El gran tema de la poesía es el retorno al paraíso. O
sea el retorno a donde, más allá de cualquier contumacia nostálgica, nunca hemos
estado. He ahí un misterio que, de hecho, es el misterio de nuestra propia condición.
Esto podría explicarnos la textura mitológica de nuestra vida. Por alcanzar tan
inexistente lugar, y serle fiel a esa perversa metáfora de la felicidad, el hombre
ha soportado, y seguirá soportando, el desconcierto y el horror de sucumbir en el
absurdo. La palabra, pues, es nuestra única compañía y nuestro único recurso de
exorcización. Estimulada por ella, la inocencia (siempre la invencible, restañadora
y entelerida inocencia) busca salvarnos, busca e incluso trata de inventar las claves
que podrían contener el esclarecimiento de este viaje sin mitigación y sin término.
La poesía de Juan Manuel Roca viene de las puras cabeceras
del hombre. De aquellas zonas marcadas por las primeras salpicaduras de los instintos.
Su palabra camina a tientas. No en vano ha encontrado en la invidencia uno de los
símbolos de su peregrinaje. De los ciegos ama la tensa afinación de los sentidos,
su destreza olfativa, su acechante disciplina para quedar en suspenso, oyendo y
oyéndose, buscando rumbos entre los señuelos y susurros de su personal oscuridad.
Es por ello que su palabra queda siempre enfrentada a los hijos de la noche: al
insomnio y al miedo, de mayor sevicia —y aún más antiguos, irresponsables y malignos
que los propios dioses— y tan inmersos en nosotros que ni siquiera podemos adivinar
su procedencia. Tal vez sean los monstruos de nuestra sangre que, lúcida y periódicamente,
nos vemos obligados a liberar para que tengan la oportunidad (o la implacable misión)
de regresar a destruirnos.
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Juan Manuel Roca ha alcanzado en este libro de tan rigurosa unidad, a pesar de la distancia temporal en los temas que lo conforman, un abierto relato en que la poesía vuelve a otorgarnos el lujo (el único al que podemos aspirar, el único que merecemos) de hacernos escuchar el terror, la vesania y la música del mundo. Otra vez la flor y el niño, otra vez el susurro de los ángeles en la penumbra de la casa, otra vez el diálogo, siempre nuevo y siempre interminable, en el camino de los amantes. Y otra vez la esperanza y la angustia hermanados para degustar y repugnar, en un mismo paladar y en un mismo infierno, el amargo jugo de sus raíces.
Cuando hablamos de un gran poeta —de cualquiera de esos
escasos, alucinantes y desdichados testigos de la creación— hablamos de la poesía.
Es el camino más corto, y la única oportunidad de que disponemos, para rozar, o
si quiera husmear, el centro vivo de su misterio. Por eso sabemos que aquí, en este
libro, no nos encontramos en un universo literario. Nos encontramos con la mano
que acaricia, que trabaja, que roba, que asesina. O con el rostro desfigurado por
las múltiples muecas de la traición, de la ternura, del envilecimiento. Pero la
metáfora en Juan Manuel es siempre reflexiva y prudente. Nos acompaña sin aliños,
descalza, soslayando cualquier amago de patetismo. Nos acompaña y nos consuela.
Primera y terminal condición del hombre que trabaja por el hombre.
Estas cualidades explicarán su forma de tratar la violencia.
Nuestro país, la Colombia del expolio y la crucifixión aparece al fondo de la mayoría
de estos poemas sin ninguna apelación abusiva. ¿Dónde está entonces la violencia?
Está en los tonos del dolor, en el tecleo del sacrificio («Las plagas secretas»
podrían ser un modelo antológico de esta actitud) en la insistencia para afilar
la expiación convirtiéndola en una herramienta agresiva. Por primera vez la violencia
es condenada por la cólera del poeta. Pero lejos de ofrecernos un documento circunstancial
o político, que siempre (y más allá de cualquier destreza discursiva) quedaría destilando
un tinte de cartelismo, el poeta nos obliga a sufrir y a respirar en nosotros mismos,
en lo más ulcerado de nuestra conciencia, la lastimadura y el hedor de nuestro martirio
colectivo. En la alacena del comedor está el aullido del moribundo, apelmazado como una funeraria levadura
y untado como un revulsivo aceite, en las rodajas del pan. Y en el alambre del huerto
está venteando el genocidio, que pudre y llena de orificios la ropa limpia acabada
de colgar.
Toda esta conducta —embebida en un humor complejo, sedimentado
en la piedad y luego retorcido y tostado en las ascuas de la lamentación— viene
de la apretura histórica de que se nutre el poeta. Juan Manuel pertenece a la estirpe
de los goliardos. Aquellos estudiantes (¿pícaros, cantores o guerreros?) que aprovechaban
su errabundaje, entre los bloques de azufre de las catedrales góticas y las pestes
del medioevo, para vendimiar sus uvas en las entrañas del demonio. De ellos le viene
el rugido festivo, el irrespeto a las jerarquías, la cabriola bufonesca para desnudar,
abrumándolo de irrisión, cualquier desafuero del poder o la costumbre. El ejercicio,
en suma, de ejercitar su libertad. Más tarde entrará en fecunda camaradería con
sus otros hermanos. Con Villon que lo hace partícipe —en sus andanzas por crapulosas
callejuelas, bordoneando la mandolina o la guzla o entrechocando las risotadas y
obscenidades de los pordioseros o los compinches de prostíbulo— de la presencia
altiva y justiciera de la muerte. Con Baudelaire, que le muestra la viscosa elegancia
y le incita a aspirar el aroma cementerial de las ciudades. Y con Lautreamont, que
lo pone en contacto con la majestad, la riqueza y el orgullo del estiércol. Con
esto, simplemente, hemos querido recordar de dónde viene, qué nos enseña y hacia
dónde se encamina la palabra de este gran poeta colombiano.
Agulha Revista de Cultura
Número 118 | Setembro de 2018
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO
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