terça-feira, 8 de dezembro de 2020

CONEXÃO HISPÂNICA | Jaime Sáenz

OMAR CASTILLO | Ascuas, la poética de Jaime Sáenz

 


En este texto busco comunicar mi experiencia como lector de los poemas de Jaime Sáenz, poeta boliviano nacido en La Paz en 1921, misma ciudad donde murió en 1986. Aquí, comunicar significa narrar mis conjeturas sobre los acaecimientos que sus poemas representan y sugieren, de las confrontaciones por las cuales me involucran, de la manera como sus aristas han tocado mi ser lector. Su lectura me ha penetrado, inevitablemente, con las tensiones dramáticas y las escenas donde se realiza la búsqueda metafísica de la que se vale el poeta para interrogar sobre el sentido real y el mítico que exasperan los sentimientos del ser humano.

El encuentro con la obra de un poeta, con su estilo y sus maneras de aprehender lo que nombra o deja en la zozobra de su no nombrar, se realiza como un súbito que consigue intrigarnos, disponernos para los contenidos e incógnitos que la lectura nos irá revelando. Es iniciarnos en el vacío donde el poeta ramificó el surgir de un mundo que crece y se desprende por las vetas donde se descifra la realidad, donde se contiene la otredad. Aproximarnos a la escritura de un poeta es escarbar en las huellas de las palabras con las que él se internó buscando aprehender los significados y los silencios de esas mismas palabras.

No otra cosa nos propicia la lectura de la obra de Jaime Sáenz, el encuentro con sus poemas que crecen en imágenes igual a un murmullo ritual, murmullo constante en las ascuas de su nombrar, palpar, recorrer en el aniversario de las visiones que nos ofrece, en las rasgaduras hechas por él en la piel del habla, las mismas que dispone en la página como fuentes para el asombro y la memoria donde danza el mundo y se realiza el drama de un aprehender y un desaprehender. En sus imágenes duermen y despiertan palabras hacia el saber del hielo y el fuego donde pernocta el instinto humano.

Para su vida y su crear poético Jaime Sáenz parece haber escogido un tiempo cuyo sino es el de vivir en un estado de ascuas permanente. Entendiendo esas ascuas como la opción por la cual el poeta asume el ardor que significa vivir cada instante sin acudir al consuelo de un dogma donde se justifique un acá o un más allá de la vida. Vivir en un estado de alerta cada instante como si fuera el primero, el último.

Descubrir la escritura de un poeta como Jaime Sáenz es adentrarse por una nebulosa donde el tiempo irradiado por su materia sucede en los inicios de una realidad cuyas secuencias están siendo elaboradas en un sueño. Sueño en el que el poeta ve sus poemas fundiéndose en una lógica de olores, de raíces y memorias. En unas memorias sin principio ni término en la infancia de una sensación, de una visión, de un tacto penetrando hacia el vacío donde acontece tal asomo de realidad.

La consistencia de las palabras usadas por el poeta para elaborar las imágenes en sus poemas sale de los asedios y retorcimientos a los cuales las somete, pues con ellas quiere dar cuenta del prístino donde se cuece el fósil eco del universo: el real y el metafísico. Lo dramático de las tensiones que logra con ellas nos recuerda de cuanto está hecho el ser humano de lenguajes, ante todo el de las palabras que es el más preciso y ambiguo, abstracto y concreto, es materia abrasando la espiral significante de lo humano en el universo. Palabras tendidas por el poeta para decir en los umbrales del tiempo las emanaciones surtidas por el frío, el miedo, la distancia, el tacto, la muerte, la visión, el olvido. 

En las palabras asumidas por Jaime Sáenz para la escritura de sus poemas resuenan el asombro mítico y las oquedades del habla cuando es vertida por cicatrices de ruido y de leyenda. Con ellas, el poeta explora las emanaciones reales y metafísicas realizadas por la memoria humana en su tiempo histórico e imaginario, emanaciones donde, sospecha, sucede la intemperie de la conciencia. Sus poemas se sostienen en imágenes tramadas por la higuera frágil del habla donde se escriben. Fragilidad en espiral, sin principio ni fin, sucediendo. Permitiendo el súbito cognoscitivo del instante.

Sus poemas nos dejan en las ascuas de un tiempo que pareciera ser una máscara tras la cual se refugian todos los tiempos no resueltos por el ser humano para el continuo de su devenir. Un tiempo vertido en las facciones de esa máscara donde cunden el asco, la desazón y el extravío. Un tiempo donde se guardan las raíces de ese extravío y el mítico misterio donde yace el abracadabra de su verbo. Entonces es inevitable no sentirse ante el poeta Jaime Sáenz como ante un augur que hace de su cuerpo y de su vida el lugar para el desciframiento de lo nombrado y lo innombrado en los tejidos del asombro, un augur que bebe la materia constante del universo.

Es característica de estos poemas su extensión distribuida y conectada por apartados numerados que producen en el lector un vértigo próximo al desconcierto y al asombro. También se caracterizan por la estructura de versos escritos entre la prosa y el versículo. En ellos la puntuación no siempre se acoge a las normas, en muchas ocasiones responde a los ritmos y caprichos del poeta.

Para la elaboración de este texto, he trabajado sobre los poemas: Muerte por el tacto (1957), Aniversario de una visión (1960), El frío (1967) y Recorrer esta distancia (1973). Iniciemos: 

El poema Muerte por el tacto nos introduce y extravía por ámbitos sacados “de las edades y de las lluvias”, por atmósferas míticas, conectadas a través de laberintos vueltos memorias tras las cuales se oculta el olvido, el mismo que desde sus cenizas le hace señas al poeta buscando resurgir entre sus versos “para que del olvido sólo surja el olvido" e impere “en el caos de la mirada”, donde cunden sus semillas, el ruido enfurecido del tacto, las extremidades de sus silencios, el perenne hielo para el canto lustral, todo cuanto arrastra lo humano en su descendencia.

El suceder del poema presenta cortes súbitos y por momentos su decir es compulsivo, dando la sensación de que el poeta habita una orfandad comunicativa, la misma que le permite aprehender del olvido: “y es así que salgo encorvado a contemplar el interior de la ciudad y uso del tacto desde mis entrañas oscuras / en el secreto deseo de encontrar allá, allá el medio propicio para hacer que el mundo sea envuelto por el olvido / para que el olvido impere en las primeras máscaras inventadas por la humanidad”. La ciudad escenario inventado, curtida piel donde se realiza la muerte hecha tacto, entrañas. Ciudad y entrañas haciéndose y deshaciéndose, emanando en el olvido como realidad.

En el poema Muerte por el tacto el poeta parece involucrarnos en un recorrido antropológico por los sentidos oscuros del devenir humano, por la densa piel donde pernocta su memoria. Pareciera clasificando palabras en el hilo de una cosmogonía del olvido, enhebrándolas a través del tacto que se adentra en la muerte, ¿la muerte como acto apocalíptico, como revelación entre el conocer y el ignorar?, la muerte, morfología de la memoria en el origen del olvido, máscara arquetípica reflejando la convicción humana de la naturaleza como escenario de creencias entre el suceder universal y la breve existencia cotidiana, entre lo macro y lo micro. Entonces, acudiendo al olvido visible, al olvido invisible, al contacto con lo mítico en un eco de palabras e imágenes ahítas de intemperie, nos dice la voz que figura el poema: “soy partidario de las lombrices y de los peces / de las estrellas que cantan / guardo devoción por la mirada de los niños / y me gusta dibujar cuando llueve / y cuando se humedecen mis ojos, me es necesario poder hablar el idioma secreto originado durante el triunfo de las cosas”.

Muerte por el tacto es un poema cuyo misterio se mantiene en el aliento devorador que impulsa su escritura, más acá o más allá del olvido ontológico donde cunde el caos inicial de lo humano. Acudir al poema como laberinto en expansión es la oferta que nos deja el poeta. Acudir, ser tacto que arde en las ascuas del caos para regresar en la escritura leída por el poema. Lo sugiere cuando nos dice: “Yo te digo: te esperaré a través de todos los tiempos. Siempre estaré aquí o allá, estaré siempre tanto en ti como en las cosas / y tú lo sabrás cuando te rodees de la melancolía por el tacto”.

Las imágenes en los poemas de Jaime Sáenz revientan como semillas que crecen en la página en un suceder mutante y complejo, de ahí el súbito que consiguen en el lector y la desestabilidad por donde lo avecinan. Son imágenes perdiéndose en un caluroso silencio, siendo desteñidas en el acaparador frío del olvido y es así como, paradójicamente, consiguen involucrarse en el movimiento de lo existente en el universo, movimiento que no cesa en su continuo.

Lo anterior, para adentrarnos en Aniversario de una visión, poema cuyo contenido surge de las aristas nombradas del amor, de los actos acumulados del amor como imaginario del origen humano. El amor entre el colorido de la primavera y la oscuridad del olvido entregado a la memoria de un instante, libido delirante en las ascuas del universo, en el laberinto de su enigma. “Lo flotante se pierde, y toda la vida se queda en la luz de la primavera que ha traído tu mirar”, así se inicia el poema, y en esa luz surtida por ese mirar surge el ritmo, la atmósfera por donde la voz del poeta se introduce buscando el incógnito azuzado por ese mirar, buscando abrasarse en el instante del poema vuelto magma que recorre y evidencia el ensimismamiento producido por el imaginario de otro al cual se le atribuyen formas y maneras del amor, del amar.

Si en el poema Muerte por el tacto la muerte es conocimiento, estación propicia para el hallazgo del tacto, para el reconocimiento desde el tacto en lo abstracto del olvido, en el poema Aniversario de una visión la muerte sale del ser amado hacia lo abstracto de lo soñado, de lo oculto en el amor, pues, como nos dice el poema: “oscuro, muy oscuro deberá de ser el tono, si se quiere hacer desencadenar lo que el amor oculta”. El amor desde el adentro de “las oscuridades” vueltas acotaciones rumorosas de los antepasados que han alcanzado las oquedades de la luz donde nace la noche.

En Aniversario de una visión caemos en el vértigo de la permanencia destructiva, constructiva, en la materia de ese vértigo que es el religar amar, el arcaico deseo donde se fundó la epifanía, el árbol que disparó el origen: “Hazme saber, perdida y desaparecida visión, qué era lo que guardaba tu mirar / ­-si era el ansiado y secreto don, / que mi vida esperó toda la vida a que la muerte lo recibiese”.

Y llegamos a El frío, poema que se inicia con siete versos en los cuales el poeta nos dice de las propiedades por donde nos avecinará, del momento aprehendido por él para vivenciar su escritura. Después nos encontramos con unas líneas donde nos participa de su habitar y escribir en el frío. Nos prepara para asumir el itinerario por el poema.

En las calles me doy cuenta del estado del mundo”, dice en su comienzo el primer apartado del poema. Y en esas calles “la voz es la temperatura” descifrando o perdiéndose por las sombras acurrucadas en los umbrales de un tiempo del tiempo donde el frío no existe, sí su sensación, la fascinación de su invisible presencia en el habla, modulando la vida. Entonces del frío surge el otro, un “tú” igual a una coartada para extender el olvido del mundo hasta “el final de las cosas” en el frío mismo del otro, de los otros.

“¡Qué enigma, qué terrible enigma encierra la temperatura!”, verso, grito imprimiéndose en las moradas del “frío de la luz”, en cuyas aristas se prefiere ignorar el retorno. Y es cuando junto a ese “tú” aparece la caravana de “los hijos del hielo y del fuego” que “pululan en el mundo” labrando con sus huesos lo real e irreal de la realidad, narrando con sus gestos las rasgaduras de su labrar: “-tu cara es como el olvido. / En ella reflejan su carne viva y su espíritu los habitantes, / en ella se configura el genio de la ciudad y solamente cuando ha caído la noche reconozco su gesto”. Rostro, caravana apareciendo y desapareciendo con sus huesos, con los rasgos de su abecedario, con lo marchito de su alimento, con el miedo de su estirpe.

La escritura del poema El frío sale del frío igual que de un bloque de piedra la presencia de una forma cuando es esculpida, una forma cuyo soporte siempre será la piedra. En el hecho de este poema el frío es su soporte en un tiempo y en un espacio concreto, abstracto, tangible e intangible como la vida. Así pide ser leído, pues como dice en uno de sus versos: “el frío es tu nombre en la transición, en el secreto, en lo repentino, en el ruido”.

Consumirse en su escritura parece ser el origen de las palabras que Jaime Sáenz lleva al poema, consumarse hasta “caer al abismo”, al silencio de donde nuevamente surgen a través de la mirada del lector. Palabras en resurrección evocando un “vacío en la naturaleza”, o “el cálido adiós que el mundo murmura con los insectos y las aguas”. El frío es un poema en el cual el poeta nos comunica la raíz donde sucede su otredad, la esencia de su ser en la realidad de un mundo en ascuas.

Y en el poema Recorrer esta distancia, estamos ante las evidencias de quien desde su infancia se ha mirado en un espejo tautológico. Nido de espejos donde él ha crecido y se ha derretido hasta volverse hueco, sombra, aliento, tacto y fuego recorriendo una distancia, “contemplando los huesos” que se han hincado “contando las oscuridades”. El poema ocurre, es embriaguez de imágenes que se proyectan buscando la distancia donde ocurre el hechizo de vivir, la pavura de vivir “al contacto del secreto que fluye, del tiempo que se detiene, del fuego que se consume, y del hielo eterno y presente”. Evidencias consumiéndose hacia el olvido en busca del ojo metafísico del fénix.

Imágenes adentrándose por el ojo del fénix igual a un ebrio sobre una cuerda intentando recorrer las distancias visibles e invisibles en el espejo. ¿Cuál realidad están aprehendiendo? Son imágenes nombrando la luz y la oscuridad de la distancia, el impacto de su recorrido o su ausencia, el origen del eco, el recorrido de la escritura penetrando el vacío “que es causa y origen del terror primordial, del pensamiento y del eco”.

En Recorrer esta distancia el poeta consigue de la piel del lenguaje lo oscuro que le permita penetrar hasta la empuñadura de sus usos, pues “lo verdadero, lo real, lo existente; el ser y la esencia, es uno y oscuro”, nos dice. ¿En este poema asistimos a un encantamiento del habla hurgando en sus presencias, en sus presentimientos: “más allá del más allá de todos los caminos, / en que trasciende el olor de este cuerpo”? Lo cierto y lo incierto es la necesidad del poeta por asirse en la distancia como quien acontece en medio de una ecuación metafísica.

En este poema, en el suceder de sus imágenes, queda la sensación de una multitud de máscaras que no poseen ningún rostro, que sólo cubren el recorrido apropiándose de la distancia. Máscaras desvaneciendo lo concreto, signando ruidos del mundo, conociendo los olores del abismo, “el aire” cuando “es devorado por la oscuridad”, máscaras aprehendiendo las sombras de aire y de agua en el carnaval de olvidos convocados en el poema.

Empero, la voz del poeta en Recorrer esta distancia también asume y comunica el poder de rasgar las costras del abismo hasta el hallazgo del súbito instante donde la vida se revela:

 

En la mesa,

en la casa.

En la orilla del río.

En la humedad del ambiente.

En el calor del verano, en el frío del invierno, en la luz de la primavera

-en un abrir y cerrar de ojos.

Rasgando el horizonte o sepultándose en el abismo,

Aparece y desaparece la verdadera vida.

 

Aquí es necesario anotar que en la poesía escrita en Hispanoamérica en el siglo XX, la obra poética de Jaime Sáenz se distingue por su aventura metafísica y por la manera como él lleva al poema los interrogantes y ámbitos que esta le entregó. Maneras suyas muy diferentes al ejercicio practicado hoy día en Occidente y que consiste en convertir el cuerpo del poema en zona para reproducir un discurso filosófico, ejercicio que distorsiona el origen mismo de la poesía cuyo lenguaje surge del súbito cognoscitivo de la vida, no de una disertación cercana a la misma.   

 

 

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