sexta-feira, 14 de maio de 2021

JORGE DÁVILA VÁZQUEZ | César Dávila Andrade, historia y cotidianidad

 


Escritores y realidad social

Empiezo por confesar que soy de los que no creen que la literatura sea capaz de cambiar el mundo. Pienso que la religión, la filosofía, la sociología, contribuyen y han contribuido a que se den cambios radicales en la historia, no así las letras, que son fundamentalmente motivadoras, pero no incitadoras a la acción.

Incluso el panfleto tiene sus límites, y si en él predomina lo inmediatista, pierde la calidad propiamente literaria.

De hecho, existen ciertos textos literarios que, excepcionalmente, han tenido un carácter de incitación, por ejemplo La Madre de Gorky y Esperando al zurdo de Odets. En el primer caso, lo importante era la actitud general de un hombre consagrado a la lucha revolucionaria; su panfleto magnífico en nada aporta al rol histórico del autor en la Revolución de octubre, más bien, según los críticos, ocupa un lugar muy secundario en el contexto de la obra del creador.

En el segundo, el cartel estupendo, que convoca a la huelga y que canta la fuerza del trabajador americano con acentos indudablemente socialistas, cae como una gota de agua en el desierto. Peor aún si se piensa en que Odets se plegó luego a la ideología del sistema de modo incondicional.

Así pues, dos ejemplos entre miles, para mostrar que más que la obra, cuenta la vida, y que la literatura no juega un papel protagónico en la historia de los cambios sociales.

Pero lo indiscutible es que en el Ecuador, y en América Latina, el escritor mantiene un compromiso, ya sea de carácter humano, ya directamente político, en todo caso, histórico, con la realidad en medio de la cual vive inmerso.

En ciertos casos, ese comprometerse con la historia, con la necesidad de cambio, lanza incluso al artista a la lucha, a la militancia.

Una militancia que puede ser como la de Mera, que en su época siente que sus convicciones de joven conservador, idealista y lleno de buenas intenciones, deben ser defendidas a cualquier precio, en una actitud vital que corre parejas con su rol de escritor; como la de Montalvo, en el otro extremo de lo ideológico, que piensa que toda tiranía, toda ignorancia, todo abuso del poder han de ser combatidos, y que empuña su obra como un estandarte de lucha frontal contra Gabriel García Moreno o Ignacio de Veintemilla. Ilustrado y fanático de la Ilustración, se convierte en el látigo del déspota ilustrado, llegando a proclamar ingenuamente que su pluma le había matado. Liberal por formación y por convicción, combatirá al dictadorzuelo liberal con una fiereza cuya mejor muestra son sus célebres Catilinarias, en las que acusa de todo al tirano, aun de incesto, y ridiculiza hasta la caricatura extrema y sangrienta a sus colaboradores. Y ese es, precisamente, digan lo que digan sus admiradores incondicionales, el mejor y más valeroso Montalvo, como también el más fresco, vivo y directo, en oposición a otros Montalvos, que son estirados, retóricos y secos; en especial cuando presume de moralista y de pedagogo.

Luis A. Martínez es también liberal, pero de una época en que el liberalismo había dejado el golpe de estado o el combate libresco para tomar las armas e irse tras Eloy Alfaro. En su novela única, A la costa, testimonio personal, naturalista y político, de una vivacidad y una fuerza nunca disminuidas, Martínez fustiga a la vieja aristocracia criolla y exalta a la burguesía joven y pujante. Los malos representantes de la religión, que la utilizan como instrumento de dominio, reciben la crítica mordaz, la airada reprimenda –incluso diría la paliza- de un hombre fervoroso, que sin dejar de lado su pensamiento abiertamente liberal, es capaz de construir una obra artística perdurable.

La llamada generación del treinta es, con todo, la que revela de mejor manera el compromiso histórico y social que une al artista y a su medio en el ámbito de la literatura ecuatoriana.

El grupo de Guayaquil – De la Cuadra, Gallegos Lara, Aguilera Malta, Gil Gilbert, Pareja Diezcanseco–, por un lado, por otro Palacio, Icaza, Ángel F. Rojas, representantes de la sierra en el período, y luego sus inmediatos epígonos, los escritores de la transición: Pedro Vera, Alejandro Carrión, Dávila Andrade, Arturo Montesinos y Alfonso Cuesta y Cuesta- en su vida y su creación, se sienten identificados con corrientes de pensamiento claramente de izquierda: socialismo y comunismo.

Gallegos, Gil Gilbert y Vera, mantendrán incluso una actitud vital más frontal, comprometida y hasta militante, lo que en momentos de endurecimiento reaccionario, les valdrá persecución y cárcel.

Esto en lo referente a la vida. En lo que a la obra se refiere, las producciones de todos ellos, salvo las de Palacio, y parcialmente las de Dávila, Carrión y Montesinos, revelan su posición ideológica, denunciante de situaciones de explotación; radical en cuanto a la necesidad de cambio; fervorosa en lo que tiene que ver con el futuro del hombre liberado. En algunos casos –Las cruces sobre el agua, Nuestro Pan, Baldomera, Huasipungo, Los animales puros, y en menor grado, por atenuación estética, Boletín y elegía de las mitas- el panfleto roza y hasta contamina la creación literaria, y la actitud comprometida y beligerante domina el punto de vista de la obra y transforma el tono de la misma en discurso de índole socio-política.


Dávila y la historia

La posición de César Dávila Andrade frente a la historia es muy clara. No disimula sus simpatías por la izquierda y su compromiso de luchar por un mundo igualitario, armónico y por el fin de la explotación. Pero él no es, no puede ser un militante, dado su profundo sentido de libertad, que le impidió a lo largo de la vida someterse a ninguna disciplina estricta, ya fuera de partido político, credo religioso o conveniencias sociales universalmente aceptadas.

Sin embargo, la historia le llena de inquietud desde sus inicios literarios, y en algún momento va a llegar a apasionarle. Eventualmente entra en sus creaciones de modo directo (Canto a Guayaquil, Boletín y Elegía de las mitas), nutriéndolas, apareciendo como el testimonio de una época y unos comportamientos.

Pero las satura, sobre todo, como alusión a situaciones vivenciales compartidas por grandes grupos y fruto de la miseria generada por una mala distribución de la riqueza y por la explotación inhumana de unos hombres por otros, de los humildes, por los poderosos, lo cual es claramente perceptible en la mayoría de sus cuentos.

Podríamos entonces afirmar que en Dávila, la historia es principalmente cotidianidad, suma de vivencias de todos los días, que pasan a la literatura, estetizadas por una lengua que exorciza los excesos del realismo pero no la dureza de las situaciones, que se las siente vívidas, palpitantes. Sin embargo, aquí trataremos, de modo extenso, un poco más adelante, sobre Boletín y elegía de las mitas, el mejor ejemplo de presencia de lo histórico en la obra daviliana, no solo como referente, sino como reclamo, por la supervivencia de problemas contemporáneos derivados de la injusticia de otro tiempo.

El autor padece, con su particular sensibilidad, a lo largo de su vida, un intenso dolor social. Piénsese si no, en esas imágenes desgarradas de su obra en distintos momentos, como esta, sobre el 15 de noviembre del año 22, en su Canto a Guayaquil:

 

Ciegos caballos entraron en tu plaza;/ ciegos soldados, tu escalera de algas/ subieron espoleados por la furia. /Y tus hijos bajaron a tus aguas/cubiertos de flotantes cruces claras…

 


El drama histórico ha ocurrido cuando el poeta tenía solo cuatro años de edad, pero él, que se unió tempranamente al partido socialista ecuatoriano, sentía como una llaga la muerte violenta de los obreros guayaquileños, por causa de la represión.

¡Hoy nace el sembrador, patria impaciente, /y tú ya lo cosechas para dentro!

Es el grito que cierra ¡Tú la furiosa y maternal amada! El pesar por la explotación de que es objeto el hombre del pueblo nos es transmitido con claridad en todo este durísimo poema, y en los dos versos transcritos, todavía más. La nítida percepción del ser humano condenado a pesadas labores desde su niñez, caracteriza este dolorido canto de un hombre que sufría intensamente por quienes eran víctimas de la desigualdad social.

Lejano de Carrera Andrade en el tiempo de su creación, El Habitante, segundo momento de Catedral Salvaje, se inicia con unos versos carrerianos de indudables resonancias sociales:

 

Cierta vez/ el maíz infinito había sido suyo! /Pero le desnudaron en la plaza/y le vistieron con profundos látigos!

 

La idea del despojamiento, que será motivo fundamental de Boletín y elegía de las mitas, aparece claramente aquí. El habitante americano, antiguo dueño de la tierra, aquel que en Juan sin cielo de Carrera decía melancólico “un gran lote de nubes era mío”, fue el propietario de la siembra y la cosecha, mas, todo le había sido arrebatado, y solo le quedaron las lacras del castigo como ropaje.

En más de una ocasión, el recuerdo de las propias miserias materiales vividas, se viste de literatura, como cuando nos pinta así la pobreza extrema de uno de sus personajes:

 

Alquiló un zaguán de piso rezumante, con un cuartito sórdido en un flanco… (La última misa del caballero pobre)

 

Quienes saben cómo vivió en una época en Quito, hallan esta visión demasiado cercana a su realidad personal de hombre huido, como lo ha definido alguien, pero no por ello menos histórico, menos parte de un momento concreto de la vida de la patria.

Alguna vez se ha dicho también que la historia terrible de Vinatería del Pacífico, él la contaba como algo vivido, señalando incluso el lugar en donde se hallaba la bodega en que iban a curarse los tuberculosos con una inmersión en los toneles de vino. Y no ha faltado quien quiera ver en las breves memorias del bachiller Asuero, protagonista de Ahogados en los días algo de las peripecias dignas de la picaresca que vivían Dávila y sus amigos en la peor época de su bohemia capitalina. En fin, creo que en el buscador de Un cuerpo extraño hay como un reflejo de la incesante búsqueda metafísica del autor. Su timidez, recuerda la de Dávila y las estrecheces en las que vive, las suyas propias, pero también las de cualquier hombre de la clase media de entonces, logrando sobrevivir con el fruto de su mediocre trabajo, y haciendo discretas economías.

Porque más allá de las notas de posible carácter autobiográfico, que encontramos en los textos, y que nos ponen de modo directo en contacto con agudos problemas sociales de entonces, lo innegable es que muchas veces el drama cotidiano del hombre contemporáneo de Dávila, especialmente del ecuatoriano, está pintado con toda precisión en los textos narrativos del período de transición, y no únicamente en los de nuestro autor, relatos que oscilaban entre lo realista a la manera del treinta, y la profundización en el alma de los seres ficcionales y lo lírico, que introducían la nota nueva en nuestra narrativa. He aquí otras muestras de ese afán por captar los dramas del medio en la prosa ficcional de Dávila:

La estrechez económica y física en que viven Diógenes Sánchez y los suyos abruma al lector del bello y turbador Durante la extremaunción; la altanería de Antonio, el protagonista de El elefante, es como una revancha por todo lo sufrido, que parece quedará atrás cuando recibe su mezquino ascenso burocrático; el lecho de amor de los desposeídos de Ataúd de cartón es el montón de serrín en el aserradero. El mal físico es uno de los muchos modos de sufrir de los seres creados por Dávila, con enfermedades que son endémicas en el medio, y que revelan el poco o ningún cuidado que tiene la sociedad por quienes las padecen. Testigos en carne viva son los seres de El último remedio, La batalla, Un nudo en la garganta o Lepra.

Estos y otros personajes davilianos viven en continua lucha con una miseria ancestral, y son reveladores no solo del sentir del autor frente a la situación socio-económica dentro de la que se debatía con enormes dificultades, sino también de su conocimiento profundo de los diversos medios en los que vivió, así como de las oscuras gentes que los poblaban.

 

Boletín y elegía de las mitas

Pieza con estatura de obra maestra épico-lírica y testimonial, de lo mejor de nuestra literatura, Boletín… es, sin lugar a dudas, el mayor de los poemas de Dávila Andrade. Y, como se insinuó antes, el que revela a cabalidad su interés por la historia en sus diversas facetas.

Como antecedente de su escritura, consta el conocimiento que el autor tuvo de Las mitas en la Real Audiencia de Quito, [1] la impresionante investigación de Aquiles Pérez, libro escrito con más pasión que arte, pero lleno de documentos sobre aquellas instituciones del coloniaje que causaron tanto dolor y lágrimas a nuestros antepasados indios; mas, sería una ingenuidad pensar que todo ese abundante material histórico recopilado por Pérez pudo pasar en bruto a la obra poética. En Boletín… estamos ante un claro caso de proceso artístico, en el que apenas subsisten –en 286 versos- unos pocos nombres y datos de un libro de quinientas páginas, lo que no impide que se levante como un auténtico monumento de la literatura al dolor indio, no solo del Ecuador sino de América toda.

 Así, por ejemplo, la primera enumeración onomástica de Boletín halló algunos de sus elementos en la pg. 71 del libro: Blas Llaguarcos, Bernabé Ladñu (sic), José Atampán, Andrés Chabla, Isidro Gualanlema, Sebastián Caxicondor, Marcos Lema. Algunos pasan igual, otros se modifican, como el primero de la lista poética que se vuelve Juan Atampam, el Gualanlema se torna en Guamancela y el Ladñu en Ladña, añadiéndose a ellos dos nombres europeos con sus apellidos indígenas: Pablo Pumacuri y Gaspar Tomaico.


En Pérez no es más que una nómina de indios “vagamundos”, no sometidos a cacique, y a los que se habrá de exigir tributo, en mitas de servicio personal de distinto orden.

En Dávila es el catálogo inicial, vibrante, onomatopeicamente construido, de una obra en la que todo el horror de la explotación de los “mitayos” –indígenas sometidos a la varia y monstruosa explotación de las mitas–, va transformándose por obra del verbo del poeta en algo conmovedor, inolvidable.

En las páginas 117 y 217 de Pérez hallamos nombres de acaparadores de tierras y encomenderos, respectivamente: Rodrigo Núñez de Bonilla, Pedro Martín Montanero –en la primera–, y en la segunda Sancho de la Carrera hijo, Diego de Sandoval, nuevamente Montanero y Núñez de Bonilla, Muño (sic) de Valderrama y Alonso de Bastidas.

En la sección XXII del Boletín…, Valderrama se vuelve Nuño (v.236) y es parte de aquello a lo que el narrador colectivo indio dice “Adiós… Rinimi”, despidiéndose alborozado en español y quichua.

En los versos que siguen 238-241 los otros nombres aparecen en imprecaciones cargadas de rencor:

 

A ti, Rodrigo Núñez de Bonilla./ Pedro Martín Monatero, Alonso de Bastidas, Sancho de la Carrera, hijo. Diego Sandoval./ Mi odio. Mi justicia.

 

En las páginas 212-213 de Pérez se habla de Rodrigo de Arcos: “famoso tipo de aventurero en aquello de buscar minas, en su predisposición para empujar masas de indios hacia las fosas mineras, en su ágil ingenio para ensayar métodos e instrumentos de explotación; en su pertinaz codicia para no saciarse con ningún producto ni rendimiento.”

En los versos 242-254, sección XXIII, Dávila centra la imprecación en este “diablo del oro. / Chupador de sangre y lágrimas del indio.”

Los nombres de lugares, por supuesto, están tomados de diferentes páginas del libro de Pérez. Como ocurre con los de personas, a veces el autor los modifica, por razones de sonoridad.

Boletín y elegía de las mitas es el punto más alto de la producción de madurez del autor. A sus cuarenta años, Dávila es dueño de un oficio literario notable; todo futuro adentrarse en los dominios de lo hermético, será absolutamente deliberado. Poco antes había desplegado su genialidad de constructor de universos poéticos en el onírico Arco de instantes, texto lleno de aciertos, con seguridad voluntariamente oscuro, anuncio innegable de la etapa hermética; y, ocho años atrás, en la desmesurada Catedral Salvaje, que por su gigantismo no alcanzó a ser un auténtico logro. Pero ese vastísimo poema significó varias cosas, que es preciso tener en cuenta al hablar de Boletín.

 En primer lugar, le puso en contacto con la realidad telúrica dentro de la cual el autor había vivido hasta entonces como ciego –hablo de la vida de creación–, deslumbrado por el universo ficticio generado por su lírica brillante y evasiva.

En segundo, despertó en él interés por el hombre de América –la parte del poema que se denomina El habitante, desarrolla esa temática, precisamente, pero el alud metafórico es tal que el motivo termina por desvanecerse entre la superabundancia de imágenes y metáforas-; interés que en el poema indigenista va a alcanzar su punto de desarrollo más trascendente.

Y en tercero, Catedral le permite al poeta desarrollar de una vez por todas y de modo definitivo toda su capacidad verbal e imaginista. Nunca más Dávila volverá a intentar una experiencia con el lenguaje tan completa, experimental y vanguardista como en ese su canto enorme y un tanto frustrado, como ya lo anotamos. Ni la exigente realización de Arco de instantes demandará el esfuerzo creativo de esa obra.

Pero la realización del macropoema fue como un liberarse en ese terreno; Boletín en cambio, estará, como lo ha señalado María Rosa Crespo en “una línea de creación léxica y austeridad verbal que constituye un contraste violento con el lenguaje que utilizó hasta Catedral Salvaje, lleno de audacias expresivas y fulgurantes metáforas.”

Por otro lado, si bien el inicio de la vida pública de la obra está marcado por la actitud provinciana de sus coterráneos, al negarle el primer premio nacional del Concurso “Ismael Pérez Pazmiño” de Diario El Universo de Guayaquil, un jurado que presidía el notable poeta cuencano César Andrade y Cordero, por sospechar que era de otro autor, que no contaba con sus simpatías, [2] lo que se relaciona luego con ella será más bien positivo. Y si Carta a la madre es el más entrañable y amado de sus poemas en el contexto del Ecuador, bien podría decir que en ese primerísimo sitial compite con Boletín, que ha alcanzado, como ninguna obra poética ecuatoriana unos modos de difusión excepcionales: el teatro y la música.

Efectivamente, Fabio Pachioni, el notable director italiano que trabajó intensa y quijotescamente por la construcción de un teatro ecuatoriano, puso en escena, con un elenco de actores de primera y con elementos escenográficos de Guayasamín, el poema de Dávila. La obra se presentó en todo el país con un éxito notable. Vladimiro Rivas, que mantenía correspondencia con el poeta le comunicó el triunfo de su texto, he aquí parte de la respuesta:

 

Junto con mi mujer he leído su carta varias veces, y créame, hemos tenido que refrenar nuestra efusión a duras penas. Ese poema en el que dormían mis indios (Ud. sabe que les amo) se despertaba de pronto y volvía a mí a través de sus palabras, y ellos me hacían signos de entendimiento y se alegraban de que yo, un día les hubiera entendido la tristeza tremenda y el coraje que les impide ser borrados… [3]

 

Muchos años después, Edgar Palacio compuso una cantata popular ecuatoriana, a base de Boletín…, varios momentos de ella, en especial los que utilizan coros, alcanzan la emoción del poema base y de su singular escenificación.

Boletín y elegía de las mitas, como bien sabemos, es un texto en que lo lírico aparece en el despliegue de emociones y sentimientos colectivos e individuales en torno al problema de la explotación indígena en el período colonial; y lo épico en el relato que hace un “narrador indígena, voz colectiva de una raza”, de los horrores sufridos por personas o grupos humanos en dicho proceso, a lo largo de las XXIX partes, que componen este poético y desgarrado memorial de injurias.

El narrador anónimo y colectivo, un yo que es todos los indios, se dirige en la obra a dos , el uno es “Pachacámac, Señor del Universo”, a quien se queja o por lo menos se confía; el otro es el viracocha: los conquistadores, reducidos a una persona única. Este tipo de discurso, evidentemente narrativo, sí, pero muy vivo y directo, debe haber tentado a Pachioni para la puesta en escena

Recordemos la carta a Rivas, y la proclamación de amor a los indios que Dávila realiza en ella. Ese amor se transparenta en la composición desde dentro, desde la perspectiva indígena, de esta crónica poética, en estilo entrecortado, pero muy efectivo, en que la supresión del artículo y las formas elípticas del habla, incorporadas con toda la frescura de su cotidianidad, exhiben la impronta del sustrato quichua.

Pero, la lengua de la obra, además de sus tonos familiares, renuncia conscientemente a ser “correcta”, y se contamina deliberadamente de quichuismos y arcaísmos léxicos y expresivos.

El poema habla tanto de dramas de masas como individuales, aunque esos dos niveles tienden a fusionarse con mucha facilidad, como para demostrarle su error a quien dudase que cada hombre es todos los hombres y viceversa, idea que percibimos reiteradamente en Dávila.

La alternancia –que no es mecánica ni perfectamente marcada- vuelve más vívida la obra, más cercana a la sensibilidad de quien la lee; pues, a veces las visiones de conjunto suelen ser frías –aunque este no es el caso-; en cambio el conocimiento de los dramas menores, desolados, amargos, insertos en la crónica de esa lacra inhumana que fueron las mitas y obrajes, hace que se logre una pintura mural de vastas proporciones, llena de detalles mínimos y conmovedores.


Pertenecen al drama de masas de modo más claro las estrofas I, II, VII, VIII, IX, XI, XII, XIII, XXIV; al individual, la III, que cuenta la castración de Melchor Pumaluisa; la V, que relata la vuelta del que trabajó en las tierras cálidas (la yunga) y encuentra el hogar en ruinas; la VI, que parece continúa la narración anterior y cuenta el infanticidio; la X que nos presenta al que trabaja en los telares y es un símbolo claro de Cristo, con su vómito de sangre en Viernes Santo; la XIV, abre una especie de paréntesis, es una plegaria de hondo lirismo, y aunque es de tono personal, de hecho se inscribe en un contexto colectivo; la XV que contiene la historia del que aprende a contar a ritmo de látigo; la XVI, que narra la exposición de Cristo ante el indio –el narrador individual se colectiviza: “ Me despeñaron… me punzaron…Me trasquilaron… me pringaron” (vs.149-152)-; la XVII, que evoca a Dulita, la lavadora de platos-; la XVIII, que relata la muerte de las reses –también hay colectivización, pero menos perceptible que en el caso anterior-; la XIX, que refiere lo acontecido con Tomás Quitumbe, que huyó de la explotación; la XX, que contiene la tragedia de Susana Pumancay y la XXV, que aunque está narrada en primera persona, se la siente como la proclama victoriosa de todo el pueblo indio.

En las restantes, se da sistemáticamente la mezcla de narradores y dramas individuales y colectivos, comenzando por la IV que se inicia en primera persona “Y yo,/ con los otros indios…” (vs.30-31) y va derivando hacia lo plural: “Mientras mujeres nuestras…” (v.33), continuando con la XXI, que empieza con el verso “Minero fui…” (205) y luego hace “Dormimos…” (v.211), “salimos…” (v.215); la XXII, que relata la salida de la mina del hermano de Pedro Axitimbay, y contiene la clave de esa fusión absolutamente necesaria individuo-colectividad: “Volvíamos. Nunca he vuelto solo”. (v.226); la XXIII, que continúa las imprecaciones líricas iniciadas en la anterior, que no son las de un hombre solo, sino las de toda una colectividad. De la XXVI a la XXIX, la mezcla de lo individual y lo colectivo: “Con los muertos vengo!” (v.267), se transforma en el himno final de la victoria definitiva de la raza india que vuelve desde la muerte: “Regreso/ Regresamos! Pachacamac!” (vs. 279-280), culminando en la gran síntesis unitaria final del verso 286: ¡Somos! ¡Seremos! ¡Soy!”

La calidad poética de Boletín y Elegía de las Mitas está dada por la fuerza de conjunto del poema, por su vibrante y apasionado discurso sobre un tema que apasionó a los literatos ecuatorianos desde la década del treinta en adelante y que en Dávila adquiere un tratamiento diferente y unas formas expresivas de inusitados vigor y novedad; pero hay una serie de mecanismos que lo refuerzan, por ejemplo, los modos expresivos basados en el habla popular, que están entre los mejores logros del autor. ¡Cuánto calor humano, cuánta vida se desprende de frases poéticas como estas: “nos trasquilaron hasta el frío la cabeza”, para narrar el ominoso corte de cabello a la fuerza; “sin paga, sin maíz, sin runa-mora, ya sin hambre de puro no comer”, que contiene en su estructura enumerativa como una queja, con un secreto aliento de rebeldía; “solo calavera, llorando granizo viejo”, conmovedora visión de dolor y muerte; “con apenas puñado de maíz para el pulso”, que en palabras típicas del pueblo revela la privación a la que es sometido el obrajero; “sin Sur, sin Norte, sin choza”, reiteración que pone ante los ojos del lector el despojamiento total, la desorientación última a la que llega el indio en su dolorosa vía crucis.

La influencia del sustrato quichua provoca la elipsis; por efecto de esta, se reduce la frase a su expresividad más concentrada y sustantiva, y la lengua poética se acerca de modo marcado al castellano del indígena. Expresiones como: “En plaza de Pomasqui y en rueda de otros naturales…”, o “en medio patio de hacienda, con cuchillo de abrir chachos, cortáronle testes”; “Brazos llevaron al mal. Ojos al llanto…”; “Y cuando en hato, allá en alturas, moría ya de buitres o de la pura vida”; no solo que nos ponen ante una lengua que palpita, sino ante una selección y elaboración literarias sumamentes cuidadosas de los elementos expresivos, en busca de un espíritu al cual estaba consagrada esta creación daviliana: el del indio de América.

En fin, arcaísmos como trujeron, texer, comistes, Santa Bárbola, para el pulso, sanguaza, huevos de ceniza, carmenar, cera para monumentos, capisayo y otros, ponen como una pátina al texto, le dan un aire de época, que traslada al lector al lugar de la injuria y el desdén, al momento de la tragedia india y su desangre.

Si ante buena parte de la poesía del período sensorial o ante sus textos surrealistas y herméticos, se puede hablar de un Dávila evasivo o indiferente a la historia, sus dolores, sus llagas, pero también sus esperanzas, frente a los desgarramientos vitales que son sus cuentos; frente a Catedral Salvaje o Boletín y elegía… es imposible negar la pasión de Dávila por la historia, ya fuera la del pasado lejano o próximo, o ya fuese ese flujo que lo arrastraba implacablemente, en forma de vida cotidiana. Su poder testimonial, mezclado a su grandeza como creador configuraron una obra casi sin parangón en nuestra literatura.

 

NOTAS

1. Biblioteca de Autores Ecuatorianos Nº 66, Guayaquil, Depto. de Publicaciones de la Facultad de Ciencias Económicas, Universidad de Guayaquil, 1987. Reedición facsimilar de la primera edición de 1947.

2. Incluyo el dato por ser vox populi; y aunque no es material muy de fiar, dada la excesiva pasión individualista que puso siempre en todo lo que hacía, pero de todo modo, por haber sido él quien causó involuntariamente el problema, remito a los lectores que tengan interés a Gonzalo Humberto Mata, “Traición a la vida”, 2a. ed. Guayaquil, CCE, Núcleo del Guayas, 1983.

3. Carta fechada en marzo 31 de 1967, menos de dos meses antes de su muerte, y publicada en la revista Agora # 8, Quito, enero de 1968.

 



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Número 170 | maio de 2021

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