Lo curioso es que este Valdelomar, poeta y prosista de
renombre, además de caricaturista, periodista y principal figura del movimiento
“Colónida”, abandona en este cuento los ambientes exóticos, las frases lujosas,
el esteticismo a ultranza, y ofrece un cuento de ambiente pueblerino, en que el
narrador, con un aura de nostalgia y melancolía, conduce una trama aparentemente
sencilla pero muy eficaz, articulando una composición impecable. En el cuento, el
narrador empieza recreando el mundo de su niñez, deteniéndose en la pintura del
paisaje de la región y en detalles de su hogar, como preámbulo al duelo a muerte
que afrontará el gallo bautizado como Caballero Carmelo. En el duelo, este gallo
de pelea encarna los valores caballerescos que propugna la oligarquía, orgullosa
de su prosapia y descendencia española –la misma que lo marginaba, por sus rasgos
mestizos–, lo cual se articula sin conflicto con la evocación melancólica del sencillo
mundo familiar.
Este cuento constituye un hito en la narrativa peruana,
pues para la gran mayoría de críticos inaugura nuestra etapa de modernización de
la narrativa. Y si bien en los escasos años de vida que le quedarían por delante,
no abandona sus desplantes y excentricidades personales, continuará escribiendo
cuentos de recreación de los pequeños pueblos de la costa sur de donde provenía
–los mejores de su producción, dicho sea de paso–, como “Los ojos de Judas” y “Evaristo
el sauce que murió de amor”.
La producción de Valdelomar se adscribía en ese entonces
en el postmodernismo, aunque algunos la incorporan en el regionalismo. De cualquier
modo, ya había tomado distancia de la ortodoxia modernista, que seguían escritores
como Clemente Palma, quien en toda su obra se mantuvo fiel a los postulados de este
movimiento. Los relatos de Palma se orientan a la expresión de temas exóticos, a
la búsqueda de lo raro, de lo fantástico –es el primer escritor de literatura fantástica
en el país–. Los títulos de sus obras grafican nítidamente el interés de este autor:
Cuentos malévolos, Mors ex vita, Historietas malignas, XYZ.
Escribió hasta su muerte en 1935.
Armando Zubizarreta –un estudioso de la obra de Valdelomar–
propone una clasificación de sus cuentos, que luego ha sido repetida muchas veces.
De acuerdo a su planteamiento, se contemplan: “Cuentos exóticos”, “Cuentos incaicos”,
“Cuentos yanquis”, “Cuentos chinos”, “Cuentos fantásticos” y “Cuentos criollos”.
Una versión poco conocida de su producción temprana corresponde
a sus “Cuentos incaicos”, cercanos al tratamiento exotista de la realidad peruana
al estilo de Ventura García Calderón. La mirada al indio y a la cultura andina había
empezado a adquirir importancia debido al tratamiento narrativo de algunos autores,
como Narciso Aréstegui y Clorinda Matto de Turner e, incluso, en algunas de las
tradiciones de Ricardo Palma. Este interés, plasmado en la década del veinte en
un vigoroso movimiento indigenista, se había ido consolidando desde la crisis del
civilismo y del desplazamiento de la influencia inglesa por la norteamericana en
la economía, y en el contexto de movilizaciones de nuevos grupos sociales, de la
prédica de Amauta, la revista de José Carlos Mariátegui, y de la fundación del Partido
Comunista y del Apra.
En 1920 aparece la primera edición de “Cuentos Andinos”,
de Enrique López Albújar. Con este libro, para muchos críticos, se inicia un nuevo
derrotero para la literatura de temática andina, que alcanzaría su cumbre en la
obra de José María Arguedas. A López Albújar se le atribuye el mérito de profundizar
y desvelar la psicología, creencias y comportamiento social del indio, despojado
de toda idealización. Nombrado juez en Huánuco en 1916, López Albújar es testigo
de innumerables casos e incidentes protagonizados por indios, de los cuales extrae
historias que rezuman crueldad, violencia, abusos, aunque también valentía, resignación
y entereza ante situaciones complicadas, que traslada con mucha destreza a la ficción.
En general, su tratamiento narrativo es seco, directo, pretendiendo ser objetivo,
no obstante los hechos apasionantes. Sus finales, sobre todo, están cargados de
crueldad, de crudeza, de horror, y hasta cierta truculencia, como en “Ushanan Jampi”,
su cuento más difundido –ha aparecido en numerosas antologías–, en el cual desarrolla
con un lenguaje despojado de ripios retóricos, una historia en torno al juzgamiento
delictivo de un miembro de una comunidad por sus propios jueces indígenas, los yayas,
y su despiadada ejecución.
Volviendo a los años veinte, con el indigenismo –no solo
literario, sino político y social– adueñado del escenario narrativo, florecen otras
corrientes que siguen sus propios cauces, aunque con distinta suerte. Una de ellas
es el criollismo y la otra el realismo social.
El criollismo se puede enmarcar en la producción regionalista
latinoamericana, de la que también es tributaria el indigenismo. Su principal representante
en el Perú es José Diez Canseco, quien siempre es recordado por sus cuentos centrados
en personajes populares del mundo urbano. Sin embargo, sus historias transcurren, en unos
casos, en lo que él mismo denominara “media sierra” –o “yunga”, según la denominación
de Javier Pulgar Vidal en su propuesta de Regiones Naturales–; en otros casos, los
acontecimientos narrativos suceden en puertos americanos o en la selva (El Gaviota, Kilómetro 83). En general, en sus relatos predominan los espacios abiertos,
y, al parecer, intentando presentar escenarios que en conjunto configuraran el país,
una aspiración que comparten escritores de su generación, como Fernando Romero (Doce novelas de la selva y Mar y playa) y
José Ferrando (Panorama hacia el alba).
En ellos se puede rastrear el influjo de Rómulo Gallegos, José Eustacio Rivera,
Ricardo Güiraldes, etc.
Una de los fundamentos para identificar a Diez Canseco
como criollista se basa en los rasgos multiétnicos de casi todos sus personajes,
que son niños o jóvenes limeños. Sus primeros cuentos los agrupó en un libro que
tituló Estampas mulatas; en ellos se despliegan reiteradamente
los valores de la cultura criolla urbana limeña, como la lealtad, el honor y la
hombría, expresándose en un lenguaje extraído de la oralidad callejera, aunque muchas
veces sin la debida reelaboración literaria. En “El trompo”, se trama la historia
del aprendizaje de la vida de un “zambito” a través del juego. La visión del narrador es condescendiente y paternalista,
propia de un representante de la aristocracia criolla, como lo era su autor.
La otra vertiente de esos años es el realismo social, el cual muestra
elementos comunes y notorias coincidencias con el indigenismo, con el que a menudo
se le confunde. Sin embargo, Mariátegui, ardoroso defensor del indigenismo, captó
muy bien las diferencias de esta línea creativa aún muy incipiente a medianos de
los años veinte. En uno de sus Siete Ensayos
de interpretación de la realidad peruana, el dedicado al Proceso de la Literatura,
advierte: “El desarrollo de la corriente indigenista no amenaza ni paraliza el de
otros elementos vitales de nuestra literatura. El “Indigenismo” no aspira indudablemente
a acaparar la escena literaria. No excluye ni estorba otros impulsos ni otras manifestaciones”.
El concepto de realismo social atiende esencialmente
al espíritu que animaba a gran número de intelectuales de una época signada por
la efervescencia social, quienes, motivados por razones políticas, ideológicas o
simplemente vivenciales, intentaron denunciar en obras literarias las condiciones
imperantes en la sociedad que les tocó vivir, sea directamente por sus experiencias
de clase, o por su adhesión a la causa popular.
La forma predominante fue la aspiración a
una visión objetiva de la realidad, a menudo desde una perspectiva testimonial,
plasmada mediante un lenguaje sencillo, directo, y en una secuencia lineal de los
hechos. En los primeros intentos, y casi exclusivamente en los cuentos, de alguna
manera se asimilaron algunos recursos vanguardistas; pero el tono predominante fue
el de reconstrucción directa de la realidad social exterior, con escasa realización
literaria. La mayor parte de esa producción se desenvuelve en el universo minero,
aunque también en las cárceles y en los centros urbanos. Su principal limitación
era su mismo origen, pues al ser concebidos con una fuerte carga ideológica, supeditando
los valores artísticos a un segundo plano, no alcanzaron a configurar una producción
sobresaliente. Pero hay una excepción, un caso singular, que amerita la presentación
de esta corriente: el cuento “Paco Yunque”, de César Vallejo.
“Paco Yunque”
se publicó póstumamente en 1951, en la revista “La hora del hombre”, casi dos décadas
después de haber sido escrito. A diferencia de su novela El tungteno, que posee un mensaje claro y definido desde el subtítulo:
“novela proletaria”, su interpretación y enjuiciamiento no son tan claros. En primer
lugar, “Paco Yunque” ha sido muchas veces incluido dentro de la narrativa indigenista,
por transcurrir en un pueblo andino y porque su protagonista es un niño de origen
campesino. Pero este cuento, si bien Vallejo lo escribió con ánimo de denuncia social,
sobre todo al presentar los abusos impunes de los más fuertes y ricos, con la complicidad
de algunos oprimidos por su falta de solidaridad, el significado último del relato
permite varias lecturas o interpretaciones. Una de ellas considera que la historia
de ninguna manera tiene un carácter reivindicativo –como lo propugnaba la literatura
“social”– sino todo lo contrario, en tanto que el relato destila resignación, fatalismo,
sumisión. Otras interpretaciones, siguiendo de alguna manera la teoría de Bertold
Brecht, consideran que el cuento, por su patética pintura de la situación del pequeño
Paco, provoca la indignación, el rechazo a tal situación y al orden que lo permite
y, por tanto, logra el objetivo de “conmoción ideológica” o política, objetivo principal
de las narraciones sociales.
Pero de todas estas tendencias, el indigenismo es la más
vigorosa y de mayor realización, principalmente por la obra de Ciro Alegría y de
José María Arguedas. Los años treinta y cuarenta, en que se publican las primeras
obras de estos narradores, se alcanzan las máximas expresiones del indigenismo como
movimiento reivindicativo del indio, en torno al cual giraban otros temas, como
la justicia social, su papel en la economía y la búsqueda de la identidad nacional.
José María Arguedas, a diferencia de Ciro Alegría, esencialmente
novelista, es un excelente exponente de los dos géneros narrativos. Su primer libro
es precisamente un conjunto de relatos cortos titulado Agua, aparecido en 1935. Como creador, reprodujo bajo diversas formas literarias
sus vivencias, ideas y conflictos interiores, creando una de las más bellas e intensas
obras de la narrativa peruana. Él estaba convencido de que la creación se nutría
de la articulación del mundo interior del artista con su entorno social. Alguna
vez confesó: “Yo creo que la experiencia del autor con el mundo exterior es la fuente
principal de su creación”
En toda su obra aparece de una u
otra manera la imborrable experiencia de haber vivido en su infancia entre los indios
de la hacienda de su familia. Esto lo marcó tanto que toda su producción –esencialmente
la cuentística– parece un incesante esfuerzo por demostrar al mundo su agradecimiento
a los indios que le dieron amparo y amor cuando más lo necesitaba. Sin embargo,
él no desconocía la necesidad de asimilar el legado de los grandes creadores, como
lo reconoció en diversas ocasiones, mencionando la impronta de la obra de César
Vallejo, Emilio Adolfo Westphalen, Ricardo Güiraldes, Shakespeare, entre otros artistas,
en su producción literaria.
De los indios recibió amor familiar,
y gracias a ellos aprendió a querer y respetar la naturaleza y las tradiciones culturales
del mundo andino. Pero además de revelar desde dentro el mundo indígena, una de
sus mayores realizaciones literarias estuvo en el lenguaje. Antes de publicar Agua, Arguedas, después de leer indignado
en los libros de los indigenistas anteriores a él la presentación distorsionada
y a veces caricaturesca de personajes indígenas, se propuso dar una versión adecuada
del indio y sus avatares. Mas, para eso, requería de un lenguaje que solucionara
el problema de la expresión en castellano de gente que solo hablaba quechua. Para
realizar la ingente tarea de expresar a través del castellano el alma del idioma
quechua, debió superar innumerables escollos. La recompensa fue una admirable realización
literaria.
Antonio Cornejo Polar propuso una
interpretación de la obra de Arguedas a partir del gran esfuerzo que supuso para
el autor de Los ríos profundos tratar
de integrar un “doble estatuto socio-cultural”, en la medida que, por un lado, debía
cumplir con las pautas de la cultura occidental, basada en la racionalidad, la escritura
y un canon que delimitaba los requisitos para la realización de los géneros literarios,
producto de una evolución de siglos. Por otro lado, frente a tal sistema cultural,
se situaba el de la cultura andina, cuyas manifestaciones literarias eran esencialmente
orales, emergentes de un pensamiento mágico, y destinadas a ser presentadas o escenificadas
en público, sin intermediación de la escritura.
Arquedas articula estos dos estatutos
de manera armónica, lo cual explica la presencia constante de canciones quechuas
en las novelas y cuentos, el tono del lenguaje, impregnado del “alma quechua”, y
los símbolos que surcan toda la obra y le dan una dimensión supra racional. El resultado
final es una literatura particularmente compleja y rica, casi inagotable en sus
posibilidades de interpretación
Hacia fines de los años cuarenta y, sobre todo en la siguiente
década, se producen cambios importantes en el país. Gracias a la subida de los precios
de las exportaciones y en una coyuntura internacional favorable para el inicio de
la modernización del aparato económico del país, principalmente por el desarrollo
de una industria nacional, la ampliación de la red vial y la afluencia de capitales
extranjeros, Lima muestra un rostro particularmente atractivo para las demás regiones.
Así, en la capital empieza a instalarse
un creciente número de industrias manufactureras y a construirse bloques de viviendas
multifamiliares –unidades vecinales–, acompañadas por desacostumbrados equipamientos
de educación y de salud –grandes unidades escolares y hospitales generales–. Estas
y otras expresiones de la vida moderna alentarían una inmigración que con los años
se haría aluvional, principalmente de las zonas andinas hacia la capital.
Lima, la ciudad criolla por excelencia,
se verá invadida por un número creciente de pobladores pobres de origen rural que
inicialmente tugurizarán el centro histórico y a continuación se instalarán en las
faldas de los cerros y los arenales. Los asentamientos producto de forma de ocupación
del espacio urbano, será denominada originalmente barriada, luego, en los años setenta,
pueblo joven y, después, asentamiento humano marginal.
En tal contexto, una nueva generación
de escritores se propone, consciente o inconscientemente, la modernización de la
literatura. La mayoría de estos va a tomar como tema central la ciudad. En 1953,
Julio Ramón Ribeyro, entonces un joven de veinticuatro años, publica en El Comercio
“Lima, ciudad sin novela”, un artículo en el que se pregunta cómo es que las principales
ciudades europeas, e incluso algunas capitales sudamericanas –Buenos aires y México,
por ejemplo– tienen su novelista y Lima no, a pesar de su rico pasado, de su desarrollo
urbanístico, industrial, demográfico y cultural. Y concluye que Lima ya merece una
novela. Para algunos críticos, este artículo
es casi un manifiesto literario.
Un año después,
en 1954, se publica Lima, hora cero, de
Enrique Congrains, conjunto de relatos que giran en torno a los problemas de arraigo
en Lima de los inmigrantes andinos y de los habitantes de menores recursos; también
de este año es Náufragos y sobrevivientes,
de Sebastián Salazar Bondy, libro de cuentos de ambiente urbano. En 1955, Ribeyro
publica su primer libro: Los gallinazos sin
plumas, también colección de cuentos, cuyos personajes son extraídos de los
estratos pobres y marginados de la capital.
Ninguno de estos
libros es una novela, tal como lo reclamaba Ribeyro, sino libros de cuentos que
se desenvuelven en un espacio pletórico de situaciones, personajes e historias inéditas
en la ficción literaria, para cuyo tratamiento sus predecesores no habían legado
instrumentos narrativos –enfoques, técnicas y lenguajes–. Para suplir estas carencias,
los noveles creadores apelarán a la impronta de escritores extranjeros, componiendo
un corpus desigual, plagado de aciertos y fracasos inevitables, de chispazos geniales
y de muchas páginas prescindibles.
Por su parte, Ribeyro se las compone
para ofrecer un mosaico de caracteres, de situaciones y de personajes que configuran
una galería de seres propios de la ciudad capital, en la cual se encuentran desde
los más pobres de los pobres –los marginales– hasta los representantes de las capas
sociales privilegiadas, en ascenso o en decadencia. A través de su arte narrativo,
la Lima de los cincuenta ostenta personajes reconocibles, lugares emblemáticos,
paisajes urbanos indelebles. Como Mario Benedetti en Montevideanos, o como Alberto Moravia en sus Cuentos romanos, Ribeyro utiliza el cuento, por su brevedad y fuerza
expresiva, para enfrentar la fragmentación y los abruptos cambios físicos y humanos
de la capital. El narrador de sus cuentos y novelas es, sobre todo, un observador
desencantado, a menudo impávido ante las venturas y desventuras de sus personajes.
Pocas veces es enfático y crítico de manera explícita de los males de la moderna
sociedad limeña. Una de las escasas ocasiones en que se sacude de la neutralidad
es cuando observa la inexorable desaparición de elementos urbanos ligados a sus
más íntimas vivencias, sean casonas, calles, parques, alamedas o, principalmente,
el espíritu de la ciudad. Con la publicación de sus cuentos completos en los años
setenta, se advierte que en los años cincuenta Ribeyro, a la par que sus cuentos
de tono realista escribía otros en vena fantástica. Sin embargo, estos quedaron
relegados a un segundo plano por sus creaciones más apegadas a la realidad. De hecho,
en por lo menos dos décadas, su cuento más difundido y celebrado fue “Los gallinazos
sin plumas”, un texto extremadamente dramático, que la sutil poesía que Ribeyro
siempre insufla en sus relatos, lo libra de la truculencia.
Enrique Congrains escribe sobre todo acerca de los migrantes
pobres que se desplazan masivamente a Lima y, consecuentemente, el mundo que revela
es el de los problemas de asimilación, desamparo y confusión de estos recién llegados,
en su gran mayoría andinos, a la gran urbe. Congrains se adelanta artísticamente
al tratamiento de un tema que posteriormente será motivo de arduos análisis de tipo
social y económico por especialistas en la materia: el mundo de las barriadas y
su secuela de problemas de orden urbanístico, económico, social y cultural.
La atención preferente al universo urbano, no excluye
el tratamiento del mundo andino. Pero, a diferencia de las décadas anteriores, signadas
por el indigenismo, con sus aspiraciones de reivindicación y denuncia social, el
mundo indagado es el de los pueblos andinos, y su tratamiento ahora privilegia lo
literario.
Carlos Eduardo Zavaleta, uno de los abanderados de la
denominada generación del cincuenta, introductor y principal difusor de la narrativa
moderna –a través de traducciones, reseñas y ensayos sobre los más recientes escritores
europeos y norteamericanos– aplica en sus cuentos el monólogo interior y las innovaciones
técnicas de William Faulkner. Lo singular es que muchos de ellos se desarrollan
en pequeños pueblos andinos, aunque también incursiona en la narrativa que se ha
dado en llamar neorrealismo urbano. Eleodoro Vargas Vicuña, por su parte, también
escribe sus cuentos ambientados en el mundo andino sin centrarse en las reivindicaciones
políticas propias de los años treinta –Tomás Escajadillo conceptualiza este nuevo
acercamiento al mundo andino como “neoindigenismo”–. Vargas Vicuña, si bien no se
empeña en la búsqueda de nuevas formas narrativas, sí aspira –lográndolo de manera
impecable– a forjar un lenguaje de resonancias líricas. Su afán ya no es reivindicativo,
sino, si se quiere, eminentemente “artístico”; de allí su énfasis en el lenguaje
y la realización poética de sus relatos.
En todos los casos, en mayor o menor medida, se presenta
una inquietud por las innovaciones técnicas funcionales de los nuevos fenómenos,
lo mismo que por la construcción de un nuevo lenguaje. En este caso, no se trata
solo del cuidado estilístico, sino del afán por plasmar una retórica novedosa. En
todos ellos parecía alentar un gran fervor por la literatura y sus posibilidades.
Sin embargo, muy pronto se evidenció
una de las principales contradicciones –si no la principal– de la generación, entre
sus aspiraciones y el medio en que debieron desenvolverse. De un lado, la búsqueda
incesante de nuevas formas, teorías, métodos y técnicas con las cuales entender
y expresar la modernidad, desarrollándose intelectual, artística y políticamente
de acuerdo a los “nuevos tiempos” para así llegar a la universalidad; y, de otro
lado, un medio social urbano –principal escenario de los intelectuales de esos años–
que debía ser, como lo señalaban todos los casos conocidos de occidente, expresión
natural de lo moderno y del progreso, pero en el cual subsistían patrones culturales
de otra época e insalvables limitantes –falta de editoriales, de mercado de lectores,
etc.–. Todo esto, mientras el mundo cultural “criollo” iba siendo erosionado por
manifestaciones andinas, que poco a poco se iban imponiendo en la capital, en vías
de convertirse en metrópoli.
Algunos lograron de alguna manera resolver esta contradicción y mantener su vigencia –principalmente viajando al extranjero–, aunque al precio del desarraigo; otros, simplemente reflejaron lo que veían o sentían, mientras que no pocos –quizás los más– abandonaron todo intento en las primeras escaramuzas entre la realidad, cediendo el paso a los que vendrían detrás, o cayendo en el desencanto y el escepticismo. De cualquier modo, dejaron una huella tan importante, que muchos de los narradores de las décadas siguientes continuaron –ampliando, replanteando o cuestionando, pero no ignorando– la brecha abierta por ellos.
ROBERTO REYES TARAZONA (Lima, 1947).
Narrador y sociólogo, integrante del grupo “Narración”. Ejerce la docencia en diversas
universidades del Perú. Es autor de los libros de cuentos: Infierno a plazos y En
corral ajeno, entre otros. Sus novelas más representativas son: Los verdes años
del billar (1988) y Caldero del infierno (Lluvia editores,2019). Obtuvo el premio
de cuento “José María Arguedas” (1973). Es director de la revista “Arquitextos”.
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 192 | dezembro de 2021
Curadoria: Floriano Martins (Brasil, 1957)
Artista convidado: Pablo Amaringo (Peru, 1938-2009)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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