He vuelto a releer
“La casa de las bellas durmientes” jalonado por la más reciente novela de Gabriel
García Márquez, por los guiños que el colombiano hace a la obra de Yasunari Kawabata.
Y he vuelto a
recibir una mirada terrible, lacerante y ominosa sobre la vejez. Ni por asomo se
siente la caída en algo que prevenía Aristóteles, aquello de que hablar con frases
hechas es lo propio de la senectud. Porque no hay ninguna reflexión que resulte
tópica en esta inquietante novela.
Una casa a la
que van los ancianos a pasar algunas de sus noches, acostados junto a muchachas
dolorosamente bellas y dormidas, narcotizadas, le sirve a Kawabata como epicentro
para crear una novela pérfida, bella y enrarecida, encabalgada entre el erotismo
y la muerte.
A través de la
desnudez de la muchacha, cada vez una distinta, Eguchi, un hombre de sesenta y siete
años, establece un diálogo fantasmal con otros ancianos a los que nunca ha visto,
pero que sabe integrantes de una oscura membresía a un club secreto que asiste a
la casa, cuyo único nexo es la posadera, una celestina oriental tan enigmática como
sus estancias.
Estar viejo junto
a una muchacha desnuda y dormida es como vivir a orillas de un recuerdo. De ahí
que la novela sea un prontuario de evocaciones, una suerte de suplicio de Tántalo
carnal, pues no otra cosa es reposar o dormir al lado de la belleza en los linderos
del deseo. Y que sea el extraño pero creíble retrato de un hombre que quiere pactar
la paz consigo mismo, en un viaje con escalas hacia la muerte.
Eguchi es un hombre
reflexivo, un hombre racional y ordenado que no duda en acatar las leyes de la casa
en el marco de algo que el propio Kawabata llama una “frivolidad senil”.
Difícilmente pueden
llamarse putas a las muchachas desnudas, pues aunque comercian con su desnudez no
lo hacen más allá de un ámbito visual. Y es allí, en un pulso entre la realidad
y el deseo, entre el anhelo senil y los leves roces contenidos al borde de una piel
fresca de mujer, en donde la muerte tiene su señorío.
Como el rey bíblico
que en su vejez dejaba que alguna doncella le calentara su lecho antes de él acostarse
a dormir, Eguchi y los otros viejos de la casa ejercen una dictadura visual, un
derecho usurpado al calor del cuerpo femenino.
Es una novela
sensorial, en la que el olfato, que según el novelista japonés es el sentido más
ligado al recuerdo, tiene su claro protagonismo.
Podría afirmarse
que el tacto, el oído y la vista son como tres reyes magos que visitan al viejo
trocado en niño, en una atmósfera de perversión y de inocencia a un mismo tiempo.
Siempre se oye, muy cerca, roncando al mar y hay un paisaje de nieblas y aguanieve
que acentúan el deseo de calor, de un “otro” que de forma inconsciente lo prodigue.
Todo muy a la
japonesa, con una fuerte carga de descripciones impresionistas, con matices muy
sutiles, con esa manera tan oriental de mezclar olores de sangre y de magnolias,
como quien dice, de entreverar en un mismo ámbito la sordidez y lo sublime, la bajeza
y lo celeste. Sutilezas como aquella de saber que en noches de niebla se descomponen
los relojes, como si a sus minuteros se les velara el tiempo, están entrelazadas
a una evidente idea de temor e hipocresía frente a la muerte, a las aguas de la
senectud que a veces simulan de manera fraudulenta el color de la sabiduría.
La atmósfera enrarecida
y densa, el silencio de las mujeres pues solo la vieja celestina tiene una voz que
escinde un mundo de sombras -la sombra puede repetir como un amaestrado mono la
gestualidad del cuerpo pero nunca su voz-, logra un clima de zozobra que nos hace
sentir como si asistiéramos por una fisura a un mundo cerrado y un tanto mefítico,
a una cruenta revelación.
Con mucha certeza,
Yukio Mishima, que fuera sin duda un discípulo y admirador de Yasunari Kawabata,
advierte que “las técnicas de diálogo y descripción de personajes son inútiles en “La casa de las bellas durmientes”, sencillamente
“porque están dormidas”.
Lo portentoso
del recurso de Kawabata radica en que estando siempre hundidas en el foso del sueño,
las muchachas parecen transmitir una actitud vivificante. De tal manera logra crear
un estado de hibernación y la idea de una vida anterior y otra futura, de un antes
y un después tras las orillas del narcotizado sueño.
No puede hacerse
una lectura serena de esta novela. Agobia y cuestiona en lo moral y en lo sensitivo,
a cada tramo. No hay artilugios sino confrontaciones, como ocurre con toda gran
obra.
Cuando empezamos
a acostumbrarnos a su rareza, a un mundo en que la soledad hala de un extremo de
la vida y el deseo de compañía lo hace desde otro lado del deseo, empieza la saga
de los ancianos muertos, idos de sí sin que lo perciban las muchachas.
A lo mejor, como
en el célebre episodio narrado por Lewis Carroll donde un personaje de un sueño
camina en puntillas pues si hace ruido puede despertar a quien lo sueña y desaparecer,
los ancianos solo fueran la pesadilla de las muchachas desnudas. Además, despertar
a la muchacha pudiera ser como despertar, aún más, a los demonios del mediodía.
Eguchi, un hombre
al borde de sus últimos días, ¿y quién puede tener la garantía de que cada día no
es el último?, pasa revista a su pasado, a sus mujeres, a sus pequeñas y grandes
conquistas, que son flores secas de un pasado perdido que poco a poco se asfixia
entre sucesivos otoños.
De toda esa vastedad
de vírgenes irredentas y lascivias recordadas y muchachas “acariciadas únicamente
con palabras”, como diría Mishima, nos queda en la memoria y en los sentidos una
obra de amor y de terror, de lirismo y de crueldad, mientras la belleza sigue siendo
una ambición más lejana que dormida.
2. Memoria de mis putas tristes
La más reciente novela de
Gabriel García Márquez, “Memoria de mis putas tristes”, despega con un epígrafe
de la novela de Kawabata, precisamente con el fragmento con el que inicia la novela
del japonés: “No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al anciano Eguchi la mujer
de la posada. No debía poner el dedo en la boca de la mujer dormida ni intentar
nada parecido”. Y es una divisa o el anuncio de que, como el mismo García Márquez
lo reveló, estamos frente a un homenaje al formidable Yasunari Kawabata, en una
suerte de remake o si se quiere, de palimpsesto.
Nada más legítimo
y más bello que hacer literatura sobre la literatura, en un sistema de muñecas rusas
o de cuáquero que porta un tarro de avena en donde hay otro cuáquero que porta otro
tarro de avena, de manera reproductiva.
Lo primero que
encontramos no tiene por qué sorprendernos: el ejercicio de estilo y la prosa nerviosa
y vibrante de García Márquez no han entrado en barrena. Tampoco ocurre algo sobre
lo que previene el tantas veces anglo-centrista Harold Bloom, su afirmación de que
al autor de “El coronel no tiene quien le escriba”, que dicho al paso es mi libro
de cabecera dentro de su obra, se le reconoce por la repetición de un restringido
recetario.
Si bien es cierto
que García Márquez, como casi todos los escritores, se guaquea a sí mismo, es decir, escarba en sus propios tesoros,
acá sigue fiel a algunas de sus obsesiones pero no se reitera en lo formal ni en
sus recursos mágicos.
Sucede que toda
magia repetida aburre. La primera vez que en una piñata el mago saca una liebre
de su chistera hay asombro, la siguiente merma la perplejidad y en la última ya
hay una desembozada y casi agresiva manifestación de tedio. Así como hay mujeres
que pasados los años parecen las abuelas
de sí mismas, en algunos libros de Gabriel García Márquez se nota demasiado la influencia
de sí mismo. Pero en este pequeño volumen no hay ese contubernio con un yo creativo,
privativamente garciamarquiano, ni se muestra como si fuera el devorador Saturno
y su hijo devorado, al mismo tiempo.
La novela se lee
con fluidez, nos permite asistir una vez más a las bondades narrativas de un gran
escritor. Pero la historia, la verdad sea dicha, pues no acaba de cuajar. El profesor
Mustio Collado y su conflicto no parecen lograr en el lector una carga dramática,
sobre todo si cometemos la torpeza de leer el libro en conjunción con la novela
del homenajeado Kawabata.
No es esta de
las putas tristes una novela mimética aunque haya reflejos de ese espejo tratados
con amoroso respeto: la celestina de uno y de otro libro viven en la amoralidad
como epicentro, las muchachas en uno y otro volumen duermen sobre su costado izquierdo,
los dos personajes son descritos como présbitas, existe la tentación y el freno
como pulso de los días, etcétera.
Una diferencia
que introduce entre muchas, pero quizá la más poderosa, es que si Eguchi cambia
de vírgenes dormidas y en un rasgo de pérfida inocencia se pregunta si eso se puede
llamar promiscuidad, no obstante no las posea nunca, Mustio Collado siempre lo hace
con la misma muchacha, en un rasgo de matiz romántico y, si cabe el término, monogámico.
En ambos casos
cabe la afirmación moral de un anarquista, Eliseo Reclus, cuando afirma que “repugna
por igual que la mujer sea declarada mueble conyugal y que el hombre sea reputado
como el propietario de semejante mueble”. Pero otra cosa ocurre en la literatura,
valdría la pena agregar, donde la moral no tiene necesariamente que asistirnos.
Como en un paraje
de la vida de Rimbaud, Mustio Collado encuentra a la belleza amarga. Pero no la
injuria, aunque le teme. Delgadina, la muchacha seductora y silente es costurera,
lo que le significaría tener la vida pendiente de un hilo.
Mustio es un viejo
envilecido quizá por la literatura o, mejor, atrapado en una campana neumática de
letras que pasea su andadura por la ciudad de Barranquilla, descrita de manera elusiva
por la cordialidad de las gentes y por esos aguaceros que se convierten en arroyos
que entran a las casas para llevarse los muebles, las sillas mecedoras y hasta algunas
mujeres sentadas en ellas que pasan tejiendo un saco con rumbo hacia el mar. No
es que García Márquez lo exprese de esta misma manera, pero sí nos hace sentir esa
ciudad del trópico que en invierno tiene aspiraciones venecianas, en un rasgo de
belleza oculta y de ciertos guiños locales que espigan en algunas de sus páginas.
La novela es fundamentalmente
una historia del tráfico turbio que anida en los diálogos del profesor Mustio y
su celestina, Rosa Cabarcas, cuyo leitmotiv son los amores sin logros, las pasiones
imposibles, en un tema que ronda a personajes de otras obras suyas como Florentino
Ariza o Cayetano Delaura y algunos otros seres de su amplio fantasmario.
Es una requisitoria
sobre la vejez, una reflexión de fruta amarga, de esos días que con el nombre de
madurez recubren un sentimiento de patetismo. Pero el conflicto, la trama y los
personajes de la novela, prometen más de lo que dan hasta llegar a un final débil,
no falto de resolución ni abierto, sino débil, que deja una sensación de cosa inacabada.
Ocurre, eso sí, que la menos buena de las novelas suyas es
mejor que las mejores de muchos de quienes lo critican de manera parricida. Por
su ejercicio estilístico, por su sabiduría en el lenguaje, por su avisada y larga
malicia literaria.
Sin duda que vale
la pena leer esta novela, porque a pesar de lo que he señalado y a pesar de que
para algunos podría ser una esquirla salida de otro de sus libros, puede leerse
como una prueba de rigor estilístico.
Lo digo, así la
historia no logre, y hablo privativamente de mi lectura, una seducción o una fascinación
que como en alguna de sus crónicas, antes de salir al público, ya viene anunciada.
A lo mejor si no cumple con la expectativa es por tratarse de un escritor de su
rango.
*****
Agulha
Revista de Cultura
Número
118 | Setembro de 2018
editor
geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor
assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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revisão
de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
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