En relación a
este último punto, debemos tener en cuenta que ningún movimiento, escuela o proyecto
histórico cultural destierra a sus predecesores de la escena literaria. La producción
de los nuevos narradores –que no necesariamente proponen una nueva forma o tendencia
narrativa– siempre converge con la de quienes poseen ya una trayectoria reconocida;
y no es infrecuente que escritores experimentados se renueven o se inscriban en
los nuevos registros literarios, en tanto que narradores noveles pueden mostrarse
como epígonos de tendencias supuestamente canceladas.
Previamente a
la entrada en materia, debo advertir que, pasada la euforia de quienes consideraban
que luego de la caída del muro de Berlín y la implantación de la globalización económica
se entraba en una nueva era de la humanidad, signada por la desaparición de la historia
y la implantación de la posmodernidad en reemplazo de la filosofía, la ideología
y el arte modernos, hoy, a menos de dos décadas de estos pronósticos, se ha producido
la natural decantación de tales posturas.
La narrativa
posmoderna surgió a la palestra con la pretensión de ser mucho más que una nueva
tendencia o escuela. Aspiraba a ser la expresión narrativa correspondiente del nuevo
momento que vivía la humanidad. Al inicio de los noventa, Francis Fukuyama, uno
de los exegetas del neoliberalismo, había escrito un libro de amplia cobertura internacional:
El fin de la historia. En él sostenía que la humanidad había ingresado en
una nueva etapa en donde carecían de sentido no solo la historia y las ideologías,
sino también todo intento de cambio, en la medida que se había llegado a la unanimidad
en el pensamiento social y económico y se operaba un crecimiento incesante e incontenible
de la tecnología. Según Fukuyama, y con él numerosos seguidores de sus ideas, sobrevenía
una conciencia post histórica por haberse llegado al límite de la evolución del
pensamiento humano y a la implantación universal de los principios de la democracia
liberal.
Sin embargo,
ahora nos encontramos con que cada vez son más frecuentes las opiniones acerca de
la reducción de la esfera de influencia de la posmodernidad o de sus alcances e,
incluso, de su obsolescencia; a tal punto que en algunos campos de la cultura se
sostiene la postura de una pos-posmodernidad, como lo hace Roberto Fernández para
la arquitectura. En la literatura en nuestro medio se menciona cada vez menos a
esta tendencia, no por razones teóricas e intelectuales sino por el propio peso
de otras expresiones que calan más en la sensibilidad social, en la medida que la
creación narrativa entre nosotros se alimenta sobre todo de las experiencias vitales,
de las vivencias recogidas a partir de las nuevas condiciones sociales y económicas.
Si bien es cierto
que las expresiones culturales de la posmodernidad se articulan a la globalización
–fenómeno esencialmente económico y tecnológico–, a la que de un modo u otro estamos
vinculados, se podría pensar que es inevitable que la posmodernidad absorba, queriéndolo
o no, a los nuevos creadores e, incluso, influya en los pertenecientes a etapas
anteriores.
Sin embargo,
si el Perú nunca entró de lleno en la modernidad –como apuntan correctamente estudiosos
de nuestra realidad–, sino solo en algunos sectores, ¿cómo puede ser posible que
todo el mundo asuma esta nueva sensibilidad posmoderna? Más aún: ¿qué ocurre con
aquellos sectores de la sociedad que están en transición hacia un pensamiento moderno,
o, más precisamente, hacia una producción creativa que apuntale esta modernidad
a medias que nos caracteriza? ¿Dejan de tener sentido entonces las vivencias y ficciones
de aquellas obras que no se inscriben en el campo de la posmodernidad? ¿Son descalificables
los intentos de indagación sobre el sentido del ser social, de la existencia misma,
propia de un tipo de literatura que –según los cánones posmodernos– es obsoleto?
Son preguntas para las que no tengo respuestas válidas para todo el mundo, pero
sí una posición personal.
Lo que es indiscutible
es que la posmodernidad ingresó a nuestra realidad narrativa a través de la obra
de algunos narradores. Lo prueban las novelas de Mario Bellatín, Óscar Malca y Jaime
Baily, reconocidos por la crítica peruana y extranjera como escritores posmodernos.
A la obra de estos autores se sumó la de Iván Thays, Javier Arévalo y Carlos Herrera,
por mencionar solo a los más conocidos y –a excepción de Óscar Malca–, con más de
un libro publicado. Existen también, por supuesto, otros jóvenes narradores, e incluso
no tan jóvenes, que podrían considerarse adscritos a esta denominación, que no se
tomarán en cuenta en esta oportunidad por tratarse de uan primera aproximación al
tema.
Una primera característica
de las obras literarias narrativas posmodernas es la uniformización de los mundos
representados, producto de la pérdida e importancia de lo local frente a lo internacional,
debido principalmente a la globalización. Esta característica, como rasgo distintivo
que emparenta la obra narrativa de algunos jóvenes narradores con la de representantes
de otras sociedades –más o menos semejantes a la nuestra–, está presente de manera
muy nítida en la antología McOndo, preparada por Alberto Fuguet y Sergio
Gómez y editada en 1996. McOndo, título
irónico que representa la negación de todo lo “macondiano” –entendiendo bajo este
término el realismo mágico–, es representativo de los alcances y limitaciones de
la escritura de muchos jóvenes escritores iberoamericanos, como Alberto Fuguet (chileno),
Edmundo Paz Soldán (boliviano), Ray Lóriga (español), Jaime Bayly (peruano), entre
otros.
En los cuentos
seleccionados se puede apreciar rasgos comunes, como ligereza en el tratamiento
del tema, algunos toques de humor, lenguaje coloquial, pero también monotonía, falta
de mundos propios y de identidad (en gran medida parecen intercambiables). A medida
que avanza la lectura de los cuentos y se repiten las escenas, el tipo de personajes
y, a menudo, el lenguaje, paulatinamente decae el interés.
Los autores seleccionados
son originarios de ocho países latinoamericanos, además de un español, pero los
cuentos podrían ser firmados por uno u otro y transcurrir en cualquier ciudad de
América Central o del Sur. La ambientación remite a espacios anónimos, sin ningún
espesor ni singularidad: se habla simplemente de la casa, el motel, la habitación,
la calle, el departamento, etc. Las ciudades aparecen desdibujadas, ni siquiera
como una atmósfera o una presencia invisible. Pareciera haberse pedido la conciencia
del lugar.
La homogenización
no fue buscada por los responsables de la antología. En la introducción, ellos señalan
que, a partir de un alejamiento de cualquier manifestación del realismo mágico,
la juventud y otros detalles formales, hubo libertad irrestricta para el desarrollo
de los textos. El resultado final, mostró que “el gran tema de la identidad latinoamericana
(¿quiénes somos?) pareció dejar paso al tema de la identidad personal (¿quién soy?)”.
No son en absoluto frescos sociales ni sagas colectivas, sino realidades
individuales y privadas.
Esta antología, que gozó de una gran difusión internacional,
puso en primer plano la existencia de una forma de entender la narrativa arraigada
ya en muchos países latinoamericanos, aunque circunscrita a círculos restringidos.
El éxito del libro permitió dar el salto o afianzar la carrera de algunos de los
antologados.
Jaime Bayly, el representante peruano, había ya publicado
para entonces dos novelas: No se lo digas a nadie (1994) y Fue ayer y
no me acuerdo (1995), que si bien habían causado mucho revuelo y buenas ventas
en el ámbito nacional, eran completamente desconocidas en el mercado externo. La
noche es virgen (1997), novela ganadora del premio Herralde, en España, le permitió ingresar al circuito comercial
hispanoamericano.
El valor literario
de sus obras es muy discutible, pero es innegable su aceptación por el grueso del
público, seducido por su estilo ligero, sus toques de humor y, sobre todo, porque
sus temas, además de las drogas, el sexo (hetero y homosexual) y demás inquietudes
juveniles del momento, incluyen una gran semejanza a los modelos de la vida real,
empezando por él mismo. Este recurso –como es usual–, incita al público a la identificación
de los personajes reales tras los usados en la ficción. El de Bayly es el caso más
representativo de la presencia de las leyes del mercado en la producción de un autor,
pues éste, a pesar de su declarada búsqueda de una expresión de sus propias inquietudes,
ha repetido una y otra vez la fórmula que le ha proporcionado mayores éxitos, sobre
todo por su reiterado tratamiento de la homosexualidad en el narrador-protagonista.
A ello se suman otras razones extra literarias, derivadas de su popularidad como
figura en la televisión.
Bayly encarna
la denominada tendencia ligth, uno de
los rasgos atribuidos a la narrativa posmoderna, producto de las exigencias del
mercado, que demanda lecturas ligeras, de entretenimiento, no muy exigentes. Sin
embargo, ésta no es una característica esencial de la narrativa posmoderna; pues
de serla, cualquier escritor, con un mínimo de oficio, podría incursionar en este
tipo de literatura, así su mentalidad sea moderna e, incluso, premoderna.
Bellatín es un
escritor considerado unánimemente como representante de la narrativa posmoderna.
Y, aunque él es nacido en México pero con una larga residencia en el país, carece
de importancia si se lo considera mexicano o peruano, pues su narrativa es descontextualizada,
profundamente individual y ajena a inquietudes colectivas de cualquier tipo. Sus
textos, desde Mujeres de sal, publicada en 1986, pasando por Efecto invernadero
(1992), Canon perpetuo (1993) Salón de Belleza (1994), Damas
chinas (1995) –y las que publicará luego, en el presente siglo–, son novelas
cortas; lo cual, desde la perspectiva de las décadas precedentes, lo hubiera calificado
como un escritor menor, incapaz de alcanzar las cumbres de una “novela total”, requisito
para ser considerado entonces como un narrador integral y de primera línea. Desde
esta perspectiva podría considerarse su producción como ligth, mas su obra es una infatigable búsqueda de una expresión personal,
de un mundo propio, que se ha ido ramificando de manera cada vez más libre de obra
en obra.
La prosa de Bellatín
es depurada, casi desnuda de adjetivaciones, alejada de referentes realistas, en
tanto que sus ficciones podrían ocurrir en cualquier ciudad; pero, si bien se trata
de novelas, estas ofrecen una deliberada fragmentación en la composición, característica
típica de la narrativa posmoderna. Bellatín es sobre todo un creador de atmósferas
enrarecidas, pero a la vez un incesante experimentador de formas literarias, no
a la manera vanguardista, sino retomando viejas formas adaptadas a su sensibilidad.
El resultado puede ser perturbador o de una extraña belleza.
Su libro más
aclamado por la crítica, Salón de belleza, es una presentación de la soledad
y la angustia de seres marginales enfrentados a la muerte. Lo paradójico es que
en esta novela, la conversión del salón de belleza en “moridero”, lugar de refugio
de enfermos incurables –se supone que de sida, aunque nunca se usa tal palabra–,
golpean nuestro sentido de equilibrio cotidiano. Lo singular es que las descripciones
son mínimas, pero a través de la presentación paralela de la degradación de la vida
en la pecera del protagonista, nos va introduciendo en ese mundo en el que la muerte
se va apoderando de todo, incluso del narrador. De esta manera, a pesar del individualismo
exacerbado de la propuesta narrativa de Bellattín, de su desapego por los referentes
locales, la novela revela de manera superlativa la situación actual de la sociedad
peruana, que oscila entre la violencia, la marginalidad y el abismo social.
La obra de Bellatín
por ser tan personal y basada en una búsqueda permanente de formas nuevas, es insular
en esa década. En cambio, Al final de la calle, de Óscar Malca, tiene sus
antecedentes en Los inocentes, de Oswaldo Reynoso, y, a su vez, provoca una
apreciable lista de seguidores que toman la posta –con las singularidades del caso–
de la línea continuada por este libro, como es el caso de Sergio Galarza, Manuel
Rilo, Carlos Dávalos, José Tola, Carlos Rengifo, y otros jóvenes narradores.
No sostenemos
que haya una influencia directa entre Los inocentes y Al final de la calle,
así como entre ésta y las obras de los narradores más jóvenes. Creemos que hay una
respuesta propia de cada época y de cada sensibilidad particular para enfrentar
las condiciones del medio y del momento que les ha tocado vivir. En la obra de Reynoso,
a pesar de que se trata de cuentos compuestos en la forma clásica, como narraciones
cerradas e independientes, existe una correspondencia interior entre todos ellos,
con personajes que aparecen en uno y otro cuento, de tal forma que es evidente una
vocación de integración. En cambio, Al final de la calle (1993), pese a tratarse de una novela con
un referente identificable –el distrito de Magdalena del Mar– y personajes caracterizados
según las costumbres y ritos propios de una collera de barrio, no se observa la
integración ni la unidad usuales en una novela. La estructura de los capítulos aparece
muy abierta y el último no termina de dar cuenta del universo narrativo creado.
Para los críticos que se guían por los patrones literarios usuales, es una novela
fallida, resultado de falta de destreza narrativa y manejo técnico de la composición;
para otros, la falta de estructuración es producto de uno de los imperativos posmodernos:
la fragmentación, consecuencia de la abolición de totalidades racionales, de universos
regidos por una lógica integradora. La forma de composición estaría, pues, reflejando
mejor que cualquier recurso o discurso al interior de la obra, una característica
esencial del mundo posmoderno.
La composición
de la novela, basada en capítulos que se van sumando no de manera acumulativa sino
como escenas cogidas casi al azar, en la vida de los personajes que transitan hacia
la nada, se repite de alguna manera en Contraeltráfico
(1997), de Manuel Rilo. Al igual que en la novela de Malca, la violencia callejera
y muchas veces gratuita, la búsqueda de sexo al paso, libre de cualquier atadura,
el uso frecuente del alcohol y de la droga, muestran un escenario que se repite
también en los cuentos de Galarza, Dávalos, Rengifo, etc. en lo que algún comentarista
ha unificado bajo las siglas JUM (joven, urbano y marginal). Se trata de una narrativa
que, para referirme a sus mentores norteamericanos, oscila entre el “realismo sucio”
de Bukowski y Easton Ellis y el “minimalismo” de Raymond Carver. El problema de
este tipo de narrativa es que empezó a dar vueltas sobre sí misma, repitiéndose,
hasta convertirse en un tópico que entró en un callejón sin salida. La marginalidad
y la violencia cotidiana devino en un derrotero sin horizontes que lo trascendiera.
Por su parte,
la producción de Iván Thays en estos años noventa, tuvo un carácter extremadamente
individual, aunque también es una narrativa descontextualizada, preocupada por la
interioridad del individuo, con una aspiración estetizante, pero de ninguna manera
ligth, y no se la puede agrupar con la
de narradores anteriormente mencionados. Si hay algo que ponía distancia con respecto
a la narrativa de sus pares posmodernos, era su permanente afán de búsqueda de la
belleza literaria. Poseedor de un lenguaje rítmico y depurado, tenía también mucho
cuidado en la composición de sus obras y en el diseño en sus personajes; además,
sus variados referentes culturales hacían que la lectura de sus cuentos y novelas
fuera exigente, y, al decir de algunos comentaristas, elitista.
El sentido de
lo unitario de su primer libro, Las fotografías
de Frances Farmer (1993), a pesar de tratarse de un conjunto de cuentos, lo
singulariza dentro del canon posmoderno. Los cuentos que componen este conjunto
poseen una ligazón evidente, a tal punto que el sentido íntegro de ellos solo es
posible captarlo una vez que se han leído todos. En este primer libro también se
define lo que sería una característica recurrente de su obra: el lirismo, el carácter
elusivo y distanciado del mundo limeño y el peso dominante de lo sensorial y las
emociones. Su independencia respecto a las claves de la novela realista se manifiesta
en diversas formas. Thays no solo se desentiende de los referentes de la realidad
peruana, sino, a diferencia de los escritores cosmopolitas de otras épocas, tampoco
le interesa ningún otro país o ciudad en particular, de modo que en El viaje
interior (1999), su segunda
novela, “inventa” una ciudad europea: Busardo. En ella desarrolla con toda libertad
un tema romántico, en torno al cual abundan las referencias culturales, las reflexiones
intelectuales, las observaciones precisas, los símbolos, siempre con una prosa muy
cuidada. Por todo ello, ha logrado concitar los mejores comentarios de la crítica,
aunque no el favor del público, principalmente porque el lector común encuentra
su lectura tediosa y poco estimulante. En general, su obra, profundamente personal
y alejada de concesiones al mercado, difiere diametralmente de la de Bayly.
Javier Arévalo
es un escritor que en la década del noventa ha publicado Nocturno de ron y gatos (1994), Instrucciones
para atrapar a un ángel (1995) y Previo
al silencio (1995). En sus novelas y cuentos ha creado peripecias de jóvenes
urbanos marginales, con un lenguaje coloquial, por momentos ingenioso –sobre todo
en los diálogos–, y dotado de cierta dosis de cinismo. Practica la ironía, jugando
muchas veces con la transtextualidad, para poner distancia ante cualquier atisbo
de asumir una creencia trascendente. Al igual que muchos de los personajes provenientes
de la vertiente del realismo sucio a lo Bukowski, sus héroes –o antihéroes– se entregan
a la noche, al alcohol, al sexo, a las drogas, aunque, a diferencia de los seguidores
de esta tendencia, denominada por González Vigil “Neorrealismo exacerbado”, procura
siempre evadir la truculencia con un toque de humor, a veces teñido de cierta melancolía
y, sobre todo, apelando al empleo de los recursos de la novela policial, a lo Raymond
Chandler, que no siempre le funcionó de manera efectiva en sus primeras obras.
Arévalo no es
el único interesado en incursionar en el subgénero policial, una característica
en cierta forma contradictoria con la narrativa posmoderna, que en general desconfía
de la racionalidad como eje de la organización del material narrativo. Y es que
la novela policial, desde su origen, ha estado asociada con la búsqueda del crimen
basado esencialmente en la razón, a tal punto que en algún momento se convirtió
en un juego intelectual en el que los personajes terminaban siendo piezas de un
ejercicio deductivo, y los crímenes perdieron su dosis de estremecimiento para convertirse
en meros pretextos para el desvelamiento del misterio. La novela policial norteamericana,
en los años veinte y treinta, rompió con el estereotipo del relato policial clásico
e impuso nuevas reglas de juego, que lo acercaron más a la novela realista recusadora
del sistema. La violencia que impregnaba sus páginas fue la razón que impulsó a
denominarla “novela negra” –o hard boiled,
o thriller . Pero incluso en las novelas
de mayor desborde de violencia y brutalidad, de gratuita criminalidad, la racionalidad
siempre termina por imponerse, así sea para dar una última explicación a los sucesos.
Los finales de la novela policial tienen necesariamente que concluir con una recomposición
racional, aunque sea solamente mental, del orden de las cosas, de la sociedad.
Por esta razón,
las novelas de Arévalo, si bien comparten algunos rasgos de la narrativa posmoderna,
como es el tono ligero, la desconfianza de todo trascendentalismo, el cinismo y
el general desencanto de sus personajes, no abandona rasgos de la narrativa precedente,
como es la delimitación precisa de ambientes, cierta inquietud de apertura a la
realidad local (los asentamientos humanos marginales, por ejemplo) y, sobre todo,
la interpretación de los sucesos mediante la lógica de la novela policial.
Coincidentemente,
el interés por el desarrollo de novelas en la línea de la novela policial, o de
los recursos de este tipo de novela, es una característica que se ha impuesto en
las últimas dos décadas del siglo veinte. Lo han practicado Vargas Llosa (¿Quién mató a Palomino Molero?, 1986), Carlos
Calderón Fajardo (La conciencia del límite
último, 1990), Fernando Ampuero (Caramelo
verde, 1992), Alfredo Pita (El cazador
ausente, 1994), Peter Elmore (Enigma de
los cuerpos, 1995), Alonso Cueto (El vuelo
de la ceniza, 1995), Pilar Dughi (Puñales
escondidos, 1999), entre muchos otros. Las razones de esta proliferación del
subgénero y su amplia difusión en nuestro medio aún no han sido estudiadas en profundidad.
Una de las razones que podemos aventurar, a manera de hipótesis, es que esta forma
literaria sustituye de alguna manera la norma realista para reflejar fenómenos sociales
como la corrupción, la violencia política, el narcotráfico, tal como hicieron Hammet,
Chandler, Cain y otros cultores de la novela negra en su momento respecto a la sociedad
norteamericana de entreguerras. Además, no es desdeñable tampoco pensar en la influencia
del cine de intriga, como estímulo digno de ser emulado, por su ritmo y dinámica
propios de la vida urbana y sus dosis de emoción que se redobla cuando se diseña
una buena trama.
Otra tendencia
que tiene una creciente importancia en nuestro medio a partir de los años noventa,
es la correspondiente a la novela histórica. Este tipo de novela (y eventualmente
el cuento) responden a una larga tradición latinoamericana. Si en nuestro país,
en los últimos años podemos mencionar una decena de novelas que abordan el tema
histórico, en América Latina las cifras son mucho mayores y, además, responden a
un interés permanente. Seymour Menton, en La nueva novela histórica en América
Latina (1993) señala que entre 1949 y 1992, pudo identificar la existencia de
367 novelas de esta tendencia. Obviamente, no todas son obras bien logradas, pero
algunas alcanzan gran significación dentro de la narrativa contemporánea. Peter
Elmore, narrador y crítico literario peruano, ha realizado un estudio acerca de
cinco novelas de excepcionales méritos: El siglo de las luces, de Alejo Carpentier;
Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos; Noticias del Imperio, de Fernando
del Paso; El general en su laberinto, de Gabriel García Márquez; y La
guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa.
En 1999 aparece
La destrucción de Cartago, novela de singulares características, primera
obra de ficción de Alfonso Castrillón, un crítico de arte de larga trayectoria profesional
y académica. La historia se ambienta en la Lima del siglo XVII o, como se la denomina
en la novela, San Juan de Cartago, pero en el marco de situaciones fantásticas o
libremente imaginativas, que desbordan los hechos históricos. Con anacronismos deliberados,
referencias irónicas y saltos temporales para tomar distancia, Castrillón instala
al lector en un mundo totalmente imaginario, pero a la vez muy familiar por sus
personajes y escenarios tradicionales. El resultado es una novela que comparte el
estatuto de lo histórico, pero a la vez posee cierta intemporalidad; en ella se
recrean tópicos tradicionales con cierta ligereza, pero a partir de una recreación
rigurosa de mentalidades y costumbres. Y, lo más importante: a pesar de compartir
algunas características técnicas de la narrativa posmoderna, como el manejo del
metatexto, la presencia de una intriga atenuada con un final abierto y su estructura
fragmentada, no abjura de la búsqueda de identidad cultural ni mucho menos de los
valores humanos. Lamentablemente, a pesar de la originalidad de esta novela y sus
méritos evidentes, no ha recibido la atención que merece de parte de la crítica.
En términos generales,
quizás una de las más importantes conclusiones es que la presencia de la posmodernidad
ha puesto sobre el tapete nuevamente aquello que caracteriza a nuestra realidad
social: su carácter siempre inacabado y múltiple, heterogéneo y desigual. Si entre
las sociedades del “primer mundo” se ha dado un debate entre la relación de continuidad
o discontinuidad respecto a la modernidad y la posmodernidad, en las sociedades
latinoamericanas no podía –no puede– hablarse de una modernidad acabada que dé paso
a una fase posterior. Nuestra modernidad desigual y periférica en lo económico y
social, extendida por supuesto a lo cultural, provoca que en cualquier periodo de
estudio se aglutinen, de manera simultánea, con igual valor intrínseco, expresiones
de diversa índole. Que los frutos literarios producto de esta situación sean aceptados
o no en los círculos más exigentes de la crítica, el espacio que ocupen, su recepción
por parte del público, dependen de condiciones extra literarias.
De allí que,
al lado –o por encima– de obras novedosas, como la de Bellatín, Thays o Herrera,
se cuenten las de Oswaldo Reynoso, Miguel Gutiérrez, Edgardo Rivera Martínez y Óscar
Colchado. Y si con la fragmentación, el inacabamiento, la intertextualidad, la desterritorialización
y el pastiche, se han escrito obras de indudable valor; con los viejos recursos
de la composición armónica, las técnicas vanguardistas, el diseño de personajes
arquetípicos, la indagación en los intersticios del alma humana, se siguen produciendo
novelas y cuentos de gran significación y belleza.
Y no se trata
solo de que los escritores de una trayectoria reconocida continúen en su línea de
trabajo, pues no pocos jóvenes están recorriendo los caminos del realismo, al que
adicionan algunos elementos de aquí y de allá para sus creaciones. Podemos así mencionar
a Enrique Planas, José de Piérola, Gustavo Rodríguez, entre otros.
La narrativa
andina, por denominar de alguna manera a las novelas y cuentos que se inscriben
en el dominio cultural andino, ha dado obras muy importantes en los últimos años
del siglo veinte. Baste mencionar a Ximena de dos caminos 1994), de Laura Riesco, El gran señor (1994), de Enrique Rosas Parravicino,
País de Jauja (1996), de
Edgardo Rivera Martínez, Rosa Cuchillo (1997), de Óscar Colchado, Las mellizas de Huanguil (1999), de Zeín
Zorrilla, para apreciar el vigor y el nivel que mantienen obras que se entroncan,
pero de manera personal, en una larga tradición narrativa. En ninguno de estos casos
se trata de novelas adscritas al indigenismo, o al neo indigenismo; se trata de
obras de características singulares, ya sea por la visión lírica y la exploración
de la intimidad femenina en Ximena de dos caminos; por la inmersión en el
mundo del sincretismo sagrado en El gran señor;
por la originalidad técnica y la ambiciosa confrontación de dos mundos culturales,
como en País de Jauja; por la conjunción solvente del mundo mágico andino
con los hechos de la violencia política de la década de la guerra interna, en Rosa
Cuchillo; por la revelación de los puentes culturales y sociales entre el mundo
rural y el urbano, en Las mellizas de Huanguil.
Otra característica
de la narrativa de los años noventa, que algunos críticos cuestionan por provenir
de un criterio extra-literario, es la literatura escrita por mujeres. Lo cierto
que en las dos últimas décadas del siglo veinte muchas mujeres irrumpieron en el
campo de la narración, como no había ocurrido en las décadas precedentes. En los
noventa, publicaron novelas y libros de cuentos Laura Riesco, Pilar Dughi, Carmen
Ollé, Patricia de Souza, Fietta Jarque, Leyla Bartet, Rocío Silva Santisteban, Carla
Sagástegui, Gaby Cevasco, Zelideth Chávez, Fátima Carrasco; sin que la lista sea
completa. Es, pues, un hecho innegable; lo que es debatible –negado incluso explícitamente
por algunas de ellas–, es si están escribiendo una “narrativa de género”. Mi impresión
es que, salvo alguna excepción, a estas escritoras les importa desarrollar una opción
narrativa sin ninguna etiqueta; aspiran primordialmente a lograr una obra de acuerdo
a sus motivaciones, independientemente del sexo. Existen, por supuesto, algunas
opiniones discrepantes; pero éste es un tema que rebasa el mero apunte de tendencias
que es motivo de esta exposición.
La narrativa
de la violencia política, si bien con obras de méritos muy desiguales, mereció la
atención de numerosos escritores. Mark Cox, en su estudio Pachaticray (El mundo al revés). Testimonios y ensayos sobre la violencia
política y la cultura peruana desde 1980 (2004), señala que “desde 1982 por
lo menos 104 escritores han publicado 192 cuentos y 47 novelas sobre este tema”.
Han escrito sobre ese tema desde Vargas Llosa –aunque con una de sus novelas de
menor valor: Lituma en los Andes–, pasando
por Carlos Eduardo Zavaleta, Carlos Thorne, Óscar Colchado, Dante Castro y muchos
otros escritores con obra ya publicada, hasta quienes incursionaban por primera
vez en la narrativa, caso de Mario Wong, y su El testamento de la tormenta (1997), y José de Piérola, que publicara
En el vientre de la noche (1999).
Este apretado
recuento de tendencias no ha sido –no podría ser– exhaustivo, dado el carácter panorámico
del texto. Por eso quedan solo como mención la importancia creciente de la narrativa
fantástica, de sólida tradición en la narrativa de occidente y de oriente, pero
de escuálidos resultados en nuestro medio hasta la década del ochenta; la plenitud
de la narrativa del barrio, alcanzada en Final del Porvenir (1992) de Augusto
Higa; el audaz intento de escribir una novela integral de la ciudad, en Enigma de los cuerpos (1995), de Peter Elmore,
y las renovadas miradas expuestas en sus ficciones por los creadores radicados fuera
del país
El conjunto de
las obras de esta década ofrece un universo múltiple y complejo, con la suficiente
riqueza para ameritar el desarrollo particular de la cada una de las tendencias
expuestas. Por ahora, quiero concluir sosteniendo que la década del noventa, en
narrativa, es una de las más importantes del siglo veinte, dentro de la cual la
posmodernidad es solo una tendencia menor e incipiente.
__________
ROBERTO REYES TARAZONA (Lima, 1947). Narrador y sociólogo, integrante del grupo
“Narración”. Ejerce la docencia en diversas universidades del Perú. Es autor de
los libros de cuentos: Infierno a plazos y En corral ajeno, entre otros. Sus novelas
más representativas son: Los verdes años del billar (1988) y Caldero del infierno
(Lluvia editores,2019). Obtuvo el premio de cuento “José María Arguedas” (1973).
Es director de la revista “Arquitextos”.
*****
Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 192 | dezembro de 2021
Curadoria: Floriano Martins (Brasil, 1957)
Artista convidado: Pablo Amaringo (Peru, 1938-2009)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
logo & design | FLORIANO MARTINS
revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
ARC Edições © 2021
Visitem também:
Atlas Lírico da América Hispânica
Nenhum comentário:
Postar um comentário