1 CARLOS RUBIO ROSELL | Fernando Arrabal: Familia (de memoria)
La confusión, como crítica
de la memoria, es una luz que ilumina los fundamentos de la vida y mantiene cerca
la aventura poética de vivir. Permite, por ejemplo, comprender esos ratitos de
eternidad que toda biografía encierra. Y es, en resumidas cuentas, lo que
expresa el libro Familia (de memoria
1), de Fernando Arrabal, una aproximación autobiográfica que traza de
forma muy personal un puñado de vivencias relacionadas con familiares, amigos y
allegados, así como algunos mensajes de correo electrónico de uno de los
autores vivos más singulares de la literatura contemporánea.
Esta aproximación “confusa” de Arrabal (Melilla, 1932) refleja, ante
todo, una palabra luminosa, refulgente; una palabra que, como dice su editor,
Pollux Hernúñez, ha sido “la sangre de su existencia”; “palabra abundante,
poliédrica, esplendorosa, y sobre todo palabra siempre fresca, vibrante y
transgresora en todos los géneros en que se manifiesta”, pues muchas han sido
las obras de este autor, desde sus célebres piezas de teatro como Picnic, El Triciclo, Fando y Lis,
El cementerio de automóviles, Bestialidad erótica o Carta de amor (como un suplicio chino);
novelas como Baal Babilonia, La torre herida por el rayo, La hija de King Kong, La matarife en el invernadero o El circunspecto; o poemarios como La piedra de la locura, Mis humildes paraísos o Diez poemas pánicos y un cuento, sin descontar
sus libros de artista únicos, sus filmes, óperas, pinturas y ensayos, más los
libros de ajedrez que reflejan la fascinación de este pequeño gran hombre por
el universo de las estrategias fatales.
Familia (de memoria) es, explicado de manera sencilla, un collage de textos donde se repasa
una vida llena de acontecimientos inusuales, de situaciones patafísicas que
siguen los derroteros de sus afectos, donde el recurso literario se convierte
en poema espontáneo y, a la manera clásica, se ofrece una unidad de opuestos
que describen un universo complementario constituido por excepciones. Un
universo, a la manera de Alfred Jarry, donde todo es extraordinario y justifica
la existencia de una vida fuera de lo normal.
Si no, cómo explicar aquel encuentro en México con un Jim Morrison
atraído por el Surrealismo, el movimiento Pánico y la Patafísica, con el que
coincidió en una manifestación en el Palacio de los Deportes, de la que huyeron
juntos para beber con los bolsillos del alma llenos de nostalgia, hasta que a
las cinco de la mañana, dice Arrabal, planeaban al borde de un delirium tremens
del que acabaron de despegar cuando a las 11:30 se comieron dos macetas de
geranios gritando ¡Viva México y Eve Babitz! y, al fin, abandonaron el Under
the Volcano del Edu Bar.
Cómo explicar el vuelo de un calzoncillo verde comprado en Nueva York en
una tienda sugerida por Andy Warhol, que pasó delante de las narices de André
Breton antes de llegar a manos de su grand
frère Alejandro Jodorowsky, y que les costó a ambos, primero, un juicio
sumarísimo del núcleo duro surrealista y, después, la aprobación del Santo
Padre y una invitación a su casa de la calle Fontaine para tomar una copita de
ron blanco, la mejor prueba de que eran personas gratísimas del
movimiento.
Aunque Arrabal no haya formado parte de los cuatro avatares de la
modernidad, puesto que, como él mismo asegura, Dadá, el Café Voltaire, el
Dadaísmo y sus siete manifiestos sucedieron dieciséis años antes de su
nacimiento, su vida ha visto ocultarse tras la puesta del sol a muchos grandes
amigos que forman cada uno una galaxia en el universo del arte y la literatura,
de Picasso y Aragon a Dalí, Ionesco y Beckett, pasando por Louise Bourgeoise,
la hija de Madame Angot o Nusch de Éluard, hasta un inmenso Roland Topor, a
quien hubiera querido esconder debajo de la inmortalidad y sus venturas.
Pero los inmortales, nos dice Arrabal, “se alejan de mí para subir al
cielo, al paraíso o al inmenso sol. Los egipcios imaginaban que los elegidos
retozaban en prados de estrellas mamando eternamente el seno de la diosa Nut.
Homero suponía que ‘la más dulce vida’ se daba en los confines de la tierra, en
los Campos Elíseos. Platón creía en una Isla de los Bienaventurados y Píndaro
en un segundo Olimpo reservado para los mejores. Mientras que, para los más
humoristas, Proteo concibió un paraíso con rebaños de focas”. Así que Arrabal
ahora oye, como las criaturas de la Odisea, los mugidos del toro, pero también
los silbidos de la serpiente. “¿Por qué tuvieron que ocultarse Topor y mis
amigos? ¿Es hoy el hombre menos inmortal que nunca?”, se pregunta.
Vida de memoria, este libro de Arrabal, en cuya historia lo que cuentan
son los detalles, hace aflorar la patria de un hombre desterrado de su tierra
natal por su afán transgresor y libérrimo, donde el arte termina siendo el
único país cierto en el que “escribir permite no dejarse asfixiar por la ceniza
temblorosa de la realidad a pesar de que se encadena al sufrimiento
imprescindible”. En ese territorio, para siempre, una lengua, el español, es su
certeza a pesar de que sus primeros editores suelan aparecer como peldaños
extranjeros y de que una parte importante de sus poemas, su teatro y sus
novelas se irise compuesto en francés, pues es en Francia donde ha vivido desde
que se desterró definitivamente a raíz del proceso judicial al que la dictadura
franquista le sometió en 1967 por blasfemia y ultraje a la nación española tras
dedicar un libro con la siguiente frase: “Me cago en Dios, en la patria y en
todo lo demás”.
De esta forma, Arrabal ha elaborado una obra que es su patria y que él mismo considera la de un desterrado, la cual, contrariamente a lo que imaginan sus compatriotas censores con el polvo de sus piedras, “son bálsamos diluidos con ponzoñas”. Pero gracias al destierro, a él llegaron los movimientos marginales como flores o abrojos de la tierra de nadie y la Patafísica acabó iluminando su trabajo, mientras el movimiento Pánico, que fundara con Jodorowsky y Topor, le sigue asombrando por su lucidez medio siglo después, pues su vida ha sido la participación en núcleos de belleza y amor, y no de intolerancia y estupidez.
Agnóstico que aspira a santo, hijo intelectual de una madre, la “madre”
Mercedes, que le enseñó de párvulo a ser sabio, a odiar la mentira, a inventar
su propio ritmo poniendo patas arriba toda planificación preparándolo para
vivir como centella, enseñándolo a determinar con sus elecciones el curso de la
historia, a dibujar el paraíso y cantar levantando el corazón por encima de la
naturaleza, Arrabal, arrabalaicamente en clave de fa, un arrabal junto al
cielo, nos ilumina en este libro con su ternura, con su imaginación, con su
memoria, una memoria hecha de fragmentos que arden como soles y nos deleitan
con su genio y su humor a través de unas páginas donde el infinito nos eleva y
planeamos a bordo de sus palabras como las gaviotas se elevan con la brisa
temblando de felicidad.
[Milenio, Madrid 10-9-2020]
2. ALEJANDRO RATIA | Fernando Arrabal – una autobiografía llena de
ingenio e intimidad
Tal vez no sea lo más
importante que pueda decirse de este libro de Fernando
Arrabal, pero adelantaré que ha sido la lectura más divertida de este
verano. Se trata de una colección de textos
breves, todos recientes, que tienen que ver con la actividad del escritor en
los medios, bien en la prensa (sus ‘terceras’ del ABC), bien en las redes. Estos
textos los ha editado Pollux Hernúñez, que es escritor, traductor y hombre de
teatro, y que nos advierte, en su prólogo, que Arrabal nunca ha escrito una
autobiografía como tal y que su idea, al plantear esta selección de escritos,
ha sido convocar la memoria del autor desde el fragmento.
La vida de Arrabal es fascinante, en
parte, porque quienes lo martirizaron, lo santificaron sin querer; en parte,
porque ha conocido a muchos de los hacedores de la cultura moderna y
posmoderna, en el contexto de las afinidades electivas parisinas, habiendo
intimado con la cúpula del Surrealismo (Breton
a la cabeza), con los compañeros de viaje Grupo Pánico, con sus admiradores y
cómplices Kundera y Houellebecq, etcétera.
Pero
será aún más importante su capacidad para mitologizar su
mundo privado: padres y hermanos, matrimonio, ciudades donde ha
habitado, aficiones (ajedrez)… De algún modo, es un ejemplo (a imitar) de aquel
que hace arte de su vida al reconocer en clave simbólica lo particular. Sus novelas Baal Babilonia o Ceremonia
por un teniente abandonado son así reelaboraciones sobre el tema del padre,
víctima del Franquismo, y de la madre contemporizadora, pero son signos
de un drama nacional ibérico, en un segundo círculo concéntrico, y universal,
en un tercero.
Uno
de los géneros que se renueva con Arrabal es el epistolar. Fueron famosas sus
polémicas cartas al general Franco,
a los comunistas españoles, etc. También se editaron sus cartas al pintor
Julius Baltazar. El correo electrónico introduce una agilidad nueva en sus
respuestas. No quiero invitar a nadie a que lo compruebe, pero Arrabal tiene la
delicadeza de responder a todo quien le escribe, y lo hace siempre de una forma
ocurrente e iluminadora. Se diría que incluso agradece cada misiva, por tonta o
extravagante que sea, como excusa para una breve revelación humorística o
sapiencial, o para rescatar un recuerdo. El autor se fabrica en el diálogo y la
imagen. Es por ello que la definición de poeta dramático siga siendo la que
mejor le acomoda.
La
duplicidad de gafas, unas transparentes, otras espejeadas, sobre la frente, que
acostumbra a llevar el escritor (despertando admiración en el mercado de
Karachi, tal como cuenta) puede tener este sentido de propiciar el dialogo,
siendo que te ves reflejado en paralelo a los ojos que te miran. El libro contiene un surtido de
esos mensajes recibidos, con cuestiones de lo más variopinto y peregrino, y sus
respuestas, siempre “raudas”. Más un buen surtido de imágenes, con pies de foto
sustanciosos.
En
alguna ocasión, Arrabal ha
citado el Bhagavad Gita, para recordar que “la
verdad permanece oculta para quien ve las cosas separadas”. Esto
puede aplicarse a la política. Incluso muerto Franco, él estuvo entre los seis
proscritos a quienes se negó volver a España. No obstante, en cuanto regresó,
lo que reclamó fue que todos pidieran perdón por sus crímenes, los que
cometieron “disfrazados de tirios o de troyanos”. Lo cuenta en un impagable
artículo titulado Perdón, incluido en
este libro.
La memoria de Arrabal rescata de las sombras a personajes diversos, destacando los retratos de algunas mujeres, como la madre Mercedes, su profesora de párvulos, o Louise Bourgeois. Y lo hace con un estilo tan rico como limpio. Al escritor le van abandonando los amigos (de los que no dice que mueran, sino que se ocultan), pero no la gracia del verbo. De su mujer, Luce (o Lis) es una apreciación clave: la obra de Arrabal, dice, “refleja esa ambigüedad fundamental donde la imaginación aparentemente más desaforada se compagina de la forma más natural con un rigor absolutamente matemático, afinado en una práctica constante del juego del ajedrez”.
[10-9-2020]
3. DANIEL VENTURA |
Arrabal nos enseña la libertad
Reconozco que empiezo a escribir esta
crítica con miedo pánico. Terror a que Fernando Arrabal, el autor de Pingüinas,
mire uno de sus múltiples relojes, ponga en marcha la selvática imaginería de
su córtex hiperactivo en busca de una decisión y que esa decisión sea leer lo
que ha escrito este pobre, pobrecito yo. La imaginación aterrada trabaja más,
así que la cosa no para ahí: me ovillo interiormente, pensando en la idea de
que se indigne, al hipotética e inusitadamente leerme, de que me haga una
improbabilísima llamada para decirme, con exquisita corrección formal y la
especial voz suya, que no me he enterado de nada. Todo, después de señalarme
que pertenezco a la “idiota mayoría” (o algo parecido) y que ni él ni Picasso me perdonan, lo
mismo que no perdonan a España. Como comprenderéis me abrumo, pero contároslo
me ha ido calmando. Ahora creo que ya puedo decir que las Pingüinas de Arrabal es algo
soberbio y grande, bello y raro, efervescente y genial. Y empezar desde ahi
El
miedo a que la fascinante anatomía del texto supere mi capacidad analítica
sigue conmigo, no os creáis, porque Pingüinas es una cabalgata frenética de
ideas y de conceptos, una pizarra inmarcesible o un multiplicado terruño, sobre
el que Arrabal traza o ara sus visiones. Visiones, qué palabra exacta. El tiempo,
la creación, las mujeres, el lenguaje, la sensualidad, el presente, la libertad…
y así al menos cincuenta categorías más aparecen en Pingüinas refulgentemente
esculpidas en un castellano exótico de puro puro, refrescante y lógico y
chispeante como pica-pica. Esta obra de encargo (el que los maldijo, los
encargos, era un imbécil) para conmemorar al gran hombre y la gran obra de un
idioma está hecha en una versión extrema y radical de ese mismo idioma, en una
lengua conocida y ajena, tan expresiva como mistéricamente bella. A Arrabal podemos creerle un
extravagante, pero con este Pingüinas le ha dado a Cervantes un homenaje señor; rotundo y zascandil como la vida evolutiva de
esta lengua con la que nos entendemos y nos desentendemos.
El venerando también es de Juan Carlos Pérez de la Fuente. El director artístico del Teatro Español, en una de las primeras iniciativas efectivamente suyas y no heredadas, ha dado al mundo un montaje inapelable en lo estético y lo técnico. Esto de “lo estético y lo técnico” es eficaz, pero me fastidia escribirlo, porque no alcanzará nunca la temperatura suficiente para hacerle justicia a la sublimidad motorizada de Pingüinas, a su naturaleza realmente esplendorosa de artefacto impecable. No sólo eso: la mano de Pérez de la Fuente ha dirigido la erección, lo digo sin doble sentido, de un montaje estructurado a pesar de las complejidades del texto arrabaliano, difícil como hijo de ese mismo texto, pero comprensible y explicable (al margen de cómo lo esté haciendo yo, creedme, lo es). Ha ideado una puesta en escena post-apocalíptica como de libro de Cormac McCarthy y le ha dado, con la ayuda de su inteligencia y de los complejos movimientos escénicos y coreográficos pergeñados por Marta Carrasco, el ritmo preciso de la libertad sin bridas.
Ha
conseguido, además, la versión óptima de cada una de las diez actrices y el
actor, con su interpretación muda. Pero Pingüinas es una obra menos coral de lo que
podría parecer, y la púrpura protagonista recae en tres mujeres: Ana Torrent, Marta Poveda y María Hervás. Las
tres, grandes actrices, están como alunizadas en una órbita no sé si superior
pero sí distinta, la órbita femenil, sexual y rara pensada por Arrabal. Las tres están
fanatizadas por las normas de ese orbe nuevo, por las metáforas inauditas y
explosivas, por la vulgaridad de absurdo, por el enloquecimiento cuerdo y
volador pensado para ellas. Dada esta identificación con las normas de sus
personajes, identificación que es casi una cruzada, no es raro que hagan tres
interpretaciones deslumbrantes y arañadoras, luminosas de convicción en la
receta libre-irónica que les pone en los labios líneas memorables, en los ojos
un presente de órbitas de chinos vendiendo rosas y en la imaginación un astro
prometido. No me olvido, no podría, aunque quisiera, de la perfecta creación de
Lara Grube como
la madre, pues tiene el “fulgor
preciso” del anhelo, el dolor y la añoranza en una de las escenas
más sublimes del montaje. También una de las más accesibles.
Todos
estos planos de arte no están en el aire, aunque daría igual que lo estuviesen.
Son la trabazón de alambre y poesía sobre la que se estructura una historia,
porque Pingüinas la tiene. Diez mujeres únicas, moteras lesbianas y asalvajadas,
viajadas en el tiempo desde la vida/obra de Cervantes de la que formaron parte al XXI
que habitamos, esperan el Clavileño tecnológico e internético que les lleve a la Luna. Las diez circunvalan
grandes temas, cobijan sospechas mutuas, se desean con violencia, son rebeldía
más que rebeldes y van tejiendo el hilo narrativo de un suspense barroco
entreverado de filosofía, insultos y delirio tecnológico. Sobre las mujeres
planea, literalmente, Miho, trasunto mudo del Cervantes que tuvo la libertad como principio rector de vida y literatura.
Como clavija necesaria en toda búsqueda.
Las
mujeres dan vueltas en torno a un cilindro que en un momento dado estalla para
ser un satélite estrellado; un ingenio escenográfico magnífico de Emilio Valenzuela, en
el que yo al principio vi el tronco de un árbol como figuración del lugar
inexplorado pero habitable que Arrabal crea en su texto. Después, mirándolo mejor, vi en esa estructura
el esquema del rostro de Don Quijote, ya con el sombrero de enloquecido o libre. Necesito que sea lo
segundo, para tener razón en mi idea de que esas diez mujeres, carne de la
carne y de la mente de Cervantes, son precisamente esquirlas ingobernables de su libertad, trayectorias
únicas con las que Arrabal “penetra
el alma y como consecuencia penetra conceptos; inventa éxtasis y de resultas
inventa el arquetipo”.
Desconozco,
por falta de intimidad con ellos, cuál es el ascendente exacto que Arrabal tiene sobre los
dramaturgos y directores jóvenes que están haciendo, en las peores
circunstancias, una época teatral luminosa. Pero sospecho, o a lo mejor lo
deseo, que este Pingüinas, ave insólita e inatrapable, es punto de inflexión en un magisterio que
enseña la libertad y le grita ¡viva!, aunque sea en el manicomio.
*****
Agulha
Revista de Cultura
UMA AGULHA
NO MUNDO INTEIRO
Número 158 |
outubro de 2020
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| FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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