La raíz invertida
no es, con certeza, una posición estética, menos aún consigna ideológica o reivindicación
de intereses de grupo, es, me parece, y estoy persuadido de ello, una reunión de
poetas, amigos, compatriotas; cada uno con su voz y sus preocupaciones, sus ocupaciones
y sus búsquedas en este espacio lírico: Para
escribir la ceniza. Su punto de coincidencia es la poesía, las identificaciones
culturales, literarias y, quizás, interpretaciones de la vida. No obstante, representan
a una parte importante de la juventud colombiana que escribe y hace poesía. Me refiero
no sólo a escribirla, sino a hacerla, construirla, edificarla cada día, cada instante.
La poesía como una casa, como la patria donde se buscan los significados, los sentidos
y los sentimientos de una geografía y una comunidad con sus propias diferencias
internas y sus semejanzas. Esa casa partida, fragmentada por la violencia absurda,
sin redención ni triunfo. La claridad de la derrota es fanal de una esperanza, del
optimismo contra esa vorágine sangrienta anunciada por José Eustasio Rivera o descrita
por Gabriel García Márquez en su Vivir para
contarla, a lo largo de más de medio siglo. Esta juventud encarna un nuevo tiempo,
un estado de ánimo distinto, una visión diferente en un contexto de paz relativa,
que no hace mucho era casi imposible concebirla.
El título de este libro,
Para escribir la ceniza, sugiere una memoria
viva, una conciencia sin ambages de ese pasado inmediato y del peligro acechante,
del fuego, de la muerte. La metáfora de La raíz invertida que los aglutina en este
libro y en la revista que lleva el mismo nombre, nos coloca en la perspectiva de
una lógica invertida, inconforme, con sus puntas hacia el cielo y no al suelo. No
están demasiado lejos, por otro lado, de sus antecesores de Piedra y cielo, ni del
grupo Mito, son deudores en buena medida de esa historia, y con muchos puntos de
contacto además con la llamada Generación sin nombre, pero sobre todo derivan de
la ausencia de generaciones ahora agrupadas o clasificadas en decenios, como los
nacidos en los años cincuenta, que Fernando Herrera denomina Modelo 50, con representantes
notables como Piedad Bonnett o Rómulo Bustos. La poesía colombiana, marcada profundamente
por la tradición española más que por la latinoamericana, comienza a dialogar con
autores de esta gran comunidad hispanohablante y de ese país continental que es
Brasil.
Cuando se repite ese cliché
de que en Colombia se habla el mejor español o castellano del mundo se hace desde
una perspectiva conservacionista del lenguaje, porque es quizás un país donde hubo
un culto más puritano de la lengua, atendiendo a la preservación de una forma antigua
y delimitada por la metrópoli, donde, por otro lado, el castellano adquiere muchas
y diversas expresiones regionales, sobre todo ahora cuando las autonomías hacen
revivir sus lenguas originarias como son el gallego, el eusquera, el catalán. El
idioma español crece y se ramifica con enorme vigor y vitalidad de acuerdo a las
propias dinámicas culturales de cada país y de cada región de sus respectivos territorios.
Unas y otras naciones del mundo hispano se intercambian términos, palabras, expresiones
que viajan de boca en boca o a través del cine, la TV, las revistas, internet, redes
sociales, y por supuesto también de la literatura. Una misma palabra puede tener
diversos significados en distintos países, pero también ciertas expresiones o términos
pueden identificar a comunidades diversas. En Perú y en México se dice chamba al
trabajo, chela a la cerveza, como en Colombia y México se saluda con el “quihubo”,
que es un modo de decir ¿qué hubo?, ¿qué tal?
La visión conservadora de
la lengua es un estereotipo que las nuevas generaciones no están interesada en cultivar
ni defender. Conscientes de esa movilidad civilizatoria y de esos flujos y reflujos
de la comunicación, los poetas jóvenes buscan alimentar sus discursos, sus voces,
con otras voces, con esos ecos y resonancias que provienen de adentro de esos otros
que los constituyen sin perder de vista su propia identidad, su propia perspectiva,
sus circunstancias. Así, la imagen de una Raíz Invertida es una figura móvil, trashumante,
interesada en la bóveda celeste y en romper con la gravedad del sentimiento nacionalista,
regionalista, chauvinista. Una raíz al final de cuentas es algo interior, profundo,
íntimo, aunque esté volcada hacia el exterior aparente. Eso mismo encuentro en la
poesía de estos tres jóvenes poetas colombianos, el apego a su terruño sin exacerbaciones
emotivas y patrioteras, sino más bien al afecto de su memoria, de sus paisajes,
de su gente, de su tragedia y de sus anhelos.
Una poesía que no rompe con la forma, sino la respeta, demuestra su acervo
de fuentes y atentas lecturas. Hay una digestión clara de los arpegios de Aurelio
Arturo, de las sonoridades vanguardistas de Luis Vidales o de la fuerza expresiva
y sintética de Rojas Herazo, del aliento narrativo de Álvaro Mutis, la ironía destellante
de Jaime Jaramillo Escobar; tampoco dejan de lado a sus maestros sexagenarios como
María Mercedes Carranza en cuya poesía fluye el intimismo y la pasión social, o
el rumor de alcoba de Darío Jaramillo Agudelo, ni la parquedad eficaz de Horacio
Benavides o la plasticidad verbal de Juan Manuel Roca.
Hellman Pardo, por ejemplo,
nos aproxima a la naturaleza y a la observación atenta del hombre sencillo, en vínculo
directo con su entorno, con el devenir de los días que lo obligan a preguntarse
por cada suceso personal y colectivo. Apunta con clara intención la coincidencia
de su nombre con el de Juan Gelman, cuyo apellido proviene del mismo origen: Hellmann.
Su padre asumió ese apellido alemán para salir de Ucrania e intentar por segunda
ocasión asentarse en Argentina. Un oficial de Aduanas lo convirtió en Gelman porque
así lo escuchó. Extraño diálogo de un poeta joven con uno de los mayores poetas
del siglo XX que hizo de la derrota su triunfo. En algún momento, Hellman nos dice
de otro modo: Si volviera el agua a martillar las
aceras / traería consigo los recuerdos de mi padre. / Su mano a orillas de mi mano/
halándome con fuerza / con cierto temor / de que su hijo mojara su pasado. / Sin
embargo tanto esfuerzo / una espléndida derrota.”
En
Hellman se advierte esa relación entre el cuerpo y su hábitat afectivo, el conflicto
entre los ecosistemas y la urbes, entre el progreso y los desterrados, o quizás
habría que decir en este caso de los desplazados, de los sin casa por causas brutales
y sinsentido, crueles, idiotas. “Este
es el día con su delgado cansancio / haz emerger mis restos de la tierra. / Mírame
/ he sido y soy bajo / este árbol pálido / que no resguarda / sólo un forajido con
algo de niebla. (El comienzo de los frutos).
Por su lado, Henry Alexander posee la virtud de la imagen
certera y relampagueante, con un discurso más rápido y más efectivo, de naturaleza
epigramática, con dibujos escriturales que nacen de Mallarmé o de las vanguardias
por la utilización de los silencios visuales y la disposición tipográfica de los
versos. El Haiku también insinúa su presencia. Es una escritura que asume riesgos,
búsquedas audaces sustentadas en la exploración de otras estéticas que en Colombia
no son comunes ni bien vistas.
El poeta H. Alexander puebla su discurso con presencias
emblemáticas como Billie Holliday, Robert Johnson, Johnny Cash, Janis Joplin, Jim
Morrison. El blues y el rock de los suicidas, el exceso de las pasiones conducen
sus versos a manera de homenajes, reconocimientos y quizás como diálogos de almas
donde el desgarrón existencial se palpa y sangra. “Cristo ha caído en la última
vértebra / de nuestra noche dorsal / y se deshace.” (Epigrama). Es él quien más
referencia hace a la raíz y a las cenizas como símbolos de una identidad cruel y
rebelde. “Hemos nacido en el olvido / y en el olor de la sangre.” (Abril). La brevedad
se aparta del ánimo contemplativo, bucólico, para utilizarla en favor de la eficiencia
y la perturbación, es decir, del impacto directo al nervio del lector, a su estado
pasivo.
En Jorge Valbuena, más que en sus compañeros,
se advierte la factura de casa; no obstante ser quien vive fuera de Colombia, pero
en un país que comparte muchos rasgos culturales con su lugar de origen. La casa
como la patria, tal como la expresó María Mercedes Carranza, es aún en el imaginario
de estos poetas emergentes una visión del porvenir cargada de escepticismo y de
coraje para intentar levantarla a base de palabras. Valbuena lo dice así en uno
de sus poemas: Hemos muerto. Todos en esta casa / han abierto las ventanas / han
dejado libre al silencio / y al tiempo que nos busca. / Las viejas grietas / buscan
su desembocadura. / Las sombras rasgan las paredes / de su incertidumbre. / El aire,
viciado de recuerdos / asfixia los platos vacíos. / El cielo ha olvidado su nombre
/y quiere bebernos en su tempestad.” (La ardiente oscuridad)
Sin duda una poesía efectiva, urdida a base de concisión
y brevedad, de figuras retóricas capaces de disolverse en el propósito de comunicar
la sentimentalidad del instante: Un ojo secreto tiritando / es lo que veo en mí
/ desde el navío profundo / de tus manos. (Fábrica de viento). Como en sus compañeros,
el amor es una puerta al porvenir, una acción de gracias por la piel, por la capacidad
de sentir y dialogar, de hallar en el otro su soledad compartida. De hecho la imagen
de la raíz invertida funciona en cada uno según su propio universo de intereses,
pero se centra en la noción del yo en conexión con sus afinidades electivas y afectivas.
“Pero espanto, estorbo, falto, / soy una roca que agoniza en medio de un sauce que
huye. / Si acaso me quitaran del medio / su raíz tocaría todas las muertes / y fuera
del hielo / las orquídeas buscarían el centro / de una sombra virgen.” (Páginas
de sombra)
La sombra es también un elemento recurrente para representar
la realidad ilusoria que nos propone Platón en La Caverna. Nuestros actos son eso, sombras de una realidad inasible
e incomprensible, sequía que tan a menudo cita y refiere Valbuena con un deje existencial,
incluso en el ambiente líquido de un estanque, o en el verdor de su origen colombiano:
“Es distinta la noche cuando cae en el acuario / Un remolino secreto nos despoja
/ de sus profundidades (La quietud es otra sombra)
Los tres aportan su o sus poemas para aclarar las cenizas
que pretenden reunir en este libro. Una muestra poética que rezuma salud y bríos,
empatía y honestidad. Como apoyo a mi afirmación inicial y conclusión, utilizo este
poema de Henry Alexander:
MEMORIAL DEL ÁRBOL
Nos susurra el viento su nostalgia de nieves
y el copetón tañe su silabario de alas.
Qué silencio es mi corteza,
y mis raíces
tejiendo la sangre de un sueño.
JOSÉ ÁNGEL LEYVA (México, 1958). Poeta, narrador, ensayista, editor y promotor cultural. Director general de la revista La Otra. Página ilustrada con obras de Óscar Sanmartín
(Espanha), artista invitado de esta edición de ARC.
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Agulha Revista de Cultura
Fase II | Número 24 | Fevereiro de 2017
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