quinta-feira, 9 de dezembro de 2021

ROBERTO REYES TARAZONA | Medio siglo de cuento peruano

 


En el 2013 se cumplió un siglo de la aparición de “El Caballero Carmelo”, cuento con el que Abraham Valdelomar (1888-1919) ganara un concurso de cuento convocado por el diario peruano “La Nación”. Su gran acogida confirmó lo que su joven autor –amante de poses y boutades–, pregonara en las confiterías y bares de Lima: que él era el máximo representante de nuestras letras. Debido a su ánimo provocador y su ego superlativo, se le atribuye un sorites que se volvió muy popular: “Lima es el jirón de la Unión, el jirón de la Unión es el Palais Concert y el Palais Concert soy yo”.

Lo curioso es que este Valdelomar, poeta y prosista de renombre, además de caricaturista, periodista y principal figura del movimiento “Colónida”, abandona en este cuento los ambientes exóticos, las frases lujosas, el esteticismo a ultranza, y ofrece un cuento de ambiente pueblerino, en que el narrador, con un aura de nostalgia y melancolía, conduce una trama aparentemente sencilla pero muy eficaz, articulando una composición impecable. En el cuento, el narrador empieza recreando el mundo de su niñez, deteniéndose en la pintura del paisaje de la región y en detalles de su hogar, como preámbulo al duelo a muerte que afrontará el gallo bautizado como Caballero Carmelo. En el duelo, este gallo de pelea encarna los valores caballerescos que propugna la oligarquía, orgullosa de su prosapia y descendencia española –la misma que lo marginaba, por sus rasgos mestizos–, lo cual se articula sin conflicto con la evocación melancólica del sencillo mundo familiar.

Este cuento constituye un hito en la narrativa peruana, pues para la gran mayoría de críticos inaugura nuestra etapa de modernización de la narrativa. Y si bien en los escasos años de vida que le quedarían por delante, no abandona sus desplantes y excentricidades personales, continuará escribiendo cuentos de recreación de los pequeños pueblos de la costa sur de donde provenía –los mejores de su producción, dicho sea de paso–, como “Los ojos de Judas” y “Evaristo el sauce que murió de amor”.

La producción de Valdelomar se adscribía en ese entonces en el postmodernismo, aunque algunos la incorporan en el regionalismo. De cualquier modo, ya había tomado distancia de la ortodoxia modernista, que seguían escritores como Clemente Palma, quien en toda su obra se mantuvo fiel a los postulados de este movimiento. Los relatos de Palma se orientan a la expresión de temas exóticos, a la búsqueda de lo raro, de lo fantástico –es el primer escritor de literatura fantástica en el país–. Los títulos de sus obras grafican nítidamente el interés de este autor: Cuentos malévolos, Mors ex vita, Historietas malignas, XYZ. Escribió hasta su muerte en 1935.

Armando Zubizarreta –un estudioso de la obra de Valdelomar– propone una clasificación de sus cuentos, que luego ha sido repetida muchas veces. De acuerdo a su planteamiento, se contemplan: “Cuentos exóticos”, “Cuentos incaicos”, “Cuentos yanquis”, “Cuentos chinos”, “Cuentos fantásticos” y “Cuentos criollos”.

Una versión poco conocida de su producción temprana corresponde a sus “Cuentos incaicos”, cercanos al tratamiento exotista de la realidad peruana al estilo de Ventura García Calderón. La mirada al indio y a la cultura andina había empezado a adquirir importancia debido al tratamiento narrativo de algunos autores, como Narciso Aréstegui y Clorinda Matto de Turner e, incluso, en algunas de las tradiciones de Ricardo Palma. Este interés, plasmado en la década del veinte en un vigoroso movimiento indigenista, se había ido consolidando desde la crisis del civilismo y del desplazamiento de la influencia inglesa por la norteamericana en la economía, y en el contexto de movilizaciones de nuevos grupos sociales, de la prédica de Amauta, la revista de José Carlos Mariátegui, y de la fundación del Partido Comunista y del Apra.

En 1920 aparece la primera edición de “Cuentos Andinos”, de Enrique López Albújar. Con este libro, para muchos críticos, se inicia un nuevo derrotero para la literatura de temática andina, que alcanzaría su cumbre en la obra de José María Arguedas. A López Albújar se le atribuye el mérito de profundizar y desvelar la psicología, creencias y comportamiento social del indio, despojado de toda idealización. Nombrado juez en Huánuco en 1916, López Albújar es testigo de innumerables casos e incidentes protagonizados por indios, de los cuales extrae historias que rezuman crueldad, violencia, abusos, aunque también valentía, resignación y entereza ante situaciones complicadas, que traslada con mucha destreza a la ficción. En general, su tratamiento narrativo es seco, directo, pretendiendo ser objetivo, no obstante los hechos apasionantes. Sus finales, sobre todo, están cargados de crueldad, de crudeza, de horror, y hasta cierta truculencia, como en “Ushanan Jampi”, su cuento más difundido –ha aparecido en numerosas antologías–, en el cual desarrolla con un lenguaje despojado de ripios retóricos, una historia en torno al juzgamiento delictivo de un miembro de una comunidad por sus propios jueces indígenas, los yayas, y su despiadada ejecución.


José María Arguedas reaccionará en contra de esta manera de presentar al indio, es decir, como un ser violento, rencoroso, hasta cruel e inhumano. Para él, que había recibido el amor de ellos en su infancia, esta es una visión distorsionada. Y es que, como señalan algunos críticos, el punto de vista de López Albújar sobre el indio es exclusivamente el del juez, lo cual provoca un sesgo en su presentación de los caracteres y normas que guían el comportamiento de los indígenas.

Volviendo a los años veinte, con el indigenismo –no solo literario, sino político y social– adueñado del escenario narrativo, florecen otras corrientes que siguen sus propios cauces, aunque con distinta suerte. Una de ellas es el criollismo y la otra el realismo social.

El criollismo se puede enmarcar en la producción regionalista latinoamericana, de la que también es tributaria el indigenismo. Su principal representante en el Perú es José Diez Canseco, quien siempre es recordado por sus cuentos centrados en personajes populares del mundo urbano. Sin embargo, sus historias transcurren, en unos casos, en lo que él mismo denominara “media sierra” –o “yunga”, según la denominación de Javier Pulgar Vidal en su propuesta de Regiones Naturales–; en otros casos, los acontecimientos narrativos suceden en puertos americanos o en la selva (El Gaviota, Kilómetro 83). En general, en sus relatos predominan los espacios abiertos, y, al parecer, intentando presentar escenarios que en conjunto configuraran el país, una aspiración que comparten escritores de su generación, como Fernando Romero (Doce novelas de la selva y Mar y playa) y José Ferrando (Panorama hacia el alba). En ellos se puede rastrear el influjo de Rómulo Gallegos, José Eustacio Rivera, Ricardo Güiraldes, etc.

Una de los fundamentos para identificar a Diez Canseco como criollista se basa en los rasgos multiétnicos de casi todos sus personajes, que son niños o jóvenes limeños. Sus primeros cuentos los agrupó en un libro que tituló Estampas mulatas; en ellos se despliegan reiteradamente los valores de la cultura criolla urbana limeña, como la lealtad, el honor y la hombría, expresándose en un lenguaje extraído de la oralidad callejera, aunque muchas veces sin la debida reelaboración literaria. En “El trompo”, se trama la historia del aprendizaje de la vida de un “zambito” a través del juego. La visión del narrador es condescendiente y paternalista, propia de un representante de la aristocracia criolla, como lo era su autor.

La otra vertiente de esos años es el realismo social, el cual muestra elementos comunes y notorias coincidencias con el indigenismo, con el que a menudo se le confunde. Sin embargo, Mariátegui, ardoroso defensor del indigenismo, captó muy bien las diferencias de esta línea creativa aún muy incipiente a medianos de los años veinte. En uno de sus Siete Ensayos de interpretación de la realidad peruana, el dedicado al Proceso de la Literatura, advierte: “El desarrollo de la corriente indigenista no amenaza ni paraliza el de otros elementos vitales de nuestra literatura. El “Indigenismo” no aspira indudablemente a acaparar la escena literaria. No excluye ni estorba otros impulsos ni otras manifestaciones”.

       El concepto de realismo social atiende esencialmente al espíritu que animaba a gran número de intelectuales de una época signada por la efervescencia social, quienes, motivados por razones políticas, ideológicas o simplemente vivenciales, intentaron denunciar en obras literarias las condiciones imperantes en la sociedad que les tocó vivir, sea directamente por sus experiencias de clase, o por su adhesión a la causa popular.

       La forma predominante fue la aspiración a una visión objetiva de la realidad, a menudo desde una perspectiva testimonial, plasmada mediante un lenguaje sencillo, directo, y en una secuencia lineal de los hechos. En los primeros intentos, y casi exclusivamente en los cuentos, de alguna manera se asimilaron algunos recursos vanguardistas; pero el tono predominante fue el de reconstrucción directa de la realidad social exterior, con escasa realización literaria. La mayor parte de esa producción se desenvuelve en el universo minero, aunque también en las cárceles y en los centros urbanos. Su principal limitación era su mismo origen, pues al ser concebidos con una fuerte carga ideológica, supeditando los valores artísticos a un segundo plano, no alcanzaron a configurar una producción sobresaliente. Pero hay una excepción, un caso singular, que amerita la presentación de esta corriente: el cuento “Paco Yunque”, de César Vallejo.

“Paco Yunque” se publicó póstumamente en 1951, en la revista “La hora del hombre”, casi dos décadas después de haber sido escrito. A diferencia de su novela El tungteno, que posee un mensaje claro y definido desde el subtítulo: “novela proletaria”, su interpretación y enjuiciamiento no son tan claros. En primer lugar, “Paco Yunque” ha sido muchas veces incluido dentro de la narrativa indigenista, por transcurrir en un pueblo andino y porque su protagonista es un niño de origen campesino. Pero este cuento, si bien Vallejo lo escribió con ánimo de denuncia social, sobre todo al presentar los abusos impunes de los más fuertes y ricos, con la complicidad de algunos oprimidos por su falta de solidaridad, el significado último del relato permite varias lecturas o interpretaciones. Una de ellas considera que la historia de ninguna manera tiene un carácter reivindicativo –como lo propugnaba la literatura “social”– sino todo lo contrario, en tanto que el relato destila resignación, fatalismo, sumisión. Otras interpretaciones, siguiendo de alguna manera la teoría de Bertold Brecht, consideran que el cuento, por su patética pintura de la situación del pequeño Paco, provoca la indignación, el rechazo a tal situación y al orden que lo permite y, por tanto, logra el objetivo de “conmoción ideológica” o política, objetivo principal de las narraciones sociales.

Pero de todas estas tendencias, el indigenismo es la más vigorosa y de mayor realización, principalmente por la obra de Ciro Alegría y de José María Arguedas. Los años treinta y cuarenta, en que se publican las primeras obras de estos narradores, se alcanzan las máximas expresiones del indigenismo como movimiento reivindicativo del indio, en torno al cual giraban otros temas, como la justicia social, su papel en la economía y la búsqueda de la identidad nacional.

José María Arguedas, a diferencia de Ciro Alegría, esencialmente novelista, es un excelente exponente de los dos géneros narrativos. Su primer libro es precisamente un conjunto de relatos cortos titulado Agua, aparecido en 1935. Como creador, reprodujo bajo diversas formas literarias sus vivencias, ideas y conflictos interiores, creando una de las más bellas e intensas obras de la narrativa peruana. Él estaba convencido de que la creación se nutría de la articulación del mundo interior del artista con su entorno social. Alguna vez confesó: “Yo creo que la experiencia del autor con el mundo exterior es la fuente principal de su creación”

En toda su obra aparece de una u otra manera la imborrable experiencia de haber vivido en su infancia entre los indios de la hacienda de su familia. Esto lo marcó tanto que toda su producción –esencialmente la cuentística– parece un incesante esfuerzo por demostrar al mundo su agradecimiento a los indios que le dieron amparo y amor cuando más lo necesitaba. Sin embargo, él no desconocía la necesidad de asimilar el legado de los grandes creadores, como lo reconoció en diversas ocasiones, mencionando la impronta de la obra de César Vallejo, Emilio Adolfo Westphalen, Ricardo Güiraldes, Shakespeare, entre otros artistas, en su producción literaria.

De los indios recibió amor familiar, y gracias a ellos aprendió a querer y respetar la naturaleza y las tradiciones culturales del mundo andino. Pero además de revelar desde dentro el mundo indígena, una de sus mayores realizaciones literarias estuvo en el lenguaje. Antes de publicar Agua, Arguedas, después de leer indignado en los libros de los indigenistas anteriores a él la presentación distorsionada y a veces caricaturesca de personajes indígenas, se propuso dar una versión adecuada del indio y sus avatares. Mas, para eso, requería de un lenguaje que solucionara el problema de la expresión en castellano de gente que solo hablaba quechua. Para realizar la ingente tarea de expresar a través del castellano el alma del idioma quechua, debió superar innumerables escollos. La recompensa fue una admirable realización literaria.


Otro de los desafíos que asumió fue la incorporación del pensamiento mágico y las manifestaciones literarias andinas, expresadas mediante la oralidad, en una forma literaria moderna, como es la novela.

Antonio Cornejo Polar propuso una interpretación de la obra de Arguedas a partir del gran esfuerzo que supuso para el autor de Los ríos profundos tratar de integrar un “doble estatuto socio-cultural”, en la medida que, por un lado, debía cumplir con las pautas de la cultura occidental, basada en la racionalidad, la escritura y un canon que delimitaba los requisitos para la realización de los géneros literarios, producto de una evolución de siglos. Por otro lado, frente a tal sistema cultural, se situaba el de la cultura andina, cuyas manifestaciones literarias eran esencialmente orales, emergentes de un pensamiento mágico, y destinadas a ser presentadas o escenificadas en público, sin intermediación de la escritura.

Arquedas articula estos dos estatutos de manera armónica, lo cual explica la presencia constante de canciones quechuas en las novelas y cuentos, el tono del lenguaje, impregnado del “alma quechua”, y los símbolos que surcan toda la obra y le dan una dimensión supra racional. El resultado final es una literatura particularmente compleja y rica, casi inagotable en sus posibilidades de interpretación

Hacia fines de los años cuarenta y, sobre todo en la siguiente década, se producen cambios importantes en el país. Gracias a la subida de los precios de las exportaciones y en una coyuntura internacional favorable para el inicio de la modernización del aparato económico del país, principalmente por el desarrollo de una industria nacional, la ampliación de la red vial y la afluencia de capitales extranjeros, Lima muestra un rostro particularmente atractivo para las demás regiones.

Así, en la capital empieza a instalarse un creciente número de industrias manufactureras y a construirse bloques de viviendas multifamiliares –unidades vecinales–, acompañadas por desacostumbrados equipamientos de educación y de salud –grandes unidades escolares y hospitales generales–. Estas y otras expresiones de la vida moderna alentarían una inmigración que con los años se haría aluvional, principalmente de las zonas andinas hacia la capital.

Lima, la ciudad criolla por excelencia, se verá invadida por un número creciente de pobladores pobres de origen rural que inicialmente tugurizarán el centro histórico y a continuación se instalarán en las faldas de los cerros y los arenales. Los asentamientos producto de forma de ocupación del espacio urbano, será denominada originalmente barriada, luego, en los años setenta, pueblo joven y, después, asentamiento humano marginal.

En tal contexto, una nueva generación de escritores se propone, consciente o inconscientemente, la modernización de la literatura. La mayoría de estos va a tomar como tema central la ciudad. En 1953, Julio Ramón Ribeyro, entonces un joven de veinticuatro años, publica en El Comercio “Lima, ciudad sin novela”, un artículo en el que se pregunta cómo es que las principales ciudades europeas, e incluso algunas capitales sudamericanas –Buenos aires y México, por ejemplo– tienen su novelista y Lima no, a pesar de su rico pasado, de su desarrollo urbanístico, industrial, demográfico y cultural. Y concluye que Lima ya merece una novela. Para algunos críticos, este artículo es casi un manifiesto literario.

Un año después, en 1954, se publica Lima, hora cero, de Enrique Congrains, conjunto de relatos que giran en torno a los problemas de arraigo en Lima de los inmigrantes andinos y de los habitantes de menores recursos; también de este año es Náufragos y sobrevivientes, de Sebastián Salazar Bondy, libro de cuentos de ambiente urbano. En 1955, Ribeyro publica su primer libro: Los gallinazos sin plumas, también colección de cuentos, cuyos personajes son extraídos de los estratos pobres y marginados de la capital.

Ninguno de estos libros es una novela, tal como lo reclamaba Ribeyro, sino libros de cuentos que se desenvuelven en un espacio pletórico de situaciones, personajes e historias inéditas en la ficción literaria, para cuyo tratamiento sus predecesores no habían legado instrumentos narrativos –enfoques, técnicas y lenguajes–. Para suplir estas carencias, los noveles creadores apelarán a la impronta de escritores extranjeros, componiendo un corpus desigual, plagado de aciertos y fracasos inevitables, de chispazos geniales y de muchas páginas prescindibles.

Por su parte, Ribeyro se las compone para ofrecer un mosaico de caracteres, de situaciones y de personajes que configuran una galería de seres propios de la ciudad capital, en la cual se encuentran desde los más pobres de los pobres –los marginales– hasta los representantes de las capas sociales privilegiadas, en ascenso o en decadencia. A través de su arte narrativo, la Lima de los cincuenta ostenta personajes reconocibles, lugares emblemáticos, paisajes urbanos indelebles. Como Mario Benedetti en Montevideanos, o como Alberto Moravia en sus Cuentos romanos, Ribeyro utiliza el cuento, por su brevedad y fuerza expresiva, para enfrentar la fragmentación y los abruptos cambios físicos y humanos de la capital. El narrador de sus cuentos y novelas es, sobre todo, un observador desencantado, a menudo impávido ante las venturas y desventuras de sus personajes. Pocas veces es enfático y crítico de manera explícita de los males de la moderna sociedad limeña. Una de las escasas ocasiones en que se sacude de la neutralidad es cuando observa la inexorable desaparición de elementos urbanos ligados a sus más íntimas vivencias, sean casonas, calles, parques, alamedas o, principalmente, el espíritu de la ciudad. Con la publicación de sus cuentos completos en los años setenta, se advierte que en los años cincuenta Ribeyro, a la par que sus cuentos de tono realista escribía otros en vena fantástica. Sin embargo, estos quedaron relegados a un segundo plano por sus creaciones más apegadas a la realidad. De hecho, en por lo menos dos décadas, su cuento más difundido y celebrado fue “Los gallinazos sin plumas”, un texto extremadamente dramático, que la sutil poesía que Ribeyro siempre insufla en sus relatos, lo libra de la truculencia.

Enrique Congrains escribe sobre todo acerca de los migrantes pobres que se desplazan masivamente a Lima y, consecuentemente, el mundo que revela es el de los problemas de asimilación, desamparo y confusión de estos recién llegados, en su gran mayoría andinos, a la gran urbe. Congrains se adelanta artísticamente al tratamiento de un tema que posteriormente será motivo de arduos análisis de tipo social y económico por especialistas en la materia: el mundo de las barriadas y su secuela de problemas de orden urbanístico, económico, social y cultural.

La atención preferente al universo urbano, no excluye el tratamiento del mundo andino. Pero, a diferencia de las décadas anteriores, signadas por el indigenismo, con sus aspiraciones de reivindicación y denuncia social, el mundo indagado es el de los pueblos andinos, y su tratamiento ahora privilegia lo literario.

Carlos Eduardo Zavaleta, uno de los abanderados de la denominada generación del cincuenta, introductor y principal difusor de la narrativa moderna –a través de traducciones, reseñas y ensayos sobre los más recientes escritores europeos y norteamericanos– aplica en sus cuentos el monólogo interior y las innovaciones técnicas de William Faulkner. Lo singular es que muchos de ellos se desarrollan en pequeños pueblos andinos, aunque también incursiona en la narrativa que se ha dado en llamar neorrealismo urbano. Eleodoro Vargas Vicuña, por su parte, también escribe sus cuentos ambientados en el mundo andino sin centrarse en las reivindicaciones políticas propias de los años treinta –Tomás Escajadillo conceptualiza este nuevo acercamiento al mundo andino como “neoindigenismo”–. Vargas Vicuña, si bien no se empeña en la búsqueda de nuevas formas narrativas, sí aspira –lográndolo de manera impecable– a forjar un lenguaje de resonancias líricas. Su afán ya no es reivindicativo, sino, si se quiere, eminentemente “artístico”; de allí su énfasis en el lenguaje y la realización poética de sus relatos.


En 1961, se publica la primera edición de Los inocentes, de Oswaldo Reynoso. Los cuentos que componen este libro se sumergen en el universo de los adolescentes que viven en la empobrecida zona central de Lima. Su prosa, plástica y musical, bucea en las intimidades de los desorientados jovencitos de los años 50 y 60; y si a la hora de buscársele una filiación se lo puede emparentar con José Diez Canseco –por su agudeza para captar el espíritu juguetón y pleno de gracia “criolla” del limeño–, ideológicamente son divergentes por el distanciamiento crítico que ejerce Reynoso en el desarrollo de sus historias, producto de su adhesión al socialismo. “El Príncipe”, uno de sus cuentos más celebrados, más allá de la anécdota y la recreación ambiental, es una sátira de los valores pretendidamente aristocráticos subsistentes entonces, uno de esos mitos que Sebastián Salazar Bondy fustigara en sus famosos ensayos de Lima la horrible (1964)

En todos los casos, en mayor o menor medida, se presenta una inquietud por las innovaciones técnicas funcionales de los nuevos fenómenos, lo mismo que por la construcción de un nuevo lenguaje. En este caso, no se trata solo del cuidado estilístico, sino del afán por plasmar una retórica novedosa. En todos ellos parecía alentar un gran fervor por la literatura y sus posibilidades.

Sin embargo, muy pronto se evidenció una de las principales contradicciones –si no la principal– de la generación, entre sus aspiraciones y el medio en que debieron desenvolverse. De un lado, la búsqueda incesante de nuevas formas, teorías, métodos y técnicas con las cuales entender y expresar la modernidad, desarrollándose intelectual, artística y políticamente de acuerdo a los “nuevos tiempos” para así llegar a la universalidad; y, de otro lado, un medio social urbano –principal escenario de los intelectuales de esos años– que debía ser, como lo señalaban todos los casos conocidos de occidente, expresión natural de lo moderno y del progreso, pero en el cual subsistían patrones culturales de otra época e insalvables limitantes –falta de editoriales, de mercado de lectores, etc.–. Todo esto, mientras el mundo cultural “criollo” iba siendo erosionado por manifestaciones andinas, que poco a poco se iban imponiendo en la capital, en vías de convertirse en metrópoli.

Algunos lograron de alguna manera resolver esta contradicción y mantener su vigencia –principalmente viajando al extranjero–, aunque al precio del desarraigo; otros, simplemente reflejaron lo que veían o sentían, mientras que no pocos –quizás los más– abandonaron todo intento en las primeras escaramuzas entre la realidad, cediendo el paso a los que vendrían detrás, o cayendo en el desencanto y el escepticismo. De cualquier modo, dejaron una huella tan importante, que muchos de los narradores de las décadas siguientes continuaron –ampliando, replanteando o cuestionando, pero no ignorando– la brecha abierta por ellos. 

 

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ROBERTO REYES TARAZONA (Lima, 1947). Narrador y sociólogo, integrante del grupo “Narración”. Ejerce la docencia en diversas universidades del Perú. Es autor de los libros de cuentos: Infierno a plazos y En corral ajeno, entre otros. Sus novelas más representativas son: Los verdes años del billar (1988) y Caldero del infierno (Lluvia editores,2019). Obtuvo el premio de cuento “José María Arguedas” (1973). Es director de la revista “Arquitextos”.




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[A partir de janeiro de 2022]
 

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Número 192 | dezembro de 2021

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