quarta-feira, 20 de outubro de 2021

JOSÉ ÁNGEL LEYVA | Infrarrealistas y nadaístas, el fracaso triunfal

 


Cuando Nicanor Parra cumplía noventa y cinco años de edad, me tocó la suerte de visitarlo en su casa de Las Cruces por mediación de José María Memet. Entre las muchas cosas que pusieron a rodar su pensamiento en esas horas vertiginosas de visita estuvo la pregunta “¿es verdad que Roberto Bolaño es el Cervantes contemporáneo? Mi hija Colombina afirma que debo concentrarme en su lectura. Pero ya no hay tiempo para el ajedrez, sólo para descifrar a Hamlet: ser o no ser”. En esa ocasión también me preguntaría por José Alfredo Zendejas y no por Mario Santiago Papasquiaro (su nombre artístico), el único que había opacado su presencia en un escenario. Cuando le informé que ya había muerto, no dudó en cuestionar: “¿por decisión propia?”. Tanto Bolaño como Papasquiaro habían muerto ya, el primero en 2003 y el segundo en 1998, el mismo año en que apareció en México la primera edición de Los detectives salvajes, una obra que impediría la desaparición del escritor chileno de la memoria colectiva, así como la del infrarrealismo que ya tenía nombre en la ficción: realismo visceral. Parra los sobreviviría hasta inicios del 2018, con ciento tres años de edad —los mismos que habrían tenido sus coetáneos José Revueltas, Octavio Paz y Julio Cortázar, tan importantes en la vida intelectual de los infras—. Parra se despidió de esta vida no con el Nobel, pero sí con el Premio Cervantes de Literatura en su haber.

Hoy Bolaño tiene más lectores y admiradores que detractores —pero los hay, y no son pocos—. Su libro Los detectives salvajes es quizá la obra que más polémica genera por narrar hechos apegados a la realidad, pero inmersos en un exuberante caldo de fabulación. Una novela en la que muchos de los actores de la realidad intentan identificarse en rasgos o en acciones con los personajes de la ficción. Incluso quienes muy temprano renunciaron a esa “utopía literaria”, llamémosle así, reclaman su pertenencia histórica, su pedacito de inmortalidad. Ya Rubén Medina en su antología Perros habitados por las voces del desierto, y en su extenso ensayo introductorio, advierte que sólo recoge la voz de quienes, de uno u otro modo, desde el inicio o en épocas tardías, se incorporaron al infrarrealismo y fueron fieles a la idea central, a las “posiciones éticas-estéticas del movimiento según sus principios, actitudes y manifiestos, tanto en la diáspora como en el propio D.F. Ninguno de los poetas aquí reunidos ha buscado integrarse a los grupos de poder literario ni buscado el beneficio personal para realizar su escritura, ni renegado de su filiación al movimiento”. [1] Como quiera que sea, Los detectives salvajes es la obra en la que reencarnan los personajes olvidados de una época y de una aspiración cultural en el México de los años setenta y parte de los ochenta, de una vanguardia que es epígono de las que aparecieron a finales de los años cincuenta y sesenta en América del Sur, y sin duda de la llamada generación beat de Estados Unidos.

El nadaísmo cumplía este 2018 sesenta años de haber surgido en las entrañas de una Colombia dividida y convulsa tras el Bogotazo, diez años antes, con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. En 1958, Gonzalo Arango encabezaba con Jaime Jaramillo Escobar “X-504” una rebelión existencialista, un movimiento social cuyo objetivo era el escándalo y la perturbación de las conciencias pacatas, de la moralina colombiana, de una rebelión de alto riesgo en las inmediaciones de los radicalismos violentos. Arango escribe en su primer manifiesto: “El ejercicio poético carece de función social o moralizadora. Es un acto que se agota en sí mismo. Que al producirse pierde su sentido, su trascendencia. La poesía es el acto más inútil del espíritu creador. Jean-Paul Sartre la definió como la elección del fracaso”.

Jotamario Arbeláez ha dicho con su acostumbrada ironía que él, como superviviente y cronista de los hechos, puede sostener que la derrota los traicionó, pues el fracaso se transforma en una memoria triunfal. Como lo manifiesta el poeta y narrador colombiano Eduardo García Aguilar, quien vivió en México en los años ochenta y luego trasladó su residencia a París, no fue la literatura de García Márquez ni la poesía de Álvaro Mutis lo que identificó a los de su generación, sino los nadaístas, su visión alejada del folclorismo y del realismo mágico, de un país arcaico, pero sí más próxima a una Colombia urbana, envuelta en el rock y en un proceso de libertad sexual, de hippysmo.

Con una diferencia de veinte años en su aparición, ambos movimientos enarbolan la consigna de la derrota, del fracaso como sentido o motor de su existencia. La poesía detenta esa divisa en su carácter de inutilidad práctica y en su capacidad de ser sólo si se renueva en la pregunta. Hay, secreta o inconscientemente, la noción de figurar no en vida, sino después, en la muerte. No sólo es el escándalo, la provocación, sino la puesta en escena de algo digno de transformar en mito y en leyenda. Para ello es necesaria la visibilidad mediante el performance, la transgresión y el cuestionamiento sin tregua del oficialismo literario, el centralismo cultural, las figuras sacerdotales. Entre México y las vanguardias sudamericanas existieron puentes de comunicación cada vez más reconocidos, como lo fueron las revistas mexicanas El Corno Emplumado y Pájaro Cascabel, en una época en la que toda conexión intelectual transcurría por intercambios epistolares, mediante una eficiente movilidad postal, y sin duda por el trasiego de viajantes hacia uno y otro extremo del subcontinente latinoamericano.


El nadaísmo tenía como antecedente vanguardista a Suenan timbres (1926), del poeta comunista Luis Vidales. Una obra solitaria y trascendente en el concierto de una Colombia estratificada y más próxima al cuadro social de María (1867), de Jorge Isaacs, o de La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera. A diferencia del país sudamericano, en México existía el antecedente del estridentismo, una vanguardia estética surgida al calor de una atmósfera revolucionaria —terminaba oficialmente la guerra civil, pero no la violencia política— que había provocado la confluencia de diversas disciplinas artísticas alrededor de la poesía, en particular las artes plásticas, con representantes notables como Fermín Revueltas, Jean Charlot, Ramón Alva de la Canal, Leopoldo Méndez y Germán Cueto, quien también se hizo notable en el teatro de muñecos y en el diseño de títeres. El estridentismo había fundado su urbe mítica, Estridentópolis, y hacía referencia a una ciudad de provincia, Xalapa, a la que rebautizaban y convertían en la Meca de la modernidad. Al estridentismo se le quiso reducir, en el mejor de los casos, a un remedo del futurismo, cuando no a cenizas, pues había aparecido de manera simultánea con la agudeza intelectual y el refinamiento del grupo de los Contemporáneos. Como afirmaba Octavio Paz, a diferencia de éste, del que él mismo era un vástago, más que un hermano, el estridentismo no había dejado alumnos ni había hecho escuela. No obstante, había dejado huella y era —y es— un ejemplo de rebeldía y transgresión para el imaginario de generaciones posteriores. Por México habían pasado y residido, además, notables figuras del surrealismo plástico y hasta del cine, como Luis Buñuel, pero tampoco habían hecho escuela.

Cuenta el poeta chileno Jaime Quezada, en Bolaño antes de Bolaño, diario de una residencia en México, que durante su estancia en la capital del país (1971-1972) —donde tuvo encuentros con grandes figuras de la literatura mexicana, como Octavio Paz, Juan José Arreola y Juan Rulfo, entre otros, y cuando Bolaño era un chico de dieciocho años que devoraba libros, cigarrillos y tazones de té con leche— descubrió a Manuel Maples Arce, por entonces vivo, en medio de una gran indiferencia y casi en el olvido. No obstante, para Bolaño no era del todo indiferente, como no lo eran Cortázar, Nicanor Parra y mucho menos los escritores de la llamada literatura de la Onda: José Agustín, Gustavo Sainz, Parménides García Saldaña e incluso René Avilés Fabila, cuyos libros poseía como un tesoro, “como revistas porno debajo del colchón”, subrayados y comentados, particularmente en los aspectos del lenguaje.

El infrarrealismo asume desde su origen la confrontación pública con el fin de boicotear y desestabilizar los mecanismos más preciados del poder cultural y literario en México. “De ahí se explica el rechazo de unos y la atracción de otros de ver al infrarrealismo como un grupo de delincuentes o ‘terroristas de la cultura o poetas malditos, que llegan a los recitales a provocar y causar desmanes.’Jorge Volpi, un escritor que en varias oportunidades se ha querido apropiar de la figura de Roberto Bolaño (¿alguien sabe lo que le dijo Bolaño a Volpi cuando se encontraron en un simposio?) y proponerse a manera de relevo de figuras intelectuales en México como el recién fallecido Carlos Fuentes, repite ese lugar común de la intelectualidad mexicana sobre el infrarrealismo”. [2] Para Medina, Volpi y la Generación del crack representan justo lo opuesto a lo que pretendían los infrarrealistas (esa pandilla --como les llama éste, Volpi--, de escandalosos y peludos con escasas ideas), es decir el éxito a través de la relación y del ejercicio del poder.

Por su parte, los nadaístas habían emergido como una cofradía de doce apóstoles, o más bien de monjes de la provincia, entre Cali y Medellín, regidos por el Evangelio de la nueva oscuridad. Gonzalo Arango representaba al Zaratustra de los nuevos tiempos, al profeta que anunciaba al anticristo, pero, al mismo tiempo, no se proclamaba como una rebelión contra el lenguaje con una propuesta estética específica, con postulados discursivos que levantaran sobre los escombros de la literatura caduca una voz inaugural. Era sin lugar a dudas una revuelta social de índole literaria. A la vuelta de los años y tras la desaparición de su creador en 1976, cuando el movimiento había perdido ya vigor y hasta sentido, los supervivientes, en particular Jotamario Arbeláez y de alguna manera también Elmo Valencia “el Monje Loco”, se dan a la tarea de recoger los fragmentos para realizar la arqueología de la vivencia y postular la reencarnación del fantasma. Jotamario ha citado con su humor característico las palabras de Armando Romero, el más joven y el más temprano desertor del movimiento: “El nadaísmo podrá estar muerto, pero sus gusanos son inmortales”.

 Algunos intelectuales mexicanos —Medina señala a Volpi— han pretendido entronizar a Bolaño, más que a Papasquiaro, como inspirador e ideólogo del infrarrealismo, negándole todo valor creativo e imaginativo al resto de la tribu. En Colombia sucede algo similar al otorgarle a Arango todo el mérito y el talento de esa revuelta cultural, afirmando que el nadaísmo no dio nada, ningún escritor u obra significativos, salvo la aparición de ese personaje enigmático que fue Arango. Pero la realidad muestra lo contrario, desde Los poemas de la ofensa (1968), de X-504, considerado un hito en la poesía colombiana, hasta los numerosos libros de autores como Amílcar Osorio, Eduardo Escobar, José Manuel Arango, Jotamario Arbeláez y la inocultable vocación vanguardista del más académico de todos, Armando Romero, quien es también el más cosmopolita y el más viajero.


Cartas a Aguirre (1953-1965) [3] contiene la correspondencia entre Gonzalo Arango y su amigo el periodista y librero Alberto Aguirre, quien ventila las ambigüedades del líder nadaísta, tanto en lo político como en lo espiritual. En 1957, Arango había huido hacia Cali tras la caída del dictador Gustavo Rojas Pinilla, acusado de fascista, y con cuyo gobierno había colaborado en Medellín. Paradójicamente, al año siguiente enarbola su primer Manifiesto nadaísta y comienza a reclutar jóvenes para la causa. Un objetivo central era la crítica y el ataque a las tradiciones culturales de la literatura antioqueña y de toda Colombia. Para Romero se trataba de una rebelión contra el centralismo bogotano. Por su parte, Aguirre, tanto en el libro como en diferentes entrevistas para la televisión, refiere la inconsistencia teórica de Gonzalo, su debilidad de carácter, su falta de disciplina y de espíritu para sostener una revuelta que en verdad hiciera volar por los aires el andamiaje cultural de Colombia y para escribir la tan anunciada novela. Califica, además, no de monjes ni de apóstoles, sino de monaguillos, de perrillos falderos, a los seguidores del credo nadaísta. Eduardo Escobar responde que el juicio de Aguirre es del todo injusto ante la obra singular de algunos nadaístas.

En entrevista, Romero me confiesa que en realidad sí carecían de una formación literaria e intelectual sólida, que eran en su mayoría ignorantes, principiantes, muchachos de familias pobres y algunos de franco perfil lumpen y hasta expresidiarios. No había ningún universitario, ni siquiera el propio Gonzalo, quien había abandonado sus estudios de Derecho. Pero, recompone Romero, había una avidez por el conocimiento, por la lectura y por conocer mundo. Implacable, Aguirre sostiene que el nadaísmo era Arango, sólo él, quien, instintivamente, era un publicista, un personaje atraído por la fama y por la derrota. Y remata: Gonzalo fracasó en todo, incluso como escritor.

Aquí es donde comienzan el paralelismo y los puntos de confluencia, pero también las divergencias entre estos dos movimientos y otros que emergieron en los años sesenta en Ecuador (los Tzántzicos) y en Venezuela (el Techo de la Ballena), que tuvieron motivaciones diferentes y una concepción de sí mismos también distinta. Tanto para los infrarrealistas como para los nadaístas, la derrota es un principio rector de su visión de triunfo. Rubén Medina lo sugiere ya desde el título de esa importante antología infrarrealista, Perros habitados por las voces del desierto, y recuerda en sus páginas que los infras están atentos a Breton, a su Lâchez tout (déjenlo todo), para romperle el cuello al surrealismo, que a su vez toma distancia del dadaísmo. Los nadaístas, por su parte, leen a Nietzsche y a Jean-Paul Sartre para orientar sus pasos y desorientarlos; en su horizonte flotan El Anticristo y Así habló Zaratustra, el existencialismo y el nihilismo.

Los desplantes infrarrealistas solían ser persecutorios y desacralizadores, y muchas veces autodestructivos, dentro y fuera de México, por eso la importancia del desierto como anulación de las fronteras al mismo tiempo que visibilizador de los límites humanos, de la ciudad como parte de esa aridez, del abandono, del nomadismo como inicio sin retorno. Ese mismo carácter transgresor mueve a los nadaístas a acciones temerarias en un medio católico y de tradiciones profundamente conservadoras y religiosas. Van más allá: cinco de ellos incurren en el sacrilegio al introducirse camuflados entre los feligreses a la Catedral Metropolitana de Medellín para asistir a la eucaristía y, al recibir la comunión, escupir las hostias, ante la aterrada multitud, y recogerlas con las manos para volverlas a tirar al suelo y pisotearlas. Monseñor Tulio Botero, arzobispo de Medellín, rescató a dos de ellos de la turba que estaba a punto lincharlos, y luego los puso en libertad. Las versiones de ese suceso se han multiplicado y han pasado a ser parte de la mitología nadaísta. Arbeláez narra que, años después, a Darío Lemos, quien pisara la hostia, le fue amputada una pierna por una gangrena. Pero aclara que Lemos descreyó de un castigo divino porque le fue amputado el miembro opuesto al pie con el que había pisado la oblea consagrada.

El humor es quizás uno de los rasgos que diferencian a ambos movimientos, no porque los infrarrealistas carezcan de él, sino porque es menos festivo y cínico que el de los nadaístas, menos tropical, y porque estos últimos no tienen un sentido trágico de la existencia, a pesar de que su profeta invocaba “El nuevo evangelio de la oscuridad”. El malditismo en ambos casos corre por distintos cauces, también su noción de derrota. No puede negarse el humor de Bolaño en su obra y en su vida, su capacidad de burlarse de sí mismo, su amor y vocación por el juego de palabras, como lo demuestra una de sus últimas entrevistas —cuando la muerte le pisaba ya la sombra— para la revista Playboy. Por ejemplo, cuando Mónica Maristain le pregunta si haber nacido disléxico le dio un valor a su vida, él responde: Ninguno. Problemas cuando jugaba al fútbol, soy zurdo. Problemas cuando me masturbaba, soy zurdo. Problemas cuando escribía, soy diestro. Como puedes ver, ningún problema importante”. Y lo mismo puede decirse de Papasquiaro, quien denota esa ironía en sus poemas. Pero sí hay un sentido más trágico de la vida y una vocación autodestructiva, algo que no puede advertirse ni en la obra ni en la biografía de los nadaístas, quienes hasta la fecha hacen alarde de un espíritu festivo, por lo menos los tres supervivientes radicados en Colombia: Jaramillo Escobar (X-504), Eduardo Escobar y Arbeláez, quien elabora las crónicas de ese movimiento, es decir, su mitología, pues Romero afirma que él narra la veracidad de los hechos que ocurrieron, pero no está obligado a repetirlos como sucedieron. En algún momento pretérito, en una entrevista para la prensa, Gonzalo me preguntó qué haría cuando se acabara el nadaísmo. Escribir la historia del nadaísmo, le respondí. Lo que no atiné entonces a percibir fue que ésta tomaría la forma de Evangelio”, escribe Jotamario en su artículo “La santidad en el nadaísmo. Una recapitulación del movimiento anarquista en sus 60 años”. Se trata, pues, de un humor destellante versus un humor sombrío.


El trágico fin de Papasquiaro, del que el propio Parra sospechara al preguntar si había sido atropellado por “voluntad propia”, nos trae a la mano una cita del Manifiesto nadaísta: “El Nadaísmo rechaza dentro de su sistema de valores el suicidio, por considerarlo como un atentado contra la integridad del Ser, el acto negativo de la existencia. Ninguna desesperación por muy extrema que sea, ningún temor de terminar aquí, ningún vencimiento moral o material lo justifica. El hecho de vivir es superior infinitamente a cualquier fracaso, pues en ese fracaso sólo termina una posibilidad, en tanto que la vida es la aceptación permanente de posibilidades infinitas”.

El estridentismo ha subsistido a la luz de su mitología, de un lenguaje propio, en escenarios y atmósferas de obras como La señorita Etcétera y El café de nadie, de Arqueles Vela, o de ese recuento temprano de Germán List Arzubide en su libro El movimiento estridentista. Éste, por cierto, viviría cien años, riéndose hasta el final del desprecio y el olvido al que los había intentado consignar el statu quo. Los detectives salvajes aún provoca escozor en ciertos lectores que no admiten la trascendencia de esos actos transgresores, de esas conductas escandalosas y, tal vez, tampoco de esos talentos que pretendían, si no explotar, sí rasgar los cánones y las imágenes de lo políticamente correcto, de las carreras literarias por los caminos del éxito. El infrarrealismo era un juego de muchachos mal portados, de chicos malos, de nacos, de fracasados de antemano. Pero era un juego o una batalla por derrotar la derrota. Hermann Broch, en La muerte de Virgilio, nos coloca ante el dilema del autor romano de si debe convertir a la soldadesca burda y procaz en los seres extraordinarios de su obra o destruir sus letras. Opta por salvarlos, porque al final, piensa, el mito representa el ideal de lo que debieran ser aquellos hombres del mundo latino, su triunfo contra la insignificancia, contra la muerte. Bolaño nos coloca en una perspectiva similar al descubrirnos a Arturo Belano y a Ulises Lima en la aventura del realvisceralismo y al poner su obra en el corazón de la literatura mexicana-latinoamericana, universal. Los méritos novelables de la realidad, del infrarrealismo y los infrarrealistas, es lo que resulta intolerable para ciertos lectores mexicanos; quizá la clave nos la dé el mismo Papasquiaro en su poema “Sueño sin fin”: “& todo porque / no queríamos ser como los otros / felices entre comillas / felices de una manera pequeña / con permiso de la policía.”

 

NOTAS

1. Perros habitados por las voces del desierto, selec., intro. y notas de Rubén Medina, Aldus, México, 2014.

2. Ibid.

3. Fondo Editorial Universidad EAFIT, Medellín, 2006.




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[A partir de janeiro de 2022]


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Um comentário:

  1. He leído este lúcido ensayo dos veces y volveré a leerlo al menos una tercera vez; es ¡excelente!!!

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