Todo
viaje de verdad es a la ventura:
salir como perderse, como abandonarse a cuanto pueda venir, a lo desconocido.
Por eso, el viaje es la metáfora literaria por excelencia: lo es, sin duda, de
la novela; pero - y no en menor grado - también de la poesía, ahí la pérdida
resulta más inquietante (y peligrosa): lo encontrado no tiene rostro, es lo
invisible. Preguntémoslo, si no, a Dante o a los místicos. Preguntemos, por
ejemplo, a Mallarmé. Una aventura cuyo espacio presupone esa misma inseguridad:
llámese mar, río o aire, llámese selva o desierto, sueño o noche, el elemento
que ha de acogerla sustrae la firmeza al asentamiento humano (seno materno
terrenal) y provoca el hundimiento, el anonadamiento del protagonista del
viaje, de la vida que se juega siempre en ese viaje, esa aventura. Con un viaje
decisivo comienza la literatura, y se determinan sus cruciales articulaciones:
Ulises, Dante, don Quijote… Los dos primeros son viajes interiores: el héroe
homérico regresa a su reino por una ruta de sobra conocida, la sorpresa es la
invención mitológica a la que habrá de enfrentarse; Dante ingresa en ese otro lado que es un espacio intelectual
alegórico: mundo del conocimiento de sí mismo, y de su lado moridor, que dijera Sebastián Salazar Bondy.
¿Por qué don Quijote viaja hacia fuera de sí, hacia el peligro de su
locura, incuestionable realidad con la que se ve forzado a dialogar, a
discutir? Porque todo ha cambiado con la aventura atlántica. El viaje hacia
occidente altera la faz del mundo porque se cumple hacia lo nunca antes visto;
no es un viaje del que se piensa regresar; es más, quizá no se regrese nunca.
Pero además (y ahí reside el prodigio), en ese inédito horizonte lo desconocido
se materializa: no es necesaria la construcción intelectual del mito para dar
cuenta de tal aventura; lo soñado y lo verdadero son la misma cosa; mejor, lo
soñado encarna allí, toma cuerpo,
exige un mirar absorto y un urgente e inquietante intercambio sensorial; deriva
en un diálogo cuya fertilidad inagotable llega hasta nosotros. Sucedió con la
presunta locura del descubrimiento y la conquista: no podía ser de otra manera
(preguntemos a Lope de Aguirre, por ejemplo). Pero los viajeros atlánticos del
XVIII, movidos por su rigor científico o por intereses menos confesables,
también entregan, consumen la vida en su singladura. Preguntemos, si no, a
Humboldt. Y las tristes oleadas de la emigración - tan próximas, tan nuestras -
¿qué fueron sino alimento de la misma aventura? Ninguno regresará siendo el
mismo: los unos y los otros, duplicados definitivamente en la nueva identidad.
Desde Europa (brumas septentrionales), donde cumpliera su período de
formación, donde quizá apuntaron sus exigentes convicciones culturales, Alvaro
Mutis - un buen día, en esa edad crítica para un muchacho - viaja también,
hacia América (hervor del trópico), hasta la finca cafetalera de Coello, a 12
kilómetros de Ibagué, camino a Armenia, hasta su Colombia de origen. Ese joven,
desplazado a otro mundo que es el suyo desconocido, pretende evadirse de
aquellas nuevas e insultantes presencias con la disciplina de sus lecturas
históricas, la pasión primera. Pero lee suspendido en la blandura de una humaca,
rodeado de “los maravillosos olores de tierra caliente, el trapiche moliendo la
caña (…) Ese olor agrio, intensamente vegetal, invasor, absoluto y total de los
cafetales”; olor “a barro fresco, a vegetales macerados, a savia en
descomposición”, en las crecidas del río Coello; rumor persistente del entorno;
ecos de sus propios deseos, de sus maldiciones obscenas, rebotando en “los
abandonados socavones de las minas (…) en el afelpado muro de las
profundidades”: inquietante o sugestiva sensualidad penetrando - sutil o
turbulenta - en el espacio de aquella otra memoria ordenada en los libros. Pero
ésta no será barrida (borrada) por aquélla. Ambas, más bien, se miran y
reconocen con mimosa complacencia; se diría que hasta copulan. En tal
encrucijada - de tal unión - nacerá Maqroll el Gaviero. Es y no es trasunto del
autor: objetiva la historia, sí, como protagonista de tantas peregrinas
singladuras; pero es doble (sombra) del propio Mutis, persistencia de su
memoria, imágenes de su deseo. Una acción y una pasión.
Con Maqroll comenzará el viaje verdadero, el viaje fabuloso. No antes. Sólo cuando a Mutis
le ha sido revelada aquella doblez sustantiva y sugeridora, Maqroll - marginal
y apátrida: es todos los que va siendo, pero no consigue ser nadie - sabe lo
que le espera y sabrá esperarlo. Gaviero al fin, avizora siempre lo por venir,
se le revela lo oculto, y de ahí su prodigio poético. Maqroll acepta su destino
y va, discurre, derrota por un espacio siempre diverso pero siempre fluyente o
deleznable (mar o río o cordillera o esteros), se refugia en lugares de paso,
que apenas da cobijo (hoteles y hospitales, una choza improvisada a la orilla
del mar, un matrecho coche de segunda junto a precipicios de silencio y
muerte). Sin embargo, el final de su viaje, de su derrota, será siempre la
humedad caliente de los últimos tramos del río, de las desembocaduras. Para
Maqroll (para Mutis) los ríos son el
morir: en el discurrir de su aventura (de su pensamiento) se deja la vida,
consume su tiempo, “usándose para la muerte, gastando sus fuerzas y bienes para
llegar a la tumba”, en la exuberancia proliferante de una pasión: el deseo
desbordándose en cada trecho; en la llegada, “una apacible tersura que esconde
la densa energía de la corriente, libre ya de todo obstáculo”, un imperceptible
y ronco macareo: refracción o contención de la sabiduría (“un cierto hilo de
claridad”) en esa proyección ulterior, sólo visible para el experto Gaviero
cuya memoria ha quedado purificada por la degradación, la enfermedad, la muerte
(“sus ojos, muy abiertos, quedaron fijos en esa nada, inmediata y anónima, en
donde hallan los muertos el sosiego que les fuera negado durante su errancia
cuando vivos”). Su destino, ser no siendo; el mismo de su inconclusa América.
¿Reconocimiento de la ausencia de trascendencia, como se ha dicho?
Maqroll regresa siempre. Incluso después de morir, Maqroll vuelve siempre, vive
siempre, para contarlo. Aquel calor
húmedo (agua y fuego) del detritus fluvial le otorga la vida de una forma
natural, espontánea y violentamente: navegando por la fiebre y el sueño -
momento álgido de la enfermedad - se siente transportado “al fondo del mar, por
entre las mareas crecientes (…) allí, bestias sabias curaban nuestros males y
nuestro cuerpo se endurecía para siempre como un lustroso coral en la primavera
de las profundidades”. Para Mutis - para Maqroll - el mar es el vivir. Nuevo Anteo, el Gaviero no renace al contacto con lo
sólido terrenal, sino en la delicuescencia de “un mar sereno y tibio del que se
desprende una tenue neblina que aumenta la lejanía y expande el horizonte en
una extensión sin término”.
Lo importante de cualquier viaje - con serlo, y mucho, esa entrega a
lo insospechado - es volver/vivir para contarlo.
Y contarlo exige la imago lezamiana:
fundar inventando; y reclama, además, nuestra complicidad: aceptar la palabra,
abandonándonos a su encantamiento, aun a sabiendas de su mentirosa provocación.
A partir de entonces, un nuevo movimiento - inverso y complementario - en el
viaje de Maqroll, en la escritura de Alvaro Mutis. La horizontalidad sucesiva
del discurso recuperador de la memoria, quebrada por el estallido vertical de
la revelación: no el tiempo, ni su huella dolorosa, el hondo manar de la
sensualidad (“una verdad de sustancia especial y sobre la que el tiempo no
tiene ascendiente alguno”). Lo horizontal está caliente, se despereza con
lentitud, sin aparente movimiento y sin ruido casi: ronroneo continuo, balbuceo
o murmullo, voz que viene en perdurable discurrir; lo vertical hierve, salta o
se encrespa, hasta superar toda dimensión durativa. Una suerte de armonía, esa
coyuntura: unión de los dos mundos (el de la forma, el de la conciencia). La palabra
- en su abundancia - como conjuro de esta iluminación (escritura) ulterior. Lo
horizontal, el el oído; en la mirada, lo vertical: ritmos convergentes ahora.
Maqroll regresa sin la carga del tiempo, olvidado el desgaste de la
anécdota. Hasta entonces, la palabra del Gaviero - secuencia de las jornadas de
su viaje - comunicaba la historia de una inmolación, era un rastro de escritura
(sentencias, letanía, oración) que Alvaro Mutis podía transcribir desde una
cierta arqueológica distancia. En el regreso, Maqroll habla; su voz, un
“monólogo, descosido y sin aparente propósito”: todo se mezcla en la intensidad
de su delirio. En ambos casos, lo poético depende del ritmo, de la modulación
propia de cada prosodia. Reseñas, ciertas visiones, algunas experiencias
(fragmentos) resumían su constante metamorfosis, justificaban la multiplicación
de sus máscaras, daban certeza a sus invenciones. Pero “la palabra, ya en sí,
es un engaño, una trampa que encubre, disfraza y sepulta el edificio de
nuestros sueños y verdades, todos señalados por el signo de lo incomunicable”,
como descubrirá el Gaviero asaltado por la sabiduría en la diluida frontera de
niebla que corona las montañas, de espesa calima que cubre el delta fluvial, de
humedad que preña el laberinto de las minas. Narrar supone conocer previamente,
y manipular lo conocido para alcanzar un destino, un reconocimiento; no es ésa
la función del Gaviero - de Mutis - cuya certeza es haber visto lo invisible
(alcanzado lo imposible) venciendo, o contradiciendo, a la memoria: “lo que
creemos recordar - dirá en su obsesivo monólogo - es por completo ajeno y
diferente a lo que en verdad sucedió”.
Recuperación (redención) del sonido del sentido - es su oficio mayor.
En la ausencia de tiempo, en la carencia de lugar, algo se ilumina siempre, se
opone siempre - en su complejidad - a la petrificación de los significados;
dejando - esto sí - “el amargo sabor a fracaso que es la moneda con que se paga
tan vano intento”. Recuperación (redención) de una palabra libre de anécdota,
de cualquier servidumbre rítmica o métrica, capaz de “perpetuar lo inasible”.
Lo dice Juan Gustavo Cobo Borda: “la escritura de Mutis no ve del poema en
prosa a la ficción narrativa, sino de ésta al lenguaje abiertamente poético”.
La prosa de ese imparable monólogo del Gaviero tras su regreso (en su
permanente recurrencia) no se materializa en la fuerza expansiva del análisis,
se aprieta en la contención del hallazgo del deslumbramiento: verdadera síntesis
poética, crece como multiplicada respuesta del espejo verbal a los fragmentos
de experiencia que habían sido los poemas. Palabra como confesión, como
fundación, en un espacio y un tiempo primordiales. Allí la voz (“llamada
intensa, insistente, imposible de precisar en palabras y ni siquiera en
pensamiento”) nos invita a comulgar con el origen, dinámica oralidad superadora
de tanta retórica impuesta por la literatura.
El viaje de Maqroll - espacio del discurso, tiempo del vencimiento -
acaba con su vida, pero acepta el riesgo del regreso: recuperación (reproducción)
del viaje verdadero en el delirio de una palabra excéntrica, en la frágil
sensualidad de “ultramarinas pulpas azucaradas y pomposas”, preservando así el
lenguaje (la vida) de lo conceptual sentencioso de “aquel barroco quevediano,
apretado como humor de zarzamoras”, como - con incontenible regocijo -
observara Lezama Lima el doble rostro de nuestra lengua. Yo, sin duda, con
Maqroll. Hasta la muerte. Digo, hasta la vida. Para contarlo.
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