sábado, 1 de junho de 2019

JAIME MORENO VILLARREAL | André Breton: el lugar y la fórmula


Al embarcarse hacia México a comienzos de abril de 1938, acompañado por su esposa Jacqueline Lamba, André Breton advertía ya la inminencia de una nueva guerra europea. Su despedida de Francia desde el puerto de Cherburgo, redactada para la revista Minotaure en un apunte en el que vinculaba a México con la expresión “el lugar y la fórmula” de Arthur Rimbaud, tenía un regusto a trashumancia en momentos en que era ya presumible el exilio ante los acontecimientos que se precipitaban. En el contexto del embate hitleriano sobre Austria, de la fractura de la izquierda internacional, de la Guerra Civil española, de la consolidación del totalitarismo soviético y del descrédito del liberalismo y la democracia, el asilo político ofrecido a León Trotski por el régimen de Lázaro Cárdenas, así como la expropiación petrolera recién consumada, le ofrecían a Breton un escenario atractivo para su cálculo de propagación de ideas y sus aspiraciones de construir una vanguardia revolucionaria surrealista. Según Jacqueline Lamba, otro acicate de su travesía fue la reconciliación con Antonin Artaud (quien había abandonado el núcleo surrealista en 1929, por ser absolutamente refractario al maridaje con los comunistas), con quien Breton habría conversado sobre sus experiencias entre los indios tarahumaras. Frustrado por las alianzas que, a la cabeza del núcleo surrealista, él mismo había promovido con el Partido Comunista Francés (pcf), Breton dio acaso en ese momento de rectificación parte de razón a Artaud. Contendiente contra el estalinismo, en grave discordia con antiguos camaradas como Aragon, Éluard y Naville que permanecieron en el PCF, Breton ajustaba sus miras hacia un socialismo libertario de corte trotskista, ambicionando mantener el surrealismo a la vanguardia política.
El marco de su visita eran cinco conferencias pactadas originalmente por el Ministerio de Asuntos Exteriores francés y la Universidad Nacional Autónoma de México. El Breton que llegó a México se asumía totalmente inmerso en la historia y en el ejercicio de la libertad. Según su concepción, la poesía surrealista germinaba necesariamente en el seno del malestar y el conflicto social: era actuante. Breton insistió siempre en que el surrealismo no instauraba una teoría, mucho menos una corriente o escuela, sino que se producía en la acción, en la vida misma atenta a lo maravilloso mediante la apertura y la experimentación de las vías del inconsciente. En el centro de la diana mantenía el objetivo de una revolución cimentada en el materialismo dialéctico. Entendía la acción surrealista como consumación del pensamiento revolucionario, a través del cual toda la realidad –tanto la de la razón como la del inconsciente, conciliadas– podía ser aprehendida. México significaba imaginariamente para él un territorio donde la libertad aún era posible, dado que en este país –y a diferencia de lo que había ocurrido en la Unión Soviética– la revolución en marcha no había sido traicionada. Con los antecedentes de las conferencias de Bruselas (1934), Praga y Tenerife (1935), así como de las exposiciones Internacional Surrealista de Londres (1936) y de París (1938), su estancia en México constituiría una nueva etapa de internacionalización de sus actividades. Pero, a diferencia de sus recientes incursiones europeas a las que había sido convocado por grupos surrealistas locales, en México la acogida era incierta, como débil el apoyo del Estado francés a su estadía. La Embajada francesa no se hizo cargo de su alojamiento y, como es bien sabido, él y Jacqueline pudieron prolongar su estancia solamente bajo el ala de Diego y Frida, quienes los hospedaron en su casa de San Ángel y los condujeron hasta León Trotski en la Casa Azul. De ese modo, Breton logró al cabo, así fuera por un momento, la alianza anhelada. El Manifiesto por un arte revolucionario e independiente, el producto ostensible de esa alianza, deslindó la creación artística revolucionaria del yugo del Estado y de los partidos, y aparejó finalmente, como lo ambicionaba Breton, la vanguardia artística con la política. Una trenza semejante formaba parte de su proyecto de conferencias en México: plantear el surrealismo en el marco de la historia y la filosofía como consumación necesaria del arte con la revolución.
Ha sido bien establecido por Marguerite Bonnet –quien estuvo a cargo de la edición de las Obras completas de Breton (Gallimard, 1992)– y por Fabienne Bradu –autora de Breton en México (Vuelta, 1996; segunda edición, fce, 2012), el estudio documental y cronología más completos sobre la estadía del surrealista en México– que Breton solo pudo ofrecer la primera de sus cinco conferencias previstas en la Universidad, aunque al mes siguiente dictó otras dos en el Palacio de Bellas Artes. En dichas Obras completas, Bonnet recogió un conjunto de documentos atinentes a la estancia de Breton bajo el título de “Las conferencias de México”, indicando que faltaban dos por recuperar: la primera y única dictada en su frustrado ciclo de la Universidad, y la primera de Bellas Artes. No halló rastro de ninguna de las dos en los archivos del poeta.
Recientemente he localizado amplias porciones de ambas en el archivo del Museo Frida Kahlo de la ciudad de México, y he podido disponerlas en su sitio junto con los documentos publicados por Bonnet, en una restitución general que será publicada bajo el título de Las conferencias de México. 1938.
Como decía, el Breton de 1938 era un marxista antidogmático orientado hacia el trotskismo. A su regreso a Francia, y en razón de los acontecimientos históricos que sobrevinieron en vísperas de la guerra, su posición fue mudando. El pacto con Trotski abortó muy pronto. La Federación Internacional de Artistas Auténticamente Revolucionarios e Independientes, fundada con Diego Rivera como brazo cultural de la Cuarta Internacional, se vino abajo en cuanto Rivera rompió con Trotski en enero de 1939. Envuelto en el torbellino del avance del nazismo y la inminente “guerra capitalista”, en la primavera de ese año Breton comenzó a preparar los materiales para un poema cuyo título, “Pleine marge”, ponía en claro una imprevista voluntad de situarse “al margen”:

No estoy en casa para los adeptos
Ni he residido jamás en ese sitio llamado La Charca de las Ranas
El quinqué de mi corazón humea y comienza a extinguirse
En proximidad de las plazas
Solo me ha atraído lo que significaba algún peligro
Un árbol elegido por la tempestad [...]

Con ese “no estar en casa para los adeptos”, Breton parecía contradecir aquel impulso de propagación expreso en sus “conferencias de México”. La guerra habría de modificar aún más sus miras. Luego del asesinato de Trotski, en 1940, se orientó hacia el “socialismo utópico” de corte fourierista. Mantuvo su corazón a la izquierda, pero su confianza en la infalibilidad de la historia y en el materialismo dialéctico como senda de liberación fue declinando. Diversos testimonios, los suyos y el de Jacqueline Lamba en primera instancia, señalan el afecto que Breton mantuvo siempre por México, aunque finalmente no halló aquí “el lugar y la fórmula” que intuyera para el trashumante, un destino mexicano que otros exiliados surrealistas sí consumaron. En el momento de elegir su lugar de exilio, al abandonar Francia en 1941, consideró la posibilidad de volver a México, pero optó finalmente por establecerse en Estados Unidos, donde se encontró con Tanguy, Duchamp, Matta, Man Ray y otros surrealistas. En esos tiempos de guerra, para él, la historia callaba. No halló más la respuesta en el marxismo, pero su pasión libertaria no desfalleció. Su regreso a la palestra se afianzó solo hasta 1947, con la siguiente Exposición Internacional del Surrealismo en París, y aunque profundamente decepcionado por el socialismo real, y encarnando en los hechos una figura pública cada vez más marginada por la izquierda y por la intelectualidad francesa en el contexto de la ola existencialista, no dejó por ello de pensar en la revolución e indagar en las vías del deseo, el amor, la poesía y la libertad.
Dejando aflorar revelaciones del inconsciente y la conciencia, en alguna reunión surrealista, ya en la vejez, al intervenir en un juego que consistía en abrir o no imaginariamente la puerta a algún visitante distinguido, al tocar su turno se le preguntó: “¿Le abriría usted la puerta a Marx?”, y la respuesta que se le oyó pronunciar fue: “No, por fatiga.”[1]

*****

ANDRÉ BRETON | Las transformaciones modernas del arte y del surrealismo[2]

[Falta la primera página] Antes que nada, es importante considerar que esta iniciación a los fastos de la naturaleza mexicana, que arranca con Rimbaud y, luego, por intermediación suya o por vías directas, continuaron los poetas europeos, está en la raíz de un trastorno profundo de la sensibilidad. Quiero decir que es toda una percepción de la naturaleza lo que, a partir de ahí, sufrirá una sacudida y tenderá a afianzarse sobre nuevos fundamentos. Los escenarios americanos de Chateaubriand no habrían constituido más que un precedente ilusorio. Fue necesario todo el genial poder de evocación de Rimbaud para provocar esta crisis que, considerada desde diversas perspectivas, fue dramática. Para que tomáramos conciencia de la amplitud de miras que nos estaba siendo negada, fue necesario que él participara, como ningún otro hombre, en la enorme afluencia de todas las savias. Este ardor fue definitivamente transmitido por él a la poesía. Su única consecuencia desfavorable fue habernos aportado una creciente desafección por los lugares en donde tenemos que hacer la vida, en donde la tierra responde con avaricia a los requerimientos del ojo y de la mano, en donde la creación parece haberse estancado. Nunca se sació Rimbaud de dirigir allí sus sarcasmos:

En vuestros prados y bosques,
oh fotógrafos tan serenos,
la flora es más o menos tan variada
como los tapones de botella.
Siempre la vegetación francesa,
huraña, ridícula, tísica,
por donde el vientre de los perros pachones
navega en paz, al atardecer.

Esta desafección alcanza hoy su cima. Y por lo demás, se extiende del plano floral al humano. Es muy sintomático leer en una revista mexicana, bajo la firma de un hombre al que muchas maneras de pensar me oponen, pero cuyo lenguaje es de los más mesurados, el señor Paul Valéry, esta declaración que no puedo menos que suscribir: “La desventurada Europa es presa de una crisis de estulticia, de credulidad y de bestialidad demasiado evidente. No es imposible que nuestra añeja y riquísima cultura se degrade al máximo en pocos años [...] Cada vez que mi pensamiento se ennegrece, y que desespero por Europa, no encuentro otra esperanza que pensar en el Nuevo Continente.” En estas líneas hay casi un consejo de evasión que hoy viene a dar forma al presentimiento lírico de Rimbaud. Rimbaud exigió al poema que respondiera funcionalmente a la exuberancia que posee la naturaleza en los climas de ustedes, que huyera para siempre de la ingratitud de los nuestros. Le dio carta de naturalización americana a la poesía:

[Háblame] del tabaco, de los algodoneros.
Háblame de las cosechas exóticas.
[...]
Comerciante, colono, médium,
tu rima brotará, blanca o rosada,
como un resplandor de sodio,
como el caucho que se derrama.

Igualmente, cuando al final del siglo XIX sobrevino una gran bocanada de aire en la pintura, cuando se hizo necesario que esta se sumergiera en un baño de primitivismo, le correspondió actuar a un hombre totalmente extranjero a la civilización europea de su tiempo. Hoy sabemos reconocer, más allá de tantas pullas que acribillaron a su autor incluso después de muerto, el valor tanto esencial como revolucionario de la obra de Henri Rousseau. Desde mi llegada a México, casi no he dejado de meditar sobre su caso al hallarme por primera vez en circunstancia de apreciar las formas de comunicación en cierto modo magnéticas que él estableció entre los dos mundos. Se me hizo claro, así, el sentido de aquella ocurrencia en la que solo se ha querido ver una puerilidad de su parte, ocurrencia que me evocó recientemente mi gran amigo Diego Rivera: cuando le preguntaron al aduanero Rousseau quiénes, en su opinión, eran los más grandes pintores contemporáneos, respondió luego de reflexionar: “Picasso, en el género egipcio, y yo en el género moderno.” Sobre todo comprendí, al visitar aquí el Museo de Arte Popular,[3] que la aparición de Rousseau en el firmamento de la pintura no constituía, como tiende a pensarse en Europa, un anacronismo, sino que, por el contrario, él se mantuvo toda su vida en la tradición pura de los pintores anónimos mexicanos.[4] No hablo solamente de aquellos cuyos cuadros uno puede admirar en ese museo, sino también de los mejores decoradores de pulquerías, así como de esos extraordinarios ornamentadores de pueblo que, según se me ha dicho, dependiendo de sus habilidades se reparten la ejecución de las casas, los árboles y los personajes que adornan los cofrecillos. Irrefutablemente, Rousseau es de esa estirpe, y por ello es significativo asistir, como he podido hacerlo en París, al afianzamiento creciente de su poder sobre los artistas más evolucionados. Lo digo de nuevo, se trata de una obra que inspira la nostalgia de un clima totalmente diferente de aquel en el que se produjo, habiendo sido no obstante concebida en ese clima. Tal como le dijo Guillaume Apollinaire al aduanero:

Te acuerdas, Rousseau, del paisaje azteca,
de las selvas donde crecen el mango y la piña,
de los monos que derraman la sangre de sandía
y del rubio emperador que fusilaron.

Lo importante es que todo esto haya sido nombrado, que a través de la poesía y la pintura estas cosas hayan entrado en el sueño milenario de una Europa demasiado segura de sí misma, demasiado confiada en la duración ilimitada de su ascendiente espiritual sobre el resto del mundo. No es un azar, es un signo de los tiempos el que una sed insaciable, un deseo de penetración más y más profunda de los misterios de este continente se desprenda de dos obras que influyen en el más alto grado a la poesía europea, las de Rimbaud y Lautréamont, tal como brotan entre los follajes gigantescos de Rousseau animales singulares, terribles y juguetones, y renacen los dioses en un relámpago.
Lo que aún conmueve de este país es que no acaba de despertar de su pasado mitológico. Ese pasado mexicano es casi mejor conocido en París que su presente, y los admirables objetos que fueron testigos de semejante pasado tienden cada vez más a desbordar, a hacer pedazos los marcos arqueológicos en que se mantenían. Esos objetos, de los que algunos especialistas se apoderaron únicamente para abrumarlos de etiquetas, hoy comienzan a ser vistos universalmente como obras de arte y, como tales, poseen una irradiación que no cesa de crecer. Es fácil calcular las consecuencias que necesariamente tendrá semejante descubrimiento, término que no es exagerado si se piensa que esos objetos estuvieron apiñados durante mucho tiempo sin la menor selección que permitiera apreciarlos desde otro punto de vista que el de su origen: para captar toda la importancia de su naciente valoración, baste con evocar la influencia revivificante que ejerció el arte chino sobre el arte francés –en tiempos de la fundación de la Compañía de Indias–, o el arte japonés a fines del siglo XIX– se le debe en gran parte el impresionismo en pintura, y en literatura el estilo artístico de ciertos naturalistas y simbolistas–, o el arte africano a principios del siglo XX, influencia sin la que no podrían explicarse plenamente dos de los más recientes movimientos plásticos, el fauvismo y el cubismo. Conjuntamente con el arte de Oceanía, de igual modo mal conocido hasta la fecha, y cuya riqueza es desgraciadamente más extinguible, es de esperarse que el arte mexicano sea objeto de un examen cada vez más apasionado, y que surjan nuevas obras en relación con él. Lo más emocionante es que no se trata en su caso de un tesoro inanimado: he podido comprobar, en unos cuantos días, qué raíces tan profundas atan al indio de este país con la magnífica tierra que aún cubre parcialmente ese tesoro, y que está totalmente penetrada por sus resplandores. No conozco nada más sugestivo y turbador que comprobar la coexistencia y mezcolanza, en la vida del indio, entre las prácticas a las que lo sometió la conquista cristiana y la impregnación pagana que le inspira a organizar espléndidos fuegos de artificio frente a las iglesias, y a deslizar en sus rezos los conjuros usados para apaciguar al “Señor de las Aguas”. La supervivencia en él de los antiguos mitos salva a las antiguas piedras esculpidas de México de la luz fría que cae sobre los ídolos egipcios. Es en este sentido que es posible considerar el arte mexicano de origen popular, a lo largo de toda su trayectoria, como el producto de una corriente mental ininterrumpida. No me refiero solo al arte popular campesino, sino a todo el arte mexicano moderno que da al mundo el ejemplo impar de mantenerse estrechamente en contacto con la tradición popular. Sería esencial, en Europa, dar a conocer este ejemplo. La mejor manera de hacerlo sería organizar en París, a invitación expresa del gobierno francés, una exposición de arte mexicano, desde sus orígenes precolombinos hasta la actualidad. Considero que ese sería el mejor medio de rendir homenaje a todo un pueblo cuyo sentido plástico es innato y que demuestra ser imperecedero, tal y como lo comprueba quien contempla a los más humildes compradores manipular las ollas en los mercados.
No podría dejar de mencionar, entre las razones axiales que en Francia nos vinculan a México, que este país nos parece un maravilloso crisol social del que han surgido, a lo largo de los últimos veinte años, los mayores fulgores en la ruta del progreso. El conjunto de ideas que dio origen a la Revolución mexicana y posibilitó que saliera vencedora es nada menos que el que constituye el patrimonio común de la clase obrera internacional: el mismo reconocimiento del factor histórico determinante de la lucha de clases y los mismos esfuerzos para sustraerse de la sumisión al capitalismo explotador mediante la creación de un Estado que realice la socialización
progresiva de los medios de producción. Cualesquiera que sean las artimañas intimidatorias que monten en la actualidad, con éxito provisional, los gobiernos totalitarios, nada podrá evitar que este poderoso comprimido ideológico estalle a escala universal, y que encarne para el mundo la liberación de las irreductibles contradicciones capitalistas. Para quienes, como yo, situamos por encima de todo la liberación del hombre, y que hacemos de ella la condición de la liberación del espíritu, el México de hoy brilla con un resplandor incomparable. Por más que se le haya ocultado o interpretado torcidamente –la prensa francesa, como otras, se ha dedicado a hacerlo–, su mensaje al resto del mundo se ha sustentado, por ventura, con acciones precisas que ha sido imposible falsear o mantener en silencio: por principio, su ayuda incondicional, la única, al pueblo español en lucha por su libertad; luego, la afirmación altamente independiente de su fidelidad, la única también, al principio del derecho de asilo a favor de un gran proscrito político; y finalmente, la medida de expropiación emprendida contra las compañías petroleras extranjeras, cuya discusión aún alimenta aquí todas las conversaciones. Es cierto, no estoy en condiciones –y por lo demás no sería el lugar indicado– de justificar económicamente dicha medida, de la que me han repetido una y otra vez, desde que arribé aquí, que fue inoportuna o prematura. Lo único que puedo testimoniar al respecto es que, en Francia, en todos los medios en los que hay una actividad de verdadera entrega a los esfuerzos por la emancipación humana, esta medida ha sido acogida con entusiasmo. No me preocupa afirmar que la noticia que nos llegó al respecto fue también, en el periodo que atravesábamos, la única en verdad reconfortante, la única que nos resarciría de una serie de decepciones y fracasos. No quisiera dejar de rendir público homenaje al presidente Cárdenas cuya voz, a cada paso, siempre que fue necesario, se alzó categóricamente sobre las de todos los jefes de Estado, y cuyo nombre, en Francia, y para todos los intelectuales dignos de ese nombre, es sinónimo de inteligencia profunda sobre el devenir humano, de lealtad y de valentía, y personifica nuestra esperanza inalterable en la victoria del derecho.
Para concluir sobre las causas que nos hacen, en diversos aspectos, tributarios del alma mexicana, me resta mencionar el papel de primerísima importancia que cumple esta en la exploración de un valor sensible al que hemos asociado cada vez una mayor estimación. Se trata de lo que denominamos en Francia el humor negro. A diferencia del que se propaga en los periódicos, este humor se caracteriza, según Sigmund Freud, porque “no solamente tiene algo de liberador, como el ingenio o la comicidad, sino que además añade cierto aspecto sublime y elevado”. Volveré a esto en el curso de una de mis próximas conferencias. Al cabo de las investigaciones que he conducido sobre el humor negro, señalo desde ahora que he podido asentar que el triunfo del humor en estado puro y manifiesto en el campo de la plástica debe reconocer como su primer y principal artesano al gran artista mexicano Posada quien, a través de admirables grabados, supo hacernos sensiblemente accesibles todos los remolinos de la Revolución de 1910. Por lo demás, a través de su espléndida juguetería fúnebre, México se impone como la tierra de elección del humor negro. A través de las miles de fantasías a las que da lugar, en el entorno de esta ciudad, y a través del encuentro con esos juguetes que yo conocía solo a través de imágenes, esta interpretación de la muerte ha terminado por conquistarme. Junto con el humor negro, esta interpretación constituye un hecho entrañable sobre el que se imprime hoy por hoy un énfasis supremo. En estas expresiones hay algo superiormente fino, aunque para muchos imperceptible, y también algo extremadamente agudo, que me lleva a pensar en el colibrí sagrado de la leyenda mexicana, que clava su pico en el corazón del águila de alas desplegadas bajo el sol.



*****

EDIÇÃO COMEMORATIVA | CENTENÁRIO DO SURREALISMO 1919-2019
Artista convidada: Dorothea Tanning (Estados Unidos, 1910-2012)


Agulha Revista de Cultura
20 ANOS O MUNDO CONOSCO
Número 135 | Junho de 2019
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
logo & design | FLORIANO MARTINS
revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
ARC Edições © 2019






[1] Sarane Alexandrian, Breton, París, Seuil, 1971, p. 115.
[2] Fragmento de Las conferencias de México, 1938, que próximamente publicarán Auieo, el Museu Frida Kahlo y el Museo Diego Rivera-Anahuacalli. | El libro Las conferencias de México: 1938 (Editorial italiana Auieo, 2016) ha contado con la introducción y traducción de Jaime Moreno Villarreal. [N. del Editor]
[3] Este museo, que se hallaba en Pátzcuaro, Michoacán, era el museo favorito de Diego Rivera. Las notas son del traductor.
[4] Breton suponía por entonces, siguiendo a Apollinaire, que el aduanero Rousseau había viajado a México.

Nenhum comentário:

Postar um comentário