OMAR CASTILLO | Ascuas, la poética de Jaime Sáenz
El encuentro con la obra de
un poeta, con su estilo y sus maneras de aprehender lo que nombra o deja en la
zozobra de su no nombrar, se realiza como un súbito que consigue intrigarnos,
disponernos para los contenidos e incógnitos que la lectura nos irá revelando.
Es iniciarnos en el vacío donde el poeta ramificó el surgir de un mundo que
crece y se desprende por las vetas donde se descifra la realidad, donde se
contiene la otredad. Aproximarnos a la escritura de un poeta es escarbar en las
huellas de las palabras con las que él se internó buscando aprehender los
significados y los silencios de esas mismas palabras.
No otra cosa nos propicia la
lectura de la obra de Jaime Sáenz, el encuentro con sus poemas que crecen en
imágenes igual a un murmullo ritual, murmullo constante en las ascuas de su
nombrar, palpar, recorrer en el aniversario de las visiones que nos ofrece, en
las rasgaduras hechas por él en la piel del habla, las mismas que dispone en la
página como fuentes para el asombro y la memoria donde danza el mundo y se
realiza el drama de un aprehender y un desaprehender. En sus imágenes duermen y
despiertan palabras hacia el saber del hielo y el fuego donde pernocta el
instinto humano.
Para su vida y su crear
poético Jaime Sáenz parece haber escogido un tiempo cuyo sino es el de vivir en
un estado de ascuas permanente. Entendiendo esas ascuas como la opción por la
cual el poeta asume el ardor que significa vivir cada instante sin acudir al
consuelo de un dogma donde se justifique un acá o un más allá de la vida. Vivir
en un estado de alerta cada instante como si fuera el primero, el último.
Descubrir la escritura de un
poeta como Jaime Sáenz es adentrarse por una nebulosa donde el tiempo irradiado
por su materia sucede en los inicios de una realidad cuyas secuencias están
siendo elaboradas en un sueño. Sueño en el que el poeta ve sus poemas
fundiéndose en una lógica de olores, de raíces y memorias. En unas memorias sin
principio ni término en la infancia de una sensación, de una visión, de un
tacto penetrando hacia el vacío donde acontece tal asomo de realidad.
La consistencia de las
palabras usadas por el poeta para elaborar las imágenes en sus poemas sale de
los asedios y retorcimientos a los cuales las somete, pues con ellas quiere dar
cuenta del prístino donde se cuece el fósil eco del universo: el real y el
metafísico. Lo dramático de las tensiones que logra con ellas nos recuerda de
cuanto está hecho el ser humano de lenguajes, ante todo el de las palabras que
es el más preciso y ambiguo, abstracto y concreto, es materia abrasando la
espiral significante de lo humano en el universo. Palabras tendidas por el
poeta para decir en los umbrales del tiempo las emanaciones surtidas por el
frío, el miedo, la distancia, el tacto, la muerte, la visión, el olvido.
En las palabras asumidas por
Jaime Sáenz para la escritura de sus poemas resuenan el asombro mítico y las
oquedades del habla cuando es vertida por cicatrices de ruido y de leyenda. Con
ellas, el poeta explora las emanaciones reales y metafísicas realizadas por la
memoria humana en su tiempo histórico e imaginario, emanaciones donde,
sospecha, sucede la intemperie de la conciencia. Sus poemas se sostienen en
imágenes tramadas por la higuera frágil del habla donde se escriben. Fragilidad
en espiral, sin principio ni fin, sucediendo. Permitiendo el súbito
cognoscitivo del instante.
Sus poemas nos dejan en las
ascuas de un tiempo que pareciera ser una máscara tras la cual se refugian
todos los tiempos no resueltos por el ser humano para el continuo de su
devenir. Un tiempo vertido en las facciones de esa máscara donde cunden el
asco, la desazón y el extravío. Un tiempo donde se guardan las raíces de ese
extravío y el mítico misterio donde yace el abracadabra de su verbo. Entonces
es inevitable no sentirse ante el poeta Jaime Sáenz como ante un augur que hace
de su cuerpo y de su vida el lugar para el desciframiento de lo nombrado y lo innombrado
en los tejidos del asombro, un augur que bebe la materia constante del
universo.
Es característica de estos
poemas su extensión distribuida y conectada por apartados numerados que
producen en el lector un vértigo próximo al desconcierto y al asombro. También
se caracterizan por la estructura de versos escritos entre la prosa y el
versículo. En ellos la puntuación no siempre se acoge a las normas, en muchas
ocasiones responde a los ritmos y caprichos del poeta.
Para la elaboración de este
texto, he trabajado sobre los poemas: Muerte
por el tacto (1957), Aniversario de
una visión (1960), El frío (1967)
y Recorrer esta distancia (1973).
Iniciemos:
El poema Muerte por el tacto nos introduce y extravía por ámbitos sacados “de las edades y de las lluvias”, por
atmósferas míticas, conectadas a través de laberintos vueltos memorias tras las
cuales se oculta el olvido, el mismo que desde sus cenizas le hace señas al
poeta buscando resurgir entre sus versos “para
que del olvido sólo surja el olvido" e impere “en el caos de la mirada”, donde cunden sus semillas, el ruido
enfurecido del tacto, las extremidades de sus silencios, el perenne hielo para
el canto lustral, todo cuanto arrastra lo humano en su descendencia.
El suceder del poema presenta
cortes súbitos y por momentos su decir es compulsivo, dando la sensación de que
el poeta habita una orfandad comunicativa, la misma que le permite aprehender
del olvido: “y es así que salgo encorvado
a contemplar el interior de la ciudad y uso del tacto desde mis entrañas
oscuras / en el secreto deseo de encontrar allá, allá el medio propicio para
hacer que el mundo sea envuelto por el olvido / para que el olvido impere en
las primeras máscaras inventadas por la humanidad”. La ciudad escenario
inventado, curtida piel donde se realiza la muerte hecha tacto, entrañas.
Ciudad y entrañas haciéndose y deshaciéndose, emanando en el olvido como
realidad.
En el poema Muerte por el tacto el poeta parece
involucrarnos en un recorrido antropológico por los sentidos oscuros del devenir
humano, por la densa piel donde pernocta su memoria. Pareciera clasificando
palabras en el hilo de una cosmogonía del olvido, enhebrándolas a través del
tacto que se adentra en la muerte, ¿la muerte como acto apocalíptico, como
revelación entre el conocer y el ignorar?, la muerte, morfología de la memoria
en el origen del olvido, máscara arquetípica reflejando la convicción humana de
la naturaleza como escenario de creencias entre el suceder universal y la breve
existencia cotidiana, entre lo macro y lo micro. Entonces, acudiendo al olvido
visible, al olvido invisible, al contacto con lo mítico en un eco de palabras e
imágenes ahítas de intemperie, nos dice la voz que figura el poema: “soy partidario de las lombrices y de los
peces / de las estrellas que cantan / guardo devoción por la mirada de los
niños / y me gusta dibujar cuando llueve / y cuando se humedecen mis ojos, me
es necesario poder hablar el idioma secreto originado durante el triunfo de las
cosas”.
Muerte
por el tacto
es un poema cuyo misterio se mantiene en el aliento devorador que impulsa su
escritura, más acá o más allá del olvido ontológico donde cunde el caos inicial
de lo humano. Acudir al poema como laberinto en expansión es la oferta que nos
deja el poeta. Acudir, ser tacto que arde en las ascuas del caos para regresar
en la escritura leída por el poema. Lo sugiere cuando nos dice: “Yo te digo: te esperaré a través de todos
los tiempos. Siempre estaré aquí o allá, estaré siempre tanto en ti como en las
cosas / y tú lo sabrás cuando te rodees de la melancolía por el tacto”.
Las imágenes en los poemas de
Jaime Sáenz revientan como semillas que crecen en la página en un suceder
mutante y complejo, de ahí el súbito que consiguen en el lector y la
desestabilidad por donde lo avecinan. Son imágenes perdiéndose en un caluroso
silencio, siendo desteñidas en el acaparador frío del olvido y es así como,
paradójicamente, consiguen involucrarse en el movimiento de lo existente en el
universo, movimiento que no cesa en su continuo.
Lo anterior, para adentrarnos
en Aniversario de una visión, poema
cuyo contenido surge de las aristas nombradas del amor, de los actos acumulados
del amor como imaginario del origen humano. El amor entre el colorido de la
primavera y la oscuridad del olvido entregado a la memoria de un instante,
libido delirante en las ascuas del universo, en el laberinto de su enigma. “Lo flotante se pierde, y toda la vida se
queda en la luz de la primavera que ha traído tu mirar”, así se inicia el
poema, y en esa luz surtida por ese mirar surge el ritmo, la atmósfera por
donde la voz del poeta se introduce buscando el incógnito azuzado por ese
mirar, buscando abrasarse en el instante del poema vuelto magma que recorre y
evidencia el ensimismamiento producido por el imaginario de otro al cual se le
atribuyen formas y maneras del amor, del amar.
Si en el poema Muerte por el tacto la muerte es
conocimiento, estación propicia para el hallazgo del tacto, para el
reconocimiento desde el tacto en lo abstracto del olvido, en el poema Aniversario de una visión la muerte
sale del ser amado hacia lo abstracto de lo soñado, de lo oculto en el amor,
pues, como nos dice el poema: “oscuro,
muy oscuro deberá de ser el tono, si se quiere hacer desencadenar lo que el
amor oculta”. El amor desde el adentro de “las oscuridades” vueltas acotaciones rumorosas de los antepasados
que han alcanzado las oquedades de la luz donde nace la noche.
En Aniversario de una visión caemos en el vértigo de la permanencia
destructiva, constructiva, en la materia de ese vértigo que es el religar amar,
el arcaico deseo donde se fundó la epifanía, el árbol que disparó el origen: “Hazme saber, perdida y desaparecida visión,
qué era lo que guardaba tu mirar / -si era el ansiado y secreto don, / que mi
vida esperó toda la vida a que la muerte lo recibiese”.
Y llegamos a El frío, poema que se inicia con siete
versos en los cuales el poeta nos dice de las propiedades por donde nos
avecinará, del momento aprehendido por él para vivenciar su escritura. Después nos encontramos con unas líneas
donde nos participa de su habitar y escribir en el frío. Nos prepara para
asumir el itinerario por el poema.
“En las calles me doy cuenta del estado del mundo”, dice en su
comienzo el primer apartado del poema. Y en esas calles “la voz es la temperatura” descifrando o perdiéndose por las
sombras acurrucadas en los umbrales de un tiempo del tiempo donde el frío no
existe, sí su sensación, la fascinación de su invisible presencia en el habla,
modulando la vida. Entonces del frío surge el otro, un “tú” igual a una
coartada para extender el olvido del mundo hasta “el final de las cosas” en el frío mismo del otro, de los otros.
“¡Qué
enigma, qué terrible enigma encierra la temperatura!”, verso, grito imprimiéndose
en las moradas del “frío de la luz”,
en cuyas aristas se prefiere ignorar el retorno. Y es cuando junto a ese “tú”
aparece la caravana de “los hijos del
hielo y del fuego” que “pululan en el
mundo” labrando con sus huesos lo real e irreal de la realidad, narrando
con sus gestos las rasgaduras de su labrar: “-tu
cara es como el olvido. / En ella reflejan su carne viva y su espíritu los
habitantes, / en ella se configura el genio de la ciudad y solamente cuando ha
caído la noche reconozco su gesto”. Rostro, caravana apareciendo y
desapareciendo con sus huesos, con los rasgos de su abecedario, con lo marchito
de su alimento, con el miedo de su estirpe.
La escritura del poema El frío sale del frío igual que de un
bloque de piedra la presencia de una forma cuando es esculpida, una forma cuyo
soporte siempre será la piedra. En el hecho de este poema el frío es su soporte
en un tiempo y en un espacio concreto, abstracto, tangible e intangible como la
vida. Así pide ser leído, pues como dice en uno de sus versos: “el frío es tu nombre en la transición, en
el secreto, en lo repentino, en el ruido”.
Consumirse en su escritura
parece ser el origen de las palabras que Jaime Sáenz lleva al poema, consumarse
hasta “caer al abismo”, al silencio
de donde nuevamente surgen a través de la mirada del lector. Palabras en resurrección
evocando un “vacío en la naturaleza”,
o “el cálido adiós que el mundo murmura
con los insectos y las aguas”. El
frío es un poema en el cual el poeta nos comunica la raíz donde sucede su
otredad, la esencia de su ser en la realidad de un mundo en ascuas.
Y en el poema Recorrer esta distancia, estamos ante
las evidencias de quien desde su infancia se ha mirado en un espejo
tautológico. Nido de espejos donde él ha crecido y se ha derretido hasta
volverse hueco, sombra, aliento, tacto y fuego recorriendo una distancia, “contemplando los huesos” que se han
hincado “contando las oscuridades”.
El poema ocurre, es embriaguez de imágenes que se proyectan buscando la
distancia donde ocurre el hechizo de vivir, la pavura de vivir “al contacto del secreto que fluye, del
tiempo que se detiene, del fuego que se consume, y del hielo eterno y presente”.
Evidencias consumiéndose hacia el olvido en busca del ojo metafísico del fénix.
Imágenes adentrándose por el
ojo del fénix igual a un ebrio sobre una cuerda intentando recorrer las
distancias visibles e invisibles en el espejo. ¿Cuál realidad están
aprehendiendo? Son imágenes nombrando la luz y la oscuridad de la distancia, el
impacto de su recorrido o su ausencia, el origen del eco, el recorrido de la
escritura penetrando el vacío “que es
causa y origen del terror primordial, del pensamiento y del eco”.
En Recorrer esta distancia el poeta consigue de la piel del lenguaje
lo oscuro que le permita penetrar hasta la empuñadura de sus usos, pues “lo verdadero, lo real, lo existente; el ser
y la esencia, es uno y oscuro”, nos dice. ¿En este poema asistimos a un
encantamiento del habla hurgando en sus presencias, en sus presentimientos: “más allá del más allá de todos los caminos,
/ en que trasciende el olor de este cuerpo”? Lo cierto y lo incierto es la
necesidad del poeta por asirse en la distancia como quien acontece en medio de
una ecuación metafísica.
En este poema, en el suceder
de sus imágenes, queda la sensación de una multitud de máscaras que no poseen
ningún rostro, que sólo cubren el recorrido apropiándose de la distancia.
Máscaras desvaneciendo lo concreto, signando ruidos del mundo, conociendo los
olores del abismo, “el aire” cuando “es devorado por la oscuridad”,
máscaras aprehendiendo las sombras de aire y de agua en el carnaval de olvidos
convocados en el poema.
Empero, la voz del poeta en Recorrer esta distancia también asume y
comunica el poder de rasgar las costras del abismo hasta el hallazgo del súbito
instante donde la vida se revela:
En
la mesa,
en
la casa.
En
la orilla del río.
En
la humedad del ambiente.
En
el calor del verano, en el frío del invierno, en la luz de la primavera
-en
un abrir y cerrar de ojos.
Rasgando
el horizonte o sepultándose en el abismo,
Aparece
y desaparece la verdadera vida.
Aquí es necesario anotar que
en la poesía escrita en Hispanoamérica en el siglo XX, la obra poética de Jaime
Sáenz se distingue por su aventura metafísica y por la manera como él lleva al
poema los interrogantes y ámbitos que esta le entregó. Maneras suyas muy
diferentes al ejercicio practicado hoy día en Occidente y que consiste en
convertir el cuerpo del poema en zona para reproducir un discurso filosófico,
ejercicio que distorsiona el origen mismo de la poesía cuyo lenguaje surge del
súbito cognoscitivo de la vida, no de una disertación cercana a la misma.
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