Leontino
Filho reafirma la existencia de una ausencia inscripta en el mismo movimiento de
la escritura. Porque no tiene destino ni llegada,
su grafía es peregrinaje cuyo itinerario marca la amplitud ilimitada de una especie
de diáspora: no supone la búsqueda de ninguna esencialidad, de ningún referente
fijo, sino que se trata meramente de un texto que instaura un lugar vacío y disperso
en donde sólo cabe la experiencia de la pérdida, allí por donde se
ve las eventualidades de la materia/ cuando
las imágenes dividían a los seres/ y el corazón hecho brújula/ giraba en lo ingobernable
de lo solo/ : – espejo exiliado de mí. Valdivia observa que, tradicionalmente,
la conciencia ha sido considerada como un espejo de la realidad, hasta el punto
de señalar que todos sus contenidos provienen de fuera (tal en Aristóteles) o que
se imprimen fielmente como el grabado de un anillo sobre una tabla de cera (tal
en Locke) o reflejan la ideología del instante social (como en Lukács). Para esa
tradición, la realidad está a nuestro alcance, así sea por medio de reflejos o impresiones:
en el espejo podemos constatar con nitidez la presencia de la objetividad, el transcurso
del tiempo y los efectos marcados en el rostro que de pronto contemplamos como nuestro
en ese mismo espejo. Leontino Filho parecería aceptar esa evidencia aunque, ante
el desgarramiento de la conciencia, el espejo no será acometido -a la manera de
Borges- por sus abominaciones duplicatorias; será, más bien, contemplado por su
capacidad de disolución: el reflejo pierde su claridad y deviene punto de fuga,
instaura una desterritorialización del sí mismo donde nada puede ponerse ni ser
dicho. [1] En consecuencia, entramos en la desertificación
de los signos que impone su apertura y lo abierto se caracteriza, justamente, por
ser inhabitable y a su vez entrópico: existe una profunda exploración de la nada
a través del vocablo en su plenitud y que, a su vez, configura un conjunto de textos
entre escrituras que vierten el espacio-tiempo propio del exilio, una intrínseca
relación en donde se colocan ciertas estrategias que van configurando los exilios en los que se patentizan la nostalgia en su plenitud de hartazgo
o una patria en pedazos. Nótense aquí
tres indicaciones importantes -que el poema Lágrima
establece de manera precisa: el desplazamiento (en el hemisferio de los ojos/ la imaginación pasea/ dulce migración de los
caseríos); la marcación del tiempo, por la que se quiere decir una historia
(en el hemisferio de los ojos/ la memoria
registra el arco iris/ larga soledad de los reinos); y la impronta de una cierta
impostación pasiva-apasionada de la voz (la
lengua en el hemisferio de los ojos/ ni siquiera imagina las migajas de culpa/ escupiendo
vicios/ partiendo cabezas/ ahogando sombras) –son colocados. En Leontino Filho
asistimos a un traslado referencial que relata una historia propia, otra (re)escritura
corporal donde el tiempo y el espacio parecen encontrar su territorio en un ámbito
extraño y ajeno, el de la irrealidad, hipóstasis de la imaginación, esa inocencia gastada/
vagabunda. Dentro de este movimiento de
la apariencia propia, la ambigua construcción de una subjetividad es abordada desde
el lugar de la sensación de salir de las articulaciones de la realidad simbólica,
para dar(se) a lo (im)propio. Es, si se quiere, la permanente sensación de habitar
en una dimensión fronteriza, que también es lugar de convergencia del entre de todo
el corpus poético que el autor va configurando. Se da una convergencia múltiple
que extiende y delata desde la memoria una historia propia que se inicia y se anuncia
en la mirada por la que se encuentra el único
cuerpo deshuesado / en la taciturna neblina / del alma:/ manos que no soportan /
la claridad de los cielos/ pensamientos/ de los amantes enfurecidos. Hay un
señalamiento de los cuerpos como en paréntesis, suspendidos en la irrealidad real
de la escritura, como una instancia en la que los cuerpos escriturales parecieran
escaparse, excluirse de cualquier representación oficial, para provocar una contra-dicción
que recorre todos los textos de Leontino Filho. En otros términos, el autor se desplaza
por una gramática que indaga una forma de (re)integración erótica de los posibles
signos que conforman la (re)lectura narcisista de su hilo conector y conductor:
memoria, cuerpo, lenguaje, historia. Como evidencia, ahí están los brazos (que) cargan la transparencia de los besos/ encienden/ guerrillas/ goces/ gastos/los
brazos describen la dádiva de la carne/ comprimen/ suspiros/ brisas/ sueltas/ los
brazos se adhieren a los errores de la amada/ descansan/ nómadas/ nortes/ nunca.
Tales secuencias se diagraman, por así decirlo, en base a un conjunto de series
correlativas y cualificantes entre sí, que se ordenan como categorías abstractivas
pero relacionables a una entidad discursiva común: la ciudad agónica -íntima-, ese aparato fantasmagorizante por
la que se despliega (en el trazo abriente de los cuerpos) escenas que ya ni siquiera
buscan una probable redención. Más aún: se transfiguran en la presentación de lo
que el trazo no muestra y desdibuja en una
migración de ilusiones/ cuando el tiempo es polvo/ pan/ es/ ovillo/ que hace de
tu intimidad/ una virtud momentánea/ en el pecado del día a día. Filho efectúa
un desplazamiento respecto al movimiento del yo hacia otro mismo que consiste en
alejarse y perderse más allá de los límites de una identidad cotidiana, entretejer
una fabulación disolvente de lo inmediato allí donde el sujeto lírico emite el texto
con la incursión de una cartografía cuyas voces distintivas se rigen por la extrañeza,
la sacralidad y la ucronía.
2. LUCILA NOGUEIRA | La autotelación
del cuerpo
La característica más sobresaliente de la obra de Lucila Nogueira es, sin duda
alguna, esa estrecha similitud en el discurso entre un proyecto ideológico y otro
estético por la que se tiende a promover la autotelación del cuerpo y su convergencia
trascendente en cuanto escena de escritura. Y ese proyecto ideológico se estructura
desde el momento mismo en que se es conciente de que el viaje platónico del alma
por la Belleza se ha escindido irremisiblemente en la realidad histórica occidental
contemporánea a partir del romanticismo. Lo que nos llevó, de una manera u otra,
a la inversión de los valores que, en el arte y el pensamiento, patologizó la estética
(y la pos-estética) hasta el punto de caer en el sinsentido: si en el ideal platónico,
la manía y el anonadamiento constituían un camino de renuncia al sí mismo para acceder
a una trascendencia que retornaba enriquecida a la comunidad, para el hombre moderno,
en cambio, Eros se ensimisma en la subjetividad. Ha perdido el pasaje por una teoría
que se comprometía con un proceso artístico-productivo, cuyos resultados eran necesariamente
sociales, comunitarios, urbanos. La cuestión radica, entonces, en que este Eros
desarraigado de la idea de Belleza se ha territorializado el deseo, se ha condensado
en la subjetividad. Esa densidad acotada a un objeto inmanente fosiliza el deseo
mismo, le hace perder flexibilidad. Eros necesita trascenderse; el deseo necesita
circular. En palabras de Deleuze, necesita encontrar líneas de fuga que lo
renueven, que lo enriquezcan, para crear, para producir obras que vayan más allá
de la subjetividad misma. [2] Nogueira propone, entonces, una escritura que descubra los signos apasionados
y al contener el principio del placer del texto (como palabra y como cuerpo), se
distingue en la interioridad de esta grafía por su fulguración, por su iridiscencia,
por su rapidez: se diluye tras una apoyatura idiomática. Suspende la realidad (la
desrealiza espacialmente) y acompaña la enunciación de un tiempo que será el tiempo
del inconsciente en donde el amor era como
un príncipe borracho/ y forzosamente hindú/
él era como la voz ronca de Dionisos/ haciendo sonar las teclas del piano
austríaco/ abandonado en la pasarela roja/ de un carnaval de plumas en la calle
de Bom Jesus, lo que nos lleva a incursionar de un modo directo por una retórica
que distingue tres modalidades en las relaciones corporales. [3] Primero en la sexualidad, pues lo que se entrecruza no son
sólo los cuerpos sino también las convicciones de la básica solidez de los cuerpos;
luego el erotismo, en que los cuerpos, de cuyo estar presente no dudamos, devienen
imagen de nuestro propio deseo; y finalmente el amor, en que los cuerpos simplemente
son un estorbo a la pura representación. Cuando me buscas -diría el hablante lírico-
no solamente buscas mi cuerpo, también la representación tuya de mi cuerpo, y la
representación tuya de tu cuerpo con el mío, y la representación de mi representación
junto a la tuya, y la representación de la unidad de todo lo representado en ambas
representaciones. Para Lucila Nogueira, la búsqueda erótica es, ante todo, una búsqueda
de la coherencia de las representaciones aunque mayormente termine en ese desmayar
la furia, en el olvido de sí que da el dolor de lo seccionado porque la unidad no
siempre se vislumbra ante la demora del amante. Esa especie de dimensionalidad metafísica
es la que imprime cierta sacralidad a toda la retórica del cuerpo, puesto que éste
lleva implícito una aspiración de eternidad o, por lo menos, una sensación de
infinitud. Según Octavio Paz, “el amor también es una respuesta: por ser tiempo
y estar hecho de tiempo, [...] es, simultáneamente, conciencia de la muerte y tentativa
por hacer del instante una eternidad”. [4] Salir de uno para encontrarse y hasta fundirse con lo otro no es sino una forma
desinteresada de amor en el que confluyen cuerpo y alma. De esta manera, y en el
trazo abriente desarrollado por el hablante lírico, el amor sexual se eleva hasta
constituirse "experiencia religiosa" aunque no precisamente en el sentido
que Tertuliano etimologizó (religión, re-ligare, volver a unir) sino en el
que planteó anteriormente Cicerón en su libro Sobre la naturaleza de los dioses: religión provendría de re-legere, volver a leer. Si convenimos en que el
texto no es una estructura y sí un cuerpo -o su simulación-, esta traslación de
sentido se despliega en una praxis. Porque si cuando leo, lo que veo es un texto/cuerpo,
entonces mi mirada además de ser algo voyeurista, es la mirada del amante. Miraré,
tocaré, recorreré el texto. La lectura devendrá pasión. Al cuerpo lo acaricio, lo
huelo, lo hurgo. El texto, en cuanto desplaza y absorbe pendularmente una variedad
de asedios en relación directa a la pluralidad de modos o figuras de lo deseado,
ya dejará de ser algo: pasará a ser alguien. El texto es, pues, una otredad y lo
mismo ocurrirá con el proceso de escritura en el que Nogueira puede travestir su
voz y corporalizar un ángel clandestino padre
de Cristo y Juan Bautista, la estatua
tutelar de dioses desconocidos o una diva que duerme bajo el brillo de Indonesia. Dejando de lado la analogía fálica del
bolígrafo, que penetra y rasga el papel, que lo inunda en la huella que deja todo
trazo, la escena de escritura es siempre un goce donde el que escribe asiste a la
fruición de ver poblarse el texto/cuerpo de marcas significantes que hacen hablar
la piel dormida, esto es, al papel en blanco en el que sólo puede darse una película siempre nueva de imágenes virtuales,
un conjunto de escenarios sucesivos sin ninguna
conexión a no ser la del deseo mismo.
3. ROBERTO
PIVA | La caosmogénesis de un ciclón lisérgico
Roberto
Piva prefigura una tensión dialéctica
de suma importancia en el conjunto de su producción: entre los intersticios de lo
real y sus transliteraciones anagógicas, se comienza a evidenciar esas alucinaciones que penden fuera del alma protegidas por cajas de materia
plástica erizando el pelo a través de las calles iluminadas y en los arrabales de
labios podridos. La dimensionalidad marcada por
esta concatenación precisa de metáforas indican la inminencia del Da’at cabalístico
en cuanto intermitente evanescencia del puente que une las palabras con las cosas.
En otros términos, una especie de ruptura
bajo el imperio de un lapsus discursivo que, interrumpiéndose a sí mismo, oye y
entiende. Incluso se presencializa esa distancia en el decir más enigmático que
no logra mantener el ritmo respiratorio en sus soportes normales, arriesgándose
a la intemperie muda de sus bordes sumidos en una especie de desintegración progresiva,
ese exilio donde padezco
angustia, esos muros que invaden mi memoria
arrojada hacia el Abismo. Las reflexiones kantianas en torno a lo sublime respecto
a la escenificación estética de “lo informe” o de lo que no tiene límites tal vez
proporcionen otras claves de lectura. Lo que no implica -valga la advertencia- equipararlo
a lo “monstruoso”: lo monstruoso, dice Kant, “es un objeto que
por su magnitud niega el fin que constituye su propio concepto”. [5] O sea, lo que aterroriza de lo monstruoso
es la magnitud de lo que repugna al fin o al “deber ser” que constituye el concepto
de un objeto, mientras que lo que atemoriza de lo sublime es la magnitud de lo que
rebasa cualquier objetivación: la negación y la nada introdúcense en el dominio
del trazo, talvez porque en Roberto Piva la transubstanciación recíproca entre lo
estético y lo religioso es un elemento indisoluble de su fenomenología poética.
Es lícito, por lo tanto, leer lo inobjetivado como una radicalidad
que ofrece la expresión ecológica de dos prácticas claves: la sustracción (extática)
y el hieratismo (técnico) que producen la grafía experiencial de lo poseso -o el
“arrebato” místico-. Lo sublime es entonces ese árbol blanco cubierto de .ángeles y locos
adelantando sus frutos hasta el próximo siglo futuro, cuyas figuraciones de
lo estrictamente numinoso nos remiten a ciertas tautologizaciones de la teología
negativa. Porque de lo numinoso ni siquiera es dable decirle sujeto o ser absoluto.
Es tan inubicable como esa c(a)osmogénesis de la cual el todo surge terriblemente
primigenio. Ahora bien, la manifestación de lo divino, de su singular alteridad,
no tiene por qué ser, en este caso, de índole seráfica. Como el propio autor ha
declarado en varias entrevistas, la escritura nunca deja de ser una estadía rimbaldiana
en los infiernos, poetización metonímica de un enfrentamiento con la potencialidad
demoníaca tal como lo entendió Stefan Zweig. Según el ensayista austriaco, lo demoníaco
“es la inquietud esencial e innata en todo ser humano que le separa de sí y le arrastra
al infinito, hacia lo elemental. Parecería como si la naturaleza hubiese dejado
subsistir una pequeña parte del caos primitivo en cada alma y esa parte se esforzara
pasionalmente en retornar al elemento de que salió: lo suprahumano, lo abstracto.
Dentro de nosotros, el demonio es el fermento atormentador e inquieto que impulsa
al ser, casi siempre tranquilo, a todo lo que es peligro, exceso, renunciación y
hasta anulación de sí”. [6]
En Piva esa potencialidad que pugna por desbordar la
grieta subyacente al signo presupone un combate desde lo indecidible. O sea, la noción del hablante lírico que se configura desde su propia subjetividad
opera cual si fuera un simulacro: lleva a cabo un desplazamiento, un continuo separarse
de la unidad-sentido, o de la unidad dadora de sentido. Esta nueva “identidad” que
se configura desde lo demoníaco asumido en la poética autobiográfica y en el modo
de marcar su secuencia sinonímica -yo dejaría proliferar una úlcera y admiraría las estatuas de fuertes dentaduras/
iría a bailes donde yo no podría llevar a mis amigos pederastas o barbudos/ yo me
universalizaría en el sentido común y ellos dirían que tengo todas las virtudes/
yo no soy piadoso/ yo nunca podré ser piadoso/ mis ojos resuenan y se tiñen de verde/
los rascacielos de carniza se decomponen en los pavimentos-, se caracteriza por una continua desapropiación de sí, que permite que
el yo se constituya no desde una propiedad sino desde una im-propiedad: la de construirse
desde lo otro que se escribe en su escritura. Escribir implica convertirse, derrideanamente,
en el entre o lugar vacío para ser atravesado por otras voces, otros cuerpos,
otros textos (Dante Alighieri, Jorge de Lima, el Marqués de Sade, Henri Michaux).
Escribir significa dejar toda propiedad de sí, para permitir que el otro -o los
otros. Lo demoníaco siempre deviene “Multitud”- hable en y desde nuestras últimas
palabras.
NOTAS
1. Valdivia, Benjamín
(2003): “Presencia del sueño”, Colección
Atarazanas. Instituto Veracruzano de la Cultura, México.
2. Deleuze, G. y Guattari, F. (1973): El Anti-Edipo.
Capitalismo y esquizofrenia, Barcelona, Paidós.
3. Valdivia, Benjamín (1999). “Argumentos para la retórica”,
Ediciones Desierto. San Luís Potosí, México.
4. Paz,
Octavio (2000): La llama doble. Amor y erotismo, Seix
Barral, México.
5. Kant,
Emmanuel: Lo bello y lo sublime. Espasa
Calpe, Madrid, 1919 (traducción de A. Sánchez Rivero)
6. Zweig,
Stefan (1947): La lucha con el demonio,
Editorial Tor SRL, Buenos Aires.
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MARTIN PALACIO GAMBOA (Argentina).
Poeta y ensayista. Los textos aquí publicados son capítulos del libro Los trazos de Pandora – Otras voces, otros territorios,
antología bilingüe de la poesía contemporánea brasileña preparada por MPG. Página
ilustrada con obras de Óscar Sanmartín (Espanha), artista invitado de esta edición
de ARC.
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Agulha Revista de Cultura
Fase II | Número 24 | Fevereiro de 2017
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
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