Nunca resultará fácil abordar la ponderación de una vida y obra poética
que muchísimo antes de cruzar el frágil ítem que “separa” la existencia de la
muerte ya ha alcanzado la trascendencia de su universalidad. Eugenio Montejo
(Caracas, 1938-Valencia, Venezuela, 2008) fue —acaso siempre será, per secula
seculorum—una voz que, por antonomasia, funda y refunda la inagotable tradición
lírica hispanoamericana y extiende su irreductible vocación ecuménica hasta, y
más allá de, los confines planetarios de la lengua de Cervantes, Góngora,
Quevedo, Borges y tantos fundadores de la patria sin frontera que es la lengua
castellana.
Con apenas 69 años de intenso y hondo trasegar un singularísimo periplo
vital el poeta edificó un corpus scriptum de indudable condición transgenérica.
Aunque, también sin duda, su impoluta gesta creadora sobresalió con creces en
el género poético; no por ello dejó de brillar, ex aequo, con sui generis
hondura y fascinación en el campo de la ensayística e incluso alcanzó cotas,
nada desdeñables, de respeto y admiración en el movedizo terreno de la crítica
y la traducción literaria.
Todo en su vida, desde su advenimiento al mundo hasta su lamentable
partida suscitada la primera semana de junio de este año, estuvo signado por
huellas de perennidad. La vida del poeta estuvo inextricablemente
fusionada a lo que con el tiempo devendría obra literaria de impronta eterna.
Puede decirse que toda su existencia estética estuvo influenciada por la figura
del padre; un panadero de la Caracas de los años cuarenta del siglo XX que supo
auspiciar desde la más tierna infancia del bardo una sensibilidad permeable y
susceptible a los influjos del arte de amasar el universo y sus infinitas
imágenes por la capacidad sensitiva del verbo creador del bardo.
La demiurgia empalabradora de Montejo es una réplica metafísica que
tiene sus raíces primigenias en su hogar apacible que décadas después denominó
“El Taller Blanco”. No en vano el poeta titula uno de sus más reconocidos y
enjundiosos textos ensayísticos El Taller Blanco, inequívoco homenaje al autor
de sus más firmes influencias vitales. Una imagen insustituible de la labor
taumatúrgica que encarna todo auténtico creador cuya mirada siempre estuvo
colocada en ese tiempo indeterminado que llamamos futuro. La palabra fundante
del poeta dejó para la posteridad un testimonio de ineludible consulta sólo
comparable a los aportes de Andrés Bello, Pérez Bonalde, Ramos Sucre y otros
poquísimos aristócratas del espíritu que edificaron los fundamentos de “la casa
del ser” de nuestra venezolanidad. Su cosmovisión literaria, su welstanchauung
estético-poética superó largamente los poderes hechizantes de la facticidad
mundana de la vulgata terrenal humana y estableció, por medio del contrapoder
del verbo imaginístico, otro mundo (una terredad) más humano y digno de ser
vivido a plenitud.
Con la lucidez nada distante que caracterizó a Fernando Pessoa, Montejo,
su igual, se desdobló en no se sabe cuántos heterónimos; Eduardo Polo, Blas
Coll... fueron cara y sello de un mismo y distinto “alter ego” que supo
resguardar la inveterada pulcritud de las formas expresivas al tiempo que forjó
una obra de poquísima similitud en nuestro orbe hispanohablante. El poeta
siempre fue consciente de haber alcanzado el Absoluto; la revelación esencial
mediante la escritura del poema. No obstante, supo con igual
hidalguía mantener una humildad sólo comparable a la imperturbabilidad del
mineral. Lidió a brazo partido con la insoportabilidad de la conciencia y su
instantaneidad en la fugaz chispa del existir. Hizo suyo el credo ramosucreano
de “vivir es morirse”. Cuando pudo lo escribió para que sus lectores, él estaba
consciente le sobreviviríamos, no dejáramos de confirmarlo, “el canto (el
poema) siempre estará por encima de la escritura”.
En cierta ocasión dijo: “Alguna vez escribiré con piedras / midiendo
cada una de mis frases / por su peso, volumen, movimiento / Estoy cansado de
palabras” (“Escritura”).
Un poema que por sí mismo bastaría para catapultarlo a las cimas de la
poesía universal y que en su momento dedicó al padre de Maqroll el Gaviero
titulado con el elegíaco título “Adiós al siglo XX” es una odisea escritural de
insondables resonancias históricas. Un epitafio finisecular me gustaría
denominarlo.
Quienes milagrosamente logramos sobrevivirle a Montejo y testificar la
transición de la pasada centuria y bebimos, insaciables, de las fuentes de Marx
y Freud, Mondrián y Mao; quienes venimos de regreso del desvanecimiento de los
grandes metarrelatos emancipatorios decimonónicos, damos fe de la devoción que
mostró el poeta por ser un hombre de su tiempo, un contemporáneo de sí mismo.
Su amor infinito hacia el jazz y su terrible angustia por el inexorable
“desarreglo de todos los sentidos” (Rimbaud). Preocupado por el abandono del
ser a la enfermedad del insomnio, esa psicopatología del espíritu que todo lo zapa
y corroe hasta volverlo fútil y anodino. Quienes se internen en el bosque de
sus arboladuras metafóricas podrán corroborar que la noche es un leit motiv de
su obra poética.
Puede decirse, sin temor a equivocarse, que Eugenio Montejo hizo del
poema un perfecto recurso filial de la Historia como esfuerzo historiográfico
por captar la esencia del devenir del espíritu humano. En un poema memorable,
toda su obra poética acaso es una interminable oda a Mnemosine, nos dice el
bardo:
Cada
cuerpo con su deseo
Y
el mar al frente.
Cada
lecho con su naufragio
Y
los barcos al horizonte.
Estoy
cantando la vieja canción
Que
no tiene palabras
(“Canción”)
El amor, la locura, la muerte, el olvido. Dios, el desamparo, la certeza
fatua del hombre y su idolatría a los fetiches ideológicos, la convicción vana
de no ser otra cosa distinta de “un ser para la muerte” heideggerianamente
hablando; marca toda la poesía de este gigante de la lírica hispanoamericana y
en lengua castellana. La música, la pintura, la creación estética en general
están en el centro de su obra como un testimonio vivo de la insoslayable
preocupación del hombre por resguardar la belleza simbólica del mundo y el
espacio sígnico que corresponde a sus hacedores.
William Shakespeare dijo una vez, refiriéndose a la muerte: “Nadie ha
regresado de aquel ignoto país trayendo noticias del más allá”, y nuestro
inmenso poeta Eugenio Montejo supo decirlo de un modo insuperable: “Nadie,
nadie sabrá nunca leer sus propios epitafios” (“Cementerio de Vaugirard”).
*****
RAFAEL RATTIA (Venezuela, 1961). Poeta
y ensayista. Ha publicado La pasión
del suicida (1999) La concepción de
la historia en E. M. Cioran (2008). Sus textos de ensayo y crítica han
aparecido en Argentina, México, España y Estados Unidos. Página ilustrada con
obras de Kenichi Kaneko (Brasil), artista invitado de esta edición de ARC.
*****
Agulha Revista de Cultura
Fase II | Número 22 | Dezembro de 2016
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
logo & design | FLORIANO MARTINS
revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO
SIMÕES
equipe de tradução
ALLAN VIDIGAL | ECLAIR ANTONIO ALMEIDA FILHO | FEDERICO RIVERO SCARANI | MILENE MORAES
ALLAN VIDIGAL | ECLAIR ANTONIO ALMEIDA FILHO | FEDERICO RIVERO SCARANI | MILENE MORAES
os artigos assinados não refletem necessariamente o
pensamento da revista
os editores não se responsabilizam pela devolução de
material não solicitado
todos os direitos reservados © triunfo produções ltda.
CNPJ 02.081.443/0001-80
todos os direitos reservados © triunfo produções ltda.
CNPJ 02.081.443/0001-80
Nenhum comentário:
Postar um comentário