
antes decirlo todo (decirse del todo)
por última vez: respuesta.
Para decir tal conjunción de contrarios, la poesía el único lenguaje.
Una poesía, también, de doble condición, o bien híbrido de poema e discurso
(los metros resistiéndose, con su vigoroso ritmo, a la ponderada sucesión de
las ideas, pero ajustándose a ellas: doble lectura que tiene que ver con la
certidumbre reconocida y con la subitativa condición de su experiencia), o -
al adoptar la forma cierta de poema - desplegarse entre imágenes y construcciones que, en
el ámbito de la ciencia, negaban - según el orden convencional -
el vigor sensual y sentimental de la poesía. Híbrido este de ciencia conocida y
sueño, en donde realizar la perfección última (secreto) que la ciencia
custodia. Pero también riesgo de la silva
y de su compleja libertad constructiva: ritmos y formas cruzándose y cortándose
constantemente, imágenes que surgen y se ocultan en un juego de múltiples proyecciones.
Oscuridad y claridad de la poesía en un solo (único) momento donde saber y
existir coinciden. Sabiduría y vida completas en la frontera, tan sugestiva
como peligrosa, que nos alcanza la muerte sin que acabemos la vida.
Pero también la música, conjunción de contrarios que tiene que ver con
la presencia y la ausencia, con lo que - al unísono -
es dicho y no se dice (o no se consigue decir), con la voz y con el silencio.
De música, un Tratado “para ver se
reducía / a mayor facilidad / las reglas que andan escritas. / En él, si mal no
me acuerdo, / me parece que decía / que es una línea espiral, / no un círculo,
la Armonía; / y por razón de su forma / revuelta sobre sí misma, / lo intitulé Caracol, / porque esa revuelta hacía”.
Recelo contra la norma escrita y voluntad de libertad; hasta cierto punto, de
juego: espiral y no círculo, la
Armonía. A los números concordes, la
aceleración de una forma que da peculiar movilidad (descreimiento) a la fijeza
(certeza de su matemática, a la cual someterse). Miremos con atención la
espiral, comenzará a girar (“éxtasis de su expresión”); quiere salir pero queda
en sus límites prisionera: ilusión óptica de una dimensión que se duplica, de
una forma que se multiplica. Y además, caracol.
Con él, otro ingrediente para esta irrupción (interrupción) de la Armonía. ¿De
dónde el origen de esta forma? Centro que en ecos se continúa; laberinto que
asciende desde lo oscuro y a lo oscuro regresa (evasión del desengaño). Más: se
sabe que su recinto cóncavo, cerrado, está vacío; lo contenido allí, sin
embargo, surte de su seno, por sus formas aflora, constituido en “sombra de los
fantasmas” (Lezama Lima). Engaño a los oídos (como antes, la espiral, a los
ojos), y certeza de su realidad, materia proliferante. ¿No es ésta la forma -
central, decisiva - de ironía; no es su más sugestiva encarnación? Bisel del silencio y
el sonido: lo que se oye no está, pero su cuerpo - su medida -
es incuestionable.
Escribir, por tanto, no resulta una actividad tan fiable, ni tan
segura. Sus acordes establecidos, apenas cauce para disciplinantes; a más
sabiduría literaria, mayor complicación de la naturalidad con aquel artificio.
Ponerlo en evidencia puede ser una saludable operación; pero sin prescindir del
estorbo, de la máscara: que se vea el engaño. El delirio del barroco -
parece decir - es oro; y tiene que ver con una abierta intervención en su repulido
edificio de imágenes: “Digo, pues, que el coral entre mis labios / se estaba
con la grana aún en los labios; / y las perlas, con nítidos orientes, / andaban
enseñándose a ser dientes; / y alegaba la concha, no muy loca, / que si ellas
dientes son, ella es la boca; / y así entontes, no hay duda, / empezó la belleza
a ser conchuda”. Y la misma escritura poética, como antes el teatro, empezó a
ser dúplica de sí misma. No es extraño que sor Juana elija, para tal operación,
estrofas cuya abierta flexibilidad favorece alternativas y combinaciones de
ritmo y rima, rebeldes al orden cerrado y armónico: no discurso, laberinto
intencionado. No puede sorprender la inclinación satírica o jocosa de la
mexicana que, esquivando circunstancias o personajes concretos, prefiere actuar
sobre la propia escritura y dejar en evidencia la estrechez de determinadas
combinaciones, la presunta significación de ciertos lugares comunes, el vacío
de sobados tópicos literarios…
Alegoría de una experiencia inédita, la obra toda de sor Juana Inés de
la Cruz (su poesía, sus dramas, su prosa final): lo femenino penetra lo
masculino, fecundándolo con el desasosiego que su palabra genera; invierte así
un orden social que, con la presencia del otro
atlántico frente a Occidente (que ahora es Oriente), se había subvertido para
siempre. Pero hacer esto comporta un riesgo grande: el paso ha de darse (y sor
Juana lo da) hacia lo desconocido. Su opción de escritora, de hispanoamericana,
de mujer, asumida con todas sus consecuencias (una elección poética, única
forma de lo absoluto), la impulsa hacia ese más allá que alcanza pero que no
logra descifrar. Paso primero hacia la modernidad; pero sólo en el umbral. No
puede la escritora dar cima a tan atrevida aventura: la salvación por la
sabiduría; tampoco despeñarse por las laderas del sinsentido. Este destino no puede
cumplirse aún de modo definitivo. Si en el espacio sobrante confinada
(voluntad: única elección posible), si de los extremos su experiencia, allí
también su palabra. Pero haciendo vida de ellos, puesto que es palabra
visionaria, original. En la obra que es la vida sólo ese más allá tendrá
sentido: el espacio que le queda. La experiencia poética avanza desde el
conocimiento astronómico al pensamiento filosófico y, por su intermedio, hasta
el reconocimiento existencial; sólo el otro
lado (la otra vida) es el suyo: el aire, la materia de ese espacio,
ausencia y presencia, contundencia sensual y transparencia intelectual.
Atravesarlo, el sucesivo, interminable viaje por el reino de las sombras, para
acabar despierta, y sin palabras;
agotadas todas las palabras. Una forma de morir (muerte antes de la muerte) que
es construcción intelectual; su triunfo, un silencio que es eco de la ironía:
“Casi me ha determinado a dejarlo al silencio; pero como éste es cosa negativa,
aunque explica mucho con el énfasis de no explicar, es necesario ponerle algún
breve rótulo para que se entienda lo que se pretende que el silencio diga; y si
no, dirá nada el silencio, porque ése es su propio oficio: decir nada”.
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