queda. El punto por donde pasó un hombre,
ya no está solo. Únicamente está solo, de
soledad humana, el lugar por donde ningún
hombre ha pasado. Las casas nuevas están
más muertas que las viejas, porque sus muros
son de piedra o de acero, pero no de hombres.
César Vallejo
Académicamente,
el título de este artículo debería figurar como "La habitación: visión de mundo
de la poesía de Eugenio Montejo". La necesidad de suprimir la irritante cacofonía,
la dilatación del título y la oportunidad de sugerir el sustantivo habitación como una forma verbal que designe también la
acción y efecto de habitar, me autorizaron la elección de un rótulo sintético
y literario.
La visión de mundo de un poeta, en apariencia, no significa lo mismo que su
poética. La poética es una forma de creación estética —llanamente definida—; la
visión de mundo, por lo contrario, no es un procedimiento poético sino una experiencia
cognitiva —una manera de observar, entender y proyectar un mundo—. Tomás Segovia
encuentra una secreta alianza entre poética y visión: el desciframiento poético.
Una poética "es pues un desciframiento, ya sea usando un lenguaje para descifrar
el mundo sin teorizarlo, ya sea descifrando ese lenguaje sin teorizarlo y sin teorizar
aquello de lo que habla". Este desciframiento implica necesariamente una observación
ontológica de la realidad: una fenomenología. Sólo que el mundo es irreductible
a la pasiva descripción; necesita —lo supo Heidegger— una hermenéutica, una interpretación
(en el caso de la poesía es lenguaje no teorizado) que es también un impulso creativo.
El lenguaje poético crea el mundo que describe. Esta "intervención" la
observa con mayor claridad Amado Alonso: "La mirada que el poeta pone en su
propia concepción del mundo no es de mero espectador, sino que interviene en su
plasmación, interviene en sus elementos cualitativos y en el sentido profundo que
del conjunto se desprende" (1986: 92). Desciframiento e intervención, fenomenología
y hermenéutica, poética y visión de mundo operan un doble acto indisoluble: la contemplación
y la creación de la realidad. Dicha creación, obviamente, es una creación poética;
es decir, una desrealización en la que los fenómenos físicos de la realidad
se transmutan en ideas y emociones: "Todo poeta opera una desrealización de los datos que le entrega la experiencia.
Las cosas pierden la realidad sustancial, práctica, tangible […] para pasar a ser
formas de la conciencia. Un árbol es una idea; un paisaje, un sentimiento"
(Xirau). La desrealización de la realidad es, por lo tanto, realización de una realidad
poética, que no toma distancia de la realidad, sino solamente se traduce y se cifra
de nuevo: "Cada poema es una lectura de la realidad; esa lectura es una traducción;
esa traducción es una escritura: un volver a cifrar la realidad que se descifra.
El poema es el doble del universo" (Paz).
El poeta percibe el mundo mediante una visión poética; lo interpreta y por lo
mismo lo crea, lo instaura. La instauración de la visión de mundo es el resultado
de un conocimiento intuitivo de la realidad; es también el nombramiento de la esencia
que determina su entidad: "el poeta, al decir la palabra esencial, nombra con
esta denominación […] el ente por lo que es y así es conocido como ente. La poesía
es la instauración del ser con la palabra". Pero, ¿qué es lo que instaura la
poesía? "Lo que permanece […], lo que permanece debe ser detenido contra la
corriente […] Debe ser hecho patente lo que soporta y rige al ente en totalidad.
El ser debe ponerse al descubierto para que aparezca el ente" (Heidegger).
El ente, por lo tanto, cumple el acto de habitar
el ser —mejor dicho, el ser es la habitación del ente—. La visión de mundo de
Eugenio Montejo se funda en la idea de una esencia vital que habita
permanentemente las profundidades de un ser: un cuerpo humano, un elemento
de la naturaleza, un sentimiento, un recuerdo, un mundo. Habitar, en este sentido,
es un acto vivo, pues "el espacio captado por la imaginación no puede seguir
siendo el espacio indiferente […] Es vivido. Y es vivido, no en su positividad,
sino con todas las parcialidades de la imaginación […] Concentra ser en el interior
de los límites que protegen" (Bachelard).
Lo que habita, vive; lo que vive, habita y permanece. Sobre esta creencia Eugenio Montejo instaura y proyecta su visión de mundo en el libro Terredad (1978). No por casualidad la habitación y la vida son los fundamentos de esta poesía. Guillermo Sucre, atinadamente, afirma la importancia del "hogar" en la poesía del venezolano, "ese centro al que siempre vuelve la poesía de Montejo". Y respecto de la manifiesta vitalidad de esta poesía, menciona que "No se trata, por cierto, de ningún ciego vitalismo […] porque capta con intensidad esa naturaleza indescifrable, esa lenta o rápida erosión que es toda la vida". Vitalismo que culmina en "canto", como coinciden las opiniones de Guillermo Sucre, Francisco Rivera (Sucre) y Adolfo Castañón. Sólo que el canto vital de Eugenio Montejo no es festivo sino nostálgico: "Debo estar lejos / porque no oigo los pájaros"; no es predominantemente colectivo sino individual: "Soy esta vida y la que queda"; "Yo soy mi río…". Su tono —más que una exaltación, como opina Sucre— me parece reivindicativo: "La vida vale más que la vida, sólo eso cuenta". También, con bastante frecuencia, incurre en la exhortación: "Mira setiembre: nada se ha perdido / con fiarnos de las hojas"; "Vuelve a tus dioses profundos". Cuando no es una exhortación su tono, alcanza la rotundidad de la sabiduría: "Dura menos un hombre que una vela"; "La terredad de un pájaro es su canto"; "Ningún amor cabe en un cuerpo solamente".
Lo que habita, vive; lo que vive, habita y permanece. Sobre esta creencia Eugenio Montejo instaura y proyecta su visión de mundo en el libro Terredad (1978). No por casualidad la habitación y la vida son los fundamentos de esta poesía. Guillermo Sucre, atinadamente, afirma la importancia del "hogar" en la poesía del venezolano, "ese centro al que siempre vuelve la poesía de Montejo". Y respecto de la manifiesta vitalidad de esta poesía, menciona que "No se trata, por cierto, de ningún ciego vitalismo […] porque capta con intensidad esa naturaleza indescifrable, esa lenta o rápida erosión que es toda la vida". Vitalismo que culmina en "canto", como coinciden las opiniones de Guillermo Sucre, Francisco Rivera (Sucre) y Adolfo Castañón. Sólo que el canto vital de Eugenio Montejo no es festivo sino nostálgico: "Debo estar lejos / porque no oigo los pájaros"; no es predominantemente colectivo sino individual: "Soy esta vida y la que queda"; "Yo soy mi río…". Su tono —más que una exaltación, como opina Sucre— me parece reivindicativo: "La vida vale más que la vida, sólo eso cuenta". También, con bastante frecuencia, incurre en la exhortación: "Mira setiembre: nada se ha perdido / con fiarnos de las hojas"; "Vuelve a tus dioses profundos". Cuando no es una exhortación su tono, alcanza la rotundidad de la sabiduría: "Dura menos un hombre que una vela"; "La terredad de un pájaro es su canto"; "Ningún amor cabe en un cuerpo solamente".
El gran tema de la poesía de Montejo es el mundo; no es fortuito que los dos
libros más celebrados por la crítica se intitulen Alfabeto del mundo y Terredad. La voz poética en estos dos libros observa con
acuidad y nostalgia —incluso luminosidad— las formas de la naturaleza, sentimientos
y recuerdos en los que habita la esencia vital de la tierra. Pablo Mora, por ejemplo,
acierta cuando afirma que "la suya es una poesía de la conciencia de lo efímero,
de la desposesión, de la nostalgia de un pasado personal que lo lleva a la búsqueda
de sus primeras fuentes (2008: internet). Conciencia,
efímero y búsqueda son tres provechosas ideas para entender la
visión de mundo de Montejo, pues es bastante claro que existe en la voz poética
una conciencia para buscar, en el "alfabeto del mundo", la esencia
vital que triunfa sobre lo efímero y se inscribe permanente en la memoria. Cada
árbol, cada río, cada paisaje contemplado en su poesía es un cuerpo perecedero en
el que habita una esencia vital
permanente. Para Heidegger "hasta que el hombre se sitúa en la actualidad de una permanencia, puede por primera vez exponerse a los mudable,
a lo que viene y a lo que va; porque sólo lo persistente es mudable" (cursivas
mías). La "actualidad de la permanencia", en la poesía de Montejo, se
define por la renovación de las formas naturales y por el carácter habitante de la vitalidad. Así, apoyado en esta noción
de lo que habita, el propósito de estas páginas será describir
la visión de mundo de Eugenio Montejo en su libro Terredad.
Una visión de mundo se compone naturalmente de imágenes; cada imagen es el desciframiento
de una realidad y la clave más directa de su acceso. Para mi juicio la imagen que
configura la visión de mundo en Terredad es la imagen de la habitación —seré más preciso: la imagen del propio acto
de habitar—. El título del libro anticipa esta noción: terredad significa
habitar, "Estar aquí
por años en la tierra […] / mientras el sol da vueltas y nos arrastra" (115).
Por la tentativa de este libro no resulta difícil sospechar un vínculo con Residencia en la tierra, de Pablo Neruda.
La relación existe, sólo que es distante y divergente. La visión de mundo de Neruda
es desolada y "proyecta una lenta descomposición de todo lo existente […],
el derrumbe de lo erguido, el desvencijamiento de las formas, la ceniza del fuego
[…] La angustia de ver a lo vivo muriéndose incesantemente: los hombres y sus afanes,
las estrellas, las olas, las plantas" (Alonso). La visión de Eugenio Montejo,
por lo contrario, afirma la ineluctable permanencia de la vida. Las formas también
cesan, pero queda algo que habita el recuerdo, que habita el sentimiento y que habita
la ausencia: "La juventud vino y se fue, los árboles no se movieron […] / pero
el sol continúa. / La casa fue derrumbada, no su recuerdo". Divergentes y distantes,
la visión de mundo de Residencia en
la tierra y de Terredad coinciden en una poderosa imagen: el poeta como
testigo de la tierra y como habitante pasajero.
Gaston Bacherlard, en La poética
del espacio, sugiere que "En toda
vivienda, incluso en el castillo, el encontrar la concha inicial, es la tarea ineludible
del fenomenólogo"; la concha inicial, es decir, "el germen de la felicidad
central, segura, inmediata". Y añade: "Hay que decir, pues, cómo habitamos
nuestro espacio vital de acuerdo con todas las dialécticas de la vida, cómo nos
enraizamos, de día en día, en un ‘rincón del mundo’". En el caso particular
de Terredad, encuentro la "concha inicial" en el
nombramiento —reivindicación, dije en el principio de este ensayo— de la vida que
habita en el mundo, en la memoria, en los cuerpos y en los sentimientos. Para Montejo
la vida de la naturaleza permanece porque se renueva, y en este sentido posee una
sabiduría que la vida humana desconoce. De aquí la exhortación de la voz poética:
"Mira setiembre: nada se ha perdido / con fiarnos de las hojas. / La juventud
vino y se fue, los árboles no se movieron. / El hermano al morir te quemó en llanto
/ pero el sol continúa […] / Los árboles saben menos que nosotros / y aún no se
vuelven. / La tierra va más sola ahora sin dioses / pero nunca blasfema". Mientras
la naturaleza se renueva, el hombre perece; pero su breve habitación en la tierra
no es menos determinante para la armónica correspondencia del sistema cósmico: "Dura
menos un hombre que una vela, / pero la tierra prefiere su lumbre / para seguir
el paso de los astros. / Dura menos que un árbol, / que una piedra […] / Dura menos
que un pájaro / que un pez fuera del agua; / casi no tiene tiempo de nacer; / da
unas vueltas al sol y se borra […] / Y sin embargo, cuando parte / siempre deja
la tierra más clara". Habitar, en este sentido y en este poema, significa durar en la tierra (terredad). La duración humana
es breve —como una lumbre que "con un soplo se apaga"— y posee en sí misma
una condición mudable. La duración de los elementos naturales no es menos breve
que la vida humana, sólo que la naturaleza se renueva y con esta renovación "actualiza
su permanencia". La breve duración física del hombre en nada inflige su esencia
vital, pues "La vida vale más que la vida". La esencia vital de los cuerpos
naturales y humanos es incorruptible; no es ser sino ente, y por este motivo no es duración. No posee un
origen o un final: transmigra. En la visión de mundo de Montejo la creencia transmigratoria
resulta medular para entender el tono inmemorial y nostálgico con que el poeta evoca
los elementos de su poesía. La transmigración, además, supone el acto de habitar,
y con esta sucesión de habitaciones la vida humana actualiza su permanencia.
La esencia vital, renovada o transmigrada, es la que identifica a la naturaleza
con el humano en la habitación de la tierra ("A veces creo que soy un árbol")
y en su terredad: "Estar aquí por años en la tierra, / con las nubes que lleguen,
/ con los pájaros […] / mientras el sol da vueltas y nos arrastra […] // Estar aquí
en la tierra: no más lejos / que un árbol, no más inexplicables; / livianos en otoño,
henchidos en verano, / con lo que somos o no somos, con la sombra, / la memoria,
el deseo, hasta el fin / (si hay un fin)". La vida permanece; la existencia
perece. La existencia es justamente la forma que adopta la vida para habitar la
tierra. La transitoriedad de la existencia explica la exhortación de este poema:
vivir —aunque sea "a bordo, casi a la deriva"— la vida que dura "mientras el sol da vueltas". Esta
existencia vital se presenta como un sistema de correspondencias universales: el
ser humano se corresponde con el cosmos ("más cerca de Saturno, más lejanos")
y con los más diminutos habitantes de la naturaleza ("sin olvidar […] la hormiga
/ que siempre viaja de remotas estrellas / para estar a la hora en nuestra casa").
El poema "Soy esta vida" alumbra perfectamente esta idea de la transmigración
que funda la permanencia de la vida humana. La esencia vital habita diversos cuerpos,
rostros, vidas: "Soy esta vida y la que queda, / la que vendrá después en otros
días, / en otras vueltas de la tierra […] // no conozco su rostro, su cuerpo, su
mirada; / no sé si llegará de otro país […] // Soy esta vida que he vivido o malvivido
/ pero más la que aguardo todavía / en las vueltas que la tierra me debe. / La que
seré mañana cuando venga / en un amor, una palabra". Guillermo Sucre observa
que la poesía de Montejo, "indescifrable, transitoria, la vida es igualmente
lo que permanece: lo memorable". La esencia vital permanece porque transmigra
y habita sucesivamente. No habita el tiempo: es el tiempo. Por esta razón la vida
se convierte en algo inmemorial: no posee un origen ni un fin —"desconozco
mi fin y mi comienzo", dice la voz poética en el poema "Yo soy mi río"—.
El poema "Provisorio epitafio" reafirma esta creencia transmigratoria:
"No me despido en una piedra / ilegible a la sombra del musgo, / —voy a nacer
en otra parte […] // son cifras de otra vida, no de muerte, / son una partida futura
/ de nacimiento. // Ignoro adónde voy, / de qué planeta seré huésped, / a partir
de cuál forma de materia / —carbón, sílex, titanio— / me explicaré después por aerolitos,
/ hablaré desde el agua". La transmigración de la esencia vital que habita
diversos cuerpos no es más que la afirmación de la vida, la imaginación que triunfa
sobre la caducidad de la existencia humana: "Lo que nadie imagina es lo más
práctico".
La visión de mundo de Montejo en Terredad resulta inconcebible sin la imagen de la habitación.
María del Rosario Chacón Ortega menciona con puntualidad que en la poesía de Montejo
el poema "se construye como una casa donde habita el ser. De esta manera, el
poema tendrá resistencia ante el tiempo y la muerte porque será permanente […] El
poema será así una casa donde caben tiempo y horizonte, canto y memoria". No
solamente el poema constituye una habitación, el propio poeta se figura así: "Ser
el esclavo que perdió su cuerpo / para que lo habiten las palabras". En el
cuerpo del poeta habitan los instrumentos de su canto; el interior de la figura
humana constituye su propio mundo, sin dejar de comunicarse con la naturaleza. Su
cuerpo, como los elementos naturales, se corresponde y comunica con las fuerzas
del universo. El poeta es la habitación de la poesía, pero la poesía suscita lo
desconocido: "Llevar por huesos flautas inocentes /que alguien toca de lejos
/ o tal vez nadie. (Sólo es real el soplo y la ansiedad por descifrarlo)".
Sugerí en páginas anteriores la noción de lo inmemorial y lo remoto. En la visión
de Eugenio Montejo todo lo que habita posee una disolución inmemorial, algo ignoto
que impele "la ansiedad por descifrarlo". La imagen vital del poeta no
habita el tiempo; lo trasciende: "Estas voces que digo / han rodado por siglos
puliéndose en sus aguas, / fuera del tiempo" —anuncia la voz poética en otro
poema—. Si la esencia vital del poeta habita fuera del tiempo, su permanencia se
resuelve en la transmigración. En este sentido, no es un poeta sino todos los poetas;
es "el esclavo, el paria, el alquimista / de malditos metales / y transmutar
su tedio en ágatas". Su realidad no es la sociedad sino el universo: "Siempre
en terror de estar en vela / frente a los astros". El poeta es el Poeta, como
la mesa será la Mesa. No son los cuerpos sino la esencia que habita en ellos lo
que exalta la poesía del venezolano.
En Terredad un poema se intitula "La casa". Ya
Sucre señaló que la casa es la imagen a la que siempre vuelve la poesía de Montejo.
Bachelard afirma que "la casa es nuestro rincón del mundo […] nuestro primer
universo. Es realmente un cosmos". Y añade que el ser humano, cuando encuentra
un posible albergue, puede observarse "a la imaginación construir ‘muros’ con
sombras impalpables, confortarse con ilusiones de protección […] el ser amparado
sensibiliza los límites de su albergue. Vive la casa en su realidad y en su virtualidad,
con el pensamiento y los sueños". En este poema la casa no es la habitación
de lo vital, sino la habitante de la vitalidad. La casa se construye y se imagina
dentro del cuerpo de una mujer; el poeta, necesitado de albergue, vive esa casa
con sus pensamientos y sus sueños: "En la mujer, en lo profundo de su cuerpo
/ se construye la casa […] / Hay que acarrear sombras de piedras […] // seguir el
declive de sus formas, los movimientos de sus manos […] // hay que elevar altas
paredes, fundar contra la lluvia, contra el viento, / años y años […] // Al fondo
de su cuerpo la casa nos espera […] / para vivir, tal vez para morir, / ya no sabemos,
/ porque al entrar nunca se sale". Hay una imagen que persiste en buena parte
de estos poemas: la imagen de lo profundo. En la profundidad, naturalmente, residen
las permanencias vitales. No por otra razón el poeta decide construir (vale decir
también: resguardar) imaginativamente una casa dentro de un cuerpo humano. No olvidemos
tampoco que el cuerpo de la mujer es la primera habitación del hombre. Por esta
analogía, según Bachelard, "siempre, en nuestros sueños, la casa es una gran
cuna […] La vida empieza bien, empieza encerrada, protegida, toda tibia en el regazo
de una casa". Hay una "maternidad de la casa". La mujer y la casa
son en cierto sentido palabras sinónimas: las dos albergan, las dos protegen, las
dos constituyen el albergue original.
En este poema la casa es el centro vital de un cuerpo, puede erigirse dentro
de sus confines; el amor, por lo contrario, resulta incontenible en un solo cuerpo:
"Ningún amor cabe en un solo cuerpo solamente / aunque abarquen sus venas el
tamaño del mundo […] // no basta un solo cuerpo para albergar sus noches, / quedan
estrellas fuera de la sangre […] // Dos manos no bastan para alcanzar la sombra;
/ dos ojos ven apenas pocas nubes […] / Ningún amor, ni el más huidizo, el más fugaz,
/ nace en un cuerpo que está solo; / ninguno cabe en el tamaño de su muerte".
La imagen de la habitación persiste, pero ahora en la comunicación de una doble
morada. El amor necesita la habitación —es una potencia vital, un deseo anhelante—,
pero sólo puede habitar en la correspondencia y en la transmigración de la vitalidad
humana. Sólo en esta vecindad y en esta correspondencia cósmica puede intuirse el
"país musical [que] las une y las dispersa". ¿Correspondencia cósmica
del amor? Sí. No en este libro sino en Alfabeto
del mundo —y en su difundido poema
"La tierra giró para acercarnos"—pro-clama la idea cósmica del amor: "La
tierra giró para acercarnos / giró sobre sí misma y en nosotros, / hasta juntarnos
por fin en este sueño […] La tierra giró musicalmente / llevándonos abordo".
El amor, esencia vital, enlaza y comunica dos cuerpos. Su permanencia reside justamente
en este lazo —que es un espacio, una fisura, una grieta— y no en su propio ser.
Lo que queda del amor no es el amor como cuerpo, sino como evidencia material de
una unión humana. En este sentido lo que permanece es el "relámpago" que
alumbra brevemente, pero deja una "grieta" perdurable en la materia del
mundo: "Mudanzas por el mar o por el tiempo, / en un navío, en una carreta
con libros, / cambiando de casas, palabras, paisajes, / separándonos siempre para
que alguien se quede / y algún otro se vaya […] / Mudanzas de uno mismo, de su sombra,
/ en espejos con pozos de olvido / que nada retienen. / No ser nunca quien parta
ni quien vuelve / sino algo entre los dos, / algo en el medio […] / el relámpago
que deja entre las manos / la grieta de una piedra" (119). La vitalidad del
amor no instaura su permanencia por una vía transmigratoria; permanece por la evidencia
imborrable que deja en la tierra, en la "grieta de una piedra".
En otro orden, la imagen de la habitación persiste en el poemario, sólo que
esta vez el poeta venezolano fija su atención en una mesa de madera. No en una particular
sino en la Mesa, el símbolo por excelencia de la convivencia humana. Para Montejo,
ya lo observamos, la esencia vital permanece por su transmigración o por su renovación.
En este poema el árbol no transmigra y tampoco se renueva. Su vitalidad, por lo
tanto, se encuentra aprisionada por un cuerpo que no le corresponde: la mesa. La
vitalidad del árbol, por lo tanto, resulta impotente frente al desarrollo del universo:
"Qué puede una mesa sola / contra la redondez de la tierra? […] // ¿qué puede
el dolor de su madera?" // ¿Qué puede contra el costo de las cosas, / contra
el ateísmo de la cena, / de la Última cena? // ¿qué puede sino estar inmóvil, fija,
/ entre el hambre y las horas, / con qué va a intervenir aunque desee?". La
esencia vital habita un cuerpo inerte, una forma que —como el cuerpo humano— nada
puede "contra la redondez de la tierra". La mesa y el cuerpo humano no
son más que formas habitantes, formas de la tierra: "La tierra redondeará todas
las cosas / cada una a su término". Como la mesa, la esencia vital humana experimenta
la misma prisión corpórea de una estatua. La vida es flujo, transmigración; la estatua,
por lo contrario y como la mesa, permanece "inmóvil, fija": "Quieta
sin parpadear, sin que se note / que mi sangre reinicia su curso / por sus venas
de mármol, / ha de fingir que está soñando todavía […] / No hablará, no dará ni
el más leve respiro / mientras sigan entorno los cantos / y tal vez cuando callen
se habrá vuelto a dormir". Nuevamente lo vital habita un cuerpo inmóvil. La
estatua no habita el mundo, no es algo vivo, y por lo mismo no se corresponde con
el "coro de los pájaros / que la rodean cantando en ese instante". Si
el árbol condesciende a mesa, el ser humano condesciende a estatua: dos objetos
en los que habita lo vital como una esencia aprisionada. En equivalencia con este
poema, el poema titulado "Madonas" logra romper con esta constricción
del cuerpo inerte (el cuerpo del arte): "En las madonas serenísimas / cuántas
sueños regresan de pinceles antiguos, / cuántas Italias […] / No quiero verlas:
sé que están muertas aunque rían, / aunque susurren detrás de un abanico […] / Busco
en la calle otras madonas vivas […] / quiero mirar la luz en los cuerpos que pasan,
/ quiero hablarles; / la belleza más pura es existir, / estar aquí en la tierra
con el sol en las manos". Lo vital deshabita las formas del arte para habitar
el mundo de la vida: la existencia. La existencia que habita la tierra constituye
la única certidumbre del poeta: "Creo en la vida bajo forma terrestre […] //
Creo en la vida como terredad […] // pero no soy ateo de nada / salvo de la muerte".
Estos últimos versos alumbran y tonifican el vitalismo de Eugenio Montejo. Lo vital
transmigra, habita diversos cuerpos y formas, pero no perece. La vida es la negación
de la muerte. El poderoso argumento de esta negación es la permanencia; mientras
la imagen simbólica de la muerte es la materia corrompida, la imagen de la vida
es la materia habitada.
Cuando lo vital permanente no habita el deseo, habita con mayor fijeza en la
memoria y en la imaginación, y en este caso en el recuerdo de la ciudad natal. Dice
Bachelard que "la casa natal está físicamente inscrita en nosotros. Es un grupo
de costumbres orgánicas […] La casa natal es más que un cuerpo de vivienda, es un
cuerpo de sueño". La casa proporciona "los marcos de un ensueño interminable,
de un ensueño que sólo la poesía, por medio de una obra, podría terminar, realizar
[…] existe para cada uno de nosotros una casa onírica, una casa del recuerdo-sueño".
Imaginación y memoria crean una alianza en la imagen de este "recuerdo-sueño"
que es la ciudad natal. La ciudad no vive en su realidad; habita solamente en la
evocación del poeta y en su nostalgia: "Tan altos son sus edificios / que ya
no se ve nada de mi infancia. / Perdí mi patio con sus netas nubes […] / perdí mi
nombre y el sueño de mi casa. / Rectos andamios, torre sobre torre, / nos ocultan
ahora la montaña".
Ya observamos que la degeneración corpórea de un árbol es
la mesa de madera y la degeneración del hombre una estatua de mármol; las dos formas
aprisionan su esencia vital. En este poema la degeneración corpórea del pueblo natal
es la ciudad: "El ruido crece a mil motores por oído, / a mil autos por pie,
todos mortales". La pérdida del "grupo de costumbres orgánicas" del
que habla Bachelard suscita en la evocación del poeta la posibilidad de estar frente
a una falsa imagen producida por la imaginación y la memoria: "Perdí mi sombra
y el tacto de sus piedras, / ya no se ve nada de mi infancia. / Puedo pasearme ahora
por sus calles […] / su espacio es real, impávido, concreto, / sólo mi historia
es falsa". El poeta no habita su ciudad; habita el recuerdo y el deseo de volver
a su pueblo natal. La vitalidad reside en el nombramiento de este recuerdo.
Por último trataré el poema que condensa con mayor potencia la visión de lo
permanentemente vital. Me refiero al poema "Vuelve a tus dioses profundos".
El tono exhortativo —sereno y sabio— prevalece: "Vuelve a tus dioses profundos,
/ están intactos, / están en el fondo con sus llamas esperando; / ningún soplo del
tiempo los apaga. / Los silenciosos dioses prácticos / ocultos en la porosidad de
las cosas. / Has rodado en el mundo más que ningún guijarro; / perdiste tu nombre,
tu ciudad […] / de tantas horas ¿qué retienes? / La música del ser es disonante
/ pero la vida continúa / y ciertos acordes prevalecen […] // De tantos viajes por
el mar […] / descifra en ellas el eco de tus dioses; / están intactos, / están cruzando
mudos con sus ojos de peces / al fondo de tu sangre". Lo que habita, vive —afirmé
en el principio de estas páginas—; vive "al fondo con sus llamas" (desde
Heráclito, el fuego es el símbolo de la vida) y por esta profundidad permanece:
"ningún soplo del tiempo los apaga". No habita exclusivamente la condición
humana, sino —como en la mesa y como en la estatua— también habita los objetos:
"ocultos en la porosidad de las cosas". Mencioné que la vida permanece
y la existencia perece. El cuerpo humano y los elementos de la naturaleza únicamente
son formas de existencia, "pero la vida continúa y ciertos acordes prevalecen".
La transitoriedad del ser humano, su conciencia de la fugacidad del ser, lo exhorta
a buscar en la profundidad de las cosas y en la profundidad de su propia existencia
lo vital incorruptible: "sólo estas voces te circundan; descifra en ellas el
eco de tus dioses". Los dioses en este poema no únicamente simbolizan la vitalidad
eterna, sino que además —por su profundidad remota— se convierten en la imagen del
pasado y la imagen de lo inmemorial. El ser humano pierde su "nombre"
y su "ciudad" durante el pasaje de la vida, sólo puede recobrar su identidad
mediante la imaginación y la memoria, o —para decirlo con Bachelard— con el "recuerdo-sueño".
Montejo nombra lo vital para actualizar su permanencia, vuelve a sus "dioses
profundos" para instaurar una visión de mundo en el que lo que habita, vive,
y lo que vive, habita.
Así, la visión de la poesía de Eugenio Montejo en Terredad se funda en los cimientos de una imagen fundamental:
la habitación. La tierra es una inmensa habitación de cuerpos vivos; a su vez, los
cuerpos y las formas son habitaciones de esencias vitales imperecederas —y por lo
mismo permanentes— que albergan un sentimiento, un recuerdo o sencillamente una
evidencia material de la vida. Eugenio Montejo o la habitación del mundo.
*****
Organização a cargo de Floriano
Martins © 2016 ARC Edições
Artista convidado | Oswaldo Vigas
(Venezuela, 1926-2014)
Imagens © Acervo Resto do Mundo
Esta edição integra o
projeto de séries especiais da Agulha Revista de Cultura, assim
estruturado:
1 PRIMEIRA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
2 VIAGENS DO SURREALISMO, I
3 O RIO DA MEMÓRIA, I
4 VANGUARDAS NO SÉCULO XX
5 VOZES POÉTICAS
6 PROJETO EDITORIAL BANDA HISPÂNICA
7 VIAGENS DO SURREALISMO, II
8 O RIO DA MEMÓRIA, II
9 SEGUNDA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
10 AGULHA HISPÂNICA (2010-2011)
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hospedada no portal Jornal de Poesia. No biênio 2010-2011 restringiu seu
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