El Lunarejo
El Lunarejo fue el sobrenombre del
escritor apurimeño Juan de Espinosa Medrano, quien, siendo andino, abrazó la
cultura europea y se autodenominó «criollo» y adelantado de las letras
hispanas. Nació entre 1628 y 1630. Nuestra escritora Clorinda Matto de Turner
lo llega a ponderar como una prueba de la superioridad indígena. Fue crítico
literario, si vale la expresión, pero crítico al extremo de emplear la figura
del papagayo para referirse al intelectual americano, por aquello de estar
dotado de habla pero ser simple reflejo de la metrópolis. En este breve intento
invocamos al Lunarejo como figura porque no alcanzó a tener teatro que
criticar, pero hubiese sido muy interesante que su crítica nos hubiese
alcanzado teatralmente hablando.
Muchos años
después, en Historia de la República del
Perú (1822–1933), de la pluma de nuestro gran historiador Jorge Basadre,
encontramos textos como:
El repertorio teatral.– El público que acudía al teatro
en Lima estuvo durante mucho tiempo condenado por la moda de las piezas
truculentas, melodramáticas, inverosímiles, carentes, casi siempre, de dignidad
literaria y escénica. Al calor de ellas, gozaron del favor del público
producciones clásicas modernas como algunas tragedias de Voltaire. Hubo también
como un renacimiento del gran teatro español a través de producciones de Lope
de Vega, Moreto y otros clásicos, a los que fueron agregados los escritores más
recientes como Quintana y Moratín, bien o mal representadas.
[...]
A veces fueron llevadas a la escena obras con punzantes
alusiones políticas inéditas, como ocurrió con La Monja Alférez, del autor
español Juan Pérez de Montalbán, que se representó el 12 de diciembre de 1830
con la asistencia del vicepresidente Antonio de la Fuente y en notoria alusión
a la esposa del presidente Agustín Gamarra, doña Francisca Zubiaga. Con este
motivo apareció el folleto Crítica universal contra la representación de La Monja
Alférez (Lima, 1830). También hubo otros
casos similares aunque en actitud de jolgorio, como la alegoría en que las tropas
de la Ambición optaban por fraternizar con las de la Libertad y que tenían
relación con el abrazo de Maquinhuayo en 1834 (Basadre 2005).
Es una lástima no
tener esa crítica que se denominaba a sí misma como universal, pero no contamos con ningún dato que nos oriente sobre
cómo conseguirla.
Pero sigamos con
Basadre:
Felipe Pardo y Aliaga, recién llegado de España en 1828,
inició en el diario Mercurio Peruano, con su amigo José Antolín Rudolfo, una
serie de crónicas contra el mal gusto de muchas de las obras representadas en
el teatro, o su inadecuada presentación, o el risible vestuario de los actores,
u otras deficiencias. Comenzó entonces, por rivalidades literarias,
generacionales y personales, una larga polémica entre los jóvenes críticos y el
clérigo, catedrático y satírico José Joaquín de Larriva, que escribía en El
Telégrafo. El debate fue muy vivo, con argumentos contradictorios e ingeniosas
letrillas y odas. Lo ha exhumado minuciosamente Raúl Porras Barrenechea en su
muy documentado y sabroso estudio titulado “Don Felipe Pardo y Aliaga, satírico
limeño” y Guillermo Ugarte Chamorro en una de sus contribuciones tan valiosas
sobre la historia del teatro peruano.
La inquina de Larriva contra Pardo y Aliaga resurgió en
julio de 1830 cuando este publicó una elegía a la joven señorita Joaquina
Moreyra por su fallecimiento. Esta vez las burlas del clérigo tuvieron como
tribuna el Mercurio Peruano. Pardo y Aliaga respondió con altura e ingenio en
La Miscelánea.
Este testimonio ya
nos ha llevado a un punto muy importante: la aseveración de Basadre de que aquí
nace el teatro nacional. Y si es Basadre quien lo dice, los peruanos estamos
seguros de que es una apreciación cierta.
Basadre señala
también que:
En 1839 tuvo lugar en el proscenio del teatro de Lima un
espectáculo inusitado. Fueron quemados unos ejemplares del libro de Flora
Tristán Peregrinaciones de una paria por considerarse que ofendía y denigraba
al Perú. Según el testimonio de Ricardo Palma en su estudio sobre el poeta
Esteban de Terralla y Landa, en 1799 habíase efectuado la misma ceremonia con
la obra de este autor titulada Lima por dentro y por fuera (Basadre
2005: 305).
Por otro lado, el
mismo Basadre, en su Historia de la
República del Perú, añade que:
El teatro nacional encontró durante este tiempo, como en
anteriores, múltiples obstáculos. Ellos se derivaron de la falta de interés de
las empresas casi siempre poco deseosas de invertir dinero en él; la escasa
voluntad de muchos actores y actrices, españoles casi todos ellos, conscientes
de que tales obras no les iban a servir luego para su repertorio; la frialdad
del público; la falta de orientación de la crítica y las dificultades propias
de la iniciación artística a base de modelos no siempre recomendables (Basadre
2005, tomo XI) (énfasis en el original).
Me voy a apoyar en
un artículo del estudioso y especialista en arte Alfonso Castrillón Vizcarra,
quien en uno de sus constantes aportes al estudio de la crítica en general nos
dice:
En la Lima de comienzos de siglo, donde los comentarios
artísticos eran esporádicos y se encargaban a viajeros o literatos, la figura
de Federico Larrañaga representa el prototipo del crítico diletante, versátil,
con el aplomo y la osadía propios de su clase. Ingresa a los afanes
periodísticos presentado por Clemente Palma, cumpliéndose el requisito de que
al mundo prestigioso de la cultura hay que entrar con un padrino de igual
prestigio (Castrillón 1980).
Este certero apunte
define a aquellos que buscando un lugar para medrar optan por cualquier
solución, y teniendo cierta facilidad para llenar unas cuartillas consiguen su
primer objetivo y hasta más de lo que se habían imaginado. Claro, este tipo de
críticos subsiste y aprovecha poder y gloria. Y en nuestra crítica los ha
habido y bastante. Entre nosotros era más frecuente este modelo de crítico.
Con un testimonio
personal que viví en mi entrada como actriz al teatro puedo dar fe de que había
lo que podríamos llamar una crítica vieja y una crítica nueva. La crítica vieja
era tal como la cita Castrillón líneas arriba, y no tiene caso recordar a sus
mentores. Fue a partir de las últimas fechas de la década de 1950 que nuestro
teatro y nuestra crítica empiezan a recibir nuevos aires de vida.
Se levantaba señera
la figura de Sebastián Salazar Bondy, poeta, autor dramático, hombre político y
crítico en general de su sociedad y su país, que también ejerció la crítica
teatral, esporádicamente: se pueden apreciar sus comentarios en los periódicos
de la época. En un artículo memorable, titulado “Radiografía actual del teatro
peruano”, nos da una exacta referencia de la realidad teatral que vivíamos y
que examina acápite por acápite: la actuación, la dirección, el repertorio, los
aspectos técnicos y el público. Con respecto a la crítica, apunta: “El público
hace poco caso de la crítica, pero es dócil a la propaganda sensacionalista (lo
que ha llevado a ciertos empresarios a cometer verdaderas afrentas a la
dignidad humana)” (Salazar Bondy 1964). [1]
Tal vez la crítica que tenía el carácter de «oficial» en los diarios
importantes de la época no era nada apreciable; fue la mejor manera de señalar
que realmente no había crítica valedera para el teatro.
Luego de Sebastián
hubo otra pluma de un hombre que lo siguió y al que podríamos llamar su
discípulo, no en las aulas, pero sí en el teatro, José Miguel Oviedo, mucho más
joven que Sebastián, un muchachito serio y con gran sentido de responsabilidad
que empezó a asustarnos con su pluma acertada y severa. Su carrera en el Perú
se interrumpió porque viajó a estudiar a Estados Unidos y se quedó en ese país.
Paralelamente, surgió un periodista que le cambió la cara a la crítica de
teatro en el Perú, Alfonso La Torre Rado. Se inició como dibujante de
historietas de las tradiciones de Ricardo Palma, en El Comercio Gráfico o El
Comercio de la Tarde, y desde allí se inició como crítico. Tuvo que buscar
un seudónimo, pues según sus jefes no estaba bien firmar con el mismo nombre
los dibujos y las críticas.
Por la parte que
nos corresponde, el apoyo al teatro dado por Alfonso (ALAT) fue decisivo en
esas épocas difíciles y hermosas en que surgió un teatro joven, experimental,
técnico y que por desgracia no figuraba para nada en los planes oficiales de
ninguna índole. Sus reportajes a toda página cuestionando y resaltando el
trabajo de los teatristas no se han repetido, si nos referimos a la actitud
abierta y consensuada de sus entrevistas. Su oficina en el quinto piso del
local de La República, en la calle Camaná del centro de Lima, siempre tenía en
sus escaleras subiendo y bajando a gente de teatro, sea porque acudía por
primera vez a solicitar el apoyo de este periodista que sí atendía a todos, o a
los invitados que ya contaban con una larga trayectoria en el teatro. Estuvo 41
años ejerciendo la crítica de teatro, como lo prueba la recopilación de sus
críticas, que se han convertido en una historia fidedigna del teatro en los
años comprendidos de 1958 a 2000. [2]
El hecho de haberme
detenido muy especialmente en la figura emblemática de la crítica teatral
peruana se debe a que su caso es efectivamente único en nuestra historia de la
crítica teatral peruana. No hubo antes un crítico como ALAT y no vislumbro que
pueda repetirse un caso como el suyo. Las causas están a la vista: desinterés
de los medios que podrían remunerar la labor crítica para que alguna persona
pueda sostener su vida trabajando en este rubro; desinterés de las entidades
que hacen teatro de afrontar críticas que podrían quitarles los apoyos
económicos que son los que hacen posible su continuidad haciendo teatro. Y
también los innumerables condicionantes que han hecho variar las formas de
comunicarnos públicamente.
Pero sería poco
considerado no resaltar que ha habido nombres en el teatro que tomaron la crítica
teatral periodística como un serio ejercicio de análisis. Vale recordar,
durante el periodo de 1960 a 1990, a Roberto Miró Quesada, a Luis Felipe Ormeño
y especialmente a Hugo Salazar del Alcázar. Desafortunadamente, ellos murieron
muy jóvenes y no pudieron desarrollar lo que se apuntaba como una interesante
promesa.
Entre los que
quedamos vivos y todavía tratando de hacer crítica teatral periodística de la
mejor manera posible, no quisiera herir susceptibilidades mencionando nombres,
porque no he realizado una investigación a carta cabal durante la dura etapa
del siglo XXI, y no puedo señalar quién ha quedado en el ejercicio de sus
funciones de manera regular y con una remuneración económica debida. A vuelo de
página, revisando los periódicos más comunes en nuestra vida diaria, no
encuentro ningún nombre que pueda citar.
Sí puedo señalar
con certeza el trabajo de un hombre joven y voluntarioso, Sergio Velarde, quien
a través de su espacio cibernético llamado El
Oficio Crítico despierta el interés de los colectivos teatrales más jóvenes
y no precisamente de aquellos que alcanzan los titulares de los medios escritos
de mayor influencia. Velarde se da el lujo de hacer un recuento anual que tiene
un atractivo número de seguidores; naturalmente, la mayoría son jóvenes y
amantes del Twitter, el Facebook, los blogs y otras maravillas.
Es verdad que el
internet, con sus distintas posibilidades de comunicación y de intercambiar
comentarios, noticias, chismes y toda clase de contacto entre la gente que hace
teatro y la que asiste a los espectáculos, casi parece estar haciendo
innecesaria la crítica teatral como la hemos entendido en décadas pasadas. No
afirmo ni niego nada, porque me parece que es prematuro arriesgar una opinión.
Puedo consignar que
no me es raro recibir pedidos como: “Dame un palo, de verdad, fuerte”, de parte
de directores y actores que simplemente quieren conocer una opinión que puedan
considerar la menos condicionada posible. Esos pedidos pueden tener su origen
en la época en que ejercí la crítica continua durante siete años en El
Comercio. De esa forma pudieron calibrar mis aciertos y desaciertos, y tuvieron
la oportunidad de sopesar mis opiniones respecto a su trabajo. En la crítica a
menudo no es tan importante lo que uno opine o deje de opinar sobre un trabajo
teatral, sino cuán justificada está nuestra opinión y cómo la sustentamos.
Allí está el
problema: ¿quién paga por la crítica? He ahí la cuestión.
No quiero terminar
sin mencionar una hermosa anécdota que muestra la necesidad de expresar un
reconocimiento a un buen trabajo, de artista a artista. Esta cita ejemplifica
maravillosamente la necesidad de compartir esos sentimientos que una puesta en
escena con esa fuerza de lo vivo hace surgir:
Cuando una actriz o un actor han vivido toda una vida en
el escenario, adquieren la extraordinaria capacidad de simplemente «existir» en
escena, de cuerpo y alma, con una sencillez, una hondura y una sabiduría que
solo dan el tiempo, el arte y la experiencia. Ver esta noche en El último
fuego, de Ópalo, a Sonia Seminario (sin desmerecer al resto del excelente
elenco) ha sido, además de un enorme placer, una celebración de la inmortalidad
del teatro, de su conmovedora permanencia, a pesar de su innegable
transitoriedad. ¡Bravo por esta gran señora de nuestra escena! Una verdadera
lección de teatro y de vida (Ísola 2012).
Este hermoso texto
fue dedicado por Alberto Ísola a Sonia Seminario en el Facebook, en diciembre
de 2012, espontáneamente, porque era imprescindible, impostergable decirlo.
Así es como yo creo
en la crítica. No es sino inevitable hacerla y compartirla.
NOTAS
1. Ocurrió que para una representación
teatral se llevaron al teatro atados y en muy precarias condiciones a pacientes
del Hospital Víctor Larco Herrera, lo que fue realmente penoso.
2. Alfonso La Torre nació en Acomayo,
Cusco, el 13 de octubre 1927 y murió en Lima el 3 de diciembre de 2002. Su
última crítica de teatro apareció en julio de 2000. Estaba muy debilitado por
la enfermedad y no pudo continuar escribiendo.
Referencias bibliográficas
BALTA CAMPBELL, Aída (2001). Historia
general del teatro en el Perú: Lima: Escuela de Ciencias de la Comunicación
Universidad de San Martin de Porres.
BASADRE Jorge (2005). Historia de la
República del Perú (1822–1933). Lima: Orbis Ventures S. A.C.
CASTRILLÓN, Alfonso (1980). “La crítica de los diletantes”. En Revista de la Universidad Católica,
nueva serie nro. 8.
ÍSOLA, Alberto (2012). “¡Bravo,
Sonia!”. Comentario de Facebook.
JOFFRÉ, Sara (2012). Alfonso La Torre. Su aporte a la crítica de teatro
peruano. Lima: Ornitorrinco Editores.
___ (1993). Críticos, comentaristas y
divulgadores. Lima: Lluvia Editores.
___ (2008). Alfonso La Torre: Su
aporte a la crítica. Tesis. Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
SALAZAR BONDY, Sebastián (1964, 4 de mayo). “Radiografía del teatro peruano”.
En El Comercio.
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UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 192 | dezembro de 2021
Curadoria: Floriano Martins (Brasil, 1957)
Artista convidado: Pablo Amaringo (Peru, 1938-2009)
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