Su vida osciló siempre entre lo mágico y lo
trágico, que la rondaron hasta unificarse entre sí y volverse destino, en una
dialéctica cruel. Un destino que, sin embargo, tiene mucho de voluntariamente
elegido. El mismo silencio que hoy lo envuelve en un olvido injusto, con ser
frío y ciego, no constituye quizás sino otro testimonio del éxito que alcanzó
en su solitario y orgulloso distanciamiento. Un rechazo (cargadamente ético) de
la sociedad no sólo literaria de su tiempo que hoy, en esta época de abrumadora
y mediocre frivolidad, no hubiera hecho sino acrecentarse. Como bien dijo su
biógrafo y amigo, Théophile Briant, "él ingresó en la poesía como se entra
en una religión" y, a esa íntima y apasionada entrega, le dedicó con
devota integridad su entera existencia. Que, por ello, y por la limpieza con
que la vivió así como por la intensidad con que escribió, se hizo desde
entonces ejemplar.
El que más tarde iba a bautizarse a sí mismo como Saint-Pol-Roux, fue
llamado por sus padres Paul-Pierre Roux y nació en Saint-Henry, en los
alrededores de Marsella, el 15 de enero de 1861. Siendo por lo tanto un hombre
del Mediodía, un provenzal, hijo del sol y de la luz mediterránea, su deseo de
alejarse de las ciudades y su inclinación casi istintiva por un mundo de nieblas
y leyendas, preñado de significados ocultos -el antiguo dominio de los celtas-,
lo condujo primero a refugiarse con su familia en el bosque de las Ardennes y
luego, ya para siempre a afincarse hasta concluir erigiendo su propia y
mitológica morada (donde la tragedia habría de cumplirse) cerca de Camaret, en
la Bretaña raigal, cara a cara frente al mar bravo de Armórica.
Su paso -inevitable- por París, había sido breve pero fulgurante. A
partir de 1882 su juventud inquieta y subyugante se relaciona allí no por
supuesto con los consagrados, sino con los valores escondidos, los disidentes,
los renovadores. Entre ellos escoge como sus maestros al memorable Villiers de
l'Isle Adam y al sintomático Mallarmé quien, el 23 de marzo de 1891, durante un
banquete, se dirige a él, sentado a su derecha, como "mi hijo". En
1893 publica una leyenda dramática: Ame noire du Prieur blanc, primicias de su
sueño (que nunca pudo concretarse) de instituir un "teatro poético".
Pasa unos meses en Bélgica y, como dijimos, se instala luego en las Ardennes,
donde la amistad de las gentes sencillas no le hace añorar en absoluto los
salones literarios. Sin embargo, su paso por la Ciudad-Luz le permitió
compartir junto con Maurice Maeterlinck y tantos otros el nacimiento del
simbolismo, una corriente de fondo con la cual su espíritu siempre tuvo
profundas connivencias.
En su manifiesto del Magnificismo, aparecido en 1885, Saint-Pol-Roux el
Magnífico afirmaba su firme voluntad de que "por el hada Poesía, la
belleza desciende a sentarse entre los hombres, así como Jesús se sentó entre
los pescadores de Galilea". Antes de lo que hubiera podido imaginarse, él
iba a realizar en forma concreta esa propuesta. El rechazo de sus colegas y de
los críticos lo lleva a alejarse inexorablemente de París, hacia su refugio
definitivo en la Bretaña pero, no sin antes despedirse estruendosamente con un
feroz panfleto: L'air de Trombone à Coulisse, publicado en 1897 y
que constituye una de las más violentas ridiculizaciones de la crítica que se
hayan conocido. (Cosa que nunca le fue perdonada. Es inútil, por ejemplo,
buscar el nombre de Saint-Pol-Roux en L’Histoire de la Littérature Francaise, de Audic y
Crouzet, editada por Didier en 1912 y reimpresa corregida en 1939.)
En julio de 1898 Saint-Pol-Roux se instala con su familia en
Lanverzanal, en una choza de Roscanvel. Así, a sus treinta y siete años, se
aleja de la vida urbana, dando comienzo a la leyenda del Solitario de Barba
Blanca, el último Santo bretón. Como para acentuarla, y ya trasladado al puerto
pesquero de Camaret, habiendo mejorado su tradicionalmente difícil situación
económica a consecuencia de recibir la herencia de su padre, se hace edificar
en un promontorio rocoso, la punta de Pen’hat, cerca del sitio de Quelern,
directamente frente al mar, una casi teatral construcción de ocho torres, a la
que designaría como el Manoir de Coecilian, nombre de uno de sus
dos hijos varones, que le arrebataría la guerra.
La soledad de que Saint-Pol-Roux se rodeó en su exilio nórdico, con
resultar llamativa desde los grandes centros poblados, no fue nunca total. No
sólo porque, como le surgía en forma espontánea, él confraternizó siempre
abiertamente con la gente del lugar, pescadores, marineros o labradores. Sino
también porque permanentemente hubo escritores o artistas que se acercaron
hasta él (Victor Segalen, Camille Mauclair, Alfred Vallette o el desdichado e
inefable Max Jacob, por citar sólo algunos), y hubo otros, muchos otros, que no
dejaron de considerarlo un faro, un modelo, una guía. Entre ellos, no es casual
que el grupo de los brillantes jóvenes que iban a dar lugar a la revolución
surrealista, lo percibieran de inmediato. André Breton lo proclamó
estentóreamente, a los cuatro vientos, desde el número de homenaje que Les
Nouvelles Littéraires le consagró en 1925: “Saint-Pol-Roux tiene
derecho entre los vivos al primer lugar, y conviene saludarlo entre ellos como
el único auténtico precursor del movimiento llamado moderno. Sería fácil
mostrar lo que el cubismo, el futurismo, el surrealismo le tomaron prestado
sucesivamente. Y de establecer que sin saberlo él quizás, su influencia,
confesada o no, que ella se ejerza directamente por su obra o a través de
alguna otra, no hace desde veinte años atrás sino revelarse más determinante y
aumentar.”
Y Breton -que iba después a dedicarle su libro Clair de terre- no estaba solo. Ese homenaje
colectivo fue firmado también por Robert Desnos, Roger Vitrac y Michel Leiris.
Louis Aragon llamó a Saint-Pol-Roux el “Hombre-Rayo”, y Jacques Baron, “el
Hombre Libre, el Príncipe del Espíritu puro”. Mientras que Paul Éluard le
demostró, no una sino muchas veces, su devoción y su respeto. A pesar del
escándalo posterior de la Closerie des Lilas, que fue indudablemente un fruto
del momento, esos jóvenes rebeldes de menos de treinta años habían vuelto a
sacar de la sombra a un patriarcal poeta de sesenta y cuatro, percibieron antes
que nadie y con absoluta nitidez el resplandeciente modelo, a la vez ético y
estético que ofrecía, sin proponérselo en absoluto, el Mago de Camaret.
Para Saint-Pol-Roux el poeta es “el hombre completo... átomo o fragmento
del Alma universal”. Y no sólo eso. Se animó igualmente a afirmar que “el poeta
corrige a Dios”. Pero no es un dios: “Exijamos al poeta, que sea desnudo y
libre”, y nos ofrezca “el Pan humano”. Por otro lado, siendo él
quien era e invistiendo lo que representaba, nunca renegó de la ciencia. Fue
uno de los primeros admiradores de Einstein, de cuyas teorías percibió antes
que muchos supuestos especialistas la universal conmoción a que darían lugar. Y
en 1933 le dedicó explícitamente su poema La Supplique du Christ, escrito para protestar contra la
implacable persecución desatada por Hitler y sus siniestros secuaces contra el
pueblo judío.
Esta vida cuyo aislamiento y fidelidad lo habían convertido como vimos
en una legítima leyenda, iba a cerrarse con una tragedia. Ese recinto sagrado
donde se había recluido fue hollado también por la barbarie nazi. Entre el 2l y
el 24 de junio de 1940 un panadero de Silesia devenido miembro de la Wermacht
se introduce en la morada de Saint-Pol-Roux, amenaza a todos con sus armas
hasta conducirlos al sótano y, al pretender llevarse a Divine, la queridísima
hija del gran poeta, provoca su comprensible resistencia, que desencadena el
drama. El soldado alemán no sólo hiere en la pierna izquierda a la muchacha
sino que mata de un tiro en la boca a su doncella Rose y, después de trabarse
en lucha con el venerable anciano, lo deja como muerto con dos balazos en el
cuerpo. No satisfecho aún, cargó a la pobre Divine sobre sus hombros y la
condujo al salón, donde perpetró sobre ella un nuevo crimen. Y nadie puede
saber lo que hubiera sucedido además si al perro-lobo de la muchacha, que
dormía en el primer piso, no se le hubiera ocurrido despertarse, haciendo huir
al infame.
Como sonámbulo, sin poder aceptar del todo la cruda realidad,
Saint-Pol-Roux sobrevivió todavía algunos meses casi automáticamente pero, un
día de octubre, se vio obligado a asistir atónito al pillaje de su casa, y a la
quema o destrucción de sus preciosos manuscritos, que representaban más de
treinta años de labor. No pudiendo soportar esta última prueba, Saint-Pol-Roux
muere el 18 de octubre de 1940, en brazos de su hija, internado en el mismo
hospital de Brest donde Divine se había recuperado. El ataúd fue llevado en
brazos por cuatro marinos langosteros con rostro de estatua, que hicieron un
alto ante la tumba de Rose antes de conducirlo a su reposo final, en el
cementerio de Camaret. Como si todo esto fuera poco, su Manoir de Coecilian, que
había sido ocupado por los alemanes, fue bombardeado en agosto de 1944 por la
aviación aliada, y completamente incendiado.
Pero otro círculo, no menos simbólico, se había cerrado también antes:
en 1932, a los setenta y un años de edad, Saint-Pol-Roux recibe finalmente la
Legión de Honor, que había sido pedida para él, ya en 1910, por uno de sus
primeros admiradores: nada menos que Guillaume Apollinaire, sin duda el
legítimo padre del espíritu moderno. Así, esta vida auténticamente legendaria
cobraba todavía una mayor representatividad, de la cual sólo el profundo apagón
cultural de nuestra época puede explicar que parezca haberse mitigado. Porque a
Saint-Pol-Roux le cabe el alto honor de haber investido lo mejor de las
tradiciones poéticas francesas, de haber prácticamente encabezado uno de los
momentos más intensos y más íntimamente enriquecedores de su transición, como
es el simbolismo y, por añadidura, pero no por casualidad, también el de haber
alimentado a las grandes vanguardias que iluminarían, desde sus primeras
décadas, lo mejor del arte y de la cultura del siglo XX. Que una personalidad
semejante continúe sin ser debidamente apreciada, en su verdadera dimensión, no
sólo entre nosotros sino inclusive en su propio país, y en el mismísimo Viejo
Mundo, no es sino otro testimonio más de la honda crisis, de la inmensa pobreza
que parece afectar de raíz a la vida cultural contemporánea.
***
Rodolfo Alonso (Argentina, 1934). Poeta, traductor y
ensayista. Fue el primer traductor de Fernando Pessoa en América Latina. Premio
Nacional de Poesía (1997). Orden “Alejo Zuloaga” de la Universidad de Carabobo
(Venezuela, 2002). Gran Premio de Honor de la Fundación Argentina para la
Poesía (2004). Palmas Académicas de la Academia Brasileña de Letras (2005).
Premio Único de Ensayo Inédito de la Ciudad de Buenos Aires (2005). Premio
Festival Internacional de Poesía de Medellín (Colombia, 2006). Contacto: gonyparanoico@hotmail.com. Agulha Revista de Cultura # 55.
Janeiro de 2007.
Gracias por este ensayo del maestro Rodolfo Alonso. Lo disfruté mucho.
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