VISLUMBRES DEL
BARROCO | En una
entrevista que quien esto suscribe le hiciera a José Lezama Lima en diciembre
de 1974, el escritor cubano, al final de la misma, efectuó por propia voluntad
(sin que se le hubiesen formulado al respecto preguntas puntuales) una serie de
precisiones acerca del fenómeno del barroco que ilustran una vez más la
particular concepción que sobre éste tuvo el autor de Paradiso, la novela cuyo medio siglo de publicación se cumplió en
el año 2016.
En determinado momento de la
entrevista nuestro escritor quiso hacer énfasis especial en este sentido,
cuando nos dice:
“--Con mucha
frecuencia se habla de que un escritor es barroco. Esa palabra se ha repetido
con mucha insistencia en el mundo artístico contemporáneo, y conviene ya
precisar este término, porque para todo el mundo un arte que sea exuberante,
prolijo es un arte barroco. Y en eso no consiste precisamente el barroquismo,
porque hay un barroco tan frío como la frialdad que pueden tener algunas
estatuas reconstruidas.
“En América, en
los últimos tiempos, se le cuelga la etiqueta de barroco a cualquier escritor
que se sumerja en una proliferación, en una exuberancia. Y lo que yo le voy a
decir a usted ahora tiene directa relación con ese concepto.
“Es innegable
que en las distintas formas de expresión por las que ha pasado América, siempre
ha existido el elemento barroco en una u otra forma. En los Cronistas de
Indias, por ejemplo, al encontrarse aquellos hombres que venían de Europa con
un nuevo paisaje, cuando ellos hablan de nuestras frutas, de nuestros árboles,
ya ahí empieza un barroquismo americano; porque era un hombre cansado de
Europa, cansado de erudición, de formación humanística, que por primera vez se
encontraba con un nuevo paisaje. Ahí hay elementos barrocos.
“En el
Romanticismo, por su misma riqueza que a veces fue dañina, proliferante, hay también
elementos barrocos, elementos de cierta vastedad. Por ejemplo, en la misma Silva
a la Agricultura de la Zona Tórrida de su compatriota, hay elementos
barrocos, claro que muy mezclados con cosas neoclásicas, con elementos de los primitivos,
de los primeros poetas clásicos, pero innegablemente que también hay barroquismo.
En la autoctonía americana, si es que llegó en el siglo pasado, o es que está
surgiendo en nuestros días, hay también el primer elemento barroco de formación
de un estilo. Hay que subrayar también que el primer gongorino, el primero que
hizo comentario alguno sobre Góngora, fue precisamente un indio americano de
1600: Espinoza Medrano. Y yo creo que a pesar de ser Góngora un cordobés,
el estilo gongorino donde tuvo más desarrollo en nuestro idioma fue en América.
“Por ejemplo,
la primera gran figura de la poesía americana que es al mismo tiempo el mejor
poeta de su época en el idioma es Sor Juana Inés de la Cruz, en la cual hay innegablemente
barroco. Pero, ¿qué decía Karl Vossler, que diferenciaba el barroquismo de Sor
Juana del de Góngora?: que en Sor Juana había un paisaje, y que en Góngora no
hay paisaje. Ese elemento, esa suma del paisaje, lo que yo llamo el espacio
gnóstico, el espacio que conoce por sí mismo, se observa más en los
americanos que en los españoles. En la poesía de Góngora el paisaje está
ausente, y alguien también ha afirmado que en la pintura de Picasso jamás
aparece un paisaje. Cuando esa afirmación se hizo, Picasso, en los cuadros
posteriores colocaba unos arbolitos detrás de sus ventanas, como para demostrar
que había paisaje. Pero claro, Picasso siempre fue un hombre de mucha
inteligencia maliciosa. Para mí el barroquismo es una condición muy nuestra, es
una condición muy americana. Yo diría que dos elementos precisan las
condiciones del barroco nuestro, que es la simultaneidad; es decir, lo que para los
europeos es sucesivo para el americano es simultáneo y le da un turbión sobre
su pensamiento.
“Y luego, un
elemento del barroco nuestro es la parodia de los estilos, la burla de los estilos. En
muchos de los elementos barrocos que pasan a nuestro acervo actual hay un innegable
grotesco, una innegable burla de lo que es realmente el estilo americano. No es
pues la exuberancia, no es la proliferación lo característico del barroco. Yo
diría: lo que de Europa sucedió en distintas épocas, al barroco americano lo
aprieta y lo resuma en un solo instante en el tiempo; y a la vez hay un
elemento de ironía, de una ironía inteligente y más sombría, más profunda que
inteligente si se quiere, que lo que es esa parodia de los estilos europeos. Hay
que tener mucho cuidado, le repito, porque se insiste en el concepto de lo
barroco y se le cuadra a cualquier clown, lo mismo
a un clown lunar que a un clown sublunar, un clown que vuela
como un pájaro desconocido que apareciera de nuevo”. [1]
EL BARROCO AMERICANO
Todos y cada uno de los anteriores
asertos se encuentran constatados y reconfirmados en el ensayo “La curiosidad
barroca” incluido en el libro de Lezama Lima La expresión americana (1957) [2]
junto a otros cuatro ensayos complementarios entre sí (o mejor diríamos: se
trata de un ensayo dividido en cinco partes), a objeto de enriquecer el tema de
la expresión en nuestro continente. Haremos alusión, además, a “El romanticismo
y el hecho americano” pues en éste último se abordan las figuras venezolanas
Francisco de Miranda, Simón Bolívar y Simón Rodríguez. Nos dice Lezama Lima en “La
curiosidad barroca” que el barroco en Europa dominó por doscientos años el
terreno artístico con una arrogancia sin paralelo, al punto de ser considerado
por el gran estudioso alemán Worringer “un gótico degenerado” obrando por
acumulación (sin tensión) y con una asimetría sin plutonismo, es decir, sin
fuego interior, según entiendo, un fuego originario que en América Latina posee
adquisiciones de lenguaje únicas en el mundo mediante complejas maneras, que
incluyen desde un misticismo “que se ciñe a nuevos módulos para la plegaria”,
hasta los saboreos y tratamientos de los manjares. El barroco aparece en
América después de la Conquista y representa justamente un arte de la
Contraconquista por la rebelión que contiene. Va surgiendo en las ciudades
americanas que emergen, y por su mismo carácter incipiente se va apoderando de
“los placeres de la inteligencia”; al alejarse de los tumultos de la Conquista
y la Colonia se construye en lo propio, se trenza y multiplica, adquiere un
regusto por su propio lenguaje (“el saboreo de su vivir” le llama Lezama) o,
para emplear una de esas largas frases lezamianas que a su vez son barrocas:
“oreja sutil que en la esquina de su muy espaciada sala, desenreda los
imbroglios y arremolina las hojas sencillas”. Este barroco nuestro se sitúa
temporalmente a lo largo del siglo XVIII, próximo a la Ilustración, y se apoya
a veces en el cientismo cartesiano.
Va poco a poco Lezama refiriendo
ejemplos de lo que afirma. Nos cita las grandes salas de los incas en Perú, y
de inmediato nos reseña las apreciaciones que el Inca Garcilaso de la Vega
tenía sobre éstas, “para hacer sus fiestas cuando el cielo era lluvioso”; de
inmediato anota Lezama otra de sus ocurrencias barrocas: “arañas multiplicando
sus fuegos fatuos en los espejos”. Esa sala inca se llamaba galpón, según
informa Garcilaso. También en Perú está la Catedral de Puno llena de emblemas
con reminiscencias incaicas, retomando impulsos semejantes a los del gótico,
así como en las portadas de la Catedral de Juli. En la Basílica del Rosario en
Puebla, México, el barroco se percibe en paredes y columnas; Lezama percibe el
barroco en la “absorción del bosque por la contenciosa piedra”.
Pero donde Lezama advierte la mayor
fuerza del barroco arquitectónico en América es en el indio Kondori. “Princesa
incaica con atributos de poderío” le llama, expresada en la así denominada indiátide; en la Portada de San Lorenzo
en Potosí. Nos dice sin ambages el escritor cubano que se trata de la gran
hazaña del barroco americano, ésta, la del quechua Kondori, quien amalgama en
su obra lo español y lo indio, la teocracia hispana con la piedra incaica, refiriendo
varios elementos: la semiluna incaica en el orden de los planetas iberos;
instrumentos como el charango y la guitarrita en las tonalidades occidentales;
las deidades cuzqueñas saludadas en el momento de su exhumación por los
soldados españoles, según refiere el relato del Inca Garcilaso. Y en Paraguay,
los falansterios construidos por los jesuitas en sus trabajos de misiones,
donde al decir de Lezama “se volvía a otra inocencia”.
En la parte literaria, tenemos en
lugar preponderante al Primero sueño de
la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz y las peculiares obras de Sigüenza y
Góngora, que desde sus mismos nombres nos ubican en el barroco americano: Manifiesto filosófico contra los cometas
y La libra astronómica. En el
colombiano Hernando Domínguez Camargo advierte Lezama un gongorismo innovador
dotado de frenesí, de “rebelión desafiante, de orgullo desatado, que lo lleva a
excesos luciferinos” incluso más allá de los excesos del propio Don Luis de
Góngora. Por cierto, un sobrino de don Luis de Góngora en América, Carlos de Sigüenza
y Góngora, cartógrafo, estudioso de las razas mexicanas, amigo de Sor Juana y
viajero por las costas de La Florida, inventó que el mismo Luis IV había dado
para él un banquete en París para tenerle como amigo. Nótense los títulos de
sus obras: Belerefonte matemático contra
la quimera astrológica y Triunfo
parténico. Para Lezama se trata del barroco arquetípico, de alguien que
para poder disfrutar del paisaje lo llenaba de elementos artificiales, métricos
o voluptuosos.
Nos recuerda Lezama Lima que el
barroco puede ser tenido como un arte de la Contrarreforma y que la obra de
Domínguez Camargo Ejercicios se
sintetiza en dos partes: el hombre para Dios y las otras cosas sobre la tierra
creadas para el hombre, para que éste disfrute de todas ellas, en un banquete cuya
finalidad es Dios, un banquete literario que por su ímpetu expresivo a su vez
podría ser un corolario barroco.
Detengámonos un poco en los ejemplos
que ha puesto Lezama para hablar de este banquete literario. Domínguez Camargo
nos dice: Porque hay un repostero / que
las aves retrata tan perfectas / que se suelen volar las servilletas”. En
sucesivos casos, Lope de Vega aporta la col y la berenjena; Luis de Góngora la
aceituna; Sor Juana el aceite; Fray Plácido de Aguilar la toronja y Lope de
Vega los mariscos. Mientras, en América Leopoldo Lugones aporta la gallina y la
cebolla frita y hasta las sobras para el gato (la piltrafa); el mexicano
Alfonso Reyes en un poema suyo aporta el vino, y el cubano Cintio Vitier el
tabaco. Esta sección dedicada a las delicias culinarias remata con un café a la
turca recordado por Juan Sebastián Bach en una de sus Cantatas. Por cierto, la disposición de Lezama a la buena mesa –que
a su vez implica una absorción barroca por la apetencia gozosa que muestra
sobre todo en las páginas de Paradiso--
se halla ampliamente glosada con sus respectivas recetas en el volumen Las comidas de Lezama Lima (2011).
Volviendo al asunto del barroco
literario, Lezama Lima hace énfasis en el tempo
lento de Sor Juana Inés de la Cruz en su Primero Sueño, considerándolo en un lugar de primacía, aunque la
poeta dice que se ha inspirado en Don Luis de Góngora. Anota Lezama que el Sueño de Sor Juana “comienza con la
huida de los animales diurnos para darle paso a las sombras y a las nictálopes
(…) termina con la llegada del día, repartiendo los colores y entreabriendo los
sentidos. Pero la grandeza del poema no está en la habilidad o extrañeza de su
desarrollo, sino en la extensión ocupada por un tema tan total como la vida y
la muerte (…)”
Hay otro poema de Sor Juana: “El
Divino Narciso”, un Auto Sacramental que llama la atención de Lezama debido a
la importancia que en éste posee la figura de Narciso (tal se halla también en
Calderón de la Barca) que en Sor Juana da el tono de un “fondo de raza”. Por
cierto, Lezama coloca bajo la égida del barroco a algunas pinturas anónimas de
la llamada Escuela Cuzqueña, como “Los primeros pasos del Niño” y “La procesión
del Corpus presidida por llama, enteramente clara, del Inca Titupaco” y la
hagiografía cuzqueña de la Patrona Santa Rosa de Lima llamada “Gran llama,
enteramente clara, sin mezclas de sombras”.
EL RENACIMIENTO AMERICANO | Afirma Lezama que existe un
Renacimiento español en América, que busca aliviar un poco la reiterada
carencia señalada por los historiadores del arte, acerca de las escasas
manifestaciones renacentistas en España. En este sentido, el mal llamado
Descubrimiento y la Reforma son los dos hechos históricos que justificarían tal
presencia. Luego encontramos las alusiones al barroco de un Bernini, guiado por
la voluntad del “lleno espacial para destruir el vacío”, de llenar el horror
vacui, un afán de completar el espacio mediante una elaboración racionalista de
la ciudad. El ya citado indio Kondori en el Perú puede ser un ejemplo, y tal
afirma Lezama “la naturaleza, el fuego originario, los emblemas cabalísticos,
el ornamento utilizado como conjuro o terror, el que informa el templo.”
Otro rasgo de
este Renacimiento es que después del europeo, la historia de España pasó a
América, y el barroco americano se alza con la primacía por encima de los
trabajos arquitectónicos de José de Churriguera (cuyo nombre da origen al
llamado churrigueresco) o de Narciso Tomé. Haciendo uso de otras técnicas o
materiales como la platabanda americana, la madera boliviana y la piedra, las catedrales,
las láminas metálicas del Cuzco; en fin, la riqueza del material americano, el
formar parte de la gran construcción podían reclamar –dice Lezama— “un
espléndido estilo surgiendo paradojalmente de una heroica pobreza”. Otros
ejemplos en este sentido serían la Plaza del Zócalo y la Catedral de Puebla en
México, y la Catedral de La Habana. Reseña Lezama el hecho de que a Sor Juana
le encargaron unos versos para la inauguración de la Catedral de México.
Luego está en
Brasil el conocido ejemplo de El Alejaidinho, en Ouro Preto. Lezama Lima nos
dice que la obsesión del Aleijaidinho era no ser visto, éste “llevaba oculto
todo el rostro bajo un sombrero que le caía como ala sobre los hombros”;
picotea con su gubia las defensas de piedra y enlaza de modo subterráneo con el
conocido proverbio brasilero: “El Brasil progresa de noche, mientras duermen
los brasileros”, lo cual por cierto contrasta mucho con la noción de progreso
de la mayoría de los occidentales europeos. En este sentido, el arte del
Aleijaidinho representa para Lezama la culminación del barroco americano y la
unión grandiosa de lo barroco mexicano y de lo hispano con las culturas
africanas; de lo cual se infiere que las dos grandes síntesis que están en la
raíz del barroco nuestro serían lo hispano incaica y lo hispano negroide. Y en
el caso del Alejaidinho lo portugués estaría formando parte de lo hispánico,
tomando en cuenta varios factores personales que configuraron su realidad: una
madre negra esclava y su padre un arquitecto portugués; finalmente Lezama acota
que “el destino lo engrandece con una lepra que lo lleva a romper una vida
galante (…) bate y acrece lo hispánico con lo negro (…) Él mismo es el misterio
generatriz de la ciudad (…) la gran lepra creadora del barroco nuestro”.
Advertimos aquí como una enfermedad como la lepra es tomada en su sentido
generador de rebelión, exilio, diferencia y novedad; acaso se le pueda
adjudicar también un sentido religioso.
BARROCO Y ROMANTICISMO VENEZOLANO | En lo que se refiere al barroco
venezolano tendríamos que citar, en primer lugar, a Juan Pedro López
(1724-1787), acaso la figura más prominente del siglo XVIII en nuestro país,
cuyo modelo fue el artista español Murillo y cuya iconografía se inspira en el
barroco hispánico con una fuerza documental notable. En este sentido el arte en
Venezuela durante esta época replica al barroco tardío europeo, y desde el
primer tercio de ese siglo los pintores criollos comienzan a perfilarse con un
lenguaje que se diferencia de los manierismos individualistas, para acercarse
al espíritu popular que desembocaría en la obra de Juan Lovera (1778-1841).
Otro maestro de esa época es Antonio José Landaeta, quien justamente va a ser
maestro de Juan Lovera para prolongar la presencia del santoral barroco y crear
la pintura retratística e histórica en Venezuela, captando en su paleta a
prelados, hombres de letras o científicos, aportando un elemento documental de
primera importancia. En sus obras El 19
de abril de 1810 y El 5 de julio de
1811 da a conocer Lovera la primera semejanza real de quienes
protagonizaron nuestra gesta patria.
Desde el punto
de vista arquitectónico, nuestro barroco también se expresó imitando los
modelos hispánicos en iglesias y templos, como en la disposición de centros
urbanos donde la Iglesia quiso hacer sentir su peso como institución de poder.
La arquitectura de los templos fue sencilla y muy apegada al clasicismo, pero
asumidos muchos de ellos desde la libertad barroca de imaginación para el
decorado de los retablos, dorados o policromados, en los altares: columnas
recubiertas de pámpanos y vides, entablamentos, ángeles, figurillas proponen
efectos escenográficos del arte rococó y churrigueresco, como observamos por
ejemplo en los retablos del ya citado Juan Pedro López y en el maestro del
rococó en Venezuela, Domingo Gutiérrez, autor de los retablos de varias
iglesias como la Catedral de Caracas, la Iglesia de San Francisco, la Iglesia
de Petare, la Iglesia de Santa Lucía en el estado Miranda, y en mesas y
sillones tallados, marcos de espejos y cornucopias que son joyas del rococó
venezolano.
Quisiera hacer
algunas consideraciones muy personales sobre los fenómenos del barroco y el
romanticismo en nuestro arte y literatura. El caudal de literatura venezolana
romántica es profuso, pero muy irregular. Los dos románticos nuestros son, a mi
entender, Juan Antonio Pérez Bonalde (1846- 1892) y José Antonio Maitín
(1804-1874), el primero de filiación literaria alemana e inglesa, y el segundo
más apegado a lo hispano y lo francés, aunque ambos encontraron expresión
propia. La vuelta a la patria (1877),
El poema del Niágara (1880) y el
poema ante la muerte de su hija Flor (1833)
no son sólo joyas del romanticismo criollo y un canto exaltado al país natal y
la amada ciudad, --dentro del más depurado sentimiento romántico-- sino un
compendio acabado de un sentimiento humano. Mientras la Silva a la agricultura de la zona tórrida (1863) viene a ser, creo
yo, nuestro monumento del barroco (tal lo apuntara ya Lezama Lima en su
conversación), aunque se tenga históricamente como un ejemplo de lo neoclásico.
Su tema mismo desborda cualquier esquema preconcebido y coloca a Bello como un
maestro de lo barroco americano. Antes de Bello, José Antonio Maitín había
escrito el Canto fúnebre (1851) a la
muerte de su esposa, y es la mejor elegía escrita en nuestro romanticismo;
tampoco se descartan sus Ecos de Choroní
(1844), pueblo casi paradisíaco del litoral aragüeño donde nació Maitín. Esta
es pues mi tríada personal del barroco y del romanticismo más depurado en sus
variantes de canto a la naturaleza, nostalgia de la patria y sentimiento de
pérdida ante los seres queridos.
En lo referente
a pintura también tengo mis preferencias. En cuanto a lo barroco, me quedo con
las obras únicas en su clase de Juan Pedro López, a quien he estado a punto de
considerar una especie de Greco venezolano. De las obras religiosas suyas
prefiero las de Nuestra Señora de la
Concepción (1771), Santa Rosa de
Lima, la Virgen de la luz y La vida
de la Virgen, verdaderas apoteosis de nuestro barroco; sin olvidar por
supuesto los ya citados retablos suyos donde se aprecian pinturas de San
Rafael, San Miguel, San Gabriel y el Ángel Custodio. También son muy
apreciables las dos obras sobre La
Inmaculada Concepción de Antonio José Landaeta, que no tienen par en
nuestra pintura colonial, donde la figura de la virgen flota por encima de la
ciudad de los techos rojos, creando un efecto sin igual.
En cuanto a la
obra de Juan Lovera (1776- 1841) y sus piezas cumbres El 19 de abril de 1810 y El 5
de julio de 1811 (1838), habrá que decir que, siendo Alcalde del Cabildo
caraqueño también decoró el Cabildo Municipal de Caracas en 1821 y realizó
diversos retratos de Páez, Bolívar, Lino Gallardo, Cristóbal Mendoza y José
María Vargas, pero donde yo aprecio una auténtica sensibilidad barroca es en un
pequeño óleo sobre madera que representa a La
Divina Pastora (1820).
Creo que nadie
aventaja a Martín Tovar y Tovar (1827-1902) dentro de la pintura de tema
histórico, sobre todo por su famosa Firma
del Acta de la Independencia (1883) realizada para el Salón Elíptico del
Palacio Federal Legislativo, y otras obras encomendadas por el entonces
presidente de la republica Antonio Guzmán Blanco para el mismo Salón realizadas
en París, como son la Batalla de Boyacá (1895)
y la Batalla de Junín (1895). Estas
joyas artísticas, únicas en su estilo, cumplen para mí con el doble propósito
del barroco y del romanticismo: los caballos y jinetes en batallas están
suspensos todos en el aire: quienes cabalgan, disparan o caen muertos
transmiten siempre una sensación de movimiento y una fuerza inusual, nos
impregnan de auténtico poder e insuflan de un elevado patriotismo.
Finalmente está
el dueto conformado por Arturo Michelena (1863- 1898) y Cristóbal Rojas
(1858-1890), ya en las postrimerías del romanticismo. Ambos fueron amigos y
murieron jóvenes de la misma enfermedad (tuberculosis) y conforman una verdadera
llave de nuestra mejor pintura; son sencillamente, unos genios precoces. Ambos
marcharon a París –como Tovar y Tovar— a perfeccionar sus estudios y lo
lograron con creces; regresaron a Venezuela cargados de honores. Los temas de
Arturo Michelena fueron históricos, nacionalistas y religiosos. Michelena pinta
temas religiosos como Las bodas de
Canaan, La multiplicación de los panes y La última cena mientras que dentro de lo histórico pinta a la
mismísima Carlota Corday antes de ser ejecutada en Francia en tiempo real, lo
cual le imprime un relieve patético de verosimilitud al cuadro, como pocas
veces hemos presenciado; para venir luego a abordar obras como Vuelvan caras inspirada en la gesta
llanera de Páez, y las que serían sus realizaciones insuperables: El asesinato de Sucre en Berruecos y Miranda en la carraca. Estas dos últimas
obras no tienen par en la pintura venezolana de cualquier tiempo; son para mí
la síntesis plena del neobarroco, el romanticismo y el nacionalismo en un solo
movimiento armónico, que nos enfrenta por primera vez al drama de nuestra
historia con una potencia nunca antes igualada en nuestro arte. Este retrato de
Miranda puede ser considerado la gran obra de arte realizada por un venezolano;
ahí Miranda nos mira a todos nosotros desde su derrota, con un gesto impasible
y sereno, nos ausculta e inquiere; se trata de la obra más inquietante de
nuestra pintura, la síntesis de nuestro drama histórico. Mientras tanto, en El asesinato de Sucre en Berruecos
(1895) vemos cómo los ojos del caballo de Sucre, en su huida ante el crimen que
acaba de ser perpetrado, expresan el horror por un ideal a punto de perderse y
la traición, las bajas pasiones que intentan imponerse a la naciente patria.
Este cuadro sobre la muerte de Sucre nos instala y queda como un sello del
crimen infame impuesto a uno de nuestros más elevados héroes, expresado en este
cuadro y transfigurado en el tiempo, como el de Miranda, transformados ambos en
emblemas patéticos de nuestros ideales traicionados.
Conmueve, por
otra parte, la personalidad de Cristóbal Rojas, pintor de lo triste. Este
artista signado por el drama personal, la miseria, la guerra y los desastres
naturales (un terremoto devastó su tierra natal de Cúa, en el estado Miranda)
obligaron a su familia a marchar a Caracas a estudiar pintura, y lo hizo
inspirado en su propia vida de tribulaciones personales. Animista, intimista,
se vuelca sobre los temas sórdidos de la enfermedad, la destrucción, la
cercanía de la muerte. En París estudia a naturalistas como Daumier o Courbet,
pero adaptándolos a su ánimo pesimista que expresará en sus obras Ruinas de Cúa, La miseria (1886), La primera y última comunión (1888) son
ejemplos primeros de su inclinación a lo melancólico, constatados por su
dominio del claroscuro. Hay tres elementos que llaman mi atención en este
artista: su piedad hacia los que sufren (como sufrió él), su capacidad para
confrontarse a sí mismo en su pintura (como parte del sufrimiento colectivo), y
en medio de todo expresar su condición existencial con sincera vitalidad. Me
llaman poderosamente la atención dos cuadros suyos: La taberna (1887) donde parece tener reminiscencias de Johannes
Vermeer, (a mi modo de ver el más grande pintor de Europa) por lo que hay en
este de placer oculto, de enigma no visible a ser descifrado tras sucesivas
miradas al cuadro: una mujer de espaldas recibe en la taberna la alegría de los
beodos, mientras hace un ademán para protegerlos de algo. No habrá de olvidarse
su Muerte de Girardot en Bárbula
(1883) como un admirable homenaje al héroe aragüeño y al ideal patrio, y su
extraordinario Autorretrato con sombrero
rojo donde impone su personalidad humana, su ser existencial por encima de
miserias personales, temporales o históricas: desde ahí nos contempla, desde la
alegría y la reafirmación de su rostro altivo coronado por un sombrero
gracioso, desenfadado, un rostro pleno que nos mira desde un espacio puro, no
hollado aún, como una síntesis del ideal artístico de todos los que le
antecedieron.
TEMPLOS E IGLESIAS | De los templos que acusan este
influjo barroco –siempre con las diferencias del caso en cada ejemplo— tenemos
un conjunto de iglesias diseminadas a lo largo y ancho del país, que si bien
recibieron el influjo del Renacimiento europeo en su diseño arquitectónico,
mantuvieron el espíritu barroco vivo en el interior de las mismas, cuando se
construyeron los retablos para sus altares. El vigor inventivo del barroco, su
fantasía y aguda inteligencia se diluyen a veces en sus necesidades de fasto y
de pompa ornamental y en sus conceptos dirigidos hacia el exceso. Lo que
sobrevive de éste en América se debe a la gran tradición artesanal que se unió
a lo europeo para producir variedades originales en cada país. En Venezuela son
escasos los templos que acusan esta influencia del barroco tardío europeo,
sobre todo en fachadas y portadas, teniendo en cuenta que en el siglo XVI en
Europa –siglo de por sí del barroco— no aparece en Venezuela ningún templo de
este estilo.
Los pocos
ejemplos de barroco que tenemos se advierten sobre todo en portales, fachadas o
frontispicios, torres o campanarios, siempre teniendo en cuenta que nuestro
relativo barroco arquitectónico se produce dentro de una suerte de dignidad
creadora de lo elemental, de la escasez e incluso dentro de las condiciones
climáticas del trópico y de la limitación de los recursos materiales, y que sus
logros se deben más a sus artesanos, albañiles o alarifes que a la de
arquitectos consagrados.
Entre estos
templos tenemos a la Catedral de Calabozo en el estado Guárico, con elementos
frontales de barroco que intentan imponerse sobre el esquema medieval; la
curiosa fachada de ladrillos del templo de Araure (1767) en el estado
Portuguesa; la fachada de la Catedral de Caracas (1711) debida a don Francisco
Andrés Meneses; la fachada del Templo de San Sebastián de los Reyes (también
con textura original de ladrillos, lo cual constituye una innovación); la
fachada del Templo de la Concepción de El Tocuyo, (Edo. Lara), la fachada del
Templo de Calabozo (Edo, Guárico), considerada una de las más interesantes por
las orlas que decoran sus extremos laterales, e indican claramente un elemento
barroco; en la Iglesia de El Pao (Edo. Cojedes) el imafronte casi dobla en
altura al de la nave central; la fachada de la Capilla del Calvario en Carora
(Edo. Lara), en la Iglesia de Calabozo y en la de San Antonio de Maturín en San
Carlos (Edo. Cojedes), en la Iglesia de Clarines (Edo. Anzoátegui), la de San
Clemente en Coro (Edo. Falcón) pueden hallarse en mayor o menor grado elementos
distintivos de lo considerado clásico o renacentista (a veces habría que
considerar al barroco y al renacimiento en una relación de continuidad, y no de
oposición) y en nuevas aplicaciones en campanarios, torres cilíndricas, agujeros
adicionales en las fachadas para colocar las campanas y otros detalles menores,
hablan mejor de nuestro barroco arquitectónico religioso que cualquier exceso o
recargamiento formal, y como ya antes referimos, en los retablos y pinturas
sobre madera de las deidades cristianas, santos y vírgenes que se encuentran en
el interior de estos templos.
BARROCO MUSICAL VENEZOLANO | En materia musical, la época
colonial venezolana arrojó una producción magnífica que puede ser ubicada
dentro del barroco musical, representada por la figura del presbítero Pedro
Palacios y Sojo (1739-1799), conocido como el padre Sojo. Con la fundación del
Oratorio de San Felipe Neri, el padre Sojo ingenia una nueva forma musical. Las
reuniones de los músicos e instrumentistas en el Oratorio de Chacao –también
denominado Escuela de Chacao o Primera Generación por ser ésta la
primera promoción floreciente de nuestra música- lograron expresar un matiz
americano en sus composiciones, sin limitación alguna. Entre quienes integraron
dicha Escuela están Juan Manuel Olivares, organista del oratorio y maestro del
estilo contrapuntístico. De sus composiciones se cuentan Salve Regina y Lamentación
primera del Viernes Santo. Cuñado de Olivares, José Francisco Velásquez es
autor de temas navideños y de un Pange
Lingua. Los hermanos José Antonio Caro de Boesi también destacan en la
Escuela de Chacao. El primero es autor de la Dextera Domini y el segundo de una singular Misa de difuntos. Francisco Javier Ustáriz es otro nombre obligado;
el músico murió a manos de los realistas en el asalto a Maturín en 1814;
también José Antonio Caro de Boesi murió en Cumaná durante la famosa “Cena
sangrienta” perpetrada por las tropas realistas de Boves. Debido al apogeo
continental de la Escuela de Chacao, el Emperador de Austria envió, en 1789, a
dos emisarios suyos a Venezuela; éstos fueron tan bien recibidos en el Oratorio
del padre Sojo, que en retribución el Rey envió como obsequio una colección de
instrumentos, así como también partituras de Mozart, Pleyel y Haydn, que
permitieron a nuestros músicos el contacto con la música profana. Todos ellos
se destacaron en el repertorio europeo con misas, motetes, salves, tonos de
Navidad, pésames, himnos y ofertorios.
Luego adviene un período dentro de la Escuela
de Chacao denominado Segunda Generación,
más influido por Mozart y Haydn. Del grupo de ésta generación el más relevante
es José Ángel Lamas, caraqueño prodigio desde su niñez, cantor e intérprete del
fagot. El equilibrio y la sencillez de Lamas son ya proverbiales, provistos de
un brillante dramatismo. Sus obras Misa
en Re, la Salve, el Ave Marís Stella y sobre todo el Popule Meus, que aún se oye por todo el
país en las fiestas de Semana Santa, le han consagrado ya un espacio en nuestra
música. Por cierto, también el padre de Andrés Bello, Bartolomé Bello, fue,
además de legislador, un músico notable, cantor y compositor. Desempeñándose
como fiscal en Cumaná compuso su famosa Misa
del fiscal. Cayetano Carreño, autor de los motetes Tristis est anima mea, tan célebres como el Popule Meus de Lamas, es probablemente el más erudito y mejor profesor
de los músicos coloniales. Fue nombrado maestro de la capilla de la Catedral de
Caracas. Por su parte, Lino Gallardo se disputa con Juan José Landaeta la
autoría de El Gloria al bravo pueblo. Gallardo fue director de orquesta,
violinista y contrabajista. Una composición suya de corte patriótico, la Canción Americana (1912), tuvo mucha
popularidad. Gallardo fue hecho preso por estimular los ideales
revolucionarios, y recluido en las bóvedas de La Guaira. Libre ya, fundó una
Sociedad Filarmónica y luego se fue de nuevo a La Guaira, donde murió, mientras
se desempeñaba como empleado de aduanas. Juan José Landaeta padeció en las
mismas prisiones de su contemporáneo Gallardo, y descolló en el género de las
canciones patrióticas. También fundó escuelas para enseñar primeras letras y
proyectó una sociedad de conciertos que llamó Certamen de música vocal e instrumental. Además de su Gloria al bravo pueblo –decretado por
Guzmán Blanco como Himno Nacional- compuso obras religiosas como Salve Regina, Pésame a la Virgen y el Benedictus.
José Francisco Velásquez es autor representativo de los llamados tonos
festivos, temperamentales, plasmados en su pieza navideña Es María norte y guía; el espíritu de comunión con Dios experimenta
en él un tamiz lírico que lo hace original y célebre. Asimismo, son conocidas
sus obras religiosas Misa en mi bemol
y el Te Deum. Atanasio Bello Montero,
soldado de la Independencia y fundador de escuelas musicales, se destaca con su
Canción a la memoria del Libertador.
Juan Francisco Meserón fue flautista de la Sociedad Filarmónica de Gallardo, y
el mejor de su época. Justamente, escribe una Misa para oboes, trompas y cuerdas que goza de prestigio; a éste
punto inserta los instrumentos de viento como el clarín, el trombón y la
flauta, en la orquesta: su Miserere
acusa genialmente esta innovación personal.
Estos
nombres bastarían para señalar al principal movimiento musical de su tiempo,
equiparado en su época a los más avanzados del continente.
BARROCO Y ROMANTICISMO | En el siguiente ensayo del libro La expresión americana, titulado “El
romanticismo y el hecho americano” Lezama Lima remite a Fray Servando Teresa de
Mier como encarnando una transición del barroco al romanticismo; su peripecia
muestra otro lado de las controversias teologales, sobre todo al pintar Fray
Servando la imagen de la virgen de Guadalupe en el manto de Santo Tomás de
acuerdo a su prédica de los evangelios, desvalorizando la influencia española
sobre el indio, por medio del espíritu evangélico. Con sus encarcelamientos,
sus fugas y huidas (que de modo tan magistral ha mostrado el novelista cubano
Reinaldo Arenas en su novela El mundo
alucinante) cree romper con la tradición cuando en verdad la agranda, al
decir de Lezama, quien lo ve como “un creador en medio de la tradición que
desfallece, es decir, el fraile mexicano es un personaje clave dentro de la
rebelión teológica de lo americano, “antecesor ilustre que llega al final del
señorío barroco.”
Después de Fray
Servando, Lezama Lima coloca en este ensayo dentro del rango de los rebeldes a
los venezolanos Francisco de Miranda, Simón Bolívar y Simón Rodríguez. No desea
Lezama realizar, por supuesto, una relación cronológica de hechos ni mucho
menos, aunque sí situarlos en un plano de pensamiento sumamente interesante,
pero también teñido de los recelos ideológicos y de clase que predominaron
durante el romanticismo. Tenemos entonces a Fray Servando “a horcajadas en la
frontera del butacón barroco y del destierro romántico, aparece el ejemplo de
individualismo más sulfúreo y demoníaco. A medida que Bolívar se iba al círculo
mayor coronario, la gloria de Simón Rodríguez se hacía de hilo incandescente y
de misterio”, anota Lezama. A partir de allí acota una relación bastante
controversial y paradójica entre ambos personajes. Y digo personajes y no
figuras, pues no conozco otro escritor de América que haya comparado al
venezolano Rodríguez con el brasilero Alejaidinho (feo, excesivo, ambulatorio),
pues al ya citado origen del arquitecto carioca, agregamos el origen del
venezolano: niño huérfano y expósito, andariego, ya viejo, encuentra la ternura
en una india boliviana. Observa Lezama: “Desavenencias paternales, la
reclamación justa de las dos sangres formadoras, le dan sus primeras rabias. Se
jura en la venganza del trueque de apellidos.”
Sobre los
héroes venezolanos justo sería decir que el romanticismo americano
protagonizado por Miranda, Bolívar y Rodríguez constituye una nueva etapa del
romanticismo ilustrado, iluminista, que en América tiene unas características
de rebelión distintas, por cuanto es guiado por ideas y luchas emancipadoras de
negros, indios, mestizos, esclavos y criollos que desean liberarse de las
coronas europeas. Son numerosas las sutilezas manejadas por el escritor cubano
en el instante de abordar las complejas relaciones que se efectúan entre estos
prohombres venezolanos. Nos dice Lezama que la idea del incanato está
poderosamente vivaz en las mentes de Rodríguez, Miranda y Bolívar: “durante el
siglo XIX, se observa en todas las figuras esenciales de la familia de los
fundadores la tendencia a la aglutinación, a la búsqueda de centros
irradiantes, reverso de la actitud a la atomización, características del
español en su país o en la colonización.” De ahí en adelante Lezama lleva a
cabo un examen de los deslices históricos que permitieron el avance de Francia
en el poder europeo. Mientras Miranda tiende su mirada a Inglaterra (a Pitt, John
a Turnbull, a Hamilton) a la postre ello propiciaría, dice Lezama, la venganza
de Bolívar a Miranda, encarcelándole y poniéndole a merced de Monteverde.
Preso, como Fray Servando, espera la muerte en un calabozo.
Sigue muy de
cerca Lezama las intrigas suscitadas entre los secretarios de Miranda (como el
general Valdés), Mr. Turnbull y Mr. Pitt, para después hacer el paralelo con
gobernantes de México y Cuba (como Guemes y Horcasitas) en el último período
barroco. En el primer cuarto del siglo XX la relación sería entre Cuba y
Venezuela, como en efecto se produjo entre Juan Manuel Cajigal y los condes de
Montalvo. Lezama ve a Miranda y a Fray Servando vinculados a Cuba en lo
profundo aún cuando no se perciba a primera vista; puntos de contacto que se
harán visibles después.
Lezama Lima nos
habla luego de la frustración como un
elemento romántico en Simón Bolívar
que se “marginaliza” en cuanto ve que su sueño puede cumplirse (el de su tierra
prometida, la Gran Colombia), la “huida infernal de Simón Rodríguez hacia el
centro de la tierra, hacia los lagos
de la protohistoria” y a Francisco de Miranda “que se mueve como un gran actor
por la Europa de la Revolución Francesa (…) que al volver a América se muestra
incoherente, “uniendo su nombre al primer gran fracaso de la independencia
venezolana”. Lezama se atreve a decir que esa tradición romántica es la
tradición del calabozo, de la ausencia, la imagen y la muerte, logra crear el
hecho americano descrito por ausencias
posibles que de presencias imposibles
(subrayado nuestro), con lo que ha constituido esta tradición americana y donde
se sitúa el hecho histórico logrado. Pone como ejemplo a José Martí en esa
plenitud de la ausencia posible a
través de una gran “navidad verbal” (se refiere, sin duda, al lenguaje
modernista-manierista de la prosa de Martí) y lo coloca como la culminación del
calabozo de Fray Servando, la frustración de Simón Rodríguez y la muerte del
Miranda. Al final y para justificarlos, nos dice que su muerte pudiéramos
visionarla en el Pachacámac incaico, dios invisible, más que en el ideal
micénico (griego) del culto de los muertos, encauzado más hacia un conocimiento
poético, más allá del perecer él mismo en el incendio de su casa, estaría más
bien encauzado a tener las precauciones que se toman en el tibetano Libro de los muertos. Lleva a cabo un
rito con libros, jarros, leche, maíz en el pilón, en un acto ritual y de un
mito fundador que preside momentos de la expresión americana donde caben las
vasijas mexicanas, la guitarra de Martin Fierro, el poeta Walt Whitman, hasta
la estrella de Belén que anuncia la llegada del redentor ante un altar.
No es casual
que el ideal de José Martí dirigido al pueblo cubano haya sido guiado a su vez en
buena parte por las enseñanzas de Bolívar, Rodríguez o Miranda, y que el
destino común de estos pueblos se haya intentado formar nuevo en el siglo XX en
las gestiones políticas de Fidel Castro, Salvador Allende, Ernesto Guevara, Martin
Luther King, Malcolm X, Angela Davis, Hugo Chávez Frías, Evo Morales o Rafael
Correa; en cantores y poetas insurgentes como Pablo Neruda, César Vallejo, Roque
Dalton, Víctor Jara, Javier Heraud, Alí Primera, Violeta Parra, Atahualpa
Yupanqui, Mercedes Sosa, Bob Dylan, John Lennon, Silvio Rodríguez, Tony
Figueras, Juan Gelman, Víctor Valera Mora.
Permanecen
estas reflexiones de Lezama como un desafío, como reto de desciframiento y que,
por las complejas características revisadas superan, creo yo, al mero hecho histórico
asociado a la economía, al progreso, al desarrollo o el crecimiento materiales,
para colocarse en un plano moral de lo colectivo, estético, cósmico, de
alianzas firmes con el pueblo que es urgente llevar a cabo en este suelo de
América, para que nos sean revelados sus mejores secretos.
NOTAS
1. Jiménez Emán, Gabriel Entrevista a José Lezama Lima, “La imagen para mí
es la vida”, Talud, Revista Literaria, no. 7-8. Año IV. Mérida, Venezuela,
Mayo de 1975. pp. 5-18.
2. Lezama
Lima, José, La expresión americana, El
libro de bolsillo, Alianza Editorial, Madrid, 1969.
3. Gómez
Fariñas, Silvia Mayra, Las comidas de
Lezama Lima, Edición en homenaje a José Lezama Lima, 1910-2010, Colección
Sur Editores, Unión de Escritores y artistas de Cuba, Prólogo de Ciro Bianchi
Ross, La Habana Cuba, 2011.
*****
GABRIEL JIMÉNEZ EMÁN (Caracas, 1950).
Narrador, enssayista, traductor. Página ilustrada
con obras de los niños mágicos del Arte Amigo (Costa Rica), artistas invitados
de esta edición de ARC.
Agulha Revista de Cultura
Fase II | Número 23 | Janeiro de 2017
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO
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ALLAN VIDIGAL | ECLAIR ANTONIO ALMEIDA FILHO | FEDERICO RIVERO SCARANI | MILENE MORAES
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