terça-feira, 14 de fevereiro de 2017

MARTIN PALACIO GAMBOA | Tres poetas brasileños


1. LEONTINO FILHO | La escritura magallánica: entre el exilio y la pérdida

Leontino Filho reafirma la existencia de una ausencia inscripta en el mismo movimiento de la escritura. Porque no tiene destino ni llegada, su grafía es peregrinaje cuyo itinerario marca la amplitud ilimitada de una especie de diáspora: no supone la búsqueda de ninguna esencialidad, de ningún referente fijo, sino que se trata meramente de un texto que instaura un lugar vacío y disperso en donde sólo cabe la experiencia de la pérdida, allí por donde se ve las eventualidades de la materia/ cuando las imágenes dividían a los seres/ y el corazón hecho brújula/ giraba en lo ingobernable de lo solo/ : – espejo exiliado de mí. Valdivia observa que, tradicionalmente, la conciencia ha sido considerada como un espejo de la realidad, hasta el punto de señalar que todos sus contenidos provienen de fuera (tal en Aristóteles) o que se imprimen fielmente como el grabado de un anillo sobre una tabla de cera (tal en Locke) o reflejan la ideología del instante social (como en Lukács). Para esa tradición, la realidad está a nuestro alcance, así sea por medio de reflejos o impresiones: en el espejo podemos constatar con nitidez la presencia de la objetividad, el transcurso del tiempo y los efectos marcados en el rostro que de pronto contemplamos como nuestro en ese mismo espejo. Leontino Filho parecería aceptar esa evidencia aunque, ante el desgarramiento de la conciencia, el espejo no será acometido -a la manera de Borges- por sus abominaciones duplicatorias; será, más bien, contemplado por su capacidad de disolución: el reflejo pierde su claridad y deviene punto de fuga, instaura una desterritorialización del sí mismo donde nada puede ponerse ni ser dicho. [1] En consecuencia, entramos en la desertificación de los signos que impone su apertura y lo abierto se caracteriza, justamente, por ser inhabitable y a su vez entrópico: existe una profunda exploración de la nada a través del vocablo en su plenitud y que, a su vez, configura un conjunto de textos entre escrituras que vierten el espacio-tiempo propio del exilio, una intrínseca relación en donde se colocan ciertas estrategias que van configurando los exilios en los que se patentizan la nostalgia en su plenitud de hartazgo o una patria en pedazos. Nótense aquí tres indicaciones importantes -que el poema Lágrima establece de manera precisa: el desplazamiento (en el hemisferio de los ojos/ la imaginación pasea/ dulce migración de los caseríos); la marcación del tiempo, por la que se quiere decir una historia (en el hemisferio de los ojos/ la memoria registra el arco iris/ larga soledad de los reinos); y la impronta de una cierta impostación pasiva-apasionada de la voz (la lengua en el hemisferio de los ojos/ ni siquiera imagina las migajas de culpa/ escupiendo vicios/ partiendo cabezas/ ahogando sombras) –son colocados. En Leontino Filho asistimos a un traslado referencial que relata una historia propia, otra (re)escritura corporal donde el tiempo y el espacio parecen encontrar su territorio en un ámbito extraño y ajeno, el de la irrealidad, hipóstasis de la imaginación, esa inocencia gastada/ vagabunda. Dentro de este movimiento de la apariencia propia, la ambigua construcción de una subjetividad es abordada desde el lugar de la sensación de salir de las articulaciones de la realidad simbólica, para dar(se) a lo (im)propio. Es, si se quiere, la permanente sensación de habitar en una dimensión fronteriza, que también es lugar de convergencia del entre de todo el corpus poético que el autor va configurando. Se da una convergencia múltiple que extiende y delata desde la memoria una historia propia que se inicia y se anuncia en la mirada por la que se encuentra el único cuerpo deshuesado / en la taciturna neblina / del alma:/ manos que no soportan / la claridad de los cielos/ pensamientos/ de los amantes enfurecidos. Hay un señalamiento de los cuerpos como en paréntesis, suspendidos en la irrealidad real de la escritura, como una instancia en la que los cuerpos escriturales parecieran escaparse, excluirse de cualquier representación oficial, para provocar una contra-dicción que recorre todos los textos de Leontino Filho. En otros términos, el autor se desplaza por una gramática que indaga una forma de (re)integración erótica de los posibles signos que conforman la (re)lectura narcisista de su hilo conector y conductor: memoria, cuerpo, lenguaje, historia. Como evidencia, ahí están los brazos (que) cargan la transparencia de los besos/ encienden/ guerrillas/ goces/ gastos/los brazos describen la dádiva de la carne/ comprimen/ suspiros/ brisas/ sueltas/ los brazos se adhieren a los errores de la amada/ descansan/ nómadas/ nortes/ nunca. Tales secuencias se diagraman, por así decirlo, en base a un conjunto de series correlativas y cualificantes entre sí, que se ordenan como categorías abstractivas pero relacionables a una entidad discursiva común: la ciudad agónica -íntima-, ese aparato fantasmagorizante por la que se despliega (en el trazo abriente de los cuerpos) escenas que ya ni siquiera buscan una probable redención. Más aún: se transfiguran en la presentación de lo que el trazo no muestra y desdibuja en una migración de ilusiones/ cuando el tiempo es polvo/ pan/ es/ ovillo/ que hace de tu intimidad/ una virtud momentánea/ en el pecado del día a día. Filho efectúa un desplazamiento respecto al movimiento del yo hacia otro mismo que consiste en alejarse y perderse más allá de los límites de una identidad cotidiana, entretejer una fabulación disolvente de lo inmediato allí donde el sujeto lírico emite el texto con la incursión de una cartografía cuyas voces distintivas se rigen por la extrañeza, la sacralidad y la ucronía.

2. LUCILA NOGUEIRA | La autotelación del cuerpo

La característica más sobresaliente de la obra de Lucila Nogueira es, sin duda alguna, esa estrecha similitud en el discurso entre un proyecto ideológico y otro estético por la que se tiende a promover la autotelación del cuerpo y su convergencia trascendente en cuanto escena de escritura. Y ese proyecto ideológico se estructura desde el momento mismo en que se es conciente de que el viaje platónico del alma por la Belleza se ha escindido irremisiblemente en la realidad histórica occidental contemporánea a partir del romanticismo. Lo que nos llevó, de una manera u otra, a la inversión de los valores que, en el arte y el pensamiento, patologizó la estética (y la pos-estética) hasta el punto de caer en el sinsentido: si en el ideal platónico, la manía y el anonadamiento constituían un camino de renuncia al sí mismo para acceder a una trascendencia que retornaba enriquecida a la comunidad, para el hombre moderno, en cambio, Eros se ensimisma en la subjetividad. Ha perdido el pasaje por una teoría que se comprometía con un proceso artístico-productivo, cuyos resultados eran necesariamente sociales, comunitarios, urbanos. La cuestión radica, entonces, en que este Eros desarraigado de la idea de Belleza se ha territorializado el deseo, se ha condensado en la subjetividad. Esa densidad acotada a un objeto inmanente fosiliza el deseo mismo, le hace perder flexibilidad. Eros necesita trascenderse; el deseo necesita circular. En palabras de Deleuze, necesita encontrar líneas de fuga que lo renueven, que lo enriquezcan, para crear, para producir obras que vayan más allá de la subjetividad misma. [2] Nogueira propone, entonces, una escritura que descubra los signos apasionados y al contener el principio del placer del texto (como palabra y como cuerpo), se distingue en la interioridad de esta grafía por su fulguración, por su iridiscencia, por su rapidez: se diluye tras una apoyatura idiomática. Suspende la realidad (la desrealiza espacialmente) y acompaña la enunciación de un tiempo que será el tiempo del inconsciente en donde el amor era como un príncipe borracho/ y forzosamente hindú/  él era como la voz ronca de Dionisos/ haciendo sonar las teclas del piano austríaco/ abandonado en la pasarela roja/ de un carnaval de plumas en la calle de Bom Jesus, lo que nos lleva a incursionar de un modo directo por una retórica que distingue tres modalidades en las relaciones corporales. [3] Primero en la sexualidad, pues lo que se entrecruza no son sólo los cuerpos sino también las convicciones de la básica solidez de los cuerpos; luego el erotismo, en que los cuerpos, de cuyo estar presente no dudamos, devienen imagen de nuestro propio deseo; y finalmente el amor, en que los cuerpos simplemente son un estorbo a la pura representación. Cuando me buscas -diría el hablante lírico- no solamente buscas mi cuerpo, también la representación tuya de mi cuerpo, y la representación tuya de tu cuerpo con el mío, y la representación de mi representación junto a la tuya, y la representación de la unidad de todo lo representado en ambas representaciones. Para Lucila Nogueira, la búsqueda erótica es, ante todo, una búsqueda de la coherencia de las representaciones aunque mayormente termine en ese desmayar la furia, en el olvido de sí que da el dolor de lo seccionado porque la unidad no siempre se vislumbra ante la demora del amante. Esa especie de dimensionalidad metafísica es la que imprime cierta sacralidad a toda la retórica del cuerpo, puesto que éste lleva implícito una aspiración de eternidad o, por lo menos, una sensación de infinitud. Según Octavio Paz, “el amor también es una respuesta: por ser tiempo y estar hecho de tiempo, [...] es, simultáneamente, conciencia de la muerte y tentativa por hacer del instante una eternidad”. [4] Salir de uno para encontrarse y hasta fundirse con lo otro no es sino una forma desinteresada de amor en el que confluyen cuerpo y alma. De esta manera, y en el trazo abriente desarrollado por el hablante lírico, el amor sexual se eleva hasta constituirse "experiencia religiosa" aunque no precisamente en el sentido que Tertuliano etimologizó (religión, re-ligare, volver a unir) sino en el que planteó anteriormente Cicerón en su libro Sobre la naturaleza de los dioses: religión provendría de re-legere, volver a leer. Si convenimos en que el texto no es una estructura y sí un cuerpo -o su simulación-, esta traslación de sentido se despliega en una praxis. Porque si cuando leo, lo que veo es un texto/cuerpo, entonces mi mirada además de ser algo voyeurista, es la mirada del amante. Miraré, tocaré, recorreré el texto. La lectura devendrá pasión. Al cuerpo lo acaricio, lo huelo, lo hurgo. El texto, en cuanto desplaza y absorbe pendularmente una variedad de asedios en relación directa a la pluralidad de modos o figuras de lo deseado, ya dejará de ser algo: pasará a ser alguien. El texto es, pues, una otredad y lo mismo ocurrirá con el proceso de escritura en el que Nogueira puede travestir su voz y corporalizar un ángel clandestino padre de Cristo y Juan Bautista, la estatua tutelar de dioses desconocidos o una diva que duerme bajo el brillo de Indonesia. Dejando de lado la analogía fálica del bolígrafo, que penetra y rasga el papel, que lo inunda en la huella que deja todo trazo, la escena de escritura es siempre un goce donde el que escribe asiste a la fruición de ver poblarse el texto/cuerpo de marcas significantes que hacen hablar la piel dormida, esto es, al papel en blanco en el que sólo puede darse una película siempre nueva de imágenes virtuales, un conjunto de escenarios sucesivos sin ninguna conexión a no ser la del deseo mismo.

3. ROBERTO PIVA | La caosmogénesis de un ciclón lisérgico

Roberto Piva prefigura una tensión dialéctica de suma importancia en el conjunto de su producción: entre los intersticios de lo real y sus transliteraciones anagógicas, se comienza a evidenciar esas alucinaciones que penden fuera del alma protegidas por cajas de materia plástica erizando el pelo a través de las calles iluminadas y en los arrabales de labios podridos. La dimensionalidad marcada por esta concatenación precisa de metáforas indican la inminencia del Da’at cabalístico en cuanto intermitente evanescencia del puente que une las palabras con las cosas. En otros términos, una especie de ruptura bajo el imperio de un lapsus discursivo que, interrumpiéndose a sí mismo, oye y entiende. Incluso se presencializa esa distancia en el decir más enigmático que no logra mantener el ritmo respiratorio en sus soportes normales, arriesgándose a la intemperie muda de sus bordes sumidos en una especie de desintegración progresiva, ese exilio donde padezco angustia, esos muros que invaden mi memoria arrojada hacia el Abismo. Las reflexiones kantianas en torno a lo sublime respecto a la escenificación estética de “lo informe” o de lo que no tiene límites tal vez proporcionen otras claves de lectura. Lo que no implica -valga la advertencia- equipararlo a lo “monstruoso”: lo monstruoso, dice Kant, “es un objeto que por su magnitud niega el fin que constituye su propio concepto”. [5] O sea, lo que aterroriza de lo monstruoso es la magnitud de lo que repugna al fin o al “deber ser” que constituye el concepto de un objeto, mientras que lo que atemoriza de lo sublime es la magnitud de lo que rebasa cualquier objetivación: la negación y la nada introdúcense en el dominio del trazo, talvez porque en Roberto Piva la transubstanciación recíproca entre lo estético y lo religioso es un elemento indisoluble de su fenomenología poética. Es lícito, por lo tanto, leer lo inobjetivado como una radicalidad que ofrece la expresión ecológica de dos prácticas claves: la sustracción (extática) y el hieratismo (técnico) que producen la grafía experiencial de lo poseso -o el “arrebato” místico-. Lo sublime es entonces ese árbol blanco cubierto de .ángeles y locos adelantando sus frutos hasta el próximo siglo futuro, cuyas figuraciones de lo estrictamente numinoso nos remiten a ciertas tautologizaciones de la teología negativa. Porque de lo numinoso ni siquiera es dable decirle sujeto o ser absoluto. Es tan inubicable como esa c(a)osmogénesis de la cual el todo surge terriblemente primigenio. Ahora bien, la manifestación de lo divino, de su singular alteridad, no tiene por qué ser, en este caso, de índole seráfica. Como el propio autor ha declarado en varias entrevistas, la escritura nunca deja de ser una estadía rimbaldiana en los infiernos, poetización metonímica de un enfrentamiento con la potencialidad demoníaca tal como lo entendió Stefan Zweig. Según el ensayista austriaco, lo demoníaco “es la inquietud esencial e innata en todo ser humano que le separa de sí y le arrastra al infinito, hacia lo elemental. Parecería como si la naturaleza hubiese dejado subsistir una pequeña parte del caos primitivo en cada alma y esa parte se esforzara pasionalmente en retornar al elemento de que salió: lo suprahumano, lo abstracto. Dentro de nosotros, el demonio es el fermento atormentador e inquieto que impulsa al ser, casi siempre tranquilo, a todo lo que es peligro, exceso, renunciación y hasta anulación de sí”. [6] En Piva esa potencialidad que pugna por desbordar la grieta subyacente al signo presupone un combate desde lo indecidible. O sea, la noción del hablante lírico que se configura desde su propia subjetividad opera cual si fuera un simulacro: lleva a cabo un desplazamiento, un continuo separarse de la unidad-sentido, o de la unidad dadora de sentido. Esta nueva “identidad” que se configura desde lo demoníaco asumido en la poética autobiográfica y en el modo de marcar su secuencia sinonímica -yo dejaría proliferar una úlcera y admiraría las estatuas de fuertes dentaduras/ iría a bailes donde yo no podría llevar a mis amigos pederastas o barbudos/ yo me universalizaría en el sentido común y ellos dirían que tengo todas las virtudes/ yo no soy piadoso/ yo nunca podré ser piadoso/ mis ojos resuenan y se tiñen de verde/ los rascacielos de carniza se decomponen en los pavimentos-, se caracteriza por una continua desapropiación de sí, que permite que el yo se constituya no desde una propiedad sino desde una im-propiedad: la de construirse desde lo otro que se escribe en su escritura. Escribir implica convertirse, derrideanamente, en el entre o lugar vacío para ser atravesado por otras voces, otros cuerpos, otros textos (Dante Alighieri, Jorge de Lima, el Marqués de Sade, Henri Michaux). Escribir significa dejar toda propiedad de sí, para permitir que el otro -o los otros. Lo demoníaco siempre deviene “Multitud”- hable en y desde nuestras últimas palabras.



NOTAS
1. Valdivia, Benjamín (2003): “Presencia del sueño”, Colección Atarazanas. Instituto Veracruzano de la Cultura, México.
2. Deleuze, G. y Guattari, F. (1973): El Anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia, Barcelona, Paidós.
3. Valdivia, Benjamín (1999). “Argumentos para la retórica”, Ediciones Desierto. San Luís Potosí, México.
4. Paz, Octavio (2000): La llama doble. Amor y erotismo, Seix Barral, México.
5. Kant, Emmanuel: Lo bello y lo sublime. Espasa Calpe, Madrid, 1919 (traducción de A. Sánchez Rivero)
6. Zweig, Stefan (1947): La lucha con el demonio, Editorial Tor SRL, Buenos Aires.



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MARTIN PALACIO GAMBOA (Argentina). Poeta y ensayista. Los textos aquí publicados son capítulos del libro Los trazos de Pandora – Otras voces, otros territorios, antología bilingüe de la poesía contemporánea brasileña preparada por MPG. Página ilustrada con obras de Óscar Sanmartín (Espanha), artista invitado de esta edición de ARC.

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Agulha Revista de Cultura
Fase II | Número 24 | Fevereiro de 2017
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