Lo fijo, en
tanto que hecho de polvo, de arena, ese aquí,
Carora, se
borra, desaparece, se evade. Paradoja que atraviesa
toda su obra,
paradoja que va radicalizándose a medida
que el poeta
escribe, que el poeta vive. Crespo camina
hacia ese
enfrente-siempre sin esperanza, exasperado,
buscando sólo
vivir en armonía con su infierno.
Patricia Guzmán (1)
AL PRINCIPIO
ERA EL VERBO | Hasta el día de hoy, la obra íntegra de Luis Alberto Crespo
comienza con una ruptura, con una rajadura, con una grieta. Esta marca es la
expresión del desarraigo en el que ha vivido desde que, ya en víspera del
inicio de la adolescencia –fin de la infancia–, tuvo que abandonar la ciudad natal
para continuar los estudios en Caracas. Este acontecimiento marcará todas sus
etapas de poeta y facetas de escritor, y prolongará su presencia tanto a través
de la constante y creciente importancia del mundo perdido, como de la necesidad
permanente de dar con él y con el mundo recobrado. Recuperación esta que
activará las posibilidades creadoras como vía de acceso a lo primordial, y hará
del mundo desaparecido un paraíso no solo pasado sino también vacío, al que
será esencial otorgarle basamento, raíz, solidez, apoyatura escritural,
espiritualidad, memoria e invención para que despierte y reviva de lo pétreo e
inmóvil y de este modo evitar la disolución que amenaza a todo lo que existe
con la completa dispersión y la pérdida absoluta. Luis Alberto Crespo nace en
Carora, estado Lara, República Bolivariana de Venezuela, en 1941.
Lo conozco desde que él
coordinaba un taller de poesía en el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo
Gallegos, al comienzo de los años ochenta. Allí supe de su apasionamiento,
entre muchos otros, por Ungaretti, Reverdy, Montale, Char, Saint John Perse,
Juan Sánchez Peláez, Ramón Palomares, Vicente Gerbasi, Alfredo Silva Estrada,
Antonia Palacios, Adriano González León, Alfredo Armas Alfonzo, Miguel Otero
Silva, Guillermo Meneses; le vi leer con la mayor atención los versos de los
participantes; su temperamento nervioso se movía verbalmente de un lado a otro
y publicaba nuestros versos en el “Papel Literario” del diario El Nacional, que dirigió por quince años
a solicitud de Miguel Otero Silva. Ese Papel en Venezuela constituyó una
referencia obligada, no solo en el periodismo literario, sino por lo que
ocurría en las artes y las letras, la filosofía, la antropología.
Durante mucho tiempo ha
sido un maestro de la poesía, alguien para quien enseñar ha sido un motivo
central de una vida bien vivida. Tal vez esta vocación pedagógica le viene
también de su ciudad de origen, pues es muy denso el entramado de puentes, de
vías, de caminos que lo llevan desde muy temprano por el sendero de las páginas
como si se tratase de una placenta, de un líquido amniótico, de una fuente
primera que ha hecho tradicionalmente de Carora una ciudad especial, no solo
por lo difícil que era atravesar las curvas para llegar a ese calorón en
automóvil ―cuando yo la conocí, ahora es más fácil—, sino también por la fama
de ciudad culta estando tan
zigzagueantemente apartada, con muchos y buenos historiadores, ensayistas,
poetas, músicos. ¿A qué se debe esta riqueza patrimonial? Ya lo veremos luego.
Antes es preciso ubicar al poeta en el contexto en el que nace, pues estos
eventos tendrán gran repercusión en una familia de periodistas y escritores,
muy atenta a lo que ocurría en lo internacional y lo nacional.
En 1941 faltan cuatro
largos años para el fin de ese horror que suele ser escrito en mayúsculas: la
segunda guerra mundial, que significó entre setenta y cien millones de víctimas.
Europa, Asia, América, África y Oceanía están en pleno conflicto. Este año en
particular será recordado por dos momentos claves por sus consecuencias: la
invasión de los alemanes a Rusia y el ataque de los japoneses a la Base Naval
de Pearl Harbor. Hitler, Stalin, Churchill, Roosevelt, Mussolini, Hirohito, son
algunas señales que resumen una hecatombe de la que el mundo pareciera haber
aprendido muy poco.
En Venezuela llegamos al
término del período presidencial del general Eleazar López Contreras y otro
militar de los Andes ―estos en el poder desde Cipriano Castro, pasando por los
infinitos 27 años del general Juan Vicente Gómez—, es nombrado presidente de la
República por el Congreso Nacional, el general Isaías Medina Angarita. Cuatro
años después, este será derrocado por un golpe cívico-militar, y en noviembre
de 1948, otro golpe militar tumbará a don Rómulo Gallegos, quien fuera elegido
presidente en las primeras elecciones directas y secretas de 1947, durando en
total nueve meses en el ejercicio del poder; y desde aquí hasta 1958 Venezuela
estará sometida a un decenio dictatorial que encuentra nombre en otro general
andino: Marcos Evangelista Pérez Jiménez.
Estos prácticamente
sesenta años de generales andinos en el poder, durante buena parte de una
década más allá del siglo XX venezolano, dan cuenta de las inmensas
dificultades en la construcción de una sociedad democrática, tolerante, justa y
moderna. Más cuando se tiene en cuenta que esos militares contaron casi todos
con el apoyo internacional; pues, con la honrosa excepción de Medina Angarita
–y de Cipriano Castro por su nacionalismo―, en esas seis primeras décadas del
siglo XX se entregaron a Estados Unidos y a Europa las mejores condiciones de
explotación de ese hallazgo mineral que partiría en dos la historia de este
país suramericano y lo convertiría en una verdadera potencia del combustible
más deseado del planeta: el petróleo, o “el excremento del diablo”, para
denominarlo como lo hizo Juan Pablo Pérez Alfonzo, venezolano fundador de la
Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP).
Este “oro negro” comenzó
a manar de forma industrial en la segunda década del siglo pasado (el primer
pozo fue el Zumaque 1, en el estado
Zulia, que data de 1914) y, según varios historiadores, fue un elemento
determinante en la larga duración del régimen dictatorial del zamarro Juan
Vicente Gómez Chacón, quien, rodeado de letrados positivistas de alto nivel
(con la tesis, entre otras, del gendarme
necesario) y con una renta petrolera que comenzó a aniquilar las formas
productivas tradicionales, se mantuvo en el poder (1908-1935) con una política
de hacendado benefactor con sus más allegados, con él mismo en primer lugar, y
cruel con todo aquel que lo adversara. En este contexto gomecista, José Herrera
Oropeza (1885-1935), abuelo materno de Luis Alberto Crespo, funda en 1919 El Diario, un periódico crítico,
solidario con los más necesitados, los campesinos básicamente, difusor de las
artes, que marcará un momento muy significativo en la cultura del estado Lara, y
lo construye de la mano con Cecilio “Chío” Zubillaga Perera (1887-1948), ambos
pertenecientes a las familias de mayor abolengo caroreño. (2)
EL DIARIO DE
CARORA | José
Herrera Oropeza era hijo de Flavio Herrera Oropeza (casado con su prima Beatriz
Oropeza Riera), famoso y próspero hombre que ganó el respeto colectivo por su
sobriedad, sentido del honor, filantropía e inversiones en obras de interés
público. El diario fundado por su hijo contó con su apoyo. «Un periódico como
única tierra» es una crónica de Luis Alberto Crespo que lleva por título una
confesión donde la escritura y el lugar de nacimiento están fundidos en su
vida. Escribe el poeta: “Y porque ando ―una y otra vez— en busca del suspiro
perdido y aspiro la casa del aliento, me regreso a las cosas (las cosas también
tienen su alma, asegura Virgilio en Latín y en poesía) y descubro el vacío que
han dejado, en los nombres y en las apariencias, quienes difundieron a través
del universo ―el universo sin principio ni fin de la calle San Juan, desde la
casa de la lectura íntima hasta la casa de la lectura pública―, aquellos
perfumes confundidos de loción de flor, de papel y tinta que regaron al pasar
frente a mí y en el recuerdo el abuelo y el padre, los tíos y la familia toda
durante la única vida que era dable vivir: la del nacimiento, cada mañana, de
un periódico, de una escritura y una lectura colectivas, si perecederas apenas
amainaba la inclemencia sobre sus lectores, perdurables permanecían en el
destino de una ciudad y de su espíritu, en el ámbito geográfico y moral de
Carora”. (3) Es
importante subrayar este retorno en busca del alma de las cosas, el vacío que
con el tiempo estas dejan en las formas suspendidas, necesitadas de un aliento
que las reanime, las reviva; el papel y la tinta como un solo perfume que pareciera
orientar a Ulises hacia la casa, y el nacimiento, la physis, la creación del
mundo convertida en página diaria como espíritu y moral de una ciudad. Este es
la atmósfera donde nace el poeta, en la convivencia con un diario que había
sido fundado 22 años antes de su nacimiento, y al que otro escritor y
periodista se incorporará y trabajará su existencia (preguntas, reflexiones, ideales,
lecturas) con mística, con trabajo, me refiero a Antonio Crespo Meléndez
(1906-1988), padre de Luis Alberto.
Todos estos apellidos
están asociados a los mantuanos caroreños, específicamente a los godos
liberales. Laureano Vallenilla Lanz, en un informe de su autoría referido en el
también libro suyo Disgregación e
integración. Ensayo sobre la formación de la nacionalidad venezolana,
mencionó los siguientes apellidos caroreños al analizar con precisión histórica
las “aristocracias u oligarquías municipales” de la Colonia en Venezuela: “los
Álvarez, Riera, Oropeza, Aguinagalde, Zubillaga, Montes de Oca” (4). Familias estas que, continúa Vallenilla Lanz en otra parte del mismo libro, ya en
1691 habían puesto al rey en la necesidad de interceder para
aplacar los ánimos en esa tierra árida y espinosa de Carora (cuya intranquilidad
en los oficios públicos, pensamos, le producía una acuciante preocupación
transoceánica); tal como lo demostró al solicitarle al Gobernador y Capitán General
de la Provincia de Venezuela Marqués del Casal, lo siguiente: “De aquí en
adelante vos y vuestros sucesores y aquel a quien tocase el cumplimiento de
esta nuestra cédula, no conscientan que por ninguna causa, pretexto, motivo,
práctica ni costumbre no usen ni tengan en un cabildo dos hermanos regimientos,
padre, hijo, suegro, yerno y cuñado, sino solamente uno de ellos” (5). No sabemos a cuál de los apellidos
nepóticos se refiere en particular el rey, pero podemos estar seguros de que en
ese momento estaba de turno uno de los mencionados aquí por el autor de Cesarismo democrático. En todo caso, es
importante este contexto familiar paterno y materno de Luis Alberto Crespo para
ubicar a esta cercana gente goda en particular, liberal y crítica respecto al
dogma y otros temas fundamentales (el de la tierra, por ejemplo, para
mantenernos en un punto álgido), por un lado, y por otro, para tener claro un
medio ambiente familiar, cultural y político que tendrá significativa
repercusión en el poeta, pues formará parte de una herencia ética que este hará
suya desde muy temprano.
El
Diario
de Carora (1919-1980) dará cuenta asimismo de las maneras en que estos
escritores regionales del siglo XX venezolano interpretaban el mundo.
Interpretación que viene desde el liberalismo amarillo del siglo XIX y va hacia
la izquierda marxista como respuesta histórica a los estrechos límites de la
caridad cristiana. Es decir, hablamos entonces de la variopinta tradición de la
actual izquierda en Venezuela.
Desde otro ángulo, no es
de extrañar el lugar que ocupa la religiosidad en esta ciudad, antes bien, es
uno de los aspectos que la caracterizan desde hace mucho. “Ciudad levítica” (6) la llamó en 1921 el presbítero
Carlos Borges por la importante cantidad de sacerdotes nacidos allí, y como
“Ciudad recoleta” la mencionó el poeta Pedro Sotillo en las páginas del diario El Universal en 1933 (7) Lo cierto es que la Iglesia
católica ha ocupado un espacio muy significativo desde la Colonia hasta el
presente. Es decir, esta Iglesia ha ejercido gran influencia en una ciudad
donde ―además de su reconocida tradición artesanal, comercial, agropecuaria― han
existido desde muy antiguo una corriente ortodoxa dominante y otra crítica a
esta, minoritaria pero notoria. Dos ejemplos pueden ilustrar esto: la famosa leyenda
“la maldición del fraile” y el suicidio del padre Carlos Zubillaga. Casos estos
que contribuyen a dibujar la atmósfera cultural donde nace y se desarrolla el
diario fundado por José Herrera Oropeza, decisivo en la conformación de la
sensibilidad del poeta.
La maldición del fraile
consiste en el exilio de la patria chica al que fuera sometido, según la
leyenda, fray Ildefonso Aguinagalde (Carora, 1792-1882), perteneciente a los apellidos
más tradicionales de la localidad. Estudió en Mérida, donde se ordenó de fraile
franciscano luego de estudiar Filosofía, Teología y Derecho Canónico. El asunto
es que instalado en Carora para ejercer como párroco primero y dar clases de
latinidad en secundaria después, profesaba una adhesión a las ideas liberales, en
abierta hostilidad con la Iglesia y los patricios de su misma clase. Esta
situación llegó al punto de lo intolerable cuando impartía los oficios
religiosos a los difuntos, y al preguntar sobre la militancia política, si se
enteraba que el occiso pertenecía al partido conservador, decía para sí: “Agua
bendita perdida, alma de godo no se salva”. De este modo, los blancos “caracoloradas”,
los patricios, hartos de semejante afrenta, lo sacaron del terruño en acto
público vejatorio, pues entre burlas colectivas fue montado en una mula mirando
hacia la cola del animal y es el momento en que para vengarse de las miserias
humanas y grabar con los fuegos de la iracundia los conflictos terrenales,
maldijo a los godos hasta la quinta generación. Y aunque el apellido
Aguinagalde casi desapareció por completo de la comarca larense, esta terrible
profanación de la santidad franciscana, lanzada a los cuatro vientos de la
Guerra Federal (1859‒1863), quedaría para siempre retumbando en la
memoria de los atónitos habitantes.
El otro episodio es el
del padre Carlos Zubillaga (a quien el poeta Crespo le escribe el poema “La
caída del padre” (8)). El
historiador Juan Páez Ávila lo describe bien: “En 1903 se produce un
acontecimiento que tendrá consecuencias trascendentales en la familia Zubillaga
Perera. Carlos, el hermano mayor de Chío, egresa del Seminario, consagrado
sacerdote. Dos años durará en Carora, llevará al seno de la familia una concepción
de la Iglesia Católica acorde con el mensaje popular de su creador e iniciará
en la ciudad una confrontación doctrinaria con representantes religiosos de
tendencias conservadoras, lo cual lo llevará no a la crucifixión pero sí al
sacrificio, compelido por la persecución en el seno de la Iglesia. Durante los
dos primeros años de permanencia en Carora, el Presbítero Carlos Zubillaga
Perera hizo conocer entre sus familiares y amigos cercanos, a través de
diferentes pláticas que se realizaban en su casa, lo que podría considerarse en
una sociedad extremadamente cerrada y atrasada, una revolución religiosa. La
Iglesia como institución al servicio de Dios y de los humildes”. (9) Continúa Páez Ávila con el relato
histórico y sus consecuencias en quien fuera cofundador de El Diario de Carora, y al que le dedicó más de seiscientas páginas
de estudio biográfico: “Consternado por el suicidio de su hermano, por lo que
lo consideró las causas que lo condujeron a tan trágico final, Chío Zubillaga
reafirmó sus principios cristianos populares e inició una campaña sin cuartel,
intolerante en cierto sentido, hasta los últimos días de su vida, contra la
oligarquía terrateniente y oscurantista que ocultaba su esencia anticristiana
tras la rutina de persignarse e ir a misa todos los domingos y hasta todos los
días. Su cristianismo, como el de su hermano el Padre Carlos, como el de
Jesucristo, era de profundo contenido humano y popular, al lado de los
humildes. Éstos tuvieron a lo largo de la existencia de Chío Zubillaga, un guía,
un asesor, un defensor que con su verbo y su pluma contenía, frenaba atropellos
de latifundistas y hasta policiales; porque Chío, armado de la verdad, de la
justicia social, se hizo respetar, temer y querer según los interlocutores”. (10)
Mariano Picón Salas
elaboró un dibujo inolvidable de “la conciencia de Carora”, como lo llama Luis
Alberto Crespo: “Fue abogado de campesinos pobres, de gentes vejadas y
despojadas por el tradicional abuso de los régulos venezolanos. Pedía para el
hombre la recta y nervuda libertad del cardón. Y la gran hamaca en que don Chío
preparaba sus activos sueños, imaginaba sus artículos polémicos, congregaba al
humo de su cigarrillo fantasioso cortejos de nombres y sucesos venezolanos para
enjuiciarlos realmente, y absolvía consultas de las gentes que le traían sus
pequeños problemas de honor, trabajo o convivencia, es uno de los símbolos de
la más ejemplar tradición caroreña. ¡Qué pocas cosas necesitaba don Chío para
ser justo! En esta Venezuela del dispendio, del lujo extranjerista, de la
riqueza recentísima y chabacana, pisaba las baldosas de su caserón de ladrillo
como un gran señor campesino del siglo XVIII” (11). Y dejemos que sea este mismo fecundo ensayista de las letras
venezolanas, don Mariano, quien interprete esa tradición de ciudad culta que
tiene Carora, letrada como entendía esto Ángel Rama, es decir, hundida desde la
colonia en los conventos, en los comercios, en los asuntos legales, en las
importantes cofradías de esta región, en los libros, en las artes y en la regencia
del poder, escuchemos pues: “En don Cecilio Zubillaga y en su curiosa síntesis
de justicia rural y de letrado se ejemplarizaba también lo mejor y más
constante de los viejos linajes caroreños. Apellidos que desde hace varios
siglos aprendieron a domesticar esa tierra áspera y permanecen en ella con su
frugalidad, su trabajo y su dignidad sobre los vaivenes de otra Venezuela
movible e inconstante, cortesana de políticos y argonauta inescrupulosa de
cualquier vellocino. En Carora se formó ―como en pocas ciudades de Venezuela―
algo que muy lícitamente se pudo llamar una aristocracia celosa de su comarca y
de su cultivo espiritual” (12).
De esta manera, El Diario de Carora se convirtió en un
espacio para afirmar el cristianismo social, las ideas liberales, las ideas
socialistas, el ideario bolivariano (independencia, soberanía, antimperialismo);
denunciar arbitrariedades; apoyar a los campesinos en su toma de conciencia
para reivindicar sus derechos; denunciar a los latifundistas y sus abusos; abogar
por la instrucción pública y por una instrucción inteligente y creadora, no
repetitiva y sumisa; promover la lectura y las artes; cultivar el estudio del
pasado y valorar la memoria; estimular un pensamiento territorializado,
elaborado desde aquí, conscientemente, sin duplicar a ciegas fórmulas que vienen
de realidades ajenas; criticar de hecho el silencio cómplice con la barbarie castrante
de la eterna dictadura gomecista; criticar el dogmatismo, el racismo, la
intolerancia, el despotismo, el peculado, las supuestas superioridades de
clase; insistir en la siempre postergada industrialización de la región y de
Venezuela; llamar la atención hacia la impostergable necesidad de buscar las
formas que hicieran posible el crecimiento de la agricultura y la ganadería; advertir
sobre los problemas de un país dedicado exclusivamente a la explotación del
petróleo; en fin, contribuir a la urgente modernización del país, con igualdad
de derechos, con libertad de prensa, con elecciones directas y secretas. Es
decir, fue un foro valiente de aire fresco que dio a sus fundadores el lugar de
referencia nacional que se ganaron con perseverancia, formación, coraje,
corazón y amplitud de miras para imaginar el futuro.
En la lucha por la
democratización y la digna modernidad del país, este diario de provincia tiene
su lugar asegurado en la historia de Venezuela. Y en buena medida, Luis Alberto
Crespo, con su obra entera, sea en poesía o en prosa, se ha ocupado de que esto
tampoco se olvide.
OFICIO DE HOMBRE SOLO | Si bien el
desierto y la escritura están fundidos en quien escribiera el libro Rayas de lagartija, sobre todo a partir de
su coexistencia con un periódico, la casa materna refrendará todavía más este
binomio de la palabra y la vida.
Antonio Crespo Meléndez (hijo
de los primos Pedro Crespo Meléndez y Flor María Meléndez González) fue alguien
muy parecido a un monje laico: cristiano, dibujante, estudioso, celoso de la
soledad, lector constante de la Biblia ―de la filosofía, de la literatura
universal y venezolana―, curioso por todo lo que ocurría en el mundo, publicaba
constantemente en El Diario de Carora;
íntimo amigo, más bien familia, de Chío Zubillaga, melómano. Premio Nacional de
Periodismo como su hijo Luis Alberto. Buena parte del día la pasaba en su
amplio y altísimo cuarto, estudiando, escribiendo, escuchando música, oyendo la
radio entre la biblioteca y los periódicos arrumados en columnas. Un tiempo, en
1930, vivió con la familia en El Tocuyo e hizo amistad con el grupo de artistas
e intelectuales que allí se reunían: el poeta y guerrillero antigomecista
Alcides Lozada, el poeta Roberto Montesinos, el poeta, político y de los
primeros marxistas de Venezuela: Pío Tamayo, quien participó en la fundación
del Partido Comunista Cubano (1925).
El poeta Pedro Ruiz dice
sobre este escritor lo siguiente: “Fue, precisamente, Antonio Crespo Meléndez,
entre los intelectuales de su generación, quien decidió permanecer en su
pueblo. Pero lo hizo para estar en él y comprenderlo, para llorar su angustia
antes de hacerla escritura, para escuchar al otro. Tal cual José Martí lo
predicaba, con los pobres de su tierra decidió su suerte echar. Pregonaba amor
y rebelión como el Jesús crucificado, y aunque ha podido habitar la fama,
también le huía con fuerza militante” (13).
Entre los tantos retratos
que ha escrito sobre su padre, con veneración lo recuerda siempre Luis Alberto:
silencioso, ceremonioso, modesto, ritualista, entre Verlaine, Baudelaire, Rubén
Darío, Dostoievski, Pascal, Rilke, Poe, Don Quijote, Unamuno, Antonio Machado,
Flaubert, Villon, Keats, Juan Bosch, Mariátegui, González Prada, Ezequiel
Martínez Estrada, José María Arguedas, Rulfo, Martin Luther King, Romain
Rolland, Gandhi, León de Greif, Walt Whitman, Víctor Hugo, y tantos más, sobre
los que escribía continuamente con profundidad y deseos de esclarecer. Y llama
la atención el grupo de escritoras socialistas que leía con interés y hoy poco
frecuentamos: Anna Seghers (alemana), Clorinda Matto de Turner (peruana),
Concepción Arenal (española), Magda Portal (peruana), Mercedes Cabello de
Carbonera (peruana), Dolores Ibárruri (la Pasionaria), Teresa Pámies (catalana),
Victoria Kent (malagueña). De su autoría tenemos estos libros: Invocaciones, La última nostalgia, Oficio
de hombre solo y Del tinglado humano.
Precisa el poeta Crespo sobre su padre: “Su vida toda se halla en las páginas
de ese cotidiano fundado por don José Herrera Oropeza. Mañana tras mañana y más
allá del tiempo, suscribía rúbricas culturales, informaciones didácticas sobre
los escritores y creadores de cultura de este y de cualquier mundo, y
sobremanera de aquellos a los que animaba el desvelo de la justicia y la
redención de la dignidad tantas veces burlada. Con igual prontitud describía en
Del tinglado humano la vida de los
excluidos de la sociedad de su pueblo, el viacrucis de los humillados de la
desigualdad social. Practicó la pobreza franciscana, se negó a rendirse al
boato, a la loa. Su amistad con Cecilio Zubillaga Perera acrecentó su
sensibilidad popular y el latido de su corazón de justiciero de las causas
perdidas. Fue, hasta el fin, un socialista cristiano, exactamente crístico.
Despreció la nombradía. Prefirió guardarse bajo la lámpara de su habitación,
teniendo por sola compañía el silencio de sus libros, la música callada de la
soledad y su lápiz de escritor y dibujante” (14).
Me interesa subrayar en
este momento esa alusión que hace Crespo a la
música callada de la soledad, ya que esta supone la habitación donde pasaba
largas horas Crespo Meléndez. Un cuarto que ha mencionado muchas veces Luis
Alberto, pues no llegó a entrar en él sino ya casi en la adolescencia, por el
misterio y el respeto hacia ese lugar tan especial de la casa que preservaba y
mantenía a distancia la madre del poeta, Margot Herrera Oropeza. Un cuarto donde,
además de lo que hemos señalado, existía una costumbre, compartida con don
Chío, que consistía en utilizar las altas paredes de los espaciosos cuartos,
donde pasaban la mayor parte del tiempo, como soporte para registrar las citas
que más les impactaban de los libros que leían. Y esto me parece fascinante
gráficamente, no solo por lo exuberante o inusual, sino por algo seguramente
más significativo, por la existencia paradigmática de la letra, de la
escritura; por el itinerario de las ideas, por la manera de conservar lo más
importante y, a su modo, organizarlo provisionalmente, entre hallazgos y
borrones, entre ideas que llegan y otras que parten. Me parece sobre todo que
esto le da a la casa un valor simbólico que estará grabado en la obra de Luis
Alberto Crespo. Pues esa casa en el desierto, en la aridez, en las rudezas del calor seco como dice Mariano Picón
Salas, alberga la sombra femenina y hace posible la vida. La madre que está en
todo lo que ocurre en esos espacios creativos que la memoria consagra y
mitifica. Teniendo muy presente también lo que dice María Fernanda Palacios
sobre la casa en Ifigenia, mitología de
la doncella criolla, es decir, de alguna manera, sin olvidar aquello que
está también presente en esa casa: “Germen y resto de la Colonia, la casa
criolla no se integró del todo a la ciudad y ha permanecido un poco al margen
de sus conflictos, como un refugio algo anacrónico, como una bisagra algo
oxidada, que rechina cada vez que el ímpetu de los nuevos tiempos la empuja”. (15) Me interesa vincular esta valiosa
observación con la casa de Crespo, con las normas (que venían de muy antiguo y
resistían a su modo los nuevos tiempos), los protocolos, los límites morales,
los tabúes, las prohibiciones, las negaciones, las convicciones y convenciones de
larga data y eso que no se puede ver tan fácil pero que está allí en los signos
menos perceptibles, pues eso que no se puede ver tan fácil está en lo que se
siente, en lo que también da forma como aire cultural convertido en “oxígeno”
para sus habitantes. Recorrer la casa de este poeta con la mirada arquetipal es
una investigación indispensable para acceder a zonas poco vistas de esta
poesía; esperemos que alguien se inicie en estos predios. Baste aquí con
señalar entonces esa condición femenina, maternal y oscura, como componentes de
una sensibilidad con sus limitaciones y desafíos, con sus pesadas heredades,
con sus estigmas, con sus fantasmas, con sus taras, con sus fantasías, con sus
tías solteras, con los retratos de familia, con los espejos, con los cuentos
del linaje, con sus tristezas, con el modo colonial de la casa de los godos en
el interior de Venezuela en la primera parte del siglo XX.
Pero retomemos el cuento
de las citas en el cuarto de Crespo Meléndez: este relato que nos lleva a
asociarlo con el cuarto famoso y fabuloso de Melquíades en Cien años de soledad (en el sentido de cómo lo ve Roberto González
Echevarría en su libro Mito y archivo) (16), novela con la que no pocos
puntos afines tiene alguna parte del mundo poético de Luis Alberto, especialmente
en sus primeros poemarios. Pero esto no pretende ir más allá de una pincelada
de aproximación a la Poesía y el Archivo en esta literatura. Por lo pronto, lo
que quiero anotar aquí es que Crespo, a su regreso constante a la Carora mítica
de su infancia, se encontrará muchas veces con esa casa, con ese cuarto, con
esas paredes, donde la palabra ocupa un lugar de primer orden (la sociedad, el
mundo, el misterio, la religión, la conciencia política, la crítica, la
literatura, la poesía, la magia, el periodismo, la imaginación); con la
necesidad de volver siempre al origen de la poesía para buscar la
reconciliación por la palabra. Y lo diría así: una palabra, además, que
encuentra en el comienzo bíblico del mundo una sentencia memorable (y justa si
pensamos que estos intelectuales caroreños eran constantes lectores de la
Biblia), que en este caso, además, sintetiza bien el lugar simbólico que
queremos precisar para iluminar la imagen de esta pasión por el inicio: Al Principio era el Verbo. A este
principio activador de lo real (amalgamado con la ciudad de origen) volverá
Luis Alberto Crespo continuamente para renovarse, para renacer, para entender (se),
para reconciliarse y dar cuenta de la experiencia espiritual que constituye su
obra. Carora, entonces, para precisar, no solo como espacio físico, sino, sobre
todo, como algo (o “alguien”) que desborda con creces, como lo hacía el río
Morere cuando estaba vivo, los estrechos límites de la geografía. Darle cauce y
forma a ese desbordamiento (y a esa ausencia) del origen, de las palabras, de
la escritura, de las páginas, de la vida, de la casa, de la familia, quizás sea
uno de los horizontes de sentido más propios y entrañables de este poeta
venezolano.
EN LA CIUDAD DEL DESARRAIGO | Cuando el
pueblo venezolano le da fin a la dictadura de Pérez Jiménez el 23 de enero de
1958, Luis Alberto está próximo a ingresar en la Universidad Central de
Venezuela (UCV). Desde que llegó a Caracas para iniciar los estudios de
secundaria, ha leído mucho en la casa del tío suyo donde vino a vivir su
destierro y el encausamiento en los estudios formales que su familia veía tan
difícil, pues a él lo que más le interesaba era la pintura. Llegar a ser un
pintor era su deseo. No un bachiller. Cuestión esta que nada le interesaba. Y
esto resultaba tan complicado para su familia como el preocupante fracaso en el
colegio. Así pues, la esperanza de la capital se concentraba en que se fuera
olvidando de las artes plásticas y encontrara un destino como profesional
universitario. Esto será muy importante en su vida, ya que, por un lado, se va
a configurar el momento de ruptura con su lugar más querido, y por otro,
ingresará a estudiar el bachillerato en un liceo del centro de Caracas (el
liceo Independencia) donde impartían clases destacados profesores que además
eran comunistas. En ese tiempo, teniendo como guías a la pasión por la lectura,
al instinto y a una correspondencia permanente con Antonio Crespo Meléndez,
leyó de todo, pero recuerda especialmente su encuentro con la poesía de Vicente
Gerbasi y la de Ramón Palomares, grandes poetas a quienes ha querido, leído y
admirado a lo largo de su vida.
Cuando Luis Alberto
cumple veinte años (1961), estamos ya en plena confrontación de la izquierda
con los integrantes del Pacto de Punto Fijo (acuerdo firmado en octubre de 1958
entre los partidos Acción Democrática, el socialcristiano Copei y Unión
Republicana Democrática, con exclusión del Partido Comunista, donde se diseñaron
las líneas generales de lo que sería dirigir al país en los años post-dictadura
perezjimenista y en línea con las expectativas y temores de los Estados Unidos
en torno a un gobierno que no le despertaba la confianza y garantías del
militar depuesto); confrontación que derivará en la lucha armada en Venezuela
(1960-1969), pues los movimientos de izquierda consideraban que Rómulo
Betancourt (presidente entre 1959 y 1964) y sus aliados habían traicionado el
espíritu revolucionario que estaba presente en la salida del dictador Pérez Jiménez.
Este clima insurreccional tuvo una repercusión muy intensa en todo el mundo universitario
venezolano, y en este sentido, la Universidad Central se convirtió en un
epicentro de primera línea. En este clima político estará el poeta estudiando
derecho y periodismo; un clima que dibujó muy bien el dirigente político
Juvencio Pulgar (electo presidente de la Federación de Centros Universitarios de
la UCV en 1966), cuando afirmó en Abramos
esta historia: “La universidad era una caja de resonancia de todo lo que
ocurría”. (17)
Militante del Partido
Comunista, como tantos intelectuales y artistas de su generación (aquí y en el
mundo), a raíz del asesinato de la joven revolucionaria Livia Gouverneur (el
primero de noviembre de 1961), Crespo publicó un poema (“El tercer frente”) en
las páginas del diario El Clarín (2
de diciembre de 1962) que es bueno traer acá, pues se trata de un documento muy
valioso (por desconocido y sorprendente en la forma “comprometida” de abordar
un tema histórico en quien conocemos más, sobre todo, por su intimismo, contención
y elusión en el decir) para ubicar por dónde iba también la vivencia del
momento en los años de su formación estética y universitaria (18):
Asumo la pureza de estas llamas intervenidas por
las lágrimas
en la fuente de las balas del surtidor de sangre
de la ciudad
Y digo:
Livia y Oswaldo en rebelión contra la muerte
han liberado todos los amaneceres
los han retenido en sus pupilas para siempre
formando así las guerrillas del aire
Patria de rostros alzados hacia el sol
sobre los límites de la sonrisa
Por las nubes
empuñando un grito incandescente
que incendia las calles
Rudas tiene el nombre de trinchera
Ahora hasta en el aire se combate
Simultáneamente, son los
años de los famosos grupos literarios de la época: Sardio, El Techo de la
Ballena, Tabla Redonda, Trópico Uno, donde no participa de forma directa ―por
ser más joven que los fundadores―, pero con quienes mantiene y mantendrá estrecha
relación, en particular con Adriano González León, Jesús Sanoja Hernández y
Gustavo Pereira.
En relación a los
postulados de estos importantes movimientos, sin duda que lo marcarán varios:
la ética del artista en la sociedad, el rigor estético (en oposición a los
facilismo de cualquier índole), la conciencia de la escritura, la
universalidad, el estudio de las poéticas contemporáneas (en particular las
europeas) y la necesidad de estar a tono con los nuevos tiempos que reclamaba
esa hora de cambios fundamentales en el país.
En su caso, la vuelta a
sí, a su geografía espiritual, le señalan el camino de una búsqueda interior
que será su signo más visible, y en el año 1968 publica su primer libro, un
libro importante: Si el verano es
dilatado; donde un poema que lleva por título una palabra clave en este
autor (“Regreso”) creo que anuncia con precisión el destino de su obra futura
en la meditación sobre el lugar, sobre el cuerpo del arraigo, sobre el tiempo:
Hermano: no vengas; las piedras crecieron,
son grandotas en la calle Contreras.
Los viejos van a salir hasta encontrarte
para enseñarte a pensar como sus muertos.
No vengas: ya no me veo en las nubes. El viento
de las esquinas,
el viento que conversaba, dejó de decir cosas.
Aquí es el sol más que nunca, un gran color,
un gran color sobre uno.
Te mirarán desde los postigos. No podrás usar
las ropas
de andar en los barrancos, las de dormir en las
plazas,
las de irse lejos.
No vengas: encontrarás la casa partida,
curvada por la carretera de llevar reses.
Ahí mismo estarías ahora, viendo la baba verde
del campanario,
atravesada por una pluma de zamuro.
Y de aquí en adelante
será un escritor de entrega total a sus obsesiones, a sus pasiones. Estoy
seguro de que la literatura venezolana tiene en él una experiencia
espiritualmente compleja, vital y enriquecedora, con visiones que aportan
sustantivas y sustanciosas escrituras al patrimonio de nuestra herencia
cultural latinoamericana, herencia que es capaz de ofrecernos lecturas que
hacemos nuestras en los desafíos del presente, desde esa música que viene del
fondo: la imaginación, la inteligencia, el alma y la creatividad.
II
Qué sensación de vértigo la grieta que se
cree advertir. Una palabra puede ser un viaje
muy largo
y duradero a cuanto nunca ocurrirá, a lo que
nunca ha de ocurrir.
Ramón
Palomares (19)
EL LIENZO QUE ARDE EN LA MEMORIA | La visión del tiempo en la poesía de Luis
Alberto Crespo es circular, se despliega en espirales a partir de un punto al
cual vuelve una y otra vez mientras se aleja y gira en torno suyo. De este
modo, cada período creativo del poeta debería leerse y estudiarse en relación
con esa fuente, que no es solo un origen, sino también condición de una
renovación permanente que, además, le ha impreso a su obra una destacada
intensidad imaginaria y existencial (en un verso de La íntima desmesura,
de 2003, leemos: “Sé que la intensidad es lo único que me contesta”). Así,
circularmente, esta poesía avanza mientras da la vuelta. No es un juego de
palabras, o lo es también en la dimensión del azar y la necesidad, de la
aventura y el destino. Afirma Crespo en su libro de crónicas El país ausente:
“Para muchos de los que de allá provienen, Carora es un adiós. Un adiós que es
regreso continuo, nostalgia del ayer inencontrable. ¿No dijo Fernando Savater
que la nostalgia es «buscarse donde uno ya no está»?” (20) Y lo afirma el poeta en el mismo libro desde otro ángulo:
“¿Qué sería el lugar sin la palabra? ¿Dónde fijar el aquí sin la memoria? La
escritura y el decir nos regresan. No nos vamos, nos devolvemos”. En un verso del libro Mediodía o
nunca, publicado en 1989, leemos: “Me la paso con cosas remotas // en los
ojos”.
Lo
importante es el contacto con esa fábula
mítica, en el mismo sentido que la entendía Cesare Pavese: “La consagración
de los lugares únicos, ligados a un hecho, a una gesta, a un evento, es
carácter no digo ya de la poesía, pero sí de la fábula mítica. A un lugar entre
todos se le da un significado absoluto, aislándolo del mundo. Así nacieron los
santuarios. Así para cada uno de nosotros los lugares de la infancia vuelven a
la memoria; en ellos sucedieron cosas que los han hecho únicos y los señalan
entre todos los otros en el mundo con ese sello mítico. (…) Hablamos (…) de la
imagen o inspiración central, formalmente inconfundible, a la que
inconscientemente tiende a volver la fantasía de todo creador, inflamándola
además con su omnipresencia misteriosa. Esta imagen es mítica, en cuanto el
creador vuelve siempre a ella como a algo único, que simboliza toda su
experiencia. Ella es el foco central, no solo de su poesía, sino de toda su
vida”. (21) Pero ese regreso al terreno de la infancia del cual fue
expulsado no es solo una geografía o una historia, como hemos venido
resaltando, sino que también ese lugar exterior y mítico está íntimamente
vinculado con aquello que constituye otro extremo de la tierra donde se funda
igualmente otra fábula, la de la incógnita de nuestra conformación como cuerpo
psíquico, y donde el lugar, ahora, es ese extraño sí mismo al que atiende,
escucha, interpela, interpreta, lee y persigue con la misma intensidad del
afuera caroreño. Así escribe en el libro Sé (2009): “Fui llevado a
conocerme / en la orilla con una herida en el agua”, y así también lo dice en
el mismo libro: “yo soy más espuela / que primera persona”. En ambos casos la
situación es la de aquello que deja sensiblemente huella en la piel, traza en
la constatación aguda y sorprendida de una historia corporal, viva y secreta,
de un lugar, más que de presencias, de misteriosas resonancias. Me refiero a
que su percepción de la vida y de las cosas está íntimamente atravesada por una
mirada donde lo onírico ocupa un lugar primordial y se establece una ruptura
con el orden lógico, surge el sondeo en el inconsciente, se presentan de
continuo repeticiones, reiteraciones, obsesiones traumáticas y una atmósfera
enigmática se deja sentir en el espacio del poema. Escribe Crespo en el libro
Sé (2009): “Lo escondido no habla // grave / demasiado es su secreto / para que
soportemos lo que nos niega”. Escribe Jung sobre ese enigma: “Cuando aparece el
inconsciente las cosas se vuelven poco claras, no podemos verlo. El
inconsciente realmente es inconsciente. No tienes objetos, no ves nada. Solo
puedes hacer inferencias”. (22)
Inferencias que en este caso, el de Crespo, son elaboraciones vitales en una
poesía donde el desciframiento interior es un destino. Bien lo vio el maestro
Fernando Paz Castillo cuando en 1978 apuntó lo siguiente sobre los primeros
libros del poeta: “Hay una cierta incoherencia, natural en los recuerdos, pero
que ha cultivado también y construido con ella un lenguaje poético propio,
lleno de asociaciones distantes, que lo van acercando (…) al surrealismo”. (23)
Esta es
una poesía traspasada por la mirada que no encuentra semejanza de rostro en el
pozo donde el poeta busca su imagen, ya que la falta de correspondencia en ese
intento fallido sucede porque quien mira en realidad es mirado por el agua de
sí, por el otro, por lo escondido, por lo oculto, por el secreto, y donde el
ser entonces es un decir. La poesía, no refleja la vida exactamente, no da con
el rostro, no da con el objeto en un errar continuo, inagotable. Dice Crespo en
su libro Sé: “Yo me miraba / en el
pozo // estuve hondo / pero no supe reflejarme // no logré / parecerme // a lo
que por mí el agua / contemplaba”. De esta manera, lo que se entendía como
poesía del paisaje (o de las afecciones del sujeto poético) en el naturalismo
ilustrado o romántico, se enrarece, adelgaza y se quiebra en una
contemporaneidad sin poeta optimista que la copie y la transcriba. En la
significativa nota de contratapa escrita por Adriano González León para el
libro Si el verano es dilatado (1968) podemos leer lo siguiente: “[este
poemario] no tiene otros motivos de encantamiento sino la duración calcinada de
los fantasmas que lo recorren”. (24) En
ese mismo comentario González León hace referencia a lo especifico del libro en
nuestra tradición literaria y lo destaca como ejemplo de los nuevos tiempos del
arte poético en este país: “Hay aquí un universo poético que no tenía
antecedentes en la poesía venezolana. Hay además una pista, una salida y una
respuesta a la necesidad de culminar el trabajo creador de los últimos
tiempos”. Lo que me interesa es colocar la obra de Luis Alberto referida desde
sus inicios por una fuerza interior indisoluble con el desafío contemporáneo
(que suele caracterizarse en general con temas como: el doble, lo fantasmático.
el desarraigo, la locura, lo fragmentario, lo abierto, lo inconcluso, lo
monologante) y con una escritura que viene a marcar una ruptura en relación con
la poesía telúrica que la precede, en la cual se ubica desde el inicio con un
punto de vista muy personal y de la que irá tomando distancia.
En un
ensayo suyo que consideramos imprescindible, La desaparición del paisaje en
la poesía venezolana, a propósito del cuadro Cocotero de
Armando Reverón (cuadro además al que se acerca con la resonancia de la poesía
de José Antonio Ramos Sucre), Luis Alberto Crespo considera la obra entera de
este pintor genial como rasgo de confluencia en la mirada del arte
contemporáneo en este país. Escribe: “Es extraño que la voz de Proust se oiga en estos yermos hablándome de «la
sensación del blanco a lo lejos, sin que sepamos si es roca o reflejo de sol»;
pero lo que refiere el ojeroso del Tiempo perdido me mira en Reverón
desde la costa cada vez más delgada y lo que finge de follaje, de playa, es
efímero, sucede como lo desértico en todo: esa ruina de la figuración, esa
suntuosidad de lo extinto. El sepia y el ocre sustentan, fundan en el vacío. El
blanco, entre ellos, cede sólo ante la hilacha de la rama espinosa y la cosa
corva, que es sombra nuestra o cardo en la muda duración de un tiempo y en la
lentitud de la tierra sobre lo que intentamos ser entre tanta desfiguración y
tanta palabra trunca, como yabo, como cují yaque o, en la tierra achispada de
pringas, ortiga, retama de Leopardi”. (25)
Habla Crespo y vemos cómo pone a resonar características muy suyas al analizar
el cuadro: lo delgado, efímero, desértico, vacío… y es de este modo que, según
le dijera a Jacobo Penzo en un magnífico documental sobre este poeta larense y
su obra (26), que a diferencia de lo que podríamos pensar, “el cují”, ese
garabato enmarañado, reservado y elocuente al mismo tiempo, “es el que le da
forma al viento”. O lo que es lo mismo, el paisaje es obra nuestra,
modificación inevitable, transformación, desfiguración sistemática de lo que
tocamos, de lo que pensamos, de lo que vemos.
Asimismo,
Crespo observa en la obra de Reverón (que la hace suya, la mira y siente
desde sus valores) lo siguiente: «la rama espinosa y la cosa corva» son
«sombra nuestra o cardo en la muda duración de un tiempo y en la
lentitud de la tierra sobre lo que intentamos ser entre tanta desfiguración y
tanta palabra trunca.» Lo que existe, lo que vemos al menos, son rama y cosa,
materias residuales, casi sobrantes –pero elevadas a signo mayor–, y en medio,
siempre en medio de la disolución del tiempo mudo, sin voz, sin señales,
implacable en la orfandad que va dejando en torno a lo que pasa, a lo que deja
de ser, a lo que muele; en medio de la inevitable desfiguración que por un lado
nosotros mismos introducimos al acercarnos a las cosas, y por otro, la
desfiguración de las cosas que fueron y que son en el tránsito hacia lo
irremediable que las erosiona por dentro. Decía, que así como el cují le da
forma al viento, el poeta le da forma –el poeta de la voluntad determinante de
los límites en los confines del tiempo, en la devastación, en la desolación, en
el caos–, el poeta le da fundamento de forma a lo que quiere preservar, a lo
que es preciso que exista a través del arte. El poeta es quien le da forma al
paisaje: el paisaje es nuestra sombra, y lo es «entre tanta desfiguración y tanta palabra
trunca». De este modo, a la poesía de Luis Alberto Crespo podríamos leerla
desde esas realidades que con fidelidad y entrega total, ha ido creando en su
devenir de artista, en cuanto elaborador de formas que son lo único a lo que
tenemos acceso, pero de cuyos resultados el poeta se mantiene más bien herido,
distante y escéptico, tal como lo expresa en un poema de Sentimentales
(1990): “Qué indiferencia / palabra // No tienes padre / ni madre / no tienes
mujer / ni rostro que escuchar // Ayer pasó un fulgor / y nada brilló en tu
idioma de hacha // ni siquiera la saliva // esa lengua del desierto”.
EL MEDIODÍA CONTINUO | ¿Qué nos entrega ese “gran sol” del desierto? Nos
entrega los signos del desastre: una espina, un tronco quemado, una ruina,
planicies desérticas, planicies ocres, los cerros agrietados y secos, el
mediodía continuo. Es con estos elementos que el poeta se dispone a elaborar su
paisaje, su paisaje interior, es decir, los dibujos de la interioridad, junto
con la pregunta fundamental por el sentido de la vida, la vida y el recorrer de
continuo los caminos de la interrogación, de la auscultación, las vías de la
interioridad en la recuperación del tiempo perdido y la afirmación del tiempo
recuperado. Una ontología de lo estético, de las formas sensibles (recordemos:
“sucede como lo desértico en todo: esa
ruina de la figuración, esa suntuosidad de lo extinto”) y a través de
ellas, gracias a ellas, encontramos el lugar que nos corresponde “en la muda duración de un tiempo y en la
lentitud de la tierra sobre lo que intentamos ser”. Porque es hasta allí
que podemos llegar, hasta el intento, una y otra vez, el intento siempre
recomenzado.
De aquí
que podamos escuchar ese movimiento obsesivo de la expresión permanente, de la
con-figuración constante en esta obra que no cesa nunca de intentar el desafío
mayor mientras el mundo está amenazado de desintegrarse a su lado, convertido
en polvo, borradura, olvido. La desmemoria como pérdida ontológica. El recuerdo
como recuperación e integración. Por esto creo que estamos ante los trazos de
una experiencia existencial que toma lo que sobrevive a su paso para darle
forma al paisaje interior, el mismo que le da sustento de existencia (en ocre,
en sepia, en negro, en lápiz). Sustento radical a una pérdida radical. Y ese paisaje
trunco, fragmentario, solar, puesto a resguardo de sombra, más que un relato,
da gráficamente cuenta de las apropiaciones de un instante sin comienzo ni fin.
Un resplandor en la mirada. Así lo escribe en Tierramenta: “Y yo te respondo: / este paisaje no
lo hago con palabras, / con la escritura de las palabras, sino con las
manos en los ojos”. Y siempre fiel a su origen plástico –de la que esta
poesía es deudora por denominación de origen–, a su destino de forma a partir
del lienzo que arde en la memoria (Carora), acá podemos ver los dibujos de una
interioridad que por momentos solo muestra suspensiones abstractas, tachaduras,
borrones, en el cuaderno nervioso que recupera el grafito. Juan Liscano
escribió (27) unas reflexiones sobre
esta escritura que es bueno tener presentes: “[la poesía de Luis Alberto Crespo
(se refería en particular a Costumbre de sequía, 1977)] se proyecta
sobre un más allá ontológico, abstracto, la abstracción esencial de sí, el yo
frente al sí mismo, la lejanía en lo más cercano”. (28) En todo caso, permitamos surgir, nosotros los lectores, el
paisaje solar de esta poesía que bajo el cielo protector de las sombras, del
techo protector de la escritura, le da un lugar posible a la formalización
gracias a ese principio femenino que preserva la vida y la hace posible, así
como al poema; el que le quita al sol su predominio, su poder quemante, su
pretensión arrasadora y voraz sobre la tierra. Es este un principio que se
difundirá redentoramente a través de la visión, la espiritualidad, la letra,
los signos y las páginas.
Y sin
olvidar, en este mediodía continuo, lo que dijera T. S. Eliot, que en la poesía
el humano destino del artista no es otro que insistir, insistir –pero pronto,
parece decir Crespo, antes que el sol se lo lleve todo―. Así lo dice él mismo:
“La poesía es mi oficio, es mi pasión, pero también mi dificultad. Es difícil
realmente expresar en poesía escrita lo que uno siente y piensa en palabras, y
sobre todo en poesía. Porque ella es amada por el silencio. La poesía exige
entonces una gran fidelidad con relación a nuestro ser, a nuestro yo, a nuestra
conciencia. Ella reclama sinceridad en quien expresa poesía, por lo tanto,
desconfía de la literatura. Ese es mi destino. Es más la dificultad que el
placer mismo. Cuando termino de escribir un poema me siento como extenuado y
sobre todo decepcionado, porque nunca es lo que quise decir, y entonces es
necesario insistir, insistir. Es insistir conmigo mismo, porque yo creo que es
la vía del conocimiento interior”. (29) Se
trata de la escritura como desafío interrogante, como moral, como exigencia de
la expresión cabal, como vaivén entre la forma y el vacío, entre la luz y la
sombra, entre la conciencia y lo inconsciente, entre la casa y el desierto,
entre la palabra y el silencio, entre el poema y la nada. En este compás tenso
de oposiciones que se reclaman entre sí, que lo acercan también a la filosofía
oriental –al taoísmo y al budismo– irán apareciendo las sucesivas modulaciones
de esta obra al indagar más y más en la circunstancia existencial que la define
y la nutre.
LO QUE LEEMOS NO SE VE, SE PRESIENTE | En el mismo ensayo citado sobre La
desaparición del paisaje en la poesía venezolana, entre señales de cosas
que fueron, entre señales de cosas que están yéndose, en el transcurrir, en la
fuga de perfiles, Luis Alberto dice: “en la apariencia, en el límite de vacío y
borde, la escritura no tiene con qué sostenerse: la página también aridece”.
Lectura en su doble sentido, de los versos y los contextos, de las palabras y
las cosas. Lecturas de oído. Escritos con la mirada. Fruto de ambas, fruto de
goce del cuerpo al atajar lo más anhelado (“Cantará el ruiseñor en la cima del
ansia”, cita Crespo a Jorge Guillén en el mismo ensayo indispensable). Y eso
más anhelado se alcanzará, además, desde su condición primera, como lo escribe
en su libro Rayas de lagartija, desde “La casa que tengo que hacer /
para ir a tocar la puerta, / para ir a decir que ya llegué, / que ya vine / La
casa que tengo que inventar cuando regrese”. Esta casa que tiene que inventar
es la casa del tiempo, la casa del poema, la que escribirá para poder volver,
para llegar a tener sitio, para poder entenderse. La arquitectura del alma, es
cierto, el dibujo simbólico y material del refugio y de los posibles encuentros.
Y la dibuja o los dibuja (la casa, los poemas) teniendo en cuenta, tanto en su
obra poética como en su prosa, elementos fundamentales de su vida de alarife:
ventanas, celosías, portones, aldabas, zaguanes, corredores, balcones,
balaustres, cuarterones, aguamaniles, pilastras, cumbreras, arcones, aljibes,
alares, y también las habitaciones, el cuarto del verbo, el cuarto del castigo,
y además, a través de esas casas, tías solteras, espejos, fotografías, paredes
altísimas, locos, gente que grita, fantasmas, espantos, silbidos, pesadillas,
soledades, gatos con velas en los ojos, y sombras a contraluz.
Esta casa
del poema, tan extensa como la casa caroreña de Crespo, tiene distintos
espacios y distintos momentos, pero siempre la pasión creadora del poeta se
manifiesta en esa intensidad por el desafío de la forma que lo lleva
permanentemente de un libro al siguiente, de un registro a otro (desde uno más
narrativo a otro más breve y despojado, desde un más abstracto a otro más
afectivo, emocional), de un estado del alma a otro dentro de una misma
búsqueda: “De nuevo vuelve Bachelard a decirme que el espacio de la casa es,
aún más que el paisaje, un estado del alma”. (30) Y los libros serán justamente estados del alma verbalizados.
Casas, dibujos y poemas. Andar por esa casa extensa que conforman todos los
libros de Crespo, será entonces leer, como él, con él, la casa imaginaria del
espíritu y encontrar: huellas, trazos, ecos, voces, montes, ventarrones,
fuegos, soles, tierras, imágenes que muestran el lomo y apagan las luces.
Escritura de presentimientos (“la puerta golpeando / como una campana, como un
luto” nos dice en Rayas de lagartija). Campana y luto, sonido y
silencio, deslinde entre la simultaneidad de las apariencias y lo que subyace,
entre lo que vemos y lo que sentimos, entre lo que está y lo que se presiente.
Como lo que afirma el poeta en el documental ya citado de Penzo sobre los
rasgos de su difícil y fértil oficio: “Cierta entretierra, la del paisaje, la
de la escritura, hace elusivo y alusivo lo real”. Pero entre uno y otro
rostro, más allá de lo impreciso, está en esta poesía cortante, desconcertante,
conmovedora, en la raíz de sí misma, un ímpetu sensual, integrador,
reconciliador, armonizador, que trata de mantenerse cerca de los esplendores,
las celebraciones y la fascinación que vivenció y perdió el poeta en su
infancia, y también como vehículo ―la sensualidad― hacia una experiencia
con la “ruina de la figuración” convertida en “suntuosidad de lo extinto”. Él
lo ha afirmado con claridad en el diálogo que sostuvo con Jacobo Penzo: “El
paraíso de la aridez para mí tiene una epifanía. No es la pobreza, por decirlo
así, del paisaje. Ese
paisaje espinoso, ese paisaje lleno de ampollas, es lo que me hace tener una
armonía con mi desesperación”. También lo afirma allí mismo de este modo: “Mi
actitud dramática frente al mundo encuentra en esos paisajes [áridos, de tierra
cuarteada] una correspondencia que, paradójicamente, me produce placidez”. Pero
él también había afirmado que la página aridece. Sí, la página escrita y la que
está escribiéndose. Ante la primera, si no se logra entrar en comunicación con
la fuerza dormida que está bajo las letras y el lector debe despertar –diría al
modo en que lo entendía Simón Rodríguez, como resucitar ideas y sentimientos– o
el desencuentro convierte la lectura en tierra seca, estéril.
Lo
mismo ocurre con lo que se escribe, con el poema, pues este debe poner en
movimiento lo entumecido, soplar lo quieto, lo rígido, lo olvidado, hacer
memoria (dice Crespo a Penzo: “El viento es lo que mueve aquello que de otra
manera estaría destinado a petrificarse, a quedarse para siempre en lo uno, en
lo inmóvil total”). Es preciso darle movimiento a lo inmóvil –que es la
condenación del sentido, su precipicio, su barranco– o palpar el fracaso de la
incapacidad para recuperar el ayer y a sí mismo (Orfeo decapitado). Bajo los
libros escritos y bajo la apariencia general de lo que existe, están los seres,
las cosas, las palabras, las letras, los traumas y los afectos que nos reclaman
las virtudes del viento (el viento, esa manifestación del alma); ya que ellos,
los libros, el presente y el pasado, precisan de la energía espiritual que les
dé vida y así recuperar lo único que nos pertenece y no perderlo en la vorágine
del sol y del tiempo bajo los sedimentos profusos y difusos de la ausencia y
del vacío. Es la encarnación como proyecto de vida: ser esto que soy, que debo
llegar a ser, y la poesía como aventura, como exploración y conocimiento
dramático en el laberinto del ser y de los ecos.
III
Hay una grandeza en la pobreza
Albert
Camus
LA TIERRA MÁS ANTIGUA, LA MEMORIA ARCAICA | Tierra seca, especificación geográfica,
condición atmosférica, sed, dibujo, la sequedad, lo yermo, lo cuarteado. Seco
es sin agua. Tierra que no engendra. Pasa un zamuro. Humo. Candela. Tierra
seca. La tierra es el desierto. Y uno va al desierto, en esta poesía y en la
tradición universal, y en la cristiana, a enfrentarse a la verdad y a lo atroz.
Se va en busca de la revelación de lo más auténtico, a la interpelación más
exigente. Es terreno para la ética, para los principios, para el aprendizaje
(en esa peladura sin artilugios, escribe en Tierramenta, 2009, lo
siguiente: “La pérdida de toda palabra interioriza / sosiega lo vano”, “Qué
lujo servirle a los rincones”, “Nos dijeron que mostráramos nuestras llagas. /
Que cuidáramos su flor. Que fuéramos de ayer. Que miráramos como el que pasa”).
Diría que esta tierra, este desierto es geografía física y simbólica para el
ejercicio espiritual, para el cuidado de sí, para ir en busca de la verdad,
para elaborarse desde allí, para mantenerse en el lugar del contacto, para ser
lo que se quiere, para no ser lo indeseable, para pensar, para filosofar, para
darse forma.
Es una
vía, un método, una ascética. ¿Una conducta en la renuncia? Me parece que
efectivamente estamos ante la renuncia cristiana a lo aparente, a lo banal, a
la vanidad. En esto le da en cierta forma continuidad al cristianismo
socialista del padre, y a esa manera con que Antonio Crespo Meléndez
privilegiaba la pobreza, la pobreza franciscana, junto con la justicia y la
dignidad del ser humano, el desprendimiento y la generosidad. La pobreza como
riqueza interior, como modestia para afirmar la compasión, la ternura, la
solidaridad. La pobreza para afinar la templanza y mantenerse en el lugar que
le corresponde, sin perderse en lo superfluo. Pobreza, es verdad, pero también
que a través de ella se acerca al lujo del espíritu, a lo suntuoso (así lo
afirma en Sé: “Cuánto encaje luce la pobreza del agua estancada”).
Parecido esto al arco que se puede dibujar, para incorporar puntos extremos en
una misma obra, desde el despojamiento de su poesía hasta el barroquismo
descriptivo y sensorial que puede alcanzar su prosa. Es decir, estamos entre lo
esencial y el desborde, entre lo oscuro y el resplandor. Pero siempre en la
palabra exigente, en la palabra fiel, en la palabra de una moral con la lealtad
a sí misma, a lo que el poeta quiere expresar ―que es tan difícil. Y en este
punto quiero citar a Guillermo Sucre cuando estudia la obra de Octavio Paz en La máscara, la transparencia (31), libro motivador de la reflexión y
la pasión por la poesía, que me ha acompañado desde que lo conocí hace ya no
pocos años y he consultado ahora con el mismo entusiasmo con que lo leo
siempre. En estas palabras de Sucre sobre el poeta mexicano encuentro, en buena
medida, acentuado lo que quiero decir en este aspecto: “Complejidad estética y
espiritual también: disciplina de la forma y la forma como disciplina. Es así,
creo, como el propio Paz lo ve. «La moral del escritor ‒dice‒ no está en sus temas ni en sus propósitos sino en su conducta frente al
lenguaje». De manera más significativa, agrega: «En poesía la técnica se llama
moral: no es una manipulación sino una pasión y un ascetismo»”. (32)
Las
tierras secas, por otro lado, si fueran solo las hijas del sol implacable,
serían la desolación absoluta (aunque siempre está este riesgo, tanto en lo
personal como en lo colectivo). Es preciso el elemento de la redención, del
movimiento, de impedir que se petrifiquen las cosas y las gentes, que se
desvaloricen, que las maltraten, que las manoseen y ultrajen o que las ausente
el olvido; es necesario el viento, como señalamos, ese vínculo vivificador,
actualizador, que le impide a la muerte apoderarse de todo, de vaciarlo, de
entumecerlo, de castrarlo. Recordemos lo que dijo Crespo un poco antes: “El viento es lo que mueve aquello que de
otra manera estaría destinado a petrificarse, a quedarse para siempre en lo
uno, en lo inmóvil total”. Lo petrificado, lo uno, lo inmóvil, la identidad
de la muerte entonces, esa inmensa disolución. La vida es lo moviente, lo
diferente, lo dinámico, lo que cambia, lo que viaja, lo que se transfigura
entre fuerzas contrarias, lo que mira en la oscuridad, lo que deja de ser para
seguir siendo, una cosa que es otra cosa y su gran nombre es la metáfora como
encarnación de la vida entendida como phyisis, como causa primera de
transformaciones infinitas. Mas todo tiende a esa rigidez, a ese
entumecimiento, a esa borradura, a ese desamparo, a ese sarcófago de olvidos y
miserias. Pero el viento también es el alma, el soplo, el ánima, la belleza, la
armonía. La poesía será justamente la vivificación y preservación de lo que
corre el riesgo de sucumbir, de desaparecer como trasto en el anonimato, en la
marginación más compacta, más intratable, en la ausencia definitiva, en la
desmemoria radical, y en este sentido, ser menos, mucho menos, en la
enajenación, en la pérdida de la configuración humana del horizonte y del
sentido.
El
viento, al igual que el desierto, es un elemento clave en la sabiduría del
mundo, y en esta poesía un símbolo del poema mismo y del rescate de lo
viviente. El viento como metáfora del río heraclitiano, de lo uno y lo otro que
es la vida, que son las cosas, que son las palabras. Las palabras dicen algo y
algo más también en esa diversidad, en esa multiplicación, en esa paradójica
abundancia de la tierra seca. Pues es un hecho que en esta tierra yerma, en
esta inmensa soledad, pelada y cuarteada, habita una secreta magnificencia. De
ahí que la poesía sea el lugar donde se accede a una fuente desconocida, como
lo afirma en Tierramenta: “Lo nuestro es ruina de agua / que por estéril
sacia”, o con más nitidez en el dibujo: “Toma, / acuenca lo terroso, / prueba
su incierto bebedizo”. Magnificencia, decía, generosidad de la iluminación en
las pinceladas, en las líneas, en la profusión visible que le da un perfil de
brillo a los seres y las cosas que componen este universo verbal. Riqueza
poética en el sentido de estar en lo polivalente, en lo polifacético, en lo
metafórico, en su poder de viaje y transformación, de renovación que deslumbra
y provoca, que complace e interroga, que muestra y esconde.
En esta
poesía la vida es siempre más de lo que parece o lo que parece es siempre menos
de lo que es la vida. De este modo, la poesía de Crespo es una aventura signada
y cifrada, no por la sencillez –que no es nada como diría Borges– sino por una
enigmática densidad en lo heterogéneo, en lo diverso, entre el olvido y la
memoria, entre el sol y la sombra, entre la sensualidad y el ascetismo. Dice
Luis Alberto Crespo: “Soy lo que no soy”. Es decir, lo uno implica lo otro: la
luz, la oscuridad; el hombre, la mujer; la palabra, el silencio; el discurso,
la enajenación; el bien, la culpa; la presencia, la ausencia. No es que estemos
en una encrucijada, en una disyuntiva, ni siquiera tras la búsqueda de una
síntesis. En todo caso, el afán de absoluto se da en esta poesía desde el
movimiento fermentado y generado en esa oposición simultánea del sí y el no, en
esa dualidad paradójica y fecunda. Y esta es la tierra del poema, un terreno
imantado entre fuerzas donde la apuesta metafísica es por la vida (al hablar en
un documental con Carlos Brito, le dice sobre la poesía: “Es detener en un
instante la eternidad” (33)), por la perplejidad de la vida, por el
arte como vía para la reconciliación y los deseables acuerdos con uno y con el
mundo.
Entre
lo arcano y lo contemporáneo, entre la sequía y la humedad, entre el abismo y
la flor, entre lo visible y lo invisible, el poeta se mueve, se pone a andar
entre estos campos de energía que son el corazón de esta poética que surge, no
desde el principio de identidad, sino desde la vivencia de las paradojas de las
que señalo algunas en estos versos que siguen y corresponden a varios de sus
libros: “Tú vives aún; pero mi corazón hace ya tiempo / que ha muerto; de modo
que sólo puede servir / a los muertos…” (epígrafe de Sófocles que colocó en Novenario,
1973), “Palabras de quedarse, de irse / pero adentro, más adentro” (Costumbre
de sequía, 1976), “Lo que sé de mí es monte / cuando llego hundido” (Resolana,
1980), “Lo borrado / Me quita la voz de la boca” (Entreabierto, 1984),
“Hace tiempo bajé del caballo, pero todavía no existo” (Señores de la
distancia, 1988), “En mi país las piedras son más sensibles que la vida” (Mediodía
o nunca, 1989), “El olvido no deja que amanezca” (Duro, 1995), “Yo
soy de donde me callo” (Solamente, 1996), “Hay finalmente una sombra que
nos ilumina / y una luz que nos desaparece” (Lado, 1998), “Tan cerca
sobre el alambre / y tan remoto su canto” (…y
ya, 2011), “Mi sombra en el agua / se entendía con la llama” (Algo es
así, 2012), “No uno; no cero. No sí, no no” (epígrafe que toma de Zen Joshu
para No o nadie, 2014). En esta tierra mágica, imantada, entre
estas fuerzas enfrentadas, se mantiene pensando, escribiendo, dibujando, pero
esencial, especial, fundamentalmente, haciendo casa, refugio, cueva, sombra,
alegorías, metáforas, símbolos, poemas, y también alabanza, indagatoria,
interrogación, recuperación, renacimiento, soplo, psique, aire que palpita.
Haciendo equilibrio y armonía, haciendo alma, sitio en lo oscuro para el
huésped. Y sitio como lo entiende Alfredo Silva Estrada al pensar esta poesía
de Crespo: “Situado siempre, el poeta busca inquieto esa situación suya en el
mundo que sin cesar viene a su encuentro tornándose angustiosamente elusiva,
efímera, irreal en todas las presencias persistentes que conforman su entorno.
Situado, el poeta tiene situación de errabundo, aunque pueda sentirse
«enterrado vivo» en la aridez de su tierra que lo colma de ausencias” (34).
Con
agudeza ha referido Gonzalo Ramírez, en un panorámico y comprensivo ensayo
sobre la obra de Crespo, la inquietante lectura que se experimenta al leer
estos poemas: “La voz del poeta nos resulta familiar y enigmática al mismo
tiempo. Para este, escribir un poema no es algo que sustituye a la vida, sino
que recupera su intensidad. Entre el poema y el lector se desarrolla un diálogo
tentativo y exigente. En un poeta tan poderosamente visual, no deja de llamar
la atención que sus imágenes por exceso de familiaridad nos terminen resultando
desconocidas. Es cierto: aquí lo más inmediato acaba tornándose en un misterio.
Lo próximo y lo lejano acaban por confundirse; el lector se halla ante una
palabra que lo sitúa y, al mismo tiempo, lo deporta. Es como si el poeta no
hiciera distinciones entre voluntad terrestre y voluntad de absoluto. Ambas
solicitudes lo habitan y él no puede dejar de responderles. Por eso creo que
dentro del poeta moderno que es Luis Alberto Crespo habita una memoria arcaica.
Si es cierto aquello de que un individuo se compone de muchos desconocidos, uno
de esos desconocidos que habita en nuestro poeta es un primitivo que solo puede
aludir mediante imágenes a lo indecible que lo subyuga” (35).
En esta
lectura experimentamos con frecuencia sensaciones esquivas a la
conceptualización: derrumbes internos, destellos, sentencias oraculares que
retumban, galopes, ratificaciones de una ausencia que parece hablar en otro
idioma, palabras que excavan en la noche, palabras que duermen en el día, unos
pozos de tierra muy al fondo, advertencias místicas, hundimientos puntuales,
tensiones convertidas en música, hipótesis que no podemos apurar ni asir; así
como la sensación de lo fugaz en lo nítido, la del deslizamiento en lo visible,
la de lo corvo en ángulo incrustado, la del despiste en el rumor, la del
silencio en el habla, la del diálogo con lo sobrenatural. Es decir, la
complejidad de su lectura, que forma parte de ella, no viene por la dificultad
que pueda ofrecer un acertijo o un texto en cuanto a su sentido, porque al
leerlo uno se enfrenta a una experiencia que va mucho más allá de la
comprensión de un significado. Alfredo Silva Estrada apunta “el tratamiento
paradójico, maravillosamente sincopado que despierta en nuestra imaginación
espacios secretos, vibrantes contradicciones” (36). Rafael Castillo
Zapata escribe: “(…) la poesía de Crespo se nos presenta como una especie de
viaje detenido, aventura de progresiones estáticas, circulares, donde lo que se
impone, finalmente, es la idea, paradójica y perfecta, de lo inmóvil que mueve,
de lo fijo que se evade” (37). En
esta poesía lo prioritario no es entender, sino ser, y ser en el desafío de la
desnudez radical ante lo incierto (en el poema dedicado a “Adonis”, en el
hermoso libro publicado por Lumen, dice: “Yo te saludo / en nombre de la
incertidumbre”) y con todo el rigor posible ser en la pregunta y en la
aspiración, eso sí, de armonía, de reconciliación. Es una poesía filosófica en
su preguntar por el ser, por el ser y el tiempo ciertamente (no por conceptista
ni libresca); por el aliento mítico de la contemplación donde Narciso mira su
rostro y el de los suyos en los espejos alucinatorios de la memoria; por la
continua reflexión mallarmeana sobre el lenguaje y el mundo; por la errancia
contemporánea del hombre moderno, solo, aislado, desterrado del cosmos; por su
talante existencial, porque indaga desde la exposición máxima en el entorno y
en sí mismo, en la aventura dramática de la vida psíquica y de la que termina y
recomienza –con Heidegger, con Camus, con Sartre, pero sobre todo con la
vivencia, con la experiencia, con la observación, con él desde la poesía, desde
el poema. Y entiendo por poesía existencial en su caso, a la que llega hasta
los límites, hasta las llamas y las llagas de la intensidad a partir de su
humana y particular experiencia. No es que estemos, por un lado, ante una
disertación sobre metafísica hecha en clave de versos, ni que asistamos, por
otro, a la fría extracción de la piedra de la locura en un quirófano
ambulatorio –pueblerino, rodeado de orates–, sino, antes bien, en cuanto a esto
último, estamos en una inmersión irreversible, en el descenso a través
de las grietas que se abren entre el abismo y la razón poética –no la inmersión
en el extravío que adolece de puentes, de conexión, de enlaces, desparramada y
sin tensión.
A veces
también creo que uno ingresa por momentos en los dominios de la música atonal,
en las corrientes de la concentración suspendida, cortada, interrumpida,
después de abiertas las puertas de la percepción, de entender el mundo de otra
forma, desde la pérdida, desde el desarraigo, desde la errancia, desde lo
fragmentario, con sus sobresaltos y visiones. Traigo acá unas palabras del
poeta Eleazar León cuando comentó lo siguiente sobre Costumbre de sequía,
y me uno a ellas por ser palabras propicias a la hora de esclarecer lo que
intento decir: “pedazos hechizados de la percepción, rotura de los actos por
donde el gesto permanece, el oculto, desplazándose en su vencimiento” (38).
En esta
obra, donde hasta la demencia alumbra, ya situados siempre entre dos
dimensiones que se reclaman entre sí, el viaje ocupa un lugar de primer orden,
el viaje del retorno al pasado, el viaje interior, el iniciático, el viaje
hacia las fuentes de la imagen. El viaje y sus emisarios: el cuerpo, las
palabras, el caballo, los sueños, los pájaros. Y el viaje a través de las
grietas, como señalamos, es uno de ellos, pero fundamental, pues por allí
entramos arqueológicamente en contacto con lo primigenio y deslumbrante de esta
poesía, es decir, con los poderes oscuros y luminosos del verbo y la
imaginación.
UN TIEMPO CREPUSCULAR | La escritura de Luis Alberto Crespo, desde sus
inicios, le ha dado y le da relieve a las fulguraciones que vienen de un
hipnótico deambular en el desierto, a las apariciones crípticas que pudieran
acabar con todo de un solo golpe. De esta manera le ha dado voz a la pérdida de
voz, a esa pérdida de los ejes, a ese silencio que todo el tiempo amenaza.
Escribe Antonio Trujillo en el prólogo a No
o nadie: “Toda la poesía de Luis Alberto Crespo es una astilla hundida en
su lugar de origen. Esa obsesión por lo suyo y los suyos se convierte en cólera
escrita por la mudez de lo fugaz y el afán de sostener la luz (…) Y acontece el
milagro, ese decir y decir palabra a palabra hasta desquiciar el destino” (39). Aquí la ignominia se dice y se
deja estar como fruto de un combate a vida o muerte. Y esto ha sido gracias a
una apuesta del poeta por mantenerse en el lugar de los signos, con el diseño
de los signos que le corresponden, con sus palabras, con sus caballos –esa
mitología corporal del movimiento–, a trote o en carrera por la sabana o por el
parque, con la salud psíquica, espiritual y material que su poesía pone de
manifiesto con las cualidades de la luz, de la apariencia, y desde la que le da
forma a la emoción, al sentimiento, a la nostalgia, a la belleza, a la
inteligencia, a la imaginación, a la piel, esas grandes palabras del sentido de
la vida que, aun en lo más escarapelado y espinoso, en lo más trágico, espiritualizan
de continuo la lectura de estos poemas de Crespo. Por ello uno escucha que
estos hablan, en cierto modo evidente, en cuanto cuerpos, de la sapiencia para
vivir en los límites, con toda la oscuridad y la transparencia que esto supone,
entre vacías tinieblas como diría
aquel, y entre el desierto y los zamuros como lo dice él mismo.
Por
otro lado, al leer su poesía uno se pone en contacto con otra dimensión donde
el espacio, el ritmo, la sintaxis, las imágenes, todo esto da cuenta también de
los ríos subterráneos de la memoria: voces que naufragan, silencios que nos
tocan, abismos que vienen con oquedades, pájaros que parecen súplicas, agonías
que nos silban, en fin, y en principio, las huellas de mundos que fueron y aún
deambulan con sus demandas entre precarios signos, como apagados ecos, como
presentimientos, como el enceguecimiento que los muertos nos producen. La
lectura de su poesía, incluso con las diferencias de estos libros entre sí
–pues todos de verdad conforman una misma obsesión, un solo libro–, es un arte
que compromete a fondo la atención en esa placenta onírica que descubrimos a
partir de lo sensorial –si cedemos a su convocatoria, si nos permitimos entrar
a esta poesía con otros códigos, descentrados más bien, pero orientados en un
fluir magnético–: ¿inframundos, ultramundos, mundos que andan en pena, penas
que andan mudándose, mundos que se resisten, memorias indescifrables? Todo esto
sin duda.
Es
preciso subrayarlo y no permitir que se olvide: la poesía de Luis Alberto
Crespo suele ser, como la raja que la atraviesa, la escinde, la fractura, rara
y extraña, elocuente a veces y otras veces muy parca. Dice Crespo de cómo
entiende su poesía y algunos rasgos de ella en la conversación con Jacobo
Penzo: “Como manera de rescatar esa borradura [del olvido] está una escritura
que siempre yo uso como un remedo de lo interrumpido. Mis imágenes nunca se
completan. Cuando quiero decir algo me interrumpo. Hay como una especie de
detenimiento en la referencia de la memoria. Confirmo la permanente fidelidad
mía hacia lo más delgado, hacia la flacura, hacia lo que apenas tiene perfil,
hacia lo que no convive con la sombra”. Su escritura, si la escuchamos
ramificada en resonancias –en multiplicada sombra diría Antonia Palacios–, en
ecos, en voces, en eso impalpable que circunda la luminosidad, que la rodea,
que la sostiene incluso; si vemos cómo surgen sus frases con voluntad de cosa y
se instalan ante nosotros como seres vivos; si le hacemos lugar al pensamiento
poético de Crespo, podemos constatar que la extrañeza a la que asistimos
responde a una visión donde encontramos al poeta órfico en sus viajes hacia
adentro, hacia abajo, hacia lo oscuro, con su existencial manera de vivir el
desarraigo, la circunstancia que define al hombre ante el desorden del cosmos,
y siempre a la busca de Eurídice en el tiempo perdido.
LA FLOR LUJOSA EN EL PENSAMIENTO Y LA ARIDEZ |
La nadificación a la que
asistimos continuamente en esta poesía como producto del arrasado paisaje
solar, ese inmenso vacío, y ese desafío también para encontrar la palabra que
subyace, la palabra que viaja en la memoria, la palabra que impida el desastre,
es una experiencia límite: o se sale bien del desenlace o se acaba en la
ausencia de toda fundación. Fundido en la canícula. Esta experiencia es la
experiencia del poema. Experiencia exigente por lo comprometedora, tensa porque
se apuesta lo único disponible y por la circunstancia de estar en vilo de ser o
desaparecer. El poema y la fiebre. La fiebre y la temperatura física y
espiritual de la ciudad originaria y de la ciudad mítica. Se busca la placidez
desde la nostalgia y la angustia, desde la enfermedad, desde el trauma. Se
aspira al canto del ruiseñor desde la desesperación. Esta problemática es la
que le imprime el carácter dramático a la vivencia de la poesía en Luis Alberto
Crespo. Se corre el riesgo de no hallar, de enmudecer, de enceguecer, de
enloquecer (“En las piezas de cal,
mi tío, el médico, / se volvía loco, rodeado de suciedades”, escribe en Si
el verano es dilatado). El que no encuentra, el devorado por el encierro, no habla. El que no
dice, no piensa. El que no halla se ensucia. (El que anda sucio anda curtido de
peste, sí, de “la peste” que lo convierte en sonámbulo, en fantasma.)
Negaciones que están potencialmente en el núcleo de este viaje al nocturno país
de la nostalgia. Así escribe en El
país ausente: “La memoria busca su campanario y su esquina, su
calle, su ser solo y colectivo. El tiempo los confunde, los vuelve indistintos.
El tiempo y la memoria. He sentido el patio de la calle San Juan y el ventalle
de la plaza cuando la tierra, como la añoranza, me regresa hacia ellos. No me
dejan, no quieren mi olvido” (40).
En el
animismo de Luis Alberto Crespo (leemos en un poema de Sé, dedicado a su
padre: “¿de qué lado / estaba la luz de la lámpara de tu mocedad? // todo
hablaba entre las cosas”), donde la vida entera está poblada de voces, de
gentes, con vida propia –y donde de lo que se trata es de aprender a escuchar,
a ver, a atender, como en un práctica espiritual de rigurosa alquimia, de
ascético trabajo interior, de disciplina para abrirse a lo moviente, a la
multiplicidad que ronda, a las paradojas, a lo que está detrás de lo visible–.
Se necesita ser fiel al destino, al llamado que nos hacen desde afuera y desde
adentro y nos convierten, si somos consecuentes, en alguien más del cosmos que
rueda herido en los fragmentos. La apariencia, en el sentido temporal y solo en
este sentido (pues se accede a la intensidad por lo sensorial, por lo corporal,
por la epidermis), es ruinosa, individual, puntual, desangelada –muchas veces
desalmada–, una, inmóvil, pétrea, parca, muda, simple. Sin aura. Así le dice a
Carlos Brito en el documental de la Editorial el perro y la rana : “La
apariencia de realidad no es la materia con la que la poesía se queda” (41). Hace falta conectarse, entrar en
el dinamismo de las corrientes metafóricas donde pensamos en la multiplicidad
desde lo diverso, en las corrientes que nos buscan para nombrarse y salir de
las tumbas, para resucitar (escribe el poeta: “Tal muro, fronda o ser se libran
de la nada porque alguien los nombra –los escribe o los llama– y donde hubo
ruina de cosa y de vida persiste, de nuevo, la apariencia de algo o de alguien.
No basta la Historia para exhumar, para restaurar: otra historia –¿una
intrahistoria?– anima lo que aquella, la que señala con la mayúscula, descuida
o borra” (42). El poeta es un dador de vida nueva. Le quita a la muerte
su predominio. A la muerte, que no es cualquier enemiga cuando quiere apurar el
paso y está presente en esta obra de manera tal que la desborda y la ciñe.
La
lucha en esta poesía es por la voz, por la libertad –mejor, por la liberación–,
por la afirmación, por la expresión, por la celebración. Algo sombrío y
siniestro esclaviza sin embargo, inhibe, castiga, somete, enloquece. Una fuerza
represiva y mortal. Una amenaza latente todo el tiempo y que lleva a lo fatal
–como al sacerdote Zubillaga en el significativo poema “La caída del padre” en Sì
el verano es dilatado, donde se quita la vida entre prohibiciones y tabúes:
“Él abajo, en la calle, / que sonó como un pozo, / y encima, en la urna / que
se le volvió la sotana, el chorro de loros pasándole, llevándole su espanto”.
En esta pugna, la ciudad mítica se erige como símbolo en el desierto pero
también en la flor: “el silencio es flor aquí, flor inmensa” (43) y por supuesto en su misterio y la
dádiva de su presencia, aunque, ante el camino recorrido, ante las
preparaciones, ante la ascética del arribo a este ícono esotérico, no podemos
hablar de aparición gratuita, aunque sí de revelación.
Así la
llama Crespo, flor del pensamiento y la aridez. Porque en medio de ese
desierto, de esa sequía, de esa aspereza, la piel de la flor (y estoy tentado a
llamarla como Juan Sánchez Peláez: “una flor límpida / un lirio blanco”) se
expande como aroma y como delicia, se abre como humedad encarnada, como lujo y
disfrute del cuerpo:
El Divivivi y el Yabo tienen la flor de las
ánimas:
la sueltan y queda parada en el aire,
bailando.
Pero
también la aridez se transmuta en pensamiento, decíamos, en lucidez, en idea,
en imagen. De otra manera y la misma, así como la poesía se fundamenta en la
atención, la conciencia iluminada e iluminante es una instancia decisiva en
esta obra, pues se expresa constantemente al nacer y al construirse desde allí,
pero quiero traer acá un poema muy importante de Crespo, entendido como arte
poética y cuyos versos citaré a partir de aquí hasta el fin de esta segunda
parte para ilustrar lo que digo. El poema de 1998 lleva por título “Una
escritura por toda sombra” (44) y pasa y repasa sus temas
esenciales, los puntualiza, y hace lo mismo con los libros que ha escrito en su
tránsito creador hasta ese momento. Desde esa conciencia iluminada (que apunta
no tanto al voluntarismo del empeño, que lo hay, sino a la cualidad inevitable
de la conciencia en tanto iluminante y sorprendida, en tanto apta, preparada y
cultivada, como ganada y fecunda para dar y mediar con los signos desde las
grietas y el dolor) se dibujarán los días y las noches para aplacar la sed, y
surgirá lo que precisa dejar huella: la unión del mundo de arriba con el mundo
de abajo (“las estrellas de Orión en la piel de la culebra”), el
esclarecimiento con el tiempo pasado y con el tiempo presente (“Las curvas de
San Pablo ya no quedan atrás sino en el destino“), el desplazamiento entre el
sueño y la vigilia (“Vivir fue desde el principio atravesar lo más enjuto en el
cruce / y llegar al fin perdido”), la simultaneidad entre la palabra y el
silencio (“Un pájaro canta. Pero lo que sucede es mudo”), el diálogo entre lo
cotidiano y lo sobrenatural que encuentra un conducto, una vía de enlace (“La
realidad era el espejo grande donde se vio muerta la madre”), la paradoja
fundamental de donde emana la vida (“Por eso se parece a un reino. / Cerca se
alarga un sendero. Cerca, es decir hace mucho. / No va, nos borra. No pisa, nos
adentra”), el espacio construido desde una elaborada interioridad (“Si quiero
hablar de lo que me es lugar en mí, / la morada en la mirada y en la memoria”),
la contradicción del decir, del ser y el ventarrón que amenaza eternamente lo
que existe (“Escribo para callarme. Para privarme. / Lo que leo es la tierra a
las doce de la página seca: entre una y otra frase la intemperie insiste”), el
desdoblamiento entre el yo y el otro (“Aquí es demasiado nadie para el yo”).
Así, es necesario subrayar que uno de los rasgos que definen bien esta poesía
es la aguda y puntual conciencia: “Una y otra vez, de un libro a otro, sin
moverme de lo que escribo, / parado allí, en la mitad de la frase, en la mitad
del día”. Es decir, constantemente, en la materia de los signos y los sueños, y
en el centro fugaz, virtual, simbólico, donde se encuentran y desaparecen la
vida y su reflejo, lo que queda es la palabra.
Consciente
de la condición expresiva en su desempeño material, de lo que ha escrito, de
las culturas de la expresión –donde se mueve a gusto, y con el buen gusto de la
discreta y jubilosa erudición–, de la autenticidad como exigencia primera, de
las preguntas por los recursos que la constituyen –por los límites de su
desempeño, por su sentido, por su necesidad, por la herencia verbal en la que
se reconoce, se cuestiona, se inventa y resurge siempre con otras modalidades
dentro del mismo libro que lo obsesiona desde hace mucho. Y se ha mantenido
allí, en ese temple, en ese sitio, desgarrado y con obstinado ahínco, con
fervor, con pasión, con tormento, con angustia, con esplendor y belleza.
Intentando siempre transfigurar esos estados de alma en escritura, lo que
muchas veces no es posible por el enceguecimiento del espíritu:
Solamente solo, es decir, en la lectura de lo
que no logro escribir
y me encandila en el papel, en el espejismo,
donde comienza el espíritu.
En la resolana, en el sol de la sombra, en lo
entreabierto,
entre lo que callo y lo que me trago, como una
orilla,
como ese alambre de lo escaso y lo carente,
más afuera, más irreal, a la sombra de la
escritura,
o apenas oscuro en medio del resplandor,
el único matorral de la página y el paisaje.
Conciencia
iluminada he venido diciendo para referirme a la traducción de los estados del
alma, a la reflexión poética en el desierto de la página, y a la lucidez solar
en el abismo. Conciencia que también señala los límites de la aventura, el
deseo de alcanzar lo primordial, el principio nutricio de lo primero, del
tiempo perdido. Pero, a pesar de todo lo hecho, de todo lo escrito, la
necesidad de la escritura continúa intacta, invariable y eterna como el hueco
que la funda. Tiene espacios, los mismos, que es necesario recorrer de nuevo,
inventarlos de nuevo, porque el destino inevitable del poeta es “La mudez por
toda elocuencia”, es decir, el momento de la inmolación absoluta que lo espera,
porque siempre está en lo escrito la desmesura que inevitablemente lo desborda.
Es una aventura que está clara de su desafío, el de la imposible transparencia
–la conciencia y las palabras separan sobre todo, así lo padeció especialmente,
trágicamente, la querida poeta argentina Alejandra Pizarnik–, y ciertamente es
una aproximación sin descanso a la fatalidad, tal vez porque su propio impulso,
esa conciencia iluminada, esa atención, esa escritura, es, conmovedora y
pascalianamente (¡ah, Antonio Crespo Meléndez!), una “precaria intimidad en lo
ilimitado”. Y después de todo insistir quedarán apenas algunas cosas claras
como síntesis de esa eterna despedida que es el poema:
Me refugio en un nombre de escasa sílabas: Carora,
en una casa de nombre escueto: adiós.
Lo interminable es este papel sobre la mesa,
este yermo sin ni siquiera un punto final.
Y acaso deje esto en la boca:
Sí,
quedarán finalmente como resumen dos palabras, once letras, un papel infinito,
los dos puntos y lo omitido después de estos: lo abierto, lo callado, lo
trunco, lo fragmentario, lo que no se dijo, lo que no se iluminó, lo oscuro, lo
innombrable, lo irrecuperado, lo perdido, la interrogación, la pregunta, lo no
resuelto, lo que definitivamente se escondió. Poesía de lo ausente, poesía de
la carencia. Pero mientras, eso sí, en lo entreabierto, en la orilla, en la
delgadez, en lo más afuera, en el límite entre el borde y el vacío, entre la
conciencia y el inconsciente, está lo que humanamente en nuestras manos
tenemos: “Una escritura por toda sombra”. Y esa faena, la entrega a la poesía,
a la que Hölderlin llamara el más humilde de los menesteres, es el modo para
durar, para estar vivo, para afirmarse, para ser el que se es, con el ascético
y resplandeciente oficio de la reconciliación por el verbo: “Esta es mi manera
de comunicarme con la poesía, y esta es mi manera de usar, de emplear, de
aliarme con la poesía para expresar la traducción de esta pérdida con el
paisaje interiorizado que me permite transformarlo en escritura para persistir
en la vida y en el mundo” (lo dice en el documental de Penzo). Lo nuestro,
parece afirmar Crespo, es una eterna despedida y una vital e infatigable
traducción con las palabras para poder vivir, para poder entender, para poder
estar, para poder llegar a ser lo que somos.
A
diferencia de Vicente Gerbasi, que dibuja un puente integrador con la vida
entre la noche de origen y la noche del destino (Venimos de la noche y hacia la noche vamos), Luis Alberto Crespo se
queda más acá de la historia, más roto, más fracturado, entre retazos que
inventa para vivir el mundo en su dispersión constante (“¿Qué ofrecer de
nosotros sino el desconsuelo?, salmodiaba la chuchuba. / ¿Qué más lujo que la
desolación?, repetía la flor amarilla”). Para él, sin embargo, en esta
desolación, en esta disolución, en este descalabro, la palabra es lo que
protege, “La palabra es lo último en este confín”. Tal vez por esto mismo la
palabra sea lo primero (Al Principio era el Verbo). Y no está el lugar
en un lado u otro, ni afuera ni adentro, está en los dos por supuesto, pero,
sobre todo, el verdadero lugar es la palabra, o lo que es igual, el estado del
alma en su traducción específica, tangible, material, visual, verbal. No la
trascendencia metafísica de la noche gerbasiana, sino la insolación del
desierto ontológico donde la escritura da sombra, es nuestra sombra, nuestro
techo, nuestra precaria huella en lo ilimitado, para intentar vivir en paz. O
una y otra vez intentar vivir en armonía entre el esplendor y el desconsuelo.
“UN PAÍS CON
LAS MANOS Y CON EL CORAZÓN” | Si el viaje ocupa un lugar muy
significativo en la poética de Luis Alberto Crespo, en sus libros de crónicas
el desplazamiento por la geografía venezolana tendrá un protagonismo
caracterizado por la vehemencia de adoración continua a los horizontes de su país,
como por proponerse la figuración de aquello dejado de lado, al margen, en el
extremo de los residuos, por el proyecto modernizador que pretendió dar un
brusco salto histórico hacia el futuro colocando en el olvido el lugar de
origen, la parroquia, la mancha del campo o de la urbe en ciernes por ese
complejo terrible ante lo ajeno en una mentalidad desarrollista y nueva rica
que predominó en buena parte del siglo XX como modelo exclusivo y excluyente en
la identificación más pronta con las fantasías urbanas de ser como los
americanos del norte. Este dólar perforado (y perforador en varios sentidos) le
dio a la tierra y su gente poco valor, le restó la gracia y la sumió en
desgracias que alcanzaron cuotas tangibles de pobreza crítica en el fin de esa
mentalidad y en las arquitecturas de poder que se generaron a partir del
rentismo petrolero y su injusta distribución.
El título afortunado,
por elocuente, de uno de sus libros resume bien lo que quiero decir, se trata
de El país ausente. Divididas sus
secciones por regiones geográficas, ahí aparece el país entero, pero también
están la querencia, el orgullo, la dignidad de los pueblos, sus hablas, sus
sueños, sus artistas, sus historias, sus dolencias, y el barro fundador de
personalidades auténticas que ofrecen arraigo y pertenencia. Los ríos profundos
como diría Arguedas con insuperable belleza. Ese país ausente se expande hacia
otros libros (Al filo de la palabra, La
lectura común, Las hojas de las palabras), los que conforman su obra en
prosa, pero siempre se habla allí desde la fascinación y la rabia, desde el
encanto y el deseo de hacer justicia ante el oprobio de lo postergado y
menospreciado, de darle la voz a esas multitudes ocultadas que vio hacerse
visibles en su infancia y adolescencia, gracias a la mirada de Antonio Crespo
Meléndez, de Chío Zubillaga, de José Herrera Oropeza. El Diario de Carora, por decirlo así, verá ensanchado su radio de
acción en la obra de Luis Alberto, pero el epicentro es el mismo: un amor
prodigioso, constante, subrayado, por las gentes de aquí y de sus mundos. La
región, a contracorriente de las ideas predominantes, continúa convirtiéndose
en eje. De allí el valor que Crespo le otorga a la crónica como género, al
periodismo, a la oralidad, a los mitos, a las leyendas.
Gustavo Pereira expresa
lo siguiente en el prólogo al libro que nació como producto de una pasión
escrita semanal: “Semana tras semana, a lo largo de ocho años, Luis Alberto
Crespo ha venido cumpliendo devotamente con estos deberes del alma, o más bien
de conciencia sensible (que es así como prefiero llamarla), como otrora lo
hiciera en contexto y dimensión distintos, en su humilde retiro de Chiapas,
fray Bartolomé. Sábado a sábado, en el cuerpo cultural del diario El Nacional, las cuartillas de El país ausente se constituyeron desde
entonces en inquebrantables brazos de una pasión en permanente despuntar o como
lectura de recóndita y no obstante cercana pertenencia: una patria desconocida
y preterida, surta en el portento («un país ausente, el de la gente de una
tierra invisible») tan distante de cuanto dardo de pólvora o veneno le fueron y
le son arrojados en tantos siglos por la contracultura y la altivez imperial
para zaherirlo” (45).
De este modo también
vienen a cuento los cuentos de quienes llevan la herencia de la literatura del
testimonio, así lo dice Luis Alberto: “tributan sus memorias a la memoria
colectiva que nutre las páginas de sus libros, de suerte que resulta grato
juntar la anécdota que los conforma pues nos permite sentir la historia grande
y menuda, el ayer y el instante del pueblo y la región, remedando a quien
frecuenta su apariencia actual y la mira desde atrás, esto es, desde su
producción en la estima, la del hombre de su lar y del país, y en la historia:
la historia toda, la regional y la nacional” (46). Esta memoria
colectiva, estas historias regionales, este mundo de ficciones y de anécdotas,
son fuentes para indagar en esos seres que somos en uno y otro lado de nuestra
geografía. La búsqueda de la poesía de Crespo se convierte aquí en la búsqueda
del ser en los distintos espacios de nuestra geografía sensible (para decirlo
con el término feliz de Pedro Cunill Grau). Hablamos de la tierra, mares, ríos,
selvas, montañas, mesetas, lagunas, valles, sierras. Hablamos de los diversos
idiomas que se modulan en las distintas regiones y de los distintos idiomas,
con sus maneras de leer el universo, que hablan los pueblos originarios. Así lo
escribe el poeta Crespo en Las hojas de
las palabras: “Basta con leer Watunna,
la epopeya de los indios yekuana, o los mitos y leyendas de los yanomami, para
medir el alcance de la imaginación poética de los descendientes de los
araucanos y los caribes que poblaron Venezuela siglos antes de la presencia
europea” (47).
La obra en prosa de Luis
Alberto Crespo es una declaración de amor a Venezuela y una exigencia de
señorío para referir la vida y denunciar el vejamen, para reconciliar lo
posible con la grandeza, para preservar lo valioso y denunciar la injuria, el
desafecto y el desdén. Es un proyecto de país que parte del orgullo, no del
complejo; de la admiración, no del desprecio; del cariño, no de la
indiferencia; de la autenticidad, no de la feria de las vanidades; de la
geografía propia, no de la externa; de la historia nuestra, no de la ajena.
Escuchemos sus palabras a modo de oración: “Sí, sí puedo, entonces, sí puedo
ser de Venezuela: yo la he visto en mí, la he transitado por mi destino, llano
lejos, sierra arriba, mar perenne, de hormiga roja y musgo negro, con la selva
del Dante y del Casiquiare, Carora sola, así en el cerro como en la melancolía,
en la punta de Macuro y en nuestra plenitud; y tanto sendero y sus eternidades,
desde mi pecho hasta Guanipa, desde mis ojos hasta los ceibos, desde mis
huellas de abismo hasta Chimantá, desde mi boca en el Delta hasta su eterno
comienzo en la gota de Taperapecó o a uña de pasitrote, a pie de arena y paso
de monte, con la flor que cruza el río en la barca del japonés Basho y del
pemón Kaikutsé, donde se moja el río con la estrella y se abre el pétalo con el
incendio. Y está el hombre, cada hombre y cada mujer, los del barro y la
sequía, los del viento y la espiga, los del colibrí cola de hilo y la garciola
real, leyéndonos y escribiéndonos, creándose en nosotros con el conocimiento y
en el suspiro. Con esto recibo esta gracia que me concede la República de 1811
y la de hoy, la misma de Neruda, que me ha hecho ser hermano del que no
conozco. Amén” (48).
También es importante
señalar que esta fe venezolanista se complementa con la recuperación, no ya del
paraíso perdido que vimos en relación a su infancia en Carora y a su
configuración espiritual, sino del país ausente. Uno y otro son movimientos de
una mirada que busca impedir que la desmemoria se lo lleve todo: el arte contra
la desesperación de la pérdida, la literatura contra la indiferencia, el
egoísmo y el olvido; es decir, hablamos de una mirada crítica de los modos y
maneras de su tiempo, de una escritura que va más allá de la superficialidad
ambiental, de la hipocresía para esconder los orígenes, crítica del dinero como
valor supremo y de la demagogia verbal y de la indiferencia con los otros. En
tiempos de la Venezuela saudita surge esta escritura atenta, no al futuro del
imaginario colectivo en cuanto a la riqueza material que supuestamente vendrá,
sino fiel y exigente al llamado de sí misma, a la interioridad, al alma, a la
conciencia, a la memoria, a la tierra, a sus fibras y a su gente.
En resumen, para conocer
mejor la obra de Luis Alberto Crespo es muy aconsejable leer también su obra en
prosa; no tan solo por ser una extensión de sus ambiciones y querencias, sino
porque allí también se encuentra un nutrido campo de meditaciones sobre el
tiempo, la memoria, la escritura, la geografía, la historia regional y
nacional, la poesía, la sociedad, la política, la escritura propia y la de los
otros.
POESÍA,
DIVERSIDAD Y CRÍTICA | Además de lo escrito hasta aquí quisiera avanzar
hacia el final de estas palabras preguntándome por otros elementos que resuenen
en mí al leer la poesía de Luis Alberto Crespo, o mejor, cómo la entiendo hoy,
la asimilo, la leo también en la actualidad, y quisiera comenzar citando a
Ludovico Silva (Caracas, 1937), quien escribió lo siguiente: “La poesía es un
enigma cuyo misterio no se resuelve nunca” (49).
Es en esta tradición del misterio del poema donde está ubicado este poeta
larense. Como él lo afirma al hablar de la poeta venezolana Ida Gramcko:
“Supremo raciocinio es la poesía, porque discierne sobre lo imposible”. (50). O cuando lo ratifica al escribir sobre René Char, a quien ha traducido:
“Gustó de oscurecer la claridad, hacer enigmático todo lo visible” (51) Y en muchas partes de su obra
ratifica esta filiación oscura. En su
caso, en su modo específico de ahondar en esta senda de aproximación sin
desgaste, hay una particularidad en su comprensión de aquello a lo que llega en
la raíz y las ramificaciones, como vimos: las paradojas, las contradicciones,
las ambigüedades, las tensiones entre los extremos, los mandalas con sus lados
confrontados, los ríos heraclitianos, y vamos a traer acá unos versos que le
gustan y cita mucho del poeta Alberto Arvelo Torrealba: “¿Será lo inmóvil el
potro / y lo fugaz la llanura?”. Esta manera de ver, de entender, como
mostramos, es una constante en Crespo, un método a la vez que una visión,
oposiciones, simultaneísmo, y en últimas, nada es algo definitivamente, es una
y otra cosa, es algo y algo más o menos también, está aquí y allá, este que
ves, pareciera decirnos, soy yo y también no lo soy. En esta dinámica, en esta
ventisca permanente, en este movimiento, el ser es lo que surge y se manifiesta
entre diversas corrientes, y no la estática fija de lo estable y quieto, sino
la ebullición, el viento, el aire que impide que los seres se petrifiquen y
desaparezcan, afectados de rigidez, de cosificación, por sus vetustas
creencias, por sus ortodoxias, por sus prejuicios.
En esta
poesía existe una tensión que trata de animar, de poner a andar, lo que pudiera
entenderse como nudo de creencias que impiden la vida y sus corrientes vitales,
por un lado, y por otro, la convicción de que en el fondo nada es verdadero en
esa unicidad, ni bueno enteramente, ni bello tampoco. Hay una relativización
sostenida en su obra, una apuesta inevitable por la diversidad, un afán por
apuntar diferencias, complejidades, enigmas, misterios. Puntos de vista.
Perspectivismo. Complejidades que dan lugar a la poesía como método de
conocimiento y modo de conducta ante sus hallazgos.
A mi manera
de entender esto, creo que la obra de Luis Alberto Crespo, en el contexto de un
país al que ha conocido bien desde la herencia espiritual que lo puso en
contacto con las limitaciones a la justicia y a la libertad en buena parte del siglo
XX y adscribiéndose al chavismo como opción política; de la experiencia
personal que lo puso en contacto con la violencia de Estado contra maneras
distintas de pensar y que dio lugar a la lucha armada de la que fue testigo
junto con toda una generación; del agotamiento de nociones como Modernidad,
Sujeto, Razón, Verdad, Belleza, Ciencia, Poder; de la necesidad de airear
permanentemente la vida con la libertad de prensa, la opinión personal, la
participación protagónica en la vida colectiva, el compromiso con lo que se
dice, con el alma, con la imaginación, con la creatividad, con la inclusión,
con una visión del mundo más rica y más justa, esta obra se emparenta con
otras, que en este país se han esforzado por abrir el panorama mental y
material. En especial me gustaría acercar arbitrariamente su voz al empeño
llevado adelante por, desde otro ámbito intelectual, Rigoberto Lanz (Upata,
1945), pensador venezolano que desde la Ciencias Sociales concentró sus
energías en desbloquear los esquematismos de la misma izquierda para avanzar
hacia terrenos más riesgosos, menos claros y tipificados, por la importancia
que le daba justamente a asuntos cercanos a nuestro poeta: la diversidad, la
contradicción, las dificultades epistemológicas, la necesidad de estimular y
ejercer la crítica, y a partir de allí, el encuentro de opiniones divergentes
que tanto estimuló Lanz en un país con una tradición profundamente
antidemocrática, intolerante, violenta, esquemática, excluyente, militarista y
feudal, a partir de nociones centrales que encuentro en correspondencia con las
que percibo en Crespo, y permiten entenderlo en una circunstancia donde
interesa la posición del hombre en el mundo como decía Max Scheller.
El horizonte
abierto por Rigoberto Lanz me resulta buen interlocutor del espacio abierto por
el poeta Luis Alberto Crespo, pues en ambos ha prevalecido una mirada próxima
sobre el mundo y una propuesta para imaginar vivir en él de una manera mejor.
Ya llegará el día de poner a dialogar los ensayos del primero con los poemas
del otro, pero mientras, valga aquí la referencia a esas ideas principales en
las que coinciden sin proponérselo en relación a temas que los tocan y refieren
desde sus prácticas específicas, me refiero a nociones como lo abierto, lo
inconcluso, lo fragmentario, la incertidumbre, la discontinuidad, el
descentramiento, lo complejo, y a partir de aquí (conceptualizados en Lanz y
referidos o inferidos en la obra entera de Crespo), el diálogo con uno mismo y
con los demás, la crítica a lo consagrado como verdades al uso y del abuso, la
palabra como conocimiento, la liberación del lenguaje, la denuncia de la
dominación, la ética para afrontar el hecho de vivir entre contradicciones,
divergencias y diferencias, el placer del arte, el goce de la vida, la intensidad
como guía, el estudio, la memoria para no olvidar lo esencial, la independencia
de criterio, el encuentro de saberes (mitología, filosofía, arte), el respeto
por lo propio y por el otro, la solidaridad, la lucha contra las miserias del
poder, el rechazo a los esquematismos, al despotismo, al machismo. Estos puntos
son suficientes para señalar los posibles enlaces entre ambos autores y
estimular los futuros acercamientos comparativos.
En este
contexto, la obra de Luis Alberto Crespo, además del placer de leerla, del
deslumbramiento y el goce que nos produce, nos convoca también a pensar hoy en
la circunstancia por la que atravesamos en el mundo, y a pensar en nosotros de
una forma más compleja, más inteligente, más rica, más sensible que las formas tradicionales,
y esto, me parece, es otro motivo para leerla y releerla en Venezuela, en
América Latina y más allá desde luego.
Sobre todo en
momentos como los actuales (cuando la intolerancia, el dogmatismo, el racismo,
la prepotencia armada y destructiva, los fanatismos religiosos y políticos,
parecen tener un momento estelar en el violento escenario contemporáneo) se
hace necesaria, indispensable, la lectura de los grandes maestros del espíritu
y de la poesía, y la de Crespo, en particular, cuando se abren los portones que
nos conducen a ella, tiene muchas cosas que decirnos para acompañarnos ―con
instrumentos preciosos, sorprendentes― a los riachuelos donde se encuentran las
primeras hojas de las palabras y la
incógnita del destino.
NOTAS
1 Patricia Guzmán. El lugar como absoluto (Vicente
Gerbasi, Ramón Palomares y Luis Alberto Crespo). Inti. Revista de Literatura
Hispánica. Estados Unidos: Universidad de Providence. Número 37-38. Se
puede leer en publicación digital: ‹digitalcommons.providence.edu›,
[20-12-2015], página 130.
2 La Carora de la que hablo en este escrito ha
sido atenta en particular a la conversación con el poeta Luis Alberto Crespo y
a la labor de historiadores como Juan Páez Ávila y Luis Eduardo Cortés Riera.
3 El país
ausente. Barcelona. Estado Anzoátegui. Fondo Editorial del Caribe. 2004,
p.247.
4 Ver: Cesarismo democrático y otros textos.
Caracas. Biblioteca Ayacucho, 1991, p. 300.
5 Disgregación e integración. Ensayo sobre la
formación de la nacionalidad venezolana. En: Cesarismo democrático y otros textos. Caracas. Biblioteca Ayacucho,
1991, p. 307.
6 Luis Cortés Riera. La godarria caroreña. Una singularidad social republicana.
‹luiscortesriera.blogspot.com›, [15-05-2015].
7 Juan Páez Ávila. Chío Zubillaga: caroreño universal.
Caracas. Monte Ávila Editores. 1982, p. 259.
8 Si el
verano es dilatado. Mérida. Universidad de los Andes. Ediciones del
Rectorado. Departamento de publicaciones. 1968.
9 Juan Páez Ávila. Chío Zubillaga: caroreño universal. Caracas. Monte Ávila Editores.
1982, p.34.
10 Juan Páez Ávila. Chío Zubillaga: caroreño universal. 1982, p. 35.
11
Suma
de Venezuela. Caracas. Monte Ávila Editores. 1988, págs. 278-279.
12
Suma
de Venezuela, p. 279.
13
Pedro Ruiz. En
“El pueblo en su escritura”, prólogo a Antonio Crespo Meléndez. Del tinglado humano. Caracas. Casa
Nacional de las Letras Andrés Bello. 2012, p. 8.
14 En
contratapa a Antonio Crespo Meléndez. Del
tinglado humano. Caracas. Casa Nacional de las Letras Andrés Bello. 2012.
15 Caracas.
Fondo Editorial Angria. 2012, p. 25.
16 Mito y archivo: una teoría de la narrativa
latinoamericana. México. Fondo de Cultura Económica, 2000.
17 Miguel
Márquez. Abramos esta historia.
Conversaciones políticas con Juvencio Pulgar. Caracas. Editorial el perro y
la rana. 2008, pág. 57.
18 Este poema
me lo dio a conocer, generosa y oportunamente, el historiador Aldemaro Barrios,
investigador del Centro Nacional de Historia y Coordinador del Centro de
Documentación “Memorias de la insurgencia contemporánea” del Archivo General de
la Nación.
19 En: “Una
ligera aproximación”. Prólogo a Luis Alberto Crespo. …y ya. Caracas. Ministerio del Poder Popular para la Cultura. 2011.
20 El país ausente. Barcelona. Estado
Anzoátegui. Fondo Editorial del Caribe. 2004, p. 235.
21 Literatura y sociedad. Buenos Aires.
Siglo XX Editores. 1975, p. 91.
22 Carl Gustav Jung. Entrevista de Dr.
Richard Evans (Universidad de Houston). Película de Salomón Shang. 1957.
(Acceso a este documento a través de Producciones Kaplan, Barcelona-España,
2007.)
23 “La poesía
de Luis Alberto Crespo”. En: El Nacional.
Caracas (7 de enero de 1978).
24 Mérida.
Universidad de los Andes. Ediciones del Rectorado. Departamento de
publicaciones. 1968.
25 ‹www.kalathos.com›.
26 Falso retrato de Luis Alberto Crespo. 46
minutos. Guión, producción y dirección: Jacobo Penzo. Caracas.
27 Quiero
agradecer a Pedro Varguillas, autor de la investigación El espacio en la imagen poética de Luis Alberto Crespo, las
reflexiones sobre el poeta caroreño y las referencias hemerográficas que
encontré su estudio, presentado en la Escuela de Letras de la Universidad de
los Andes, Mérida, como tesis de grado.
28 “Esa
costumbre de sequía”. En: El Nacional.
Caracas (15 de septiembre de 1977).
29 “Luis
Alberto Crespo, escritor”. En: Voces y
letras de Venezuela. Caracas: Centro nacional del Libro (Cenal). Rodolfo
Porras es el director del documental. (Se consigue en YouTube.)
3o El país ausente. Barcelona. Estado
Anzoátegui. Fondo Editorial del Caribe, 2004, p. 231.
31 México.
Fondo de Cultura Económica. 2001.
32 La
máscara, la transparencia. México. Fondo de Cultura Económica. 2001, p.
180.
33 “La
poesía”. En: Proyecto Nacional Leer es
Entender. Caracas. Fundación Editorial el perro y la rana. Colección
Estrategias de Lectura. 2006. CD 2.
34 En
“Prólogo” a Luis Alberto Crespo. Solamente.
San Cristóbal. Edo. Táchira. 1996, p. 9.
35 En:
“Lectura de Luis Alberto Crespo”, prólogo a Luis Alberto Crespo. El lugar del resplandor. Antología poética. Caracas.
Monte Ávila Editores Latinoamericana / Biblioteca de Autores Venezolanos. 2007,
p. XV.
36 En
“Prólogo” a Solamente, p. 17.
37 En
“Invitación al desierto, pasaje a la claridad”, prólogo a Luis Alberto Crespo. Como una orilla. Caracas. Monte Ávila
Editores. 1991, p. 8.
38 “Costumbre
de sequía”. En: El Nacional. Caracas
(15 de septiembre de 1977).
39 “Palabras
que hinca el infinito”. Caracas. Casa Nacional de las Letras Andrés Bello.
2014, p.9.
40 Barcelona.
Estado Anzoátegui. Fondo Editorial del Caribe, 2004, p. 231.
41 “La
poesía”. En: Proyecto Nacional Leer es Entender. Caracas. Fundación Editorial
el perro y la rana. Colección Estrategias de Lectura. 2006. CD 2. Carlos Brito
es el director del documental.
42 Barcelona.
Estado Anzoátegui. Fondo Editorial del Caribe, 2004, p. 205.
43 Barcelona. Estado Anzoátegui. Fondo Editorial
del Caribe, 2004, p. 245.
44 Lado. Caracas. Editorial Binev. 1998.
45 Barcelona.
Estado Anzoátegui. Fondo Editorial del Caribe, 2004, págs. 8-9.
46 Barcelona.
Estado Anzoátegui. Fondo Editorial del Caribe, 2004, p. 205.
47 Caracas.
Monte Ávila Editores Latinoamericana. 2014, p. 398.
48 Las hojas de las palabras. Caracas.
Monte Ávila Editores Latinoamericana. 2014, p. 345-346.
49
Letra y pólvora. Caracas. Fundación
Ludovico Silva / Alcaldía del Distrito Metropolitano de Caracas. 2007, p. 160.
50
Al filo de las palabras. Caracas.
Casa Nacional de las Letras Andrés Bello. 2011, p. 239.
51
Al filo de las palabras. Caracas.
Casa Nacional de las Letras Andrés Bello. 2011, p. 231.
*****
MIGUEL MÁRQUEZ (Venezuela, 1955). Poeta, editor
y promotor cultural. Fue miembro fundador del grupo literario Tráfico, además
de director general de la Fundación Editorial El Perro y la Rana. Página ilustrada con obras de los niños mágicos
del Arte Amigo (Costa Rica), artistas invitados de esta edición de ARC.
*****
Agulha Revista de Cultura
Fase II | Número 23 | Janeiro de 2017
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editor
assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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tradução
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