Antes de escribir estas líneas durante varios
días dejé un papel en blanco sobre la mesa. Lo miraba en las mañanas cuando
salía a mis obligaciones, y allí estaba: blanco, rectangular y vacío.
Cuando regresaba por las noches continuaba exactamente igual. Nada lo
había alterado. Seguía en el mismo sitio: blanco, rectangular y vacío.
Transcurrieron algunos días y, finalmente, perdí
las esperanzas y comprendí que nadie lo haría por mí. Tenía que escribir lo que
estoy leyéndoles. Estas pocas palabras en las que he tratado con enorme
dificultad de hablar sobre un tema que no domino y que me produce un gran
pudor: me estoy refiriendo a mi trabajo de muchos años, a mi poesía.
Encontrar una coherencia entre estos textos y
las circunstancias en que han sido escritos sería lo indicado. Ejercitar lo que
Roger Caillois llama "la imaginación justa". Es decir, poner los pies
en algún lugar de la realidad y repetir en este pequeño testimonio lo que creo
haber perseguido siempre con la escritura: no evadir la realidad sino
explorarla, encontrarle un sentido, convivir con ella, asumirla.
Terminada esta frase, me doy cuenta de mi
pretensión, pues sé perfectamente que no lograré este propósito, en la misma
medida en que mi poesía tampoco lo ha conseguido jamás.
Este acoso de la realidad al que hago mención no es sino un pretexto más para continuar creyendo que podemos librarnos de ella, de ser "otros" y no aceptar que es ella la que produce nuestros fantasmas, obsesiones y deseos. Que es ella la única que dicta nuestros crímenes o nuestros sueños.
Este acoso de la realidad al que hago mención no es sino un pretexto más para continuar creyendo que podemos librarnos de ella, de ser "otros" y no aceptar que es ella la que produce nuestros fantasmas, obsesiones y deseos. Que es ella la única que dicta nuestros crímenes o nuestros sueños.
Alguien ha dicho algo que para mí es cierto: que
la poesía es un vicio que se adquiere con la infancia. También es cierto que
algunos se curan con los años, y que otros quedamos enredados para siempre en
sus buenas o malas artes.
En mi caso particular todo comenzó desde muy
niña, como un juego secreto y obsesivo. Recuerdo claramente que no me gustaba
mucho lo que me rodeaba y que, al mismo tiempo, me gustaban demasiado las
palabras, su sinsentido, su música.
Recuerdo, también, que podía y solía repetir una
misma palabra durante mucho rato, palabras especiales que tenían una rara
fascinación en mis oídos y en mi mente. Las repetía si fatiga, las decía al
revés, tan rápido como me fuera posible. O demasiado despacio, alargándolas,
estirándolas, adelgazándolas. También podía usarlas para lo que no se debía, o
invertía sus sílabas o cambiaba sus acentos, sin otra regla que mi humor o mi
voluntad.
Más tarde, cerca de la adolescencia, estas palabras -no las de todos los días, sino las de mi pequeño juego- comenzaron a adquirir su propio sentido y, cuando no lo encontraban, a reclamarlo.
Más tarde, cerca de la adolescencia, estas palabras -no las de todos los días, sino las de mi pequeño juego- comenzaron a adquirir su propio sentido y, cuando no lo encontraban, a reclamarlo.
Vinieron las frecuentes y numerosas preguntas de
esa edad, y la evidente sorpresa de los mayores. Nada ni nadie conseguía
aplacar mis temores ni satisfacer mis dudas.
Entonces, opté por responderme a mí misma, buscándole una variación a mi viejo juego: escondiéndome en lo que se podía llamar mi propio discurso, trataba de confundirme con algo o alguien diferente y de hablar con otra voz en la que me esforzaba en no reconocer la mía.
Así, poco a poco, me fui aventurando en una región cada vez más imprecisa y delgada de mi pensamiento. Siempre movida por estas pequeñas palabras y sonidos que inventaba, aprendía a irme cada vez un poco más lejos de los objetos y de los gestos y también aprendí a regresar acompañada por pequeños objetos, extraños restos, fragmentos de cosas misteriosas y aparentemente irreconocibles.
Entonces, opté por responderme a mí misma, buscándole una variación a mi viejo juego: escondiéndome en lo que se podía llamar mi propio discurso, trataba de confundirme con algo o alguien diferente y de hablar con otra voz en la que me esforzaba en no reconocer la mía.
Así, poco a poco, me fui aventurando en una región cada vez más imprecisa y delgada de mi pensamiento. Siempre movida por estas pequeñas palabras y sonidos que inventaba, aprendía a irme cada vez un poco más lejos de los objetos y de los gestos y también aprendí a regresar acompañada por pequeños objetos, extraños restos, fragmentos de cosas misteriosas y aparentemente irreconocibles.
Con estos intentos de poemas en mis cuadernos,
pasé por la escuela y llegué a la universidad.
Conocer a Sebastián Salazar Bondy, recién llegada a la universidad y frecuentar a través de él a un grupo de jóvenes poetas, fue toda una revelación para mí y un cambio fundamental en mi vida. Lecturas, conversaciones y discusiones apasionantes, comenzaron a llenar los días, las tardes y las noches.
Conocer a Sebastián Salazar Bondy, recién llegada a la universidad y frecuentar a través de él a un grupo de jóvenes poetas, fue toda una revelación para mí y un cambio fundamental en mi vida. Lecturas, conversaciones y discusiones apasionantes, comenzaron a llenar los días, las tardes y las noches.
En contraste con mi experiencia propiamente
dicha de estudiante en un mundo de hombres -experiencia que no fue especialmente
grata ni fácil en el mundo de la universidad peruana de mediados de los
cuarenta-, mi entrada al grupo de los jóvenes escritores que he mencionado fue
absolutamente natural. De inmediato me sentí aceptada sin reparos, no obstante
mi escasísimo o ningún mérito. Me prestaron los libros que leían y así fui
descubriendo autores desconocidos en lecturas voraces, incesantes, renovadas y
muy poco ortodoxas. Lecturas que no vinieron solas, sino acompañadas con un
interés común por la pintura, la música y el teatro.
Recuerdo aún las pálidas reproducciones que nos permitieron descubrir el cubismo y confundir como se debe a Braque con Picasso y a Picasso con Juan Gris. También aquellas largas sesiones de música, escuchando por primerísima vez a Schöenberg o Bartok; y cómo, no obstante la precariedad económica de nuestros bolsillos de estudiantes, tratábamos de no perdernos el estreno de alguna pieza de teatro que nos interesaba.
Recuerdo aún las pálidas reproducciones que nos permitieron descubrir el cubismo y confundir como se debe a Braque con Picasso y a Picasso con Juan Gris. También aquellas largas sesiones de música, escuchando por primerísima vez a Schöenberg o Bartok; y cómo, no obstante la precariedad económica de nuestros bolsillos de estudiantes, tratábamos de no perdernos el estreno de alguna pieza de teatro que nos interesaba.
Pero esto no fue todo, pues le debo a Sebastián
Salazar Bondy algo más. Gracias a él conocí, por primera vez también, a
escritores de carne y hueso; poetas y novelistas que caminaban por las calles
de Lima. Los mayores, los mejores, que siempre había admirado y mirado de lejos
con un respeto casi reverencial. Entre ellos, dos en particular: un novelista y
un poeta. O, mejor dicho, dos poetas quienes nos revelaron cosas muy diferentes
pero igualmente valiosas.
Esta vez he hablado en plural porque creo que esta experiencia fue común a toda mi generación.
Me estoy refiriendo a José María Arguedas y a Emilio Adolfo Westphalen, y a sus respectivas obras y personalidades. La poesía que escribo no sería la que es sin esas dos influencias que jamás se me impusieron de manera inmediata ni anecdótica, sino, más bien, en esa forma sutil, misteriosa, velada y alusiva, con que suele trabajar en nuestro subconsciente la realidad: creando ecos, correspondencias y formas que la imaginación puede trabajar y devolver trasmutados, convertidos en escritura.
Esta vez he hablado en plural porque creo que esta experiencia fue común a toda mi generación.
Me estoy refiriendo a José María Arguedas y a Emilio Adolfo Westphalen, y a sus respectivas obras y personalidades. La poesía que escribo no sería la que es sin esas dos influencias que jamás se me impusieron de manera inmediata ni anecdótica, sino, más bien, en esa forma sutil, misteriosa, velada y alusiva, con que suele trabajar en nuestro subconsciente la realidad: creando ecos, correspondencias y formas que la imaginación puede trabajar y devolver trasmutados, convertidos en escritura.
Si bien es cierto que ya había tenido noticias,
por pequeñas lecturas previas, de la existencia histórica de André Breton y su
grupo, Westphalen significó la encarnación viva y próxima del surrealismo, su
libertad y su rigor. El mundo -mi mundo- se hizo mayor, más grande y respirable
gracias a la lectura de su poesía. No sólo era la belleza de las imágenes lo
que me seducía, ni lo insólito de ellas ni la posibilidad de encuentros con el
azar. Había en la lección de surrealismo que me daba Westphalen, algo que
trascendía la pura literatura, y que tenía que ver con la dignidad del espíritu
y de la inteligencia.
Por otro camino, no fue menor ni menos
importante la enseñanza de Arguedas. Su manera de vivir, de hablar, de ver el
mundo, y especialmente su obra constituyeron la revelación de una verdad
oscura, dolorosa e impronunciable, con la que hemos nacido todos los peruanos,
aunque pretendamos ignorarla.
A él le debe mi poesía no la forma ni la
intención inmediata, sino su paisaje más profundo, algo semejante a la sangre o
las raíces. Algo que más tarde, mucho más tarde, en París, se convirtió en mi
primer poema legible y adulto, al cual titulé en secreto homenaje a Arguedas: "Puerto
Supe".
He mencionado París, que fue una etapa
definitiva de mi aventura. A partir de allí, de París, ya no pude volver atrás.
Siempre he pensado que el destino ha sido
demasiado generoso conmigo, en lo que se refiere a mi vocación por la
literatura, pues siempre la ha alimentado con extraordinarios encuentros y
amistades. Existen, es verdad, un instinto y un azar "electivos".
Sólo así puedo explicarme también por qué tuve la suerte de toparme durante
aquel frío y oscuro invierno de un París de posguerra con una persona como
Octavio Paz. Sin su ejemplo, jamás hubiera perseverado en mi empeño de escribir
poesía, o tal vez hubiera pasado a su lado maltratándola, confundiéndola,
traicionándola. Y en verdad no me estoy refiriendo en absoluto a los
resultados, sino a la intención que se puede o debe tener frente a ella.
Intención presentida ya en la actitud de Westphalen.
A través de Paz y del poeta nicaragüense Carlos
Martínez Rivas, comprendí y aprendí que la poesía es un trabajo de todos los
días, y que no la elegimos sino que nos elige, que no nos pertenece sino que le
pertenecemos, que no es otra cosa que la realidad y a la vez su única y legítima
puerta de escape.
En un ensayo, en el que se refiere precisamente
a esa época, Octavio Paz ha contado cuál fue la experiencia de un grupo de
personas, escritores y artistas en su mayoría latinoamericanos, que compartió
con él aquellos tiempos poco felices que significaron los años inmediatamente
posteriores a la última guerra. Habla de un túnel largo que se abrió ante
nosotros, un túnel que exploramos juntos "como se explora un continente
desierto, una enfermedad, una prisión".
Es verdad, como lo dice, que aprendimos no sólo a conocer nuestro túnel, sino reconocerlo y aceptarlo. Algunos usamos la poesía, y la continuamos usando todavía con ese propósito. Se trataba y se trata de darle nombre a todas las sombras, a todos los fantasmas de ese túnel; de domesticarlos con la palabra o con el canto, de confundirnos con ellos, de ser ellos, de asumirlos.
Es verdad, como lo dice, que aprendimos no sólo a conocer nuestro túnel, sino reconocerlo y aceptarlo. Algunos usamos la poesía, y la continuamos usando todavía con ese propósito. Se trataba y se trata de darle nombre a todas las sombras, a todos los fantasmas de ese túnel; de domesticarlos con la palabra o con el canto, de confundirnos con ellos, de ser ellos, de asumirlos.
Para mí no fueron tan claras las cosas en un
primer momento. Sumé mi pequeña voz a ese coro de los mejores. Los imité.
Desentoné como se debe, seguí escribiendo.
Si es cierto que conocí al Breton de los libros y los manifiestos por obra de Westphalen, la amistad de Paz me permitió acercarme a él de otra manera y sentarme a su mesa en el café de la Place Blanche. Allí pude escucharlo a mis anchas y admirar la majestad leonina de sus gestos y de su mirada.
Si es cierto que conocí al Breton de los libros y los manifiestos por obra de Westphalen, la amistad de Paz me permitió acercarme a él de otra manera y sentarme a su mesa en el café de la Place Blanche. Allí pude escucharlo a mis anchas y admirar la majestad leonina de sus gestos y de su mirada.
Pero París tenía que acabarse. Era como si se
hubiera terminado, agotado un tiempo, un ciclo, y que en otro lado del mundo,
justamente desde donde había partido, en el Perú, me estuviera esperando lo que
precisamente había salido a buscar. Florencia fue la ciudad de salida, la de
los adioses, la de las mejores revelaciones, que siempre, hélas, son las
últimas. Pero no se trata de un regreso forzado sino de una elección alimentada
por un propósito.
Propósito de preservar una recién nacida identidad, que tenía que ver profundamente con lo que estaba tratando de expresar con mis poemas.
Propósito de preservar una recién nacida identidad, que tenía que ver profundamente con lo que estaba tratando de expresar con mis poemas.
En aquel trance había echado mano a lo único
que, en ese magnífico caos, reconocí como mío: mi memoria. Y traté de recordar
los cantos peruanos, lejanísimos y misteriosos de Arguedas, y de nombrar y
recrear mis paisajes de infancia, y llevar mis animales y mis astros,
enormemente altos y distantes, hasta mi pequeña ventana de la Rue de Laneau, en
pleno Barrio Latino.
Lo que pasó después, lo demás, si no está
escondido entre mis poemas, está entonces definitivamente perdido. Hablo de lo
que hace la vida de cualquier persona, de cualquier mujer, como es mi caso. La
casa, el amor, los niños, la lectura, la música, los viajes, la ciudad, y
también el tedio, el dolor, la impotencia, la soledad y el silencio.
[EL DOMINICAL:
Perú, 5 de agosto 2001]
*****
ÍNDICE
ABELARDO SÁNCHEZ-LEÓN | Blanca
Varela: “Fuera de la Poesía, todo es caos”
CARMEN OLLÉ |
El canto villano de Blanca Varela
http://arcagulharevistadecultura.blogspot.com.br/2016/11/carmen-olle-el-canto-villano-de-blanca.html
http://arcagulharevistadecultura.blogspot.com.br/2016/11/carmen-olle-el-canto-villano-de-blanca.html
EFRAÍN KRISTAL | Entrevista con Blanca Varela
http://arcagulharevistadecultura.blogspot.com.br/2016/11/efrain-kristal-entrevista-con-blanca.html
http://arcagulharevistadecultura.blogspot.com.br/2016/11/efrain-kristal-entrevista-con-blanca.html
INA SALAZAR | Del ángel y el animal en la poesía de Blanca Varela
JORGE COAGUILA | Blanca Varela: “La poesía es una
sola”
http://arcagulharevistadecultura.blogspot.com.br/2016/11/jorge-coaguila-blanca-varela-la-poesia.html
MARIELA DREYFUS y ROCÍO
SILVA-SANTISTEBAN | La poesía de Blanca
Varela
MICHELLE PRAIN B. | Blanca Varela, creación y
trascendencia
PAOLO ASTORGA | Blanca Varela o el animal que desnuda su
humanidad
http://arcagulharevistadecultura.blogspot.com.br/2016/11/roland-forgues-blanca-varela-fundadora.html
SEBASTIÁN SALAZAR BONDY | Los
sueños conscientes de Blanca Varela
Organização a cargo de Floriano Martins © 2016 ARC Edições
Artista convidado | Fernando de Szyszlo (Peru,
1925)
Agradecimentos: Hildebrando Perez Grande
Imagens © Acervo Resto do Mundo
Esta edição integra o projeto de séries especiais da Agulha
Revista de Cultura, assim estruturado:
1 PRIMEIRA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
2 VIAGENS DO SURREALISMO, I
3 O RIO DA MEMÓRIA, I
4 VANGUARDAS NO SÉCULO XX
5 VOZES POÉTICAS
6 PROJETO EDITORIAL BANDA HISPÂNICA
7 VIAGENS DO SURREALISMO, II
8 O RIO DA MEMÓRIA, II
9 SEGUNDA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
10 AGULHA HISPÂNICA (2010-2011)
A Agulha Revista de Cultura teve em sua primeira fase a
coordenação editorial de Floriano Martins e Claudio Willer, tendo sido
hospedada no portal Jornal de Poesia. No biênio 2010-2011 restringiu seu
ambiente ao mundo de língua espanhola, sob o título de Agulha Hispânica, sob a
coordenação editorial apenas de Floriano Martins. Desde 2012 retoma seu projeto
original, desta vez sob a coordenação editorial de Floriano Martins e Márcio
Simões.
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Compartilhei! Uma beleza de poeta!
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