La poesía de Juan Manuel Roca responde a una preocupación
esencial: la poesía. Cada verso suyo emerge de la extrañeza y de la lucidez ante
la realidad que habita y lo contiene, nombra, expresa, descifra. Lo suyo es la imagen,
la palabra que alumbra e ilumina, que mueve agua y viento para revelarnos lo que
está detrás del sonido, de las vibraciones de la lengua y la escritura. Un pase
mágico y allí está el sortilegio, la idea, el sentimiento, la contraparte del sentido.
No es una poesía del yo lírico, del tú dramático, sino del nosotros íntimo. Sus
versos brotan del espectador, del viajero, del cronista que es a la vez creador,
paisaje, suceso. Un yo colectivo se desnuda en su discurso en el que la parte agarra al todo por los cuernos para
deconstruirlo y ensamblarlo en el foro de los perplejos.
El poeta reúne dos libros en uno
para los lectores mexicanos: Temporada de estatuas y Biblia de pobres
(Biblia pauperum), obras distintas
con temas diferentes; no obstante, ambas van al nervio de la historia, de la conducta
humana. Los poemarios intercambian más señales y asuntos de los que anuncian sus
títulos. Los une el aliento de sus versos, la voz que ensambla cada pieza, cada
sentido, ideas y chispazos de ingenio en toda la extensión de sus dominios conceptuales
y emotivos. Un surrealismo del sur realista, un juego en el que ciertamente el sueño
y la libertad creativa tienen lugar, donde monsieur Breton conversa en su mesa parlante,
donde sin duda Lewis Carroll también demanda mención honorífica; el fantasmario
de Rulfo dialoga con la obra de Juan Manuel Roca en ese afortunado arte de aparecer
y desaparecer significados, como lo hace Magritte en la pintura, o la inexplicable
imposibilidad de salir de la negación de El ángel exterminador de Luis Buñuel.
Lo suyo, del poeta, es lo visual. Sinestesias
recurrentes y metonimias a flor de piel. Nos hacer ver lo que el oído fotografía,
el color del tacto, la imaginación del olfato, la revelación del gusto y, por supuesto,
la vista palpa, huele, toca, gusta, descubre. Es absurdo lo que no vemos, lo que
pasa de largo en nuestras narices, en nuestras capacidades perceptivas, no lo que
el poeta extrae de la profundidad del lenguaje, de su experiencia intelectual y
perceptiva, de las emociones, de la razón. Roca exhibe destreza verbal, pero también
un talento genuino para armar sus textos poéticos con una delicada trama y una resolución
impecables. Quizás en parte ello aclare su particular inteligencia cultivada en
y con humor.
Muchos de sus poemas dan a primera vista la impresión de relatos sin línea de tiempo, sin espacio específico, construcciones verbales que pueden encontrar su sitio en diversas situaciones, circunstancias, predicciones. Estructuras con trazos sintéticos y sintácticos que mantienen bajo control el tono y el equilibrio de los adjetivos, de las referencias culturales y bibliográficas, de los nombres, del sarcasmo, de la emotividad. Versos bien temperados que no se desgañitan, no gritan, no caen en el exabrupto o la denuncia, no se dejan llevar por la euforia ni la cursilería, sujetos a una elaboración retórica apasionada pero no vehemente, en un despliegue generoso de recursos literarios y líricos que amplían las posibilidades de su necesidad expresiva y comunicativa.
En Temporada de estatuas, Roca pone sobre
la mesa de trabajo las herramientas básicas de su juego discursivo: la paradoja
y la antítesis. Dos instrumentos muy apreciados por él a la hora de mover las piezas
del poema, de enhebrar las líneas de su composición verbal. Aquello que parece no
es, y aquello que es pasa inadvertido para quien transcurre la vida haciendo cálculos
y razonamientos lógicos. «El arte del desdibujo/ y los tratos cotidianos con la
mudez/ […] porque ella aprendió en la escuela de la niebla/ el arte del desdibujo»,
nos advierte en «Novísima parábola de las manos». Para luego insistir: «Qué clase
de poeta soy/ un pobre centinela del lenguaje,/ un lento estafeta que no llega,/
un soldado oculto en un caballo de madera/ que se queda dormido,/ qué clase de sujeto
soy/ que se conmueve al ver las fotos de los/ mutilados mientras vuelves a la mesa
de trabajo/ con un maltrecho silencio/ y una bandera de papel como mortaja» («Batallas
de papel»).
Sí, el humor ironizante es una de sus constantes,
uno de sus ingredientes básicos. Recurre a una alquimia de los significados y aplica
dosis precisas de satirización, de burla, de caricaturización, de farsa, de sarcasmo,
de retruécano, de parodia para descomponer en distintos resultados lo que podría
parecer de inicio un cuento fantástico, como es el caso del poema: «Del amor y los
bienes raíces» en el que emplea esta solución para trasgredir y transfigurar el
significado y la forma, para desolemnizar y sorprender.
Roca ensaya a descubrir estatuas públicas, ejércitos
ocultos —como los guerreros de terracota de Xian, de la dinastía del emperador Qin
Shi Huang, en China—, estatuas bíblicas como la mujer de Lot, convertida en sal
en la historia de Sodoma y Gomorra, gestos perpetuados en personajes por las cenizas
del Vesubio en Pompeya, Italia, o en Acrotiri, Grecia. Formas que pretenden perpetuar
una identidad extinta, un gesto sin significado, una anatomía de nadie en un porvenir
vacío. Una especie de antropología de lo inútil. Un mundo de seres encantados. Escenarios,
ámbitos de fantasmas y difuntos, desaparecidos, seres que suelen aparecer como objetos
del pasado, moldes de la enajenación y el pasmo: «Dicen que están muertos./ Irremediable
y porfiadamente muertos./ Sin embargo/ Me tropiezo entre los transeúntes/ Con el
más sedentario de ellos». («Balada de los amigos muertos») Recuerdos y cifras que
nos pueblan hablan con nosotros de su soledad. Atmósferas vivas para objetos animados,
como si fueran recuerdos de personas ausentes pero dentro de cada uno, de la comunidad.
En su poesía vive la revelación de lo transitorio:
la existencia y su aferrada operación de embalsamamiento de las cosas, de los pulsos
inaudibles, de los afectos, los mitos, las ilusiones y las falsas esperanzas de
posteridad y permanencia, una poesía que deja correr imágenes y figuras, momentos,
situaciones entre murmullos, alusiones, referencias, cuchicheos de presencias pasadas
en un mismo espacio y un tiempo indefinido pero actual, claramente vigente.
«Todos sabemos/ que hay una ciudad escondida en
la ciudad,/ en las voces anónimas que cruzan la calle,/ en los campos de fútbol
de barriada,/ en un hipódromo/ abandonado al abuso de la hierba./ Por las dos ciudades/
corre el persistente rumor/ de que hay vida en otra parte» («Repertorio de sombras»).
El paisaje es parte indisoluble de esta poética,
en la que no sólo abre las cortinas al verde múltiple de su país, sino a otros cromatismos
geográficos e históricos. La naturaleza reclama su sitio en una poesía que es de
suyo urbana. Como en el poema «Palabras en la niebla», que me sugiere algunos cuadros
de su compatriota Mario Londoño: «Estoy sentado en medio de la niebla,/ En una silla
sin forma ni color,/ En la desdibujada sala/ De un pequeño hotel/ Del Valle de
Cocora. En verdad,/ Estoy sentado en un mueble de niebla,/ Bajo un techo de niebla/
Y en un mundo ciego/ Que borra en su andadura las orillas/ [...] / Saboreo el café y su voz/ al
mismo tiempo,/ envuelto en una ceguera/suave y transitoria». Por otro lado, no es
extraña la imagen de barcos fantasmas surcando los libros y los versos de Roca.
En Biblia de pobres (Biblia pauperum),
el autor aborda uno de los temas cruciales de la poesía y de la historia de la civilización:
la pobreza. Un asunto que nos hace pensar de inmediato en poetas que no sólo han
escrito sino vivido en carne propia este flagelo. El dolor habla desde la carencia
y la marginación, la impotencia y el olvido, el hambre y la enfermedad. César Vallejo,
Miguel Hernández, Víctor Hugo, Antonio Gamoneda, por mencionar algunos nombres que
vienen a la cabeza. Una llaga que revela la injusticia, la insolidaridad, la guerra,
el infortunio. O desde perspectivas también del sarcamo como el poema «Los pobres
en la estación de autobuses» del brasileño Lêdo Ivo. Juan Manuel Roca aporta también
su mirada y su compendio de revelaciones de la pobreza.
Una vez más, la ironía y las paradojas vuelven
a ser instrumentos precisos en el arte de desocultar y descifrar los otros filos
de la realidad. «Por carecer de flechas,/ Los mendigos/ Arrojaban/ A los nobles/
Sus propias heridas./ Una raza de pordioseros/ Más mísera aún:/ Robaba heridas ajenas/
Y las vendía/ En la plaza de mercado» («Mester de servidumbre»).
Un libro por donde desfila no sólo la cauda de
miserables y mendigos con sus mutilaciones, sus cuerpos lacerados y famélicos, sus
ventrudas sombras, sus dolientes reverberaciones en los zapatos del transeúnte,
del avaro y el capitalista, sino además una serie de apariencias e ilusiones de
bienes materiales, de posesión de la memoria. Poemas que ponen en relieve el espejismo
existencial, la urgencia de ser propietarios de algo, de alguien, cuando en realidad
somos instantes de la nada, extensiones de nadie. Roca nos conduce hacia el oráculo
de la muerte para mostrarnos la desnudez del llanto, del estertor, la luz y la oscuridad
biológica que sólo puede revelar la palabra, la sustancia musical del pensamiento,
el ojo insumiso del que duerme: «La poesía es un sueño provocado,/ un ruido de pasos
en las catedrales de la noche» («Memorial del provocador de sueños»).
Si la ironía puede tener un propósito o un efecto
moralizante, un rastro de enseñanza, en los poemas de Juan Manuel Roca hay una clara
vocación transgresora, una liberación de maniobras para extraer significados impredecibles
de sistemas morales rígidos, de inercias sentimentales, de historias y promesas
sin fin, de falsas esperanzas. Poemas que despojan al lector de vestiduras invisibles,
de olvidos confortables, de bienes y tesoros, de eufemismos que esconden la gravedad
de la tierra, la ingravidez de la inexistencia. No es un ejercicio pesimista, escéptico
del profeta de la nada, sino la elaboración estética de quien descubre en su propia
fortuna la silueta de los desposeídos, el corazón de los ausentes, las preguntas
de los sin voz, la soledad de la muchedumbre, el ruido de la necesidad, el hambre
de los no nacidos, la gratuidad de la poesía.
Estas dos obras, Temporada de estatuas y
Biblia de pobres, de factura reciente en su trayectoria, son una prueba de
por qué Juan Manuel Roca es hoy una de las voces principales en Colombia y un autor
imprescindible en la poesía escrita en español.
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Agulha Revista de Cultura
Número 118 | Setembro de 2018
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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revisão de textos & difusão | FLORIANO
MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
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