La poesía del colombiano
Juan Manuel Roca rezuma vitalidad. Es una poesía enérgica, cristalina, pero no por
ello deja de entrañar un mundo mágico y lúcido, de urdir un entramado de metáforas
e imágenes que nos lleva a tener visiones por momentos aterradoras (dado el carácter
tanático y enigmático de algunas de sus composiciones), así como por momentos serenas
y plácidas, eso sí, siempre espontáneas, pues Roca desprovee a su poesía de cualquier
pose o cultismo innecesario para mostrarse, a través de sus poemas, como el ser
humano afable que es, más allá del gran reconocimiento que ha recibido por la gran
calidad de su obra poética y por su labor periodística.
En una parte de su obra, Roca recrea su presente y el del
medio que lo circunda (casi siempre su país) a través de la utilización de parábolas
o paradigmas que son escritos con una jovilidad inusitada para la poesía de sus
contemporáneos, más aún en tiempos en los que, por el contrario, varios poetas prefieren
mantener el hermetismo, real o artificial, de sus versos logrando hacer indescifrable,
en no pocas ocasiones, el mensaje de su poesía.
Sin embargo, la poesía de Juan Manuel Roca también proviene
del instinto, y no siempre nos muestra un derrotero cierto o invariable, pues recorre
casi a tientas un rumbo propio reconociendo poco a poco su simbología y secretos.
Por ello mi asombro ante la habilidad e ingenio del poeta para seguir su “sexto
sentido” (el poético) para descubrir, como si caminara sobre huellas preexistentes,
el sendero por el que debe discurrir y asir el enigma que lo motiva a crear como,
a veces, revelarnos ciertas verdades del hombre.
A la vez, su poética se ha construido a partir de una necesaria
lejanía respecto al pensamiento, las formas y el estilo de la tradición lírica canónica
de su país, por lo que renovó y dotó (junto con otros poetas de su país y generación)
de un nuevo sentido a la poesía colombiana.
Su influencia en la obra de los poetas colombianos e hispanohablantes
contemporáneos es innegable, y muchos son deudores no sólo de su manera de ver y
concebir la poesía sino, también, de su forma de entender el mundo y de enaltecer
o criticar aquellos aspectos que lo rodean.
A través de su poesía Roca se confiesa, conversa con el
lector y podríamos pensar que casi huye de la retórica y del lugar común para hablarnos
de lo cotidiano, para hacer una poesía inteligible, pero no por ello menos íntima
o profunda.
La voz del poeta estalla como un trueno con cada verso.
Se trata de un poeta distinto, de esos que tienen como dicha (y desdicha) el arte
de la creación a través de la palabra, siendo siempre auténtico y transparente.
En sus versos el humor, el juego y la ironía tienen su momento, cosa que solo logran
hacer con éxito los grandes, y estos elementos se articulan en su poesía con la
precisión del experto joyero que engasta una piedra preciosa en un aro.
La poesía de Roca nos seduce, nos invita a ingresar y a
encontrarnos en su franqueza y en el paso del tiempo. La poesía de Juan Manuel es,
sin duda, tan sólida como una roca.
MP | Juan Manuel, naciste en Medellín, pero siendo niño fuiste
a residir en México, España y Francia. Si bien esto fue en tu infancia, esas experiencias
de alguna manera nos marcan. En tu caso, has dicho que quien más ha influido en
ti ha sido el niño Roca. En relación a
ello, ¿de qué manera esas primeras vivencias lejos de tu país, los viajes, las idas
y retornos a Colombia, se ven reflejadas en tu poesía?
JMR | La verdad, no fueron importantes esos viajes en familia
a Europa, pues yo tenía 1 año cuando fui a Francia y 3 cuando viajé a España. Total,
el olvido de algo no tiene mapa: bien pude haber vivido esos años en Tombuctú, en
Santiago de Chuco o en Comala, la primera infancia no permea de manera evidente
la memoria.
El niño de esas edades vive en la periferia del mundo,
que siempre es adulto, y más aún vive en la periferia del lenguaje, así haya unas
escasas y brumosas intuiciones del pasado. Regresé de 7 años a Medellín y allí sí
empieza para mí el registro involuntario de los primeros años, de los primeros asombros.
Otra cosa fue México. Allí llegué de 9 años y estuve hasta
los 12, en una edad en que somos esponjas, que absorbemos con todos los sentidos
paisajes, atmósferas, ritmos, colores, aromas que se quedan para siempre almacenados
en nosotros, como esa alacena donde Rimbaud aprendió el vértigo de la historia.
Y claro, en esa materia sensorial, qué mejor reservorio que México: paisajes de
cactus que parecen percheros del viento, atmósferas de un pasado vivo y nutricio,
colores vívidos que vuelvo a revisitar en la arquitectura de Barragán, ritmos del
habla y ritmos de la música y esos aromas por donde nos unimos, quizá más que a
través de otros sentidos, a una niñez sin Proust de por medio.
Por todo esto, a cada tanto y recordando el aserto de Rilke
de que la única patria del hombre es la infancia, pienso que por haber vivido esa
época de manera tan movediza tengo varias patrias o ninguna.
MP | Desde la publicación de Memoria del agua (1973) y Luna
de ciegos (1976), tu poesía muestra una textura muy propia pues es cadenciosa,
con un ritmo propio que atrapa al lector en una sucesión de imágenes transparentes,
así como, a la vez, encierra un contenido un tanto oscuro, misterioso, como trazos
que dejas escondidos detrás del dibujo. ¿Hasta qué punto el ritmo o la cadencia
en la poesía te sirven para atraer al lector y luego sumergirlo en las connotaciones
de tu poesía?
JMR | Me parece, sin que sea un recetario para nadie, que a la
poesía sin cadencia y sin misterio se le llama prosa. Y esa cadencia, esa música,
no se aprenden. Es como tocar de oído, sin partituras. Es curioso que la poesía,
estando fraguada con palabras, aspire al silencio. Es en ese no-decir diciendo,
en el carácter elusivo de un poema, donde reside, creo, su secreta fortaleza.
El poeta es un traductor de sí mismo, el traductor de unos
ritmos interiores que a veces desconoce él mismo. No creo en la música buscada para
el poema sino encontrada en el poema. De ahí la sorpresa al escribir y pensar: «no
sabía que sabía esto», la sorpresa de informarse a sí mismo.
Sin creer ni remotamente en la escritura automática, es
en ese rapto poético, en esa intuición hecha de palabras y de fundamentales silencios,
donde encuentro la poesía que más me gusta. Igual ocurre con la gran música, que
está hecha de un rigor al momento de repartir o de esparcir silencios.
MP | Uno de los elementos primordiales alrededor del cual gira
tu obra es la noche, la oscuridad como entorno en el que suceden las cosas o en
el que los personajes de tus poemas conviven. Incluso a veces tienes a la propia
noche como protagonista. ¿Por qué la referencia constante a este elemento? ¿Quizá
es la inminencia de la noche como destino final?
JMR | La noche es un amplio recinto de poesía. Es el tiempo de
la duda, de los paisajes vendados, dubitativos, cuando se borran o desvanecen los
contornos y el perro, la mesa de noche o el umbral se hacen un todo, y la casa y
los objetos también. La noche libera a las cosas de la esclavitud de las formas.
El agrimensor del tiempo que es el hombre, tiene como pequeña jurisdicción el día,
cuando mide, y la noche cuando es medido.
La noche es el territorio de lo ambiguo, de lo difuso,
algo que pertenece a una suerte de arte poética que transgrede la esfera de lo comprobable.
En la noche la ciudad y la mayoría de los personajes que la habitan se desvanecen,
se enfantasman. Nadie y Ninguno son quienes la recorren, aún durante un toque de
queda, como sus grandes señores. Una ciudad vacía en la noche es proporcional en
su silencio al ruido que se llevan entre sí quienes la abandonan: la ciudad que
habitamos también nos habita. Allí se hacen pertinentes, como si hablara al poeta,
las palabras de Djuna Barnes: «¿qué sabes de la noche, centinela?».
MP | Asimismo, el tiempo es otro elemento trascendental en
tu obra. Su paso inexorable, muchas veces destructor, como una metáfora perfecta
de la fugacidad de la vida humana. Pero también aludes a un tiempo múltiple, que
se manifiesta en distintas maneras. ¿Por qué la obsesión con el tiempo? ¿Es tal
vez por las limitaciones que nos impone como seres humanos, seres caducos?
JMR | Escurridiza y evasiva como el tiempo es la palabra. En
el solo hecho de que todas las palabras que acabamos de expresar hace un segundo,
de inmediato se vuelvan pasado, media una ironía terrible, como saber que vamos
cantando hacia el abismo. Que cada palabra que creemos necesaria, alguien o algo
las succione como una cisterna. A todos nuestros actos los ronda la fugacidad, la
feroz ironía de que las cosas sobrevivan a sus dueños. Aún subsisten en el tiempo
los objetos de las altas civilizaciones, pero los hombres que los hicieron ya están
devorados por la autofagia del tiempo que, devorándose a sí mismo, continúa sin
parar.
La poesía, un arte en el tiempo como diría Machado, tiene
su pugna con el transcurrir y en verdad no hay nada que transcurra más que el tiempo.
De ahí la pregunta cruel pero risueña de Villón por las nieves de antaño, y de Quevedo
en «conversación con los muertos», y de Edgar Lee Masters dialogando también con
una coral de ausentes.
A riesgo del impudor de la autocita (mea culpa), en un
poema, si lo fuera, de puro iluso me atreví a pleitear con el tiempo en un poema:
«El tiempo permanece atrapado/ Entre los libros. / Por este prodigio de aprehensión,/
Heráclito sigue bañándose en el mismo río, / En la misma página./ Tú seguirás para
siempre/ desnuda en mi poema». Pero repito, esa obsesión del arte por fijar nuestro
tiempo quizá resulte más inútil que el amor del Papa a la humanidad.
MP | Tu poesía está íntimamente vinculada a la pintura. En tus
imágenes muestras escenarios o personajes que bien se pueden encontrar en la obra
de varios de los pintores como Van Gogh, Chagall, Gauguin, etc. La poesía y la pintura
son artes afines. Si Roca no hubiera sido poeta y periodista, ¿hubiera sido pintor?
¿Intentas unir en tu poesía ambas pasiones, la pasión por la palabra con la pasión
por el trazo y el color?
JMR | Hay pintores del habla, como Georg Trakl o como Blaise
Cendrars, que pintan con palabras, así como hay poetas del color que escriben y
registran desde sus paletas altos mundos cromáticos, como Chagall o Magritte, pero
también grabadores como Max Ernst.
Decía Leonardo da Vinci que la poesía es pintura para escuchar
y la pintura poesía para ser vista, con lo cual declaraba a las dos artes como hermanas
siamesas. Y no creo que sea porque se envuelvan en un ropaje figurativo ni unos
ni otros para producir una poética. Allí lo mismo da que sean poetas ajenos a cualquier
carácter episódico o no, y pintores abstractos lejanos de cualquier ambición anecdótica.
Yo creo que Fernando de Szyszlo, que es el pintor que más admiro entre los artistas
vivos de nuestro continente, es un poeta del color, de las abstracciones asentadas
en una raigambre muy peruana, casi tanto como las telas de Lambayeque.
En mi menos memorable caso, como no tengo el don de la
pintura y soy carente de cualquier virtud de dibujante me dediqué, seguramente con
menos fortuna, a intentar pintar con palabras, a crear imágenes, aparatos verbales
ligados a mi visión de la plástica. Intento, como me lo señalas en tu pregunta,
Mario, darle curso a esas dos pasiones que, por otra parte, no es ninguna novedad
si pensamos en casos muy altos y logrados de maridaje pictórico y poético como el
de Prevert o como el de nuestro grandioso Gonzalo Rojas.
MP | El terror, la frustración ante un país como Colombia, que
se desangra hace más de 40 años, la represión del Estado y las atrocidades de la
violencia son palpables en tu poesía. En ese sentido, ¿Cuán importante ha sido para
ti poder expresar por medio de la poesía todo el dolor, las injusticias y muerte
que has visto en tu país? ¿Ha servido la poesía como un canal por el que drenas
ese «veneno»?
JMR | He sido cauto a la hora de señalarle un papel mesiánico
a la poesía y a pedirle de manera privativa una utilidad inmediata. Pero, como soy
de la creencia de que es algo más que un género literario, que es más bien una forma
de andar por el mundo, de respirar al unísono con los demás, me resulta impensable
que no atendamos aún sin un «deber ser» programático a nuestra historia, que en
nuestro caso está atravesada por una suma interminable de violencias. Por un absurdo
temor a la ambigüedad, a las verdades que no pertenecen al orden de lo inmediatamente
comprobable, por la falta de rigor científico y otros aparatos del concepto lógico,
algunos le enrostran a la poesía una falta de tratos con la realidad en otra forma
de violencia cultural, de imposición.
Aimé Césaire, que se sentía torturado y humillado en cada
hombre o mujer torturados o humillados, se asumía como víctima pensando en que somos
parte los unos de los otros y que no vivimos en un mundo abstracto, enajenados de
la realidad. Como la poesía es una forma del pensar, es poco probable que haya un
pensamiento de orden filosófico que no se pregunte por lo que nos sucede en los
demás, en sus alegrías y desvelos.
La poesía acude en favor de la vida en poemas que no tienen
por qué depender únicamente del comercio ideológico. La sola imaginación es subversiva
y casi sin premeditación se vuelve una suerte de resistencia espiritual.
En lo que escribo aparece la realidad violenta de mi país,
un país donde con ironía puedo afirmar que la guerra siempre viene después de la
posguerra, que no hemos tenido paz en muchísimos años, pero no de manera programática.
Se adentran todo eso que llamas «el dolor, las injusticias y muerte» que vivimos
como pan de cada día, porque me resulta impensable que este desgarramiento colectivo
de un país que practica la autofagia como deporte, no se filtre en nuestra lengua.
Pero te repito, que no lo creo un deber ser.
De cualquier manera, me gusta invertir la pregunta del
romántico alemán. A cada rato, cuando se habla de la utilidad de la poesía en un
medio de naturaleza violenta como el nuestro, se acude a esa pregunta: «¿para qué
la poesía en tiempos de penuria?». Creo que es mejor cambiar, invertir la pregunta
y decir ¿para qué la poesía en tiempos que no sean de penuria? ¿Cómo simple adorno?
¿Cómo manierismo? ¿Cómo un mero esteticismo? De ser cierto que la poesía no tiene
sentido en tiempos de penuria nunca se habría escrito pues, que yo sepa, todos los
tiempos del hombre han sido de penuria.
Un aparente escollo para la poesía tiene que ver con la
crisis de la palabra, en particular debido a su constante manoseo. La palabra es
la primera baja en una crisis social: para qué el vocablo pan si no remplaza al
pan, para que la palabra libertad si tantas veces está en los labios de los carceleros.
Sin embargo esto, antes de crearle un desaliento, obliga al poeta a buscar la palabra
justa en el inmenso pajar del lenguaje y a habitar de nuevo las palabras que el
mal uso ha ido volviendo huecas, calcáreas. Es paradójico, hasta la libertad en
el poema resulta tantas veces contradictoria por el hecho mismo de querer fijarla
en palabras. Pero fíjate, hay una libertad grande, aún entre rejas.
Una vez fui a leer poemas en una cárcel de Chile y un preso
me expresó el más alto elogio de la poesía que haya escuchado. Allí, en un lugar
que parece negar de entrada la libertad, me contó que todas las noches se escapaba
de su celda y saltaba los cuatro muros cardinales mientras leía los poemas místicos
de San Juan de la Cruz.
A lo mejor podría haber sido otro poeta el que leyera,
Nazim Hikmet o de pronto Baudelaire, por ejemplo, pero el efecto de transformación
del ánimo y por tanto de la realidad, podrían haber sido los mismos.
El reo chileno me hizo dudar de algo que siempre he afirmado
en contra de los mesianismos, aquello de que intentar cambiar la realidad con poesía
es como intentar descarrilar un tren atravesándole una rosa en la carrilera. Una
condena al fracaso. Pero el hombre enjaulado volaba encima de los muros sin que
le aplicaran la ley de fuga, gracias a la voz de un remoto poeta.
MP | Desde tus primeros poemarios, se evidencia una intención
por romper con el orden prestablecido, romper con el poder y sus detentadores, era
patente una poesía con ribetes políticos. Sin embargo, ello fue mutando no a la
antípoda sino a un descreimiento total, un nihilismo político ante el fracaso del
sueño comunista y la violencia nefasta en tu país. ¿Por qué ese cambio de actitud
reflejado en tu poesía? ¿Tu escepticismo actual deviene de un desengaño por la revolución
no lograda?
JMR | He tenido desde siempre un carácter ácrata. El descreimiento
va a la par. Tal vez lo que haya cambiado en mi manera de aproximarme a nuestra
realidad social en lo que ojalá pueda llamarse poesía, es que cada vez creo que
la mejor forma de señalar los autoritarismos de cualquier laya, de derecha o de
izquierda, con bigote de mosca como el de Hitler o con bigote de golondrina como
el de Stalin, se da a través de la ironía, del humor que subyace en toda tragedia.
Pero no te creas, sigo creyendo en que hay que ser, como
decía Montale, arena y no aceite en la maquinaria
del establecimiento. En poesía una verdad mal dicha fácilmente se vuelve mentira
mientras que una ficción bien lograda puede volverse para siempre verdadera, como
Hamlet o Moby Dick, y digna como ese coronel que no tenía quien le escribiera
y que no usaba sombrero para no tener que quitárselo ante nadie, según la magnífica
novela.
En poesía una verdad mal dicha, como sucede con tanto poema
político, fácilmente se vuelve mentira.
MP | Tienes una particular predilección por el poeta peruano
César Vallejo; su obra es para ti un talismán, una prótesis para caminar en el mundo.
Él es tu santo patrón. ¿Qué encontraste en la poesía a Vallejo que no solo te deslumbró
sino se hizo indispensable para tu vida?
JMR | En César Vallejo encontré lo que nunca antes había encontrado
en la poesía hispanoamericana. Una manera de ser única en el poema, un ir a los
huesos del lenguaje más que a la adiposidad retórica de otros, una honda humanidad.
Vallejo me tumbó del caballo en el camino a un precario
Damasco de barrio, me hizo entender que la poesía es una forma del pensar más allá
de los conceptos y todo gracias a un querido y avisado tío materno llamado Luis
Vidales, debo decirlo, que puso en mis manos un libro del poeta peruano editado
con una gamuza azul en la tapa por editorial Losada. Es un libro que aún conservo
y que me ha acompañado en muchos altos y graves momentos, como si fuera mi poeta
de la guarda.
MP | ¿Crees que ese descreimiento político del que hablo en
una pregunta anterior puede “devenirte”, en algún sentido, del desánimo y la melancolía
vallejiana?
JMR | No lo creo, porque si te fijas bien, con todo «el desánimo
y la melancolía» que señalas en Vallejo, nos dejó el libro más estremecedor de poesía
que se escribió sobre la guerra civil española, sobre una España que lamentable
habría de caer en las peores garras, las del franquismo, así el poeta alertara a
lo mejor de ese país, a los niños como una metáfora del alma limpia, esa que también
tuvieron aquellos niños grandes que fueron los anarquistas.
MP | Sin embargo, una referencia interesante es que tu tratamiento
del amor como tema en la poesía no es desde el desgarro, el sufrimiento o el dolor;
por el contrario, te aproximas a él desde el gozo, el juego y la celebración del
acto de amar. ¿El amor es siempre goce, deleite? ¿Es preferible no nombrar al sufrimiento
amoroso para no atraerlo?
JMR | La verdad, casi siempre los poemas de desamor son más intensos
que los de amor, como en uno de los mejores de Neruda, el «Tango del viudo», que
es proporcionalmente intenso en relación al amor que desaloja.
Pero la verdad, los poemas que más gozo cuando del tema
amoroso se trata, no son los que privativamente acuden a la esfera sentimental,
a la poesía auto-referencial del «yo amo», que tantos engendros ha producido, sino
al amor loco que antes que Breton tejió el poeta del Cantar de los cantares, que en verdad se debiera llamar el cantor de
los cantores.
El dolor de la ausencia del amor debemos dejárselo a los
boleristas. Y que conste que me gusta el bolero, que muchas veces lo prefiero, como
el tango, al sollozo de los vates nostálgicos.
MP | Más allá de tu vínculo personal con la obra de Vallejo,
¿crees que hay alguna relación entre la poesía colombiana y la peruana? ¿Cuáles
serían esos lazos de unión o, si no los hay, por qué la lejanía estética o de contenido
entre dos países tan cercanos física y culturalmente?
JMR | No sabría responderte con certezas. Fíjate que somos un
continente balcanizado, que nos desconocemos o nos conocemos de manera episódica,
de manera superficial. Te puedo responder de manera individual que yo, aparte del
que se ponía los húmeros a la mala, he leído con pasión a poetas como Eielson, Moro,
Westphalen, Eguren, Belli, Varela, Cisneros, Watanabe, Pimentel y otros que se me
escapan y que encuentro una alta poesía en la narrativa de José María Arguedas.
Yo juzgo que difícilmente hay un país en nuestra área lingüística,
con lo que me eximo de hablar del maravilloso acervo poético de Brasil, tan alto
como el peruano.
En cuanto a cercanías o distancias estéticas, no sabría
precisar muy bien el asunto.
MP | Además de poesía, has publicado en otro registro literario,
narrativa. ¿Qué diferencia has encontrado en cuanto a las posibilidades de expresión
entre uno y otro género? ¿Con cuál te sientes más afín?
JMR | Me siento más a gusto con lo que intento hacer en poesía.
He escrito cuentos, un género que me gusta mucho más que la novela, un género sin
duda siamés de la poesía.
Escribí una novela, Esa maldita costumbre de morir, disfruté haciéndola, pero siempre me
tocaba halar las riendas al caballo para que no desembocara en poemas. Así y todo,
creo que sí es una novela.
Prefiero siempre intentar, me cuesta trabajo decir que
escribir pues no quiero juzgarme, poesía. En una novela, por buena que sea, hay
tiempos muertos que los poemas no pueden permitirse, aún si el novelista se llama
James Joyce. Creo, además, con Henry David Thoreau, que «la poesía es la salud del
lenguaje».
MP | Eres periodista cultural. La crítica literaria, poética
especialmente, casi no encuentra un lugar en los medios periodísticos impresos,
ante ello, ha migrado a los medios cibernéticos como blogs o revistas web en el
internet. ¿Por qué crees que se da esta limitación a la literatura en los medios
masivos de comunicación? ¿Es por una banalización del arte, la cultura cada vez
vende menos?
JMR | La cultura se ha banalizado gracias a una raza de mutantes
que estudiaron mercadeo y con los cuales es imposible comunicarse, pues hablan una
lengua inentendible. Ellos son unos verdaderos zares en los medios de comunicación,
pues privilegian la banalidad y el espectáculo. Los dueños de los medios los animan
porque esto produce un alto grado de aturdimiento y entre más aturdida esté la gente,
más dócil resulta.
Lo primero en abolirse en las esferas mediáticas es la
crítica. En mi país la única crítica es la situación. Todo aparato crítico es visto
con temor y desconfianza, y entonces surgen los panfletos baratos, los que acuden
a las diatribas sin otro propósito que envilecer el ambiente y hacerse notorios
desde su medianía. De otro lado hay una shakirización de la cultura, un culto a
lo hueco, a lo transitorio.
MP | Alguna vez comentaste que a los narradores colombianos
que hicieron una obra garcíamarquesa los trituró la máquina devoradora que es la
obra de aquel gran escritor. No ha sido fácil escribir narrativa para los escritores
latinoamericanos del post Boom por la fama e influencia de estos escritores y que
aún persiste como un eco de lo que, según las editoriales estadounidenses y europeas,
es, o debe ser, la literatura de Latinoamérica: realismo mágico o literatura de
la violencia. De cierta manera, ¿quizá es mejor que ese Boom no haya tocado a la
poesía para no parametrarla?
JMR | Sí, el garcíamarquismo como mímesis, como búsqueda de éxito,
produjo muchas tonterías ya superadas y García Márquez sigue incólume, también ante
los ataques de algunos que querían notoriedad.
Sin embargo, queda uno que otro rezagado que describe en
sus novelones «caimanes que bostezan mariposas amarillas» y otras extravagancias.
Pero creo que llegó la hora del anti-exotismo. No tenemos por qué tener una abuela
autista que coma luciérnagas ni cosa parecida, para hablar de nuestra exuberancia.
MP |
Finalmente, ¿algo
que agregar Juan Manuel?
JMR | Te hablaré un poco del humor. No me queda más que señalar
desde la infidencia la importancia que para mí tiene el humor. Ángel de la guarda,
el humor me ha salvado frente a los embates de un país donde no podría vivirse si
no se contara con su extraña y rara coraza.
El humor me ha salvado del miedo en un país cruento, campo
de guerra. El humor me permite burlarme de mí mismo, espejo insumiso. El humor entra
a saco contra los políticos llenos de vacío, anómalo guerrero. El humor me hace
orar a un dios estrábico y casero para que su risa se ponga de mi parte. El humor
me hace pedirle a no sé quién, tal vez al santo de los acosados por los dogmas,
sin tregua, pero también sin las mascaradas del drama, que a cada tanto aparezca
en casa tendiéndome la mano como un sencillo talismán en forma de libro, o de algo
parecido.
Agulha Revista de Cultura
Número 118 | Setembro de 2018
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO
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