Hay un solo camino, el de la llegada.
El eco, sin que nadie se lo pida, toma la palabra
y con ganas aclara los misterios del mundo.
Wislawa Szymborska
He visto nacer
casi todos los libros del poeta Carlos Fajardo Fajardo. Aparentemente esto me daría
una ventaja para dirimir estas líneas, pero en estricto sentido es más bien una
limitante porque me puede raptar perspectiva, obnubilarme el misterio, de tan cerca
que he permanecido en la gestación. Sin embargo, me atrevo, inducido por rehacer
el camino de los poemas, ya no como el cómplice de búsquedas y hallazgos, sino como
un desprevenido lector que se lanza a los signos escurridizos, con la intención
de plantear algunas hipótesis de recepción e interpretación.
En primera instancia quiero llamar la atención sobre un tópico
fundacional en la literatura universal. Poetas de diversas épocas y latitudes crean
su entorno, un espacio a caballo entre lo geográfico referencial y lo simbólico.
Ese universo, por lo general no es muy vasto. Troya e Ítaca son pequeñas ciudadelas
en las que el poeta Homero canta y cuenta –esencia de la poesía- las glorias y vicisitudes
de sus héroes. Aquiles, Héctor, Patroclo, Agamenón, Paris, Menelao, no solo pelean,
beben vino en generosas cráteras, se enamoran de fantasmas y asumen su hado trágico,
sino que además, se definen como ciudadanos de un lugar emblemático: son troyanos,
atenienses o espartanos, quieren volver a su origen, auscultar sus raíces para poder
hilvanar una nueva épica, llámese Odisea
o Eneida. Así en los intrincados sucesos
del retorno se privilegie al héroe -Ulises y Eneas- son los espacios, Ítaca y el
Lacio, los motivos esenciales para que se aúpe la poesía:
Cuentan que Ulises, harto de prodigios
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios
J.L. Borges (Arte Poética)
Más avanzados en el tiempo, con la irrupción de la novela moderna,
don Quijote y Sancho Panza, tienen como punta
de lanza de su utopía caballeresca, la toma paródica de la Ínsula Barataria, donde
tanto conocen de la precaria condición humana y las mezquinas mieses del poder.
García Márquez en Cien Años de Soledad,
esa novela tan cercana a la épica por secretos vasos comunicantes, crea la epifánica
aldea de Macondo, a donde todos vuelven después de infinitas diásporas. La más notable,
José Arcadio Buendía, el hijo pródigo que se va con los gitanos, le da sesenta vueltas
al mundo y regresa a fundir su sangre, primero con la prima, en vibrantes malabares
eróticos, y al final, con la madre, en un hilillo simbólico que retorna a su ombligo,
en un llamado thanático y edípico. El árbol
siempre ausculta sus raíces
De la misma estirpe fundacional, de ese Locus Amoenus que se mira en el espejo del Locus Terríbilis, estaría Comala, en Pedro Páramo, Santa María en la saga citadina de Onetti, Santa Lucía,
esa pequeñísima isla antillana en El reino
del Caimito, de Derek Walcott; la Buenos Aires de principios de siglo en los
cuentos de compadritos y puñales de Borges, y ante todo, en su primigenio Fervor de Buenos Aires. Y así, Yoknapatawpha
Country en William Faulkner, Spoon River, de Edgar Lee Masters, donde la muerte
es apenas un subterfugio para contar y cantar las andanzas humanas por esos vericuetos
de la existencia. La Gran Casa de la ciudad, la ciudadela, la aldea, la isla o la
provincia. Casa Grande e Senzala y de allí a la Casa Grande en Cepeda Samudio, o La Casa de las dos palmas en Mejía Vallejo, o La Mansión de Araucaima en Mutis, hasta fluir por la misma corriente
vital de la Poesía a la casa proverbial de Aurelio Arturo en su Morada al Sur, tan limítrofe con el patio
de la poesía inaugural de Héctor Rojas Herazo, la misma donde algunos vivos y varios
muertos deambulan a pie o en mula por La Aldea
Desvelada de Horacio Benavides, o por los zaguanes habaneros de Eliseo Diego
en su Calzada de Jesús del Monte:
Las casas encendidas reinventan la infancia
Vuelvo a esa casa con mis ruinas
no hay nada allí para alabarme
solo voces sumergidas en el tiempo
Sí, las mismas voces que vienen y van en los piélagos de la Poesía,
desde Homero hasta Cervantes, de Dante a García Márquez, de Lee Masters hasta la
casa con murciélagos e hipoteca de Lêdo Ivo, de la Isla de Patmos, donde Juan escribía en modo surrealista el apocalipsis de
la especie, hasta el escondido jardín donde se atrincheró de las turbulencias humanas
la discretísima Emily Dickinson. La pequeña ciudad donde nunca pasa nada, porque
el verdadero viaje es intimista; el barrio que no es otra cosa que mi casa, tu casa
y la casa de un vecino elegido, con su patio, su huerta y sus alambres para orear
la ropa y los vestigios:
En las cuerdas del patio
se balancea el llanto de un niño atardecido.
Hasta allí sólo llega le murmullo del barrio
donde un solitario niño juega con la arena
El poeta Carlos Fajardo Fajardo, heredero de esa tradición fundacional
vuelve a su barrio de casas blancas, insulado en una colina con carboneros y chiminangos,
murciélagos y renacuajos, grillos y culebras, pero de pronto, en ese peregrinaje
se le atraviesa la casa, primero y último eslabón de su verdadero viaje: La Poesía.
No es una entelequia metafísica, es el receptáculo de todo lo vivido y postergado
a causa de indescifrables odiseas. De ella, al frotarla un poco con la palma de
unas palabras, empiezan a salir los seres que la configuran hacia adentro y hacia
afuera. En el gineceo esta la figura poderosa de la Madre, curiosamente poderosa
porque es desde el silencio, desde el bajo perfil de sus oficios cotidianos y su
mesura femenil que instaura su presencia, consubstancial de ausencia:
Ella tatuaba en barro mis signos secretos
la fragilidad de mis días
Ella acariciaba sus plantas como pequeños
dioses
Partera de mis palabras,
milagro del mundo
Y de nuevo la lámpara frotada con vehemencia y profunda pasión,
y van llenando el recinto, el padre, los hermanos, las cosas cotidianas en la urdimbre
del hogar. Como en un juego concéntrico, la ciudad contiene al barrio, el barrio
a la casa, la casa a sus seres, sus seres a sus emociones, evocaciones y atmósferas:
Deja en mis manos algunos signos de gratitud
que ahora son migajas
Y él camina entre las luciérnagas
atrapadas en las manos del sol
Se respira una atmósfera de misterio, de música secreta y de
violencia insinuada por la conflagración constante que ha vivido Colombia durante
tantos años. La casa, donde la radio exultaba boleros, tangos y baladas, también
dejaba la impronta del país otro, no el bucólico de veranera y torcaza, sino el
de la violencia partidista primero, o la irrupción de la insurgencia en campos y
ciudades, después. La casa era el tambor que amplificaba la hecatombe. A escasas
cuadras de la Ínsula del viento (Rosa
Blindada ediciones, Cali, Colombia, diciembre 2016) fue rodeado y acribillado un
comandante guerrillero, con exuberantes pertrechos e hiperbólica logística aérea.
Bárbara pero poética la historia de nuestros barrios, sus calles y sus casas:
Mientras el país ardía entre pavesas
esas canciones arrullaban el silencio
hospederas del amor
caricias del mundo
Como los habitantes de Spoon River o de Comala, estos muertos
siguen vivos, son más que pavesas o recuerdos, la vida misma porque a su lado se
tejió la existencia, puntada a puntada, tinto a tinto, en amaneceres lentos, en
mediodías con siesta onírica, en noches con duermevela y fantasmas escondidos en
los armarios con cristal de roca donde se copiaba la lluvia que caía rayo a rayo
en el frágil escudo de las ventanas. Bien lo dice Arturo: los muertos viven en nuestras canciones
(Rapsodia de Saulo).
En la Ínsula del Viento sopla una tensión permanente. Preciso
decir que viento en griego también significa espíritu, de allí la bella síntesis
de Juan en su evangelio: El viento sopla de
donde quiere (Juan 3:8). Esa tensión cuyas orillas dialécticas son el Eros y
el Thánatos, alberga en su puente de bambú, casi de aire, una naturaleza pródiga,
de trópico con mar presentido e idealizado, con árboles y pájaros, con música de
fondo –siempre la música-, con noticias aciagas, con presentimientos letales, con
vacíos y agujeros negros donde reina el misterio, cifra imantada de la Poesía:
De pronto entre sombras
sale la más bella
venciendo los anuncios de la muerte
Se agita el verano
los amantes lo celebran
como demonios en celo
Hay profusión de imágenes, visuales, olfativas, connaturales
a la atmósfera de ciudad tropical, barrio limítrofe entre la urbe que se estira
en lontananza y el bosque montañoso que la separa del mar pero le trae, a cambio,
efluvios cotidianos de brisa y de pájaros, historias de viajeros y tambores, heridas
de guerra, peripecias de muchachos, olor a casa natal, a barrio primitivo con olor
a geranios, a mango, a perfume de muchachas, tan etéreo como el cisne salvaje de
Luis Rogelio Nogueras:
Desde los matorrales espiábamos a las más bellas
mientras el río les bañaba los pechos
erectos como una bandera
Los temas recurrentes: el barrio con sus trashumantes y peleadores
callejeros, sus muchachas que nos evocan los desnudos de Delvaux, por su esfumato
e idealización frente al mundo prosaico, la infancia, más padecida que encantada,
por una suerte de predisposición apocalíptica en cada palabra, en cada gesto, depositados por los adultos;
el amor como entelequia, como bengala tímida en la batahola de un mar embravecido,
la muerte, todo el tiempo, como ese viento que sopla de donde quiere y cuando quiere,
tocando cada cosa, cada rincón: el arpa en la colina, los renacuajos agonizando
en su elemento, el estertor de la ciudad circundante, con su sirena y su metralla,
en plena siesta de los ángeles, y siempre, siempre, la raigambre de un poeta argonauta
que salió hace muchos años de su ínsula, y como Ulises o Eneas, se empecina en regresar
a constatar el crecimiento de sus monstruos.
JORGE ELIÉCER ORDÓÑEZ MUÑÓZ (Cali, Colombia, 1951). Poeta, narrador y editor. Dirige Rosa Blindada Ediciones. Página
ilustrada con obras de Óscar Sanmartín (Espanha), artista invitado de esta edición
de ARC.
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Agulha Revista de Cultura
Fase II | Número 24 | Fevereiro de 2017
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