segunda-feira, 10 de setembro de 2018

JUAN MANUEL ROCA | Lu Hsun, diario de un vidente


Nada más parecido a la locura que la videncia, que la capacidad de  adelantarse a una realidad que apenas se incuba. Un escritor sin la malicia literaria de Lu Hsun, (1881-1936), con algo más de soberbia y menos de destreza literaria, quizá hubiera podido titular “Diario de Un Vidente” a su inquietante, aterrador y lúcido relato.
La evidencia, que es aquello que se manifiesta de manera clara a tal punto de que nadie pueda dudar de ella de manera racional, es un estado inferior a la videncia, que es aquella que por intuición o por un rapto poético parece prescindir de lo aparentemente racional,  y a riesgo de la temeridad puede volverse cierta.
De esa naturaleza profética es la visión que transmite Lu Hsun en el “Diario de un loco”, una pequeña y gran obra maestra sin par en la narrativa de China. A partir de ella se han suscitado las más diversas interpretaciones metafóricas, alegóricas e historicistas, a tal punto de ser uno y muchos libros.
Amar el tótem lo mismo que el tabú es lo propio del arte. El tótem como emblema de lo conocido, el tabú como divisa de lo que está por conocerse, más allá de lo que diga el doctor Freud, siempre merece la cercanía de la ficción, de algo de tan alto rango estético que nos haga partícipes de una realidad “otra”, absurda y desquiciada pero absolutamente compartible. De esto último, de el ahondamiento de la realidad por vías de la imaginación, nos da noticias la prosa justa, la palabra equilibrada y sugerente de Lu Hsun.
“El Diario de un Loco” remite en una de sus primeras lecturas a desentrañar la repulsa, el carácter refractario frente al tabú de la antropofagia, pero más aún frente a un mundo teratológico que se devora a sí mismo, recordando la paradoja de que no hay nada tan humano como la falta, precisamente, de humanidad.
El tema de la antropofagia para la literatura de Occidente ha sido tratado y maltratado en centenares de páginas.
Robert Louis Stevenson, en una de sus estancias en las islas Marquesas asistió a una sagrada fiesta de culto polinésico. Se solazaba mirando con admiración los ritos primitivos y exóticos para un hombre blanco, hasta que se dio cuenta de que él iba a ser la cena” y de esto hizo una eficaz aunque un tanto candorosa narración.
El gran poeta polaco Boleslaw Lesmian en sus “Aventuras de Simbad el marino” imaginó una tribu de pigmeos que amaban tanto al prójimo que lo querían llevar por siempre incorporado.
Nuestro cercano Roberto Arlt vivió la pesadilla de “Los hombres fieras” y su gozoso canibalismo.
Guy de Maupassant, el gran cuentista francés que murió luego de perder  lo  que llamamos la razón, o la pérdida de las facultades mentales, relata en uno de sus cuentos de “Bola de sebo” titulado “La cabellera”, la historia de un necrófilo, y lo hace como lo realiza Lu Hsun, desde el expediente de un hombre loco que lleva un diario de sus delirios.
Y hasta el ecuatoriano Pablo Palacios, que murió en 1947 asediado por la locura como el mismo Maupassant, relató en su ahora legendaria novela “Un hombre muerto a puntapiés” la historia de un antropófago encerrado en una penitenciaría.
Se trata, en cada uno de estos episodios caníbales, de unos rasgos descritos desde una mirada que no excluye lo antropológico, a pesar de ser ficciones, de una serie de ironías sobre la naturaleza humana que podemos leer imperturbables como productos febriles de la fantasía, de un gran virtuosismo narrativo.
Con Lu Hsun la cosa es a otro precio. Su entrañable personaje, un hombre que empieza a dudar de su cordura al creer que en la aldea lo quieren hacer comer carne humana y que le será difícil encontrar a un hombre verdadero “tras cuatro mil años de canibalismo”, se nos incrusta de tal manera en la piel y en la conciencia que con pocas pinceladas nos hace partícipes de la autofagia -comerse al otro es comerse a sí mismo-, que se adueña del mundo. Es como si, en verdad, se nos revelara un secreto escondido en los pliegues ocultos de la realidad y de la historia.
De paso, como al desgaire, Lu Hsun recrea en pocas páginas un gran fresco de la China feudal, un telón de fondo de un oscuro pasadizo de cuño imperial. Ese quizá fuera el gran mérito para que Mao Tse Tung lo revindicara para la historia, ante la incomprensión de muchos juzgadores oficiales. El silogismo sale al paso: lejos de la explotación y de la idea del hombre como lobo del hombre, ¿habrá algo más caníbal que la usura y el orden consumista, que el capital y los imperios?, Algo así debió formularse el lector avisado de esos tiempos, más allá de la chatura del realismo socialista.
Acá bien vale la pena la analogía y recordar la sentencia de Lousie Michel, la visionaria anarquista: “Como la antropofagia ha pasado, pasará el capital. He ahí el corazón del vampiro, donde hay que golpear”.
Ahora, hacer esa única interpretación política podría resultar un tanto simplista, pero es inevitable no hacerse esa reflexión tras su lectura. Resulta inevitable señalar el carácter profundamente político de su extraña parábola, más allá, como lo señala el narrador mexicano Sergio Pitol, su traductor, de la recurrente dicotomía o vieja disyuntiva que se hace entre propaganda y literatura. Porque la originalidad del estilo de Lu Shun dista mucho de cualquier alegato programático.
Acá se trata de la visión de un mundo crepuscular, de viejo cuño, de un paréntesis entre dos nadas, de una visión romántica si se quiere en la acepción de Goethe: “lo romántico es lo que está enfermo”.
Alguien sufre el vértigo de la libertad cuando aspira a no entrar en el orbe gregario de los comedores de carne humana, es el solitario en la multitud, como afirmando que lo que en algunos parece una simple y perniciosa manía persecutoria, no es otra cosa que una fisura en la realidad que permite ver el sueño de la razón, que ya sabemos con Goya la clase de monstruos que produce.
La recurrencia en las fases lunares del diario, los augurios leídos en sus formas, el monólogo en guardia de quien empieza a preguntarse por qué diablos el perro de la familia Chao lo mira dos veces, van creando un clima de zozobra para hacernos partícipes como lectores de un mundo vejado por el hombre tras las leyes feudales, por los cercos de la usura, por el apetito de los arrendatarios, “el veneno de sus discursos” y el gusto impuesto y creciente de devorar hombres.
Es una metáfora sobre el fuera de lugar. El inocente. Una víctima propicia para decir “este también”, este será devorador o será devorado. Se trata de un mundo cainita, de verdugos disfrazados en la calma aldeana y en las faenas del día. Su insatisfacción con la realidad, su pleito con la oscuridad, lo convierten en un poderoso enemigo. Por eso le recomiendan no dejarse “seducir por la fantasía”. Como Saturno, pero en una variante más pérfida y pragmática, la gente hace trueque de sus hijos para ser comidos.
La descripción de esa ya legendaria aldea de los lobeznos es también la de una comunidad que va forzando a muchos al suicidio, en concordancia con la idea de Artaud de que no hay suicidas sino suicidados. Inmolados por la sociedad, por los pases hipnóticos que generan las normas, los suicidas resultan ser los excluidos del mundo en una larga cadena de asentimientos y  silencios. No es en balde que el hermano mayor hace mucho iniciado en la práctica antropófaga, le recomiende callar: “Hablar es un error”.
Ese recurso puntual, la idea de señalar la locura como una forma de descalificar a quien enuncia una dura e incómoda verdad, envuelve una metáfora a lo largo de todo el relato de Lu Hsun. Resulta así un alegato moral sobre la ceguera histórica, que no es más que la ceguera impuesta y aceptada.
¿Qué le pasaría a usted si al despertar se encuentra con que ha vivido toda la vida entre gente que come carne humana desde varios milenios atrás, por multitud de generaciones, y que esa comunidad quiere hacerlo partícipe como comensal o como alimento en una cena?


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Agulha Revista de Cultura
Número 118 | Setembro de 2018
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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