Nada más parecido a la locura que la videncia, que la capacidad de adelantarse a una realidad que apenas se incuba.
Un escritor sin la malicia literaria de Lu Hsun, (1881-1936), con algo más de soberbia
y menos de destreza literaria, quizá hubiera podido titular “Diario de Un Vidente”
a su inquietante, aterrador y lúcido relato.
La evidencia, que es
aquello que se manifiesta de manera clara a tal punto de que nadie pueda dudar de
ella de manera racional, es un estado inferior a la videncia, que es aquella que
por intuición o por un rapto poético parece prescindir de lo aparentemente racional, y a riesgo de la temeridad puede volverse cierta.
De esa naturaleza profética
es la visión que transmite Lu Hsun en el “Diario de un loco”, una pequeña y gran
obra maestra sin par en la narrativa de China. A partir de ella se han suscitado
las más diversas interpretaciones metafóricas, alegóricas e historicistas, a tal
punto de ser uno y muchos libros.
Amar el tótem lo mismo
que el tabú es lo propio del arte. El tótem como emblema de lo conocido, el tabú
como divisa de lo que está por conocerse, más allá de lo que diga el doctor Freud,
siempre merece la cercanía de la ficción, de algo de tan alto rango estético que
nos haga partícipes de una realidad “otra”, absurda y desquiciada pero absolutamente
compartible. De esto último, de el ahondamiento de la realidad por vías de la imaginación,
nos da noticias la prosa justa, la palabra equilibrada y sugerente de Lu Hsun.
“El Diario de un Loco”
remite en una de sus primeras lecturas a desentrañar la repulsa, el carácter refractario
frente al tabú de la antropofagia, pero más aún frente a un mundo teratológico que
se devora a sí mismo, recordando la paradoja de que no hay nada tan humano como
la falta, precisamente, de humanidad.
El tema de la antropofagia
para la literatura de Occidente ha sido tratado y maltratado en centenares de páginas.
Robert Louis Stevenson,
en una de sus estancias en las islas Marquesas asistió a una sagrada fiesta de culto
polinésico. Se solazaba mirando con admiración los ritos primitivos y exóticos para
un hombre blanco, hasta que se dio cuenta de que él iba a ser la cena” y de esto
hizo una eficaz aunque un tanto candorosa narración.
El gran poeta polaco
Boleslaw Lesmian en sus “Aventuras de Simbad el marino” imaginó una tribu de pigmeos
que amaban tanto al prójimo que lo querían llevar por siempre incorporado.
Nuestro cercano Roberto
Arlt vivió la pesadilla de “Los hombres fieras” y su gozoso canibalismo.
Guy de Maupassant, el
gran cuentista francés que murió luego de perder lo que
llamamos la razón, o la pérdida de las facultades mentales, relata en uno de sus
cuentos de “Bola de sebo” titulado “La cabellera”, la historia de un necrófilo,
y lo hace como lo realiza Lu Hsun, desde el expediente de un hombre loco que lleva
un diario de sus delirios.
Y hasta el ecuatoriano
Pablo Palacios, que murió en 1947 asediado por la locura como el mismo Maupassant,
relató en su ahora legendaria novela “Un hombre muerto a puntapiés” la historia
de un antropófago encerrado en una penitenciaría.
Se trata, en cada uno
de estos episodios caníbales, de unos rasgos descritos desde una mirada que no excluye
lo antropológico, a pesar de ser ficciones, de una serie de ironías sobre la naturaleza
humana que podemos leer imperturbables como productos febriles de la fantasía, de
un gran virtuosismo narrativo.
Con Lu Hsun la cosa es
a otro precio. Su entrañable personaje, un hombre que empieza a dudar de su cordura
al creer que en la aldea lo quieren hacer comer carne humana y que le será difícil
encontrar a un hombre verdadero “tras cuatro mil años de canibalismo”, se nos incrusta
de tal manera en la piel y en la conciencia que con pocas pinceladas nos hace partícipes
de la autofagia -comerse al otro es comerse a sí mismo-, que se adueña del mundo.
Es como si, en verdad, se nos revelara un secreto escondido en los pliegues ocultos
de la realidad y de la historia.
De paso, como al desgaire,
Lu Hsun recrea en pocas páginas un gran fresco de la China feudal, un telón de fondo
de un oscuro pasadizo de cuño imperial. Ese quizá fuera el gran mérito para que
Mao Tse Tung lo revindicara para la historia, ante la incomprensión de muchos juzgadores
oficiales. El silogismo sale al paso: lejos de la explotación y de la idea del hombre
como lobo del hombre, ¿habrá algo más caníbal que la usura y el orden consumista,
que el capital y los imperios?, Algo así debió formularse el lector avisado de esos
tiempos, más allá de la chatura del realismo socialista.
Acá bien vale la pena
la analogía y recordar la sentencia de Lousie Michel, la visionaria anarquista:
“Como la antropofagia ha pasado, pasará el capital. He ahí el corazón del vampiro,
donde hay que golpear”.
Ahora, hacer esa única
interpretación política podría resultar un tanto simplista, pero es inevitable no
hacerse esa reflexión tras su lectura. Resulta inevitable señalar el carácter profundamente
político de su extraña parábola, más allá, como lo señala el narrador mexicano Sergio
Pitol, su traductor, de la recurrente dicotomía o vieja disyuntiva que se hace entre
propaganda y literatura. Porque la originalidad del estilo de Lu Shun dista mucho
de cualquier alegato programático.
Acá se trata de la visión
de un mundo crepuscular, de viejo cuño, de un paréntesis entre dos nadas, de una
visión romántica si se quiere en la acepción de Goethe: “lo romántico es lo que
está enfermo”.
Alguien sufre el vértigo
de la libertad cuando aspira a no entrar en el orbe gregario de los comedores de
carne humana, es el solitario en la multitud, como afirmando que lo que en algunos
parece una simple y perniciosa manía persecutoria, no es otra cosa que una fisura
en la realidad que permite ver el sueño de la razón, que ya sabemos con Goya la
clase de monstruos que produce.
La recurrencia en las
fases lunares del diario, los augurios leídos en sus formas, el monólogo en guardia
de quien empieza a preguntarse por qué diablos el perro de la familia Chao lo mira
dos veces, van creando un clima de zozobra para hacernos partícipes como lectores
de un mundo vejado por el hombre tras las leyes feudales, por los cercos de la usura,
por el apetito de los arrendatarios, “el veneno de sus discursos” y el gusto impuesto
y creciente de devorar hombres.
Es una metáfora sobre
el fuera de lugar. El inocente. Una víctima propicia para decir “este también”,
este será devorador o será devorado. Se trata de un mundo cainita, de verdugos disfrazados
en la calma aldeana y en las faenas del día. Su insatisfacción con la realidad,
su pleito con la oscuridad, lo convierten en un poderoso enemigo. Por eso le recomiendan
no dejarse “seducir por la fantasía”. Como Saturno, pero en una variante más pérfida
y pragmática, la gente hace trueque de sus hijos para ser comidos.
La descripción de esa
ya legendaria aldea de los lobeznos es también la de una comunidad que va forzando
a muchos al suicidio, en concordancia con la idea de Artaud de que no hay suicidas
sino suicidados. Inmolados por la sociedad, por los pases hipnóticos que generan
las normas, los suicidas resultan ser los excluidos del mundo en una larga cadena
de asentimientos y silencios. No es en balde
que el hermano mayor hace mucho iniciado en la práctica antropófaga, le recomiende
callar: “Hablar es un error”.
Ese recurso puntual,
la idea de señalar la locura como una forma de descalificar a quien enuncia una
dura e incómoda verdad, envuelve una metáfora a lo largo de todo el relato de Lu
Hsun. Resulta así un alegato moral sobre la ceguera histórica, que no es más que
la ceguera impuesta y aceptada.
¿Qué le pasaría a usted
si al despertar se encuentra con que ha vivido toda la vida entre gente que come
carne humana desde varios milenios atrás, por multitud de generaciones, y que esa
comunidad quiere hacerlo partícipe como comensal o como alimento en una cena?
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Agulha Revista de Cultura
Número 118 | Setembro de 2018
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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