segunda-feira, 10 de setembro de 2018

GERMÁN ESPINOSA | Juan Manuel Roca, el hechicero de sueños


Hay, en el orbe de los sueños, regiones en las que prevalece la confusión; en ellas, los rostros se intercambian y los paisajes se sobreponen, se trenzan o se ensortijan. Otras, en las que  impera la nostalgia; allí, nuestros muertos amados nos sonríen con aprobación o nos dirigen muecas de repudio. Unas terceras, en las que el horror hace resonar sus metales de suplicio; en ese confín, hasta la bestezuela más candorosa detenta el poder de helarnos la sangre. Otras más, en las que la humillación hace befa de nosotros, riendo con su dentadura injuriosa; en estas, somos los bufones de una mediocre pero tétrica sala de trono.
Aún hay regiones oníricas en las que dejamos de ser nosotros, para encarnar en personajes más pomposos y, por supuesto, más colmados de suficiencia. Las hay también en las que nos desprendemos de nuestro tiempo opresivo y discurrimos por futuros o pretéritos, llenos de un raro júbilo. Pero hay sueños en los que, como un animal manso cuyas pupilas, sin embargo, nos observasen burlonas, tan sólo nos visita el asombro. A la estirpe de estos últimos, aunque sin desdeñar jamás las otras zonas enumeradas, pertenece la poesía de Juan Manuel Roca. En ella, nuestro ser es conmovido por intuiciones que no podemos explicarnos por
qué no brotaron en nosotros hace milenios. En ella, sabemos que desde siempre habíamos sabido, sin saber que lo sabíamos, lo que nos revela. En ella, el cosmos renace en nuestra mente, dejándonos atónitos como ante una novedad. En ella, flotamos en un sueño que nos impone el poeta, pero que, de improviso, sabemos íntimo hasta la raíz. En ella, nos abandonamos al barajar de imágenes del artista, como si esas imágenes brotasen, en verdad, del fondo de nosotros. En ella, la más fútil realidad —por ajena que pudiera resultarnos— cobra una magia onírica y enorme, que nos obliga a vivirla como se vive una pasión. En ella, nos reencontramos en las vivencias del poeta, como si éste, para transmitírnoslas, se hubiera embebido, previamente, en la sustancia del universo.
El mundo poético de Roca, bien que fundado siempre en plácidas o en nostálgicas o en admonitorias o en ásperas realidades, se filtra en nuestra imaginación con la levedad de las ensoñaciones. Éstas pueden participar, ya de la fluidez de los dulces ensueños, ya del desorden de los lirismos asociativos, ya de la espectralidad de las pesadillas, pero sin dejar nunca de preservar aquella ingravidez que, a brazo partido, logra el poeta al batir con tenaces hierros ese metal, normalmente sublevado, que se llama el lenguaje. Así, la gran virtud de estas ensoñaciones, que cobran vida íntima en nosotros, radica en la transparencia de su atavío formal, que es acaso el señuelo con el que consiguen que acabemos por apropiárnoslas. Al cabo de la lectura de cualquier poema de Roca, algo se ha incorporado a nosotros que, en lo sucesivo, habrá de ser tan nuestro como los sentidos con que, en un comienzo, hubimos de percibirlo desde las páginas impresas.
Alguna vez decía James Joyce que si bien, como lo predica el adagio, es posible que el poeta nazca y no se haga, la verdad es que el poema se hace y no nace (poem is made, not born) Roca, desde sus inicios, ha tenido la virtud de hacernos sentir que el poema brotó con la misma espontaneidad con que suelen hacerlo los sueños, que the poem was born, not made. Esto, desde luego, responde tan sólo al tesón con que se ha conquistado cada una de las palabras que urden la trama espléndida. Es, claro, una ilusión, pero tras ella vive, con una vida tan intensa como la del fiat al que deben su existencia sustancias, energías y leyes, la sabiduría del hombre que supo engarzar los vocablos del único modo posible para que, en el tiempo y en el espacio, envolvieran a su destinatario en la certidumbre de algo tan natural como el fluir del agua. Desde este punto de vista, no titubeo en afirmar que Juan Manuel Roca es, como el mismo Joyce, pero valido de procedimientos disímiles, un maestro de su idioma.
Dentro de este orden de ideas, es decir, en el contexto que nos hemos trazado de una poesía que nos rodea y nos invade como lo haría una música hechizada, me parece que desempeña papel preeminente el más simple y a la par sustancial de los recursos literarios: el acto comparativo. Posee Roca un poder de asociación de objetos y fenómenos, representados en conceptos, que hacía tiempos se hallaba ausente de la lírica de nuestra lengua. Como imaginista en el sentido en que lo fueron Eliot y Pound, no tiene par en la poesía actual de Colombia: «el tiempo raído del invierno», «el negro corcel de mis poderes», la luna que hiende el bosque «con rojas espuelas», «árboles que levitaban su floración oscura» o «el viento, correo del otoño». Como hacedor de símiles, es aun más incisivo: «no ciño en mi cabeza/ la torre almenada de ninguna corona», o bien «como si alguien hubiera roto un collar de falsas perlas, / a las puertas de la tarde se desata el granizo», o bien «como si un lechero madrugador rompiera sus blancos frascos, el alba golpea los portalones». En alguna ocasión, Roca y yo nos hallábamos en Suiza, a comienzos del invierno. Una suave nevada había empezado a caer. Dijo entonces, del modo más natural, que parecía como si estuvieran desplumando a un ángel. Más tarde, hallé esa figura en uno de sus relatos breves. Pero me consta que le brotó del modo más espontáneo, al aire libre.
Sin duda, esa capacidad de asociación contribuye al embrujo que nos hace recibir sus poemas con la levedad y, a la vez, con el imperio con que recibiríamos una orden hipnótica. Roca nos hechiza y nos sumerge, sin transiciones, en el perímetro encantado de sus sueños, que transforma en nuestros sueños. Nos pone a soñar por cuenta suya y, en tales ensoñaciones, César Vallejo puede invitarnos a una cena, no sin pedirnos dejar en casa nuestra «nómina de huesos»; la palabra vuela en nuestra alcoba como una bruja cuya capa barriera nuestra memoria; las gárgolas de las catedrales góticas se mueven en la noche como «jorobadas sombras»; un hombre puede ser tan incierto como «un trazo pintado con ceniza/ en el mapa del agua»; o bien «una mano traza la palabra pájaro, / la otra escribe su jaula» y, así, «hay una mano de luz que construye escaleras, / una de sombra que afloja sus peldaños», etcétera.




 Como los buenos poetas de siempre, Roca huye del lugar común como de una maldición y se abstiene de aludir a los hechos del presente con referencias históricas o periodísticas. Prefiere fabricar parábolas, eso sí, de una transparencia de cielo estival. El oscuro presente de nuestra patria vive en su poesía y a él asistimos en ella como se asiste a una crucifixión. Pero una crucifixión que, como la lluvia de Borges, es como si ocurriese en el pasado, porque ha sido vertida en una parábola pura, se mueve casi en la esfera de los arquetipos. En sus versos abundan, en cambio, como distintivo jovial, las referencias a cosas humildes, cotidianas. Vemos en ellos cómo inunda el alba una alcoba familiar o cómo los niños ciegos reemplazan el balón por una caja de lata o cómo «fantasmas olorosos a hierba llegan por geografías de miedos ancestrales». El poeta se ha forjado un universo que no es el hermético que nos propusieron las primeras vanguardias, sino algo que se nos transmite suavemente, que nos recala como un viento terso. Algo que, aunque nos satisface con esa plenitud que sólo logra el amor, también como el amor anhelamos que se extienda mucho más, porque Roca, lejos de velar su juventud entre los cirios y ver que un hombre anciano se asoma a su rostro, como parece lamentarlo en un poema, esplende aún de juventud, posee la primavera perpetua de todo gran creador, es —entre nuestros poetas actuales— el Poeta.


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Agulha Revista de Cultura
Número 118 | Setembro de 2018
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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