J. LACAN
El siguiente texto ofrece una idea de la historia como encuentro
entre los vivos y los muertos, es decir, entre el presente que florece (-xuchi-kisa)
y el pasado a su raíz (-elwa/-nelwa-t; versículos numerados 10-32 y traducción castellana
paralela). A la búsqueda objetiva de documentación primaria, la mito-poética náhuat
exige el reencuentro con los ancestros fallecidos. Ellos describen su vivencia de
explotación, recluida en las haciendas que perduran incluso en el inframundo. Por
ello, su lectura resulta pertinente para evaluar este 2 de noviembre como fecha
clave de la historia. Se trata de un libro de historia en el olvido de una identidad
nacional monolingüe.
El relato prosigue el esquema narrativo
tradicional del viaje al inframundo. Por rogativa de su patrono, un muchacho (se
piltzin) se interna en el monte hasta encontrar al Señor de la Montaña (Ne ITekuyo
ne Tepet). No asombra que el jefe —quizás un hacendado (se takat)— tenga pacto con
el Señor de la Montaña (10), ya que esa correlación explicaría el carácter depredador
de ambos personajes: uno de los peones a su servicio; el otro, rector de las fieras
salvajes (M. Moncada). Regente de las moradas subterráneas, cual Virgilio, el Señor
de la Montaña guía al joven novicio a uno de tantos recintos profundos. En esa cavidad
terrestre, los Muertos reviven su opresión autoritaria, vigente en las haciendas
salvadoreñas. Ahí observa el trabajo a destajo —réplica del mundo vivo— hasta emerger
y recibir el mecenazgo de su amo para desarrollar una labor de diseminación testimonial.
El joven neófito se interna hacia los
estratos inferiores de la Tierra viva para recobrar la vivencia de los antepasados.
Gracias a un escrito (amat) que le encomienda su patrón (13-14), el Señor de la
Montaña lo guía a recobrar los archivos de la Muerte (14-15). En ese recinto encerrado
y lúgubre —uno de tantos mundos paralelos al Taltikpak— el joven observa cómo el
entorno natural se halla vivo. El cerro mismo debe alimentarse —abonarse— gracias
al trabajo constante de los peones (16-17). Sin cese podan un árbol sin remuneración
ni beneficios. Cual almas en pena, los ancestros difuntos perviven enclaustrados,
acaso en anticipo de su futuro llamado desarrollo social.
Al interior del cerro, el pochote despliega
el símbolo de un axis mundi o eje terrenal que comunica los diversos mundos paralelos,
hoy llamado árbol genealógico. Por ello, su figura en espiral —en yagual retorcido—
semeja el giro mismo que efectúa el universo en su transcurso anual por las estaciones
—xupan y tunalku, viceversa, entre el 3 de mayo y el 2 de noviembre (18). El universo
entero gira en torsión constante. Aun si no se narra cómo viaja a esa morada del
inframundo, es posible que el movimiento en rosca insinúe el trayecto en vaivén.
En esa réplica de la hacienda terrestre,
se observa cómo la injusticia pervive en ultratumba. Su encierro semeja el confinamiento
de la pandemia en curso. Al trabajo de los leñadores se añade la necesidad fratricida
de destazar a sus colegas para subsistir (19-21). Como lo advierte el Señor de la
Montaña, una energía anímica y fluido corporal — “ne ijiu/ijia, el olor”— separa la presencia viva de la muerte y obliga
al muchacho a marcharse (23 y 25). A su salida, el joven le asegura a su patrón
que verifica la existencia de ese mundo de los muertos quienes, desde antaño, trabajan
para él (26). No se trata de extranjeros, sino de ciudadanos de esa misma región,
quienes murieron en ese sitio, acaso antiguos peones de la hacienda (29).
El canibalismo que el mundo occidental
le atribuye a otras sociedades, en el relato describe la percepción indígena de
las haciendas salvadoreñas hacia el despegue de la modernización cafetalera. Quizás.
En esos ejemplos del desarrollo económico —según lo asienta la Ciudad Letrada y
el estado hacia el despegue del siglo XX— los peones trabajan a destajo hasta entre-matarse
para sobrevivir (la diferencia con la imagen del mundo prehispánica, K. Mikulska).
Ya no hay ejidos ni tierras comunales que mantengan los lazos comunitarios ancestrales.
Tampoco la lengua materna pervive en su calidad literaria en el indigenismo nacionalista,
antes ya de 1932.
Si las ciencias sociales recobran datos
primarios en las bibliotecas de Babel, la exigencia náhuat obliga al diálogo con
la Muerte. La historia define la visión que los vivos relatan de los Muertos. Aunque
la Muerte denote la subjetividad del sueño, esta demanda ofrece una perspectiva
mito-poética de la historia vivida, tan válida como la científica.
El imperativo final anticipa la canonización
del testimonio en la novela centroamericana durante los años de las guerras civiles.
Además de recibir un financiamiento, el patrón le encomienda narrar la evidencia
a sus congéneres para soldar la identidad comunitaria. Gracias a esa vivencia directa,
el joven se convierte en cronista de testimonios, décadas antes de su reconocimiento
oficial en los círculos académicos y letrados. Su presencia exige reinventar la
identidad literaria nacional por ese eslabón faltante de las lenguas indígenas en
la Ciudad Letrada. No en vano, Dante y Juan Rulfo clasifican como modelos universales
de la literatura, pero su homónimo náhuat permanece en el olvido.
Para la mito-poética náhuat, la historia
se corresponde con el relato que narra la experiencia viva de la Muerte en el re-cuerdo
(re-Heart/Yul; -el-namiki). A quiénes aún buscan el acto fundador de un género artístico
y literario en un letrado de renombre, este Dante indígena les recuerda (-el-namiki)
el anonimato y la vivencia como hechos históricos primarios.
Desde tiempos ancestrales existe la
Muerte y la conmemoración de los ancestros. La fecha calendárica específica transcribe
una verdadera enciclopedia de historiografía, arrumbada bajo el polvo del panteón,
cuya materia dura (hard-drive) se llama hueso (-umiyu). Por ello, retoña como semilla
y vuelve al trabajo (22). Cada persona que asiste al cementerio —a limpiar y enflorar
tumbas— se reconoce como verdadera historiadora. Del olvido (-el-kawa), el testimoniante
rescata el recuerdo (-el-namiki) de sus familiares difuntos y —a semejanza de Juan
Preciado— revive esas vivencias ancestrales en la poética náhuat.
En este sentido, en la intimidad, cada
año se reescribe la historia (ikman panutuk), al recobrar las huellas que los antepasados
imprimen en la piel de la afectividad vehemente. A la clásica esfera epistémica
del saber-conocer-creer (L. Villoro) —-mati, -ix-mati, -yul-mati— el náhuat agrega
la reflexión y el pensamiento que subtiende y la alza (-ketza) en Logos (-Ta-ketza-lis):
-ix-ketza. -yul-ta-ketza. Estos actos filosóficos los arraiga en el mismo cuerpo
humano vivo y palpitante, de quien recobra la Muerte de sus semejantes como hecho
histórico primordial. La ceniza (=nexti) de los Muertos le enseña (-munextia) —le
descubre (-ki-ne:xtia)— un trayecto hacia el futuro.
Si la lingüística —el “estudio formal
de los lenguajes naturales” (N. Chomsky)— no acapara el habla creativa, tampoco
las ciencias sociales monopolizan la historia. En cambio, mientras el idioma funda
el carácter humano del “mono gramático” —el “zoon logos ejon (animal dotado de lenguaje)”—
el relato histórico instituye la entidad política —el “zoon politikon (animal político)”—
en su identidad comunitaria (Aristóteles). No hay “hecho” histórico indígena sin
ese doble requisito: lengua materna ancestral y tierras comunales que la narrativa
testimonial náhuat refiere, pese a su exclusión de la literatura nacional.
En El Salvador, hasta el presente —lo
demuestran los Juegos Florales monolingües (2020)— aún no se admite esta calidad
humana del náhuat, lenca, etc., esto es, de lo indígena en general. Hasta organizar
certámenes semejantes en esos idiomas, no se reconocerá su legado literario, ni
su impacto letrado en la identidad nacional. Toda fecha clave —de la revuelta de
Anastasio Aquino (1846; C. G. López Bernal) al levantamiento indígena del 32 (H.
Lindo Fuentes; E. Ching y J. A. Ramírez)— carece de testimonios náhuat que validen
su indigenismo en la cualidad humana del habla. Según el rigor de las ciencias sociales,
las acciones de los agentes históricos subalternos se narran en el idioma hegemónico.
Las lenguas indígenas son innecesarias para entender a ese sujeto histórico, hecho
objeto analítico.
Este 2 de noviembre, además de conmemorar
la fecha como un libro de historia inédito —recuerdo mito-poético de la Muerte de
nuestros familiares— la difusión de este texto señala la temática universal de un
Dante indígena (Leonhard Schultze-Jena, 1930-1935). No hay historia sin ese descenso
de los vivos al mundo de los Muertos. De las entrañas de la Tierra, se rescata la
vivencia de los ancestros, quienes regresan en su papel de íconos históricos o símbolos
nacionales y comunitarios. De sus raíces genealógicas, florece (-xuchi-kisa) el
presente, en ilusión de futuro utópico. Su objetivo político, la actualidad lo proyecta
hacia esos modelos que resucitan canonizados por la historiografía en boga.
De olvidarlos siempre retornarán bajo
el atuendo de Espectros. Mientras una teoría de la ciencia social los llama Gespenst
(J. Derrida), no reconoce su existencia descolonizadora en el -Kujkul náhuat y en
otras figuras indígenas similares, sin amplia referencia literaria. Como “esa Muerte
de cada noche que se llama sueño” (J. L. Borges), su presencia viva carcome el ideal
redentor de una Ciudad Letrada monolingüe que destituye su herencia. El desdén es
tal que tilda de superstición las percepciones culturales de la enfermedad —el Cadejo
y el Cipitío— y de la Muerte, La Siguanaba y -Tzuntekumat, la Calavera o Punta del
Tecomate. Tal vez la misma ingenuidad llama fantasía a la epidemia y a la Muerte
actuales.
Por ello, el deseo ferviente de atesorar
la verdad diurna única puede atribuirle a Antígona su primera Muerte. La asesina
y le despedaza el cuerpo: indígena sin lengua literaria ni tierras comunales. La
excluye de todo debate letrado de prestigio, centrado en los héroes de la pluma.
Empero, jamás le causa la “segunda muerte”. No borra su legado ancestral —el epitafio
de su tumba ni la noche, fuente de creación— en la esfera cultural de un país monolingüe.
Tal ha sido el infructuoso asesinato
que comete la historia literaria salvadoreña. Al censurar las lenguas indígenas
de la esfera mito-poética nacional, no logra reprobar su presencia en la fisura
del castellano-centrismo de las ciencias sociales. “Mi vida en sí está muerta”,
ya que “no cuento para los seres humanos”. Empero, todavía valgo como cadáver al
compartir mi morada con la Muerte. Con los Muertos que perviven y resisten en el
re-Cuerdo.
Antígona pervive y regresa...
XXVIII. Feudo de muertos en el volcán
Nemi-k se takat. Ki-pia-k paktu i-wan ne i-tekuyu ne tepet, ki-titani-k
se piltzin wan se amat, k-ili-k:
“Tiu-ti-k-itzkia nikan tik ne ujti, tiu-ti-k-namiki se takat,
witz metz-namiki”.
Wan yu-metz-taj-tani-lia: “axta kan ti-witz?” I-wan tiu-ti-k-ilia:
“ka Ijtasalku!”.
“I-wan yu-metz-taj-tani-lia, asu t-alwika se amat? Wan
tiu-ti-k-ilia: “nikan n-al-wika”.
“Ti-k-ma-k ne amat, wan ne yu-metz-ilia”:
“xi-k-tzaj-tzakwa ne mu ix!”.
Kan ki-taj-tapu-k ne ix, nemia kal-ijtik.
Wan k-ita-k se wey asienda
wan miak taj-taka-met.
Muchi t(i)kiti-t: seki ki-saj-saka-t kwawit i-pak se mula, —uni
kwawit ki-neki-t, pal k-ix-tuka-t ten-kal, kan ki-ma-t tey ne ki-kwa ne tepet.
Wan seki ki-taj-kali-t ne puchut, yaja,
ne ki-pachuwa ne tepet.
Ki-yawalu-k-tuwit ne puchut, pichawaka ki-pia-t.
Kwak yawit ta-kwa-t — muchi yawi-t ta-kwa-t—, kwak yemet mu-kwepa-t, kenaya inte
yek-chiw-tiwit.
I-wan k-ita-k, ka se tunal ki-kwa-t se,
seyuk tunal ki-kwa-t seyuk, seyuk tunal ki-kwa-t seyuk.
Wan k-ita-k, ka mik-tia-t, ki-cha-t taj-takutun
wan ki-mana-t tik se kumit.
XXVIII. Feudo de muertos en el volcán
Había un hombre que tenía pacto con el Señor de la Montaña.
Un día, envió a un muchacho con una carta a quien le dijo:
“Te vas por aquí para agarrar camino. Ahí
hallarás a un hombre quien vendrá a tu encuentro”.
“Y vas a preguntarle, “¿de dónde vienes?”
Y él va a responderte, “de Izalco”.
Y va a preguntarte si traes una carta. Y
le responderás, “aquí lo traigo”.
“Le darás la carta y te pedirá”: “cierra
los ojos”.
Al abrir los ojos, estaba al interior (de
la montaña). Y vio una gran hacienda y muchos hombres.
Todos trabajaban. Unos acarreaban leña sobre
una mula. Esta leña la deseaban para arrojarla en una abertura por la cual alimentaban
al cerro.
Y otros talaban un pochote [bombacaceae].
Es este árbol el que gobierna al cerro.
Habían talado en rosca al pochote, por lo
cual lo mantenían delgado. Luego de disponerse a comer —todos comían a la vez— volvían
para encontrarlo igual como se hallaba antes de talarlo (el árbol volvía a crecer
mientras comían).
Y advirtió que un día se comieron a uno.
Otro día se comieron a otro. Otro día se comieron a otro más.
Y se dio cuenta que lo mataban. Lo hacían
pedazos y lo cocinan en una olla.
Wan musta yawi tekiti. Ki-sen-tepewa-t ne i-(y)umi-yu-chin, i-pal
ki-yek-cha-t, pal yawi tekiti musta.
Asi-k i-tekuyu ne tepet, ta-chia ti-ne ki-chiwa-t.
Wan asi-k ne ijiu i-tech ne i-tekuyu ne tepet.
Wan kan asi-k, taj-tani-k: “ka kal-ak-tuk
ti-pan?” Wan k-ilij-ket: “unkan nemi!”.
“Xi-k-tapukan ne ten-kal, wan ma kisa, i-ka
inte yek ijia!”.
is-ki tik ne tepet, yaj-ki chan ne takat:
“piltzin! Inte ti-k-chiu-ki tey ne ni-metz-ili-k?”.
“Tika inte! Ni-k-chiw-ki!”.
“Wan tey ti-k-ita-k?”.
“Ti-k-ita-skia ti-ne ni-k-itz-tuk!: nikan
nemi-t ikman mik-tiwit! Ne ni-k-ita-k muchi tey ne mik-tiwit nikan tik mu-kal!”.
“Ijkia, pil-tzin, tey ne ti-k-ititz-tuk?”.
“Ijkia, ka ni-k-ita-k”.
“Axkan inte ti-nech-wiki-lia! Axkan, niu-ni-metz-ma chiupi tumin,
i-pal tiaw nema, pal-te ti-k-ilia ne seki-t pipil-tzin, — wan tiaw nema!”.
Y la cabeza la partían en mitad; le sacaban
los sesos y se los daban a una molendera quien la preparaba para repartirle un poco
a cada uno.
Y el otro día fue a trabajar (el muerto que
se habían comido), ya que habían recolectado sus huesos para que fuera a trabajar
de nuevo.
Al llegar el Señor de la Montaña a observar
lo que hacían, sintió un olor extraño cerca de él (el Señor de la Montaña que estaba
acostumbrado a tratar con muertos olfateaba al hombre vivo).
Y disgustado preguntó. “¿Quién entró por
último?” Y contestaron: “ahí está”.
“Abran la puerta y que salga quien no huele
bien” (El Señor de la Montaña).
Salió de la montaña y regresó a casa del
hombre (de su patrón). “¡Muchacho! ¿No hiciste lo que te dije?”.
“¡Como no! Lo hice”.
“¿Y qué viste?”.
“¡Vieras lo que he visto! Ahí viven los que
antaño ha(bía)n muerto. Ahí observé a todos los que habían muerto aquí en tu casa”.
“¿Es verdad, muchacho, lo que has visto?”.
“Es verdad que lo ví”.
“Ahora no me adeudas nada. Ahora te daré
un poco de dinero para que de inmediato vayas a contárselo a los demás muchachos.
Y te vas de inmediato”.
*****
Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 167 | março de 2021
artista convidado:
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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