SACHA GUITRY
El apetito viene con la comida.
FRANÇOIS
RABELAIS
El tiempo parecía estar liquidado por completo, pero eso no era del todo cierto.
Tal vez lisiado y sintiéndose desesperanzado. Un tiempo deprimido que ya no sabe
qué esperar de sí mismo. El momento en que las cosas suceden por agotamiento del
vacío. De alguna manera, queda constancia de un hecho en el que la historia nace
en el lecho entre el deseo y la memoria, el sudor entretenido con las hazañas de
las sombras danzantes y el semen rociado en una vertiginosa ondulación de la carne.
Este es el hecho y no hay duda de que ha tenido lugar.
Hubiera jurado, por la luz que brota de mi farol, que
lo pensé mil veces antes de preguntar lo que pronto sabrán, porque los caminos pueden
trastornarse y llevar consigo la verdad de un mercado a otro, o incluso de un puerto
hasta otra forma de transferencia, así como el lenguaje llegó a dar cien vueltas
sobre sí mismo a fines del siglo XIX y apenas comenzó el XXI ya nadie se guiaba
por la moral y fue precisamente cuando asumimos que podíamos encontrar y terminar
el cuadro de un tiempo inclinado sobre otro, como si fuera una mujer sobre su hombre,
un cuadro con sus símbolos aun corriendo por la pintura fresca y la proeza de sus
imágenes representando los lugares que recorreremos en el transcurso de nuestra
conversación.
Ciertamente Gargantúa, al escribirle a su hijo diciéndole
que el escudero Malincorne sería portador de algunos libros que podrían encontrar
buena lectura en el horizonte de sus viajes, se adelantó a los siglos venideros
puesto que entre ellos trató de incluir algunos volúmenes que ni siquiera habían
sido escritos, como los relatos de las jornadas del aventurero Gulliver o las contingencias
del invisible Garabombo, porque cuando, en el transcurso de los siglos, tales relatos
ganaron recursos estaban llenos de líneas y accidentes que evocaban una transfusión
de las pinturas de Pantagruel. Tampoco era de extrañar que muchas mujeres que tomaron
para sí el oro de las narraciones –llámense Melusina, Scherezade o Nadja– no se
convirtieran en gigantes cobijadas por las profecías de ese hijo extraviado, transeúnte,
viajero.
Quizá hubo un tiempo en que Pantagruel, al ser preguntado
por el círculo de amigos de su padre Gargantúa, recuerda que uno de esos personajes
que gozaban de buena presencia en casa, entre comida y bebida y risas estruendosas,
era el doctor François Rabelais, al que le gustaba inventar escritores y deleitarse
con el amiguismo de recursos que un día encontrarían en sus confidencias epistolares.
Todos esos nombres parecieron a los oídos de Pantagruel como una sagaz y tal vez
maliciosa profecía del visitante, quien se empeñaba en decir que un día los dos
gigantes serían los transgresores más evitados, malditos, negados por la fuerza
de su lenguaje y la farsa de las nuevas realidades que no aceptarían los goces excepcionales
de sus matrices y troqueles.
En cualquier caso, tendríamos que crear un ambiente
propicio para nuestra conversación, que podría tener como trasfondo una de las fantasías
de Gargantúa en la que su hijo convertiría la cúpula de la basílica de San Pedro
en un urinario y lo llenaría con su orina anárquica hasta que desbordase inundando
a toda la infinidad de creyentes. Sí, ese sería el escenario perfecto, mientras
sentados a lomos de un monstruo alado, una arpía mítica, un águila-real, en su vuelo
circular lleno de almas atormentadas y las perversidades más incesantes, nos erguiríamos,
tú y yo, inspirados por ese olor repulsivo, por la multitud desfigurada y la risa
lúgubre de ese gigante-niño, intercambiaríamos íconos de posición, vomitando incestos,
insectos, sueños y tréboles con las puntas deshilachadas, además de otras virtudes
imprecisas que versan sobre las frágiles certezas de este mundo.
Todavía había algunas dudas sobre la inevitabilidad
de una segunda guerra mundial cuando me invitaron –incluso escuché en voz baja que
el Sr. Wadlow sería la mejor opción– hacer un viaje a Europa, donde conocería y
entrevistaría a François Rabelais, a quien me presentarían como “El gigante de Illinois”,
dada mi condición de hombre más alto del planeta. Se eligió el año 1939 por su conexión
directa con el número 3, siendo este el número-idea del cielo o la percepción y
realización de la unidad.
Sin embargo, me interesa preguntar lo que ya se ha prometido,
en nombre de una curiosidad que durante siglos ha atormentado mi karma en la más
completa ignorancia de su conciencia. Si nos remontamos a la antigua comuna francesa
de Chinon, en el año 1484 –o sería un año antes, o, dicen, incluso nueve años después–,
¿dónde ubicar el origen de los excesos –alcohólicos, gastronómicos, sexuales– de
Gargantúa y Pantagruel? Pero debo confesar que, incluso ante tu innegable presencia
física, aún me arriesgo a dudar de una existencia real. ¿Con quién hablo de todos
modos, Rabelais o Gargantúa?
GARGANTÚA | Gargantua c’est moi! Rabelais
sólo me prestó su pluma y fue escribiendo lo que yo le dicté. Y lo escogí por ser
un monje irreverente que enfrentó a su propia comunidad y a los sabios de La Sorbona.
Aunque yo sabía muy bien que sus escritos podrían acarrearle la furia de sus superiores,
como finalmente pasó, y que esa furia –en el sentido de Las Furias griegas que él
conocía muy bien– podía llevarlo a la hoguera donde dos siglos antes sus antepasados
habían quemado a los Caballeros Templarios en cabeza de Jacques de Molay. Rabelais
recibió mi antorcha con alegría, jugaba con fuego y ese juego se convirtió en su
pasión. Sabía que tanto la búsqueda del conocimiento, como retar a una comunidad
religiosa que combatía la risa y los excesos del alcohol, podían significar su ruina.
No obstante, su compromiso consigo mismo y con sus ansias de salir de una época
de oscurantismo –léase de luchar contra la idea que imperaba en su momento de la
necesidad de tener un pueblo iletrado, como lo fui yo mismo durante muchos años–
pudo más que el miedo que a veces le impedía dormir tranquilo; no en vano tuvo que
huir de Lyon en más de una ocasión. En esas noches, en que esperaba que vinieran
por él para tirarlo en una oubliette, yo me sentaba a su lado y hablaba,
hablaba, y hablaba; aunque lo mejor sería decir, reíamos, bebíamos y reíamos nuevamente.
Hablar con él era un delirio porque, aunque era médico, usaba el lenguaje de las
tabernas y de los pillos que yo utilizo bastante a menudo y que hacía las delicias
de mi padre. François, tal vez por esa vida austera de los monjes, en su fuero interno
se regodeaba en lo que tú llamas exceso, y aunque no tuviera a una mujer
que compartiera su lecho de paja me tenía a mí para imaginar todo lo que sus votos
de pobreza, obediencia y castidad le impedían llevar a cabo.
ROBERT WADLOW | Muy bien todo lo que me dices; aún así no respondes mi pregunta, ¿de dónde sale
Gargantúa?
ROBERT WADLOW | Hablas de las condenaciones a los gigantes por parte de La Sorbona, pero antes
ya habías creado tu hijo con el seudónimo de Alcofribas Nasler. ¿Podría haber sido
esto un presagio de la persecución que terminarías sufriendo? También me parece
curioso que vuestros nombres, padre e hijo, sean dos palabras que en francés significan
garganta grande. ¿De ahí salió la idea de crear dos gigantes?
GARGANTÚA | Los gigantes estamos en esta
tierra mucho antes que ustedes los enanos, si, puedes reírte, tú también lo eres,
así que no te des muchas ínfulas al respecto. Entre nuestros antiguos puedo nombrar
a Hércules; al que Zeus, su padre, engendró en una cópula qué duró cuarenta y ocho
horas seguidas; y su madre, Alcmène, lo llevó en el vientre un año entero. Y sí,
has dado en el clavo. Mi padre se llamaba Grandgousier, el de la gran garganta.
Y mi madre, Gargamelle, la de las mamelles
descomunales, me llevó en su vientre once meses. Es bien sabido que para hacer las
cosas bien se necesita de tiempo; nueve meses, como es el caso entre vosotros, no es suficiente; por eso nacéis sin poder comer ni hablar ni caminar. ¿Acaso no has
visto a las elefantas embarazadas? Pues bien, antes de dar a luz ellas se encargan
de tener al feto en sus entrañas veintidós meses. Así que no es que me haya inventado
la historia de dos gigantes, más bien diría que vosotros sois mi invención mayor;
incluso puedo convertiros a varios de vosotros en condimento para una ensalada si
me da la santa gana.
Y ahora paso a responder a la pregunta que me hiciste
hace un rato; pero primero necesito beberme una buena cantidad de vino; no una botella
sino una barraca, y eso solo para comenzar.
Yo nací en el campo mientras que mi padre y mi madre
se regocijaban el uno con el otro, mi madre sintió un dolor agudo en el oído y al
cabo de un rato salí yo por ese noble orificio. Ya ves, así hacemos las cosas en
mi familia. Y otra cosa, pon música que no estamos en un velorio; al menos yo no
me he muerto, ¡carajo! ¡Ah! Y antes de que me olvide, Rabelais es también una invención
mía; lo que pasa es que terminó usurpando el puesto de creador como si en vez de
médico fuese un simple asalta-caminos.
ROBERT WADLOW | Y puesto que estamos hablando de concepciones; dime
viejo amigo ¿cómo engendraste a Pantagruel? Debe haber una historia divertida en
ese acto; no olvides decirnos la edad que tenías en ese momento sublime e irrepetible,
y que puedo imaginar acompañado de una mesa suculenta mientras hacían la tarea de
engendrar a ese hijo bien-amado.
GARGANTÚA | Nací en 1534, como sabes, dos
años después de Pantagruel. Esta habría sido la primera incoherencia de Rabelais.
Sólo él concebiría un hijo nacido antes que su padre. De todos modos, una vez equiparado
este absurdo, confieso que pensé en Pantagruel como una especie de disparate, donde
cualquiera que lea sus tramas o contemple las innumerables imágenes que se hicieron
de él lo consideraría una especie de autorretrato. Igual como soy Rabelais, Pantagruel
sería cualquiera que lo viera. Mi hijo sería entonces la pronunciación de aquellos
sueños caprichosos que un día François Desprez habría encontrado en su pluma. E
incluso antes de llegar a la tierra gloriosa de las páginas de Rabelais, ya lo escuché
decir:
La igualdad no es lo que encontramos, sino lo que buscamos.
Lo que considero exceso son los infinitos fragmentos de cosas que me han quitado
y trato de devolverlas a lo que aún tengo.
Los valores morales son una lista de horrores estancados que no representan
más que lo que despreciamos íntimamente.
Nunca tuve absolutamente nada que enseñarle a Pantagruel.
Cuando Rabelais dice que ha aprendido mucho de mí, quizás se esté refiriendo a nuestro
festín, a la hermandad de los pedos, al relámpago casi religioso de nuestra risa.
Nada más. Pantagruel tuvo la gracia de revelarme tantos animales maravillosos, algunos
de los cuales hubiera jurado que habían sido inventados por él. Pero creación no
es invención. Sólo creen en eso aquellos que no pueden crear.
Y luego, algún tiempo después, escuché en una taberna
la lectura sarcástica de extractos de un Manual
del artillero furtivo, que ya era conocido popularmente como El arte de tirarse pedos, y que habría sido
escrito por una desconocida a la que llamaban La Belle Timbalière. Estos cánticos
de las ventajas de los pedos para la sociedad ya se respiraban entre aliados y vasallos
en todos los alborotadores de la isla de Ennasin, por donde pasaba Pantagruel cuando
me buscaba las bestias más estupendas. Él mismo me lo contó en una carta, recordando
el tamborileo de manos y, a veces, las putas muy pequeñas que saltaban sobre las
mesas, volcando saleros, zambulléndose en jarros de vino y platos de sopa de carnero,
las más jóvenes riendo y fingiendo ahogarse en agua bendita, las que tenían arrugas
rascándose entre gemidos, el viento rozando los cristales, la carne cabreada de
aquellos clavadistas, Pantagruel jugando con sus dedos proclamaba la orgía de las
tres noches antes de que fuera hora de partir hacia el pasado a mi encuentro.
ROBERT WADLOW | Siendo tan
comunes los espasmos de tiempo, ¿por qué insististe en que tú eras el pasado de
Pantagruel? Creo que uno de los milagros de Rabelais es precisamente que siempre
trató al tiempo con desdén. Todo era posible en su imaginación y en cualquier momento.
Basta en pensar en eso del hijo que nació antes que el padre. Cuando los dos estaban
juntos, ¿qué pasaba?
GARGANTÚA | Rabelais es un jugador del tiempo,
en sus manos nosotros somos sólo piezas en una partida de ajedrez que nunca termina,
cada movimiento que hace con sus manos lisas, y casi femeninas de monje erudito,
es un paso al vacío y a la intemporalidad. De ahí que efectivamente yo sea el pasado
de Pantagruel y que a su vez él sea mi propio pasado. Y en esa intemporalidad nos
encontramos con nuestros antepasados árabes y bárbaros, griegos y latinos, paganos
y cristianos que le rindieron culto a la ebriedad, nuestra única deidad; por eso
no hay ni una sola viña que colme nuestra infinita sed. También somos los ancestros
de un bebedor colosal que aparece en un libro de un autor de Aracataca y cuyo nombre
a veces se me dificulta acordarme. Los movimientos de los escaques son infinitos
y a la vez predecibles; solo las manos de Rabelais los conocen. El nombre de mi
hijo remite a un tiempo y a un espacio alterados, caóticos y por ende inexistentes.
Su nacimiento engendró él único y verdadero dolor que hemos tenido en la vida. Él
perdió a su madre y yo perdí a la mujer que amaba; sin embargo, cada vez que lo
contemplo una sonora carcajada alegra el espacio y los deseos de comer y de beber
nos sacuden hasta hacer temblar el cosmos. La melancolía no es una buena sombra;
bebemos para asestarle un buen golpe de espada así ella se levante una y otra vez.
En eso también consiste el juego rabelesiano. No hay ni vencedores ni vencidos.
Sólo somos máscaras que bailan en una eterna farsa en un teatro antiguo o en un
ágape de algún rey de la Hélade; lo que nos convierte en su propia memoria; somos
su recuerdo y en cierta forma su saudade. Y tú, Robert Wadlow, coloso entre tu pueblo,
también formas parte de esta memoria infinita de los reyes enterrados por el tiempo.
∞
Las noches buscan los
mejores lugares de estancia para el saludable viaje del vino y la carne. Una mesa
llena bien puede ser la gran madre de la parodia. El apetito por el humor, desde
el más burlón hasta el más refinado, no se preocupa por las proezas morales ni por
las razones comunes de la burguesía. A nadie le interesa mostrar el sentido o la
dirección de caminos que son esencialmente individuales. Cuando hacemos una comparación
entre las formas de vida de los mortales, acabamos por entender que la risa es la
mejor compañera de viaje. Escribiendo sobre Robert Louis Stevenson, en un libro
de lectura tan fascinante como Spicilège
(1896), Marcel Schwob considera que la ilusión
de realidad nace del hecho de que lo que nos presentan son objetos cotidianos, a
los cuales ya estamos acostumbrados; y la fuerza de la impresión que nos hacen surge
cuando las relaciones entre estos objetos familiares son súbitamente alteradas.
A partir de esta observación, ejemplifica trucos en la narrativa del famoso autor
de La isla del tesoro. La reconfiguración
de la realidad sólo puede lograrse si se parte de sus minucias, de la prodigiosa
invisibilidad de nuestros hábitos. Schwob escribe sobre Stevenson, pero también
podría investigar el trabajo de Rabelais. Y en cierto modo lo hace, aún más claramente
en otro punto de su libro, cuando trata de la risa y la sitúa como una sorpresa
frente a la negligencia de las leyes.
Las
leyes en Rabelais son un atributo de lo grotesco y solo pueden ser tratadas como
objetos de una cotidianidad que solo se revela a través de la anécdota o la imposición.
La risa exacerbada es presagio de locura, según el orden de las anomalías. La risa
como principio de la locura. La risa como determinación obsesiva de la conciencia.
Traemos la risa a nuestro tiempo despersonalizado y el grado de hipocresía que define
a las sociedades contemporáneas cambia la perspectiva de un personaje como Joker
en Joker de Todd Phillips (2019) de la
realidad a la ficción. Si el progreso de la conciencia desplaza la identificación
de la locura, y si se presenta como un atributo grotesco la permanencia de la risa
como deserción de la realidad, recordemos que, hasta cierto momento, Schwob caracterizó
al loco como alguien que mantenía una idea
elevada de la personalidad. Son aspectos que podemos premeditar a la hora de
releer –leer siempre será insuficiente– a muchos novelistas del pasado. Es hora
de recordar una feliz observación de Milan Kundera, quien dijo que, en el siglo
XX, basar una novela en la meditación continua iba en contra del espíritu de la
época, a la que definitivamente ya no le gusta pensar. Esto convierte a Rabelais
en un paria, y a los ojos de Kundera –uno de los pocos novelistas contemporáneos
atentos a los potenciómetros de la narración de Pantagruel y de Gargantúa su padre–
un momento milagroso, que nunca regresa, en
el que un arte aún no se ha constituido, como tal y, por tanto, aún no está delimitado
normativamente. Esta impecable reflexión explica muchas cosas, incluso apunta
en la dirección en que Kundera describe completamente los mecanismos de artificialidad
de la creación artística, en cualquier nivel, y que hoy terminamos utilizando un
despreciable axioma tratando de justificar la naturaleza de esta euforia artificial.
¿Por dónde entonces empezar a leer a François Rabelais? Quizás por la risa.
En
1939 André Breton publica su Anthologie de
l’humor noir y luego en su presentación del primer autor, Jonathan Swift, establece
una distinción entre él y Rabelais, diciendo que se caracteriza por una broma pesada e inocente y el constante buen humor
del beodo. No cita exactamente quién dijo de Swift que provoca risa, pero no participa en ella. Se lanza la idea, y al final
de esta misma breve presentación de Swift, Breton revela su comprensión, al menos
de lo que él considera un humor negro, cuando dice que el autor de Los viajes de Gulliver (1726), acabó donando
en su testamento diez mil libras para la creación
de un hospital para locos. Este libro elaborado por Breton sería el momento
ejemplar de su percepción de la identificación de la comedia, de la explosión de
estados de ánimo, de la emancipación de las cosmovisiones, del jolgorio de esos
olvidos de las leyes señalados por Marcel
Schwob. Vale la pena recordar algo, un ensayo de Schwob dedicado a la risa: Los personajes de Las mil y una noches temían este tipo de cosas que se producían en
una época en la cual la personalidad del hombre aún no había sido violentamente
separada de los objetos por Kant. Hoy, el yo glorioso se burla de esta parodia vana.
Un poco más adelante, Schwob afirma: Ya cambiamos
la forma de la risa; que sepamos predecir constantemente una era en la que no nos
reiremos más. El humor se ha dado a sí mismo una trayectoria casi siempre peculiar.
Caminamos,
decididos a hacer algo de ruido. Una manera de descubrir la maravilla que acentúa
nuestra sensibilidad. No importa cuán negra sea la forma de ver el mundo. Las primeras
formas que acumulamos como demostración de lo que somos o queremos ser. Qué más,
en cada uno de nosotros, persiste en perdurar. La elección de un principio perdido.
El nuevo traje de mendigo. Todo en nuestra vida toma disfraces de farsantes. Las
frases, la increíble realidad que pretenden pasar como si fuese verdadera. Al diablo
con las críticas, el ego acaba siendo el personaje más subalterno de cualquier narrativa.
Quién me quiere aquí, quién me quiere mañana. No volveré a hablar de Rabelais. Estuve
una noche entre vinos con Milan Kundera y Marcel Schwob y lo que hablamos de Rabelais
es que la interpretación del mundo es una falacia sin retorno. La bebida o los asientos
pueden no ser apropiados. Muchas cosas parecían estar fuera de lugar en ese hotel.
Pero nos acordamos de Breton; creo que fue Kundera quien lo hizo. ¿Por qué Rabelais
nunca formó parte de los ideales de humor negro defendidos por Breton en su antología?
Ni siquiera como un fantasma que confundió la realidad con las múltiples posibilidades
de identificar… la realidad. El surrealismo le debe más a Rabelais que al interrogatorio
del espejo que interpretará las fascinantes visitas de sus personajes. Ningún surrealismo
sobreviviría a Gangantúa y Pantagruel. Como tampoco sobreviviría sin el bestiario
medieval.
Y es
que François Rabelais, el enorme escritor de la desmesura, posiblemente no habría
podido existir sin las iglesias góticas y sus gárgolas, entre muchas de las esculturas
que pueblan esas construcciones que ya se adelantaban al adjetivo de rabelesiano; en otras palabras, son esculturas
hiperbólicas que pasarán al lenguaje de Rabelais como si se tratase del lenguaje
cotidiano tanto del pueblo –léase campesinado– como de las élites y de los clérigos.
Y es que precisamente ese lenguaje picaresco ya se encuentra en los Fabliaux; esos
cuentos llenos de humor picante donde el rústico
y su mujer y el monje en cierta forma
iletrado son los protagonistas de esas pequeñas narraciones hechas para reírse
en una noche de invierno al lado de la chimenea y con un vaso de vino en la mano;
o dos si es menester.
Rabelais
es el verdadero legatario de esas dos herencias culturales europeas. Y no solo eso,
es el precursor de la novela europea, así hoy nos digan que es Cervantes. Pantagruel
y Gargantúa se adelantan sesenta y cinco años a Don Quijote. Los dos libros a los
que hacemos referencia fueron escritos en 1532 y 1534 respectivamente; mientras
que el libro sobre Don Alonso Quijano es de 1605. Y esto es importante tenerlo en
cuenta si pensamos en uno de los episodios más carnavalescos y a la vez dramáticos;
me refiero a la parodia de una guerra que se desata por unos cuantos panes (fouaces
–un pan con aceite de oliva– o focaccias) mucho antes que Cervantes escribiese la
lucha del Caballero de la Triste Figura con los gigantes; recuérdese que para Sancho
Panza eran solo molinos de viento. ¿Conocía Cervantes esta obra magna de Rabelais?
No lo sabemos, pero tampoco es imposible negarlo.
Por
otra parte, la figura del gigante ya era
un personaje legendario que formaba parte de los cuentos campesinos europeos; y
no sólo europeos, puesto que, en todas las leyendas, bien sean americanas, asiáticas
o africanas, aparece este personaje. Habría que remontarse a la mitología acadia
con su Gilgamesch, el rey gigante que medía 5.60 m, y a la griega, para que encontremos
los primeros gigantes de la literatura. También los encontramos en La Biblia, en
la mitología nórdica e incluso en el pueblo azteca. La literatura mal llamada infantil
es muy rica en este tipo de personajes conocidos a veces como ogros que tienen el
hábito de comerse a los niños.
Y la
gran virtud de Rabelais es que él desacraliza la figura del gigante y la convierte en una carcajada.
Y si digo esto es porque en los cuentos de la tradición oral tanto el gigante como
el ogro son personajes temibles y que siembran el miedo por donde quiera que pasen.
Arrasan con todo. Como Gargantúa. Su paso puede ser devastador, así como su micción.
Hay diluvios ocasionados por su descomunal forma de orinar y por la orina de su
caballo. En otro capítulo recoge unas lechugas enormes donde se han refugiado siete
peregrinos y al comerse las lechugas, en una deliciosa ensalada, se traga a los
siete campesinos que aterrados no logran saber exactamente qué es lo que les acontece;
por lo que al leer estos capítulos el lector no puede parar de reír, es una comedia,
una parodia, un divertimento que nos recuerda, y lo repetimos nuevamente, a los
Fabliaux medievales franceses.
Pero
la Risa –y en este momento adquiere características de personaje– no desapareció,
sino que ella misma se forjó su propio destino entre los caminos llenos de barro
y los vagabundos que iban de pueblo en pueblo narrando historias burlescas. Una
cosa eran los mandatos de los clérigos y otra muy diferente eran las costumbres
del campesinado y de los frailes rústicos y errantes que no renunciaban ni a un
vaso de vino ni a una buena noche en alguna taberna frecuentada por rufianes, asaltantes
de caminos y por mujeres prestas a pasar el tiempo con alguien que las hiciera reír.
Eso lo entendió muy bien Rabelais. Él amaba la risa, amaba la ficción y por sobre
todas las cosas amaba la desmesura, la hipérbole, la exageración o la desproporción
como sinónimos de un pueblo insolente que de puertas para afuera se mostraba sumiso
ante los obispos y tonsurados pero que de puertas para adentro seguía disfrutando
la vida como si la salvación divina, con
la que lo atormentaban, no existiese.
Por
otra parte, Gargantúa y Pantagruel son una oda al buen comer; en eso los franceses
de hoy en día no difieren en nada a los contemporáneos de Rabelais. Desde el principio
de la obra se habla de comida y de los festines pantagruélicos que pueblan cada
una de sus páginas. La obra rabelesiana es una oda al vino, a la ebriedad y por
qué no decirlo es también una oda a las conversaciones escatológicas del siglo XVI:
La razón indiscutible es que ellos (los monjes) se comen la mierda del mundo;
o sea, los pecados, y como son come-mierdas los lanzamos a las letrinas; en otras
palabras, a sus conventos y abadías, lejos de la vida pública al igual que las letrinas
que ponemos lejos de la casa. Esta cita corrobora la parodia que bebe de la
fuente de los mismos Fabliaux.
La
corte de Francisco I estaba muy lejos de las maneras finas y elegantes de la corte
de Luis XIV. Mientras que en la corte de Alexis I Comneno (1081 y 1118), Constantinopla
se caracterizaba por un gran refinamiento, y donde se usaban los cubiertos, en la
mesa de Francisco I, y a pesar de ser un mecenas del arte, trayendo a Francia a
Leonardo Da Vinci, los cubiertos solo comienzan a usarse en la corte cuando su hijo
Enrique II contrae nupcias con Catalina de Medici quien los trae desde Italia en
su menaje de recién casada. Si esto es cierto en los Castillos de Blois y de Chambord
podemos imaginar que era una mesa de una posada de caminos donde se sentaban al
mismo mantel clérigos errantes, vagabundos y rufianes de poca monta que solo coincidían
en el mismo lugar por el espacio de una noche.
Todavía
cabe destacar el aspecto contemporáneo de esta magna obra de Rabelais; nos referimos
a la utilización del diálogo homodiegético que se da en varias ocasiones a lo largo
y ancho de sus libros. Un ejemplo de este recurso literario está en el capítulo
37 de Gargantúa: Cómo Gargantúa al peinarse dejaba
caer sus cabellos convertidos en bolas de artillería. Y dice el narrador
homodiegético: Por mi parte no sé nada y poco me importa lo que pueda pasarle
a ella o a las otras. Sin embargo, la relación más central entre la obra y su
poder convulsivo se da en la relación entre la risa y lo grotesco, en el poder de
su imaginación, en la formación abismal de sus tramas, en el uso del lenguaje como
foco de liberación del ser. De ahí que traducir a Rabelais, más que el desafío de
lograr la mayor precisión con sus recursos, incluyendo naturalmente los neologismos
a veces dispares, es una fraternal invitación a entrar en el espíritu de la escritura,
en el descubrimiento íntimo de sus voces inventadas y su juego de insinuaciones,
pero sobre todo el imperativo irónico de su pluma por fundir los tejidos de que
están hechos lo real y lo imaginario.
GARGANTÚA | Déjame finalmente hablar un poco de los amigos. Panurgo es una boca llena
de risa. Epistemón es el notable padre de lo que más tarde se conocerá como patafísica,
una intrigante ciencia dedicada a hacer posible lo insostenible. El joven Eudemón
era el demonio feliz del cuerpo, encargado de dar movimiento al mundo. Eran mis
tres gracias. Comimos y bebimos y reímos como si la eternidad fuera una maraña de
hilos que se multiplicaban con cada nueva invocación del tiempo. Los hechos virtuosos
son nuestro reino de posibilidades inagotables. Juntos revivimos lo inerte, lo contradictorio,
lo accidentado. Todavía recuerdo con frescura el día en que Pantagruel habla por
primera vez de una utopía de la parodia, su comprensión jocosa de una magia del
saber que es –en el futuro reflejo de un surrealista llamado André, lector atento,
pero que nunca lo declaró – no solo asimiladora
de todas las formas conocidas, sino también creadora audaz de nuevas formas, es
decir, capaz de abarcar todas las estructuras del mundo, manifiesto o no. Pantagruel
diría: Los hermosos nuevos constructores de
piedras muertas no están escritos en mi libro de la vida. Sólo construyo piedras
vivas; son hombres. Todo es vida. Lo que estábamos practicando en la Abadía
de Thélème era el libro de la vida misma. Ponocrates, en cambio, considerado por
muchos mi tutor humanista, le debo a él sobre todo la primera atención que dedicó
a la forma con que me acariciaba los bigotes imitando a Rabelais. Ahí estaba el
detonante de mi énfasis en la paradoja de la existencia.
∞
El tiempo transcurre
como si la materia fortuita de la existencia estuviese en alta mar, entre la deriva
y las rutas desconcertantes de la mecánica celeste. Ahora solo vemos la gigantesca
sombra de Pantagruel meando sin parar sobre la cúpula en ruinas de la basílica de
San Pedro. Robert Wadlow y Rabelais ajustan la posición de sus piernas en el lomo
de la incansable arpía dorada, mientras todavía resuena en una vieja taberna del
futuro la reflexión de Milan Kundera de que la obra del hombre-orquesta –como se
conoció al novelista francés– es un momento
milagroso, que nunca vuelve, en el que un arte aún no se ha constituido como tal
y, por lo tanto, aún no está normativamente delimitado. Esta novela precursora
en todo anticipa los trucos de la composición, el carácter de la imaginación. Es curioso que Kundera fuera una voz casi
aislada a decir que a los surrealistas franceses
no les gustaba mucho. ¿Esto puede deberse a que el esfuerzo de Rabelais por
hacer del lenguaje hablado –en este caso, a partir de la lengua francesa– una fuente
de enriquecimiento de la escritura resultó algo inaceptable por parte del intelectual
francés del siglo XX, por que, incluso en el decir de Kundera, cierta afectación es, en efecto, una maldición
de la literatura francesa, del espíritu francés? Quizá el propio Rabelais podría
decirnos algo al respecto aquí, algo que quizás guardaba en su caja de despojos
de la realidad. Sobre esta afectación, también podemos recordar un pasaje de la
autobiografía de Salvador Dalí, en el que se refiere al esnobismo como una característica
lacerante de los surrealistas franceses, afirmando que, cuando formaba parte del
grupo parisino, junto a René Crevel fue el
único que asistía a la sociedad y que era recibido por ella. Los otros surrealistas
no conocieron este ambiente y no fueron aceptados en él.
Es
bastante curioso que André Breton haya guardado un silencio tan incómodo sobre la
obra de François Rabelais, teniendo en cuenta sus referencias a nombres como Jonathan
Swift, Charles Fourier, Thomas de Quincey, Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud o
el Conde de Lautréamont. Ya hemos visto que leyó a Rabelais, por lo que ese silencio
es una clave que resuena en una nota muy reveladora, y quizás tienen razón los que
creen que el autor de Gargantúa y Pantagruel era un árbol inmenso cuya sombra podía
tragarse el cielo y la tierra de un mundo que hace alarde de su singularidad. Nunca
sabremos. Hasta aquí hemos llegado, en pleno siglo XXI, y lo que tenemos es un mundo
que se disfraza cada día con una túnica de Atenea, la diosa de la razón, escondiendo
detrás de la cómoda del cuarto de san Alejo su verdadera psiquis: La Desmesura.
Y precisamente
porque es la Desmesura el verdadero pathos de esta especie condenada al delirio
es que nos hemos inventado la parodia. Sin ella el infierno sería una eterna hoguera
llena de Aullidos e Improperios; y aunque de todas formas seguimos
haciendo uso indiscriminado de estos dos nobles personajes, no hemos desaparecido
porque la Risa, nuestra verdadera protagonista, nos acompaña en la noche
sideral de la que nos hablaba Pascal –léase noche estrellada–; la misma que Homero
llamaba el monstruo de los mil ojos.
Tal
vez por eso Voltaire fue uno de los filósofos que combatió el fanatismo religioso
y a su vez defendió la libertad y la tolerancia. Aunque en palabras de hoy en día
habría qué decir que defendió no tanto la tolerancia como el respeto hacia la otredad.
Todo esto para decir que Rabelais abrió los postigos que ocultaban el espacio sidéreo
en el cual se contemplaría Pascal ciento cincuenta años después.
Rabelais,
el monje que conocía por dentro la desmesura y la codicia de la Iglesia, nos puso
nuevamente en la mesa el banquete de la parodia con su principal sazón, la risa,
que tanto habían cultivado los griegos con sus comedias. Nos rescató del fanatismo
cristiano que quiso abolirla como una medida de control social, económico y político.
Independientemente de cuántas veces el tiempo fue impugnado, rebatido, contradicho,
desconocido, o si se negó a sí mismo, rechazó sus apuntes, contradijo su orgullo
o simplemente dijo no a todo lo que se esperaba de él, François Rabelais declaró
sucesivamente que el absurdo cuelga anatematizado del espectro de nuestra retaliación
de la libertad. Nunca habrá abuso del silencio o de las palabras si tales expresiones
se dan con la naturalidad con que nos emborrachamos de vino o nos acostamos con
nuestros amantes o viajamos por los reinos de las más graciosas locuras. La abundancia
al servir todos los platos es una reverencia a la plenitud de la salud del espíritu.
El apetito viene con la comida y el
tiempo es el maestro de la verdad.
BERTA LUCÍA ESTRADA (Colombia, 1955). Es escritora, poeta, dramaturga, crítica literaria y de arte, autora del blog El Hilo de Ariadna del diario El Espectador (Colombia). Integrante y secretaria del PEN Internacional/Colombia. Es librepensadora, feminista, atea y defensora de la otredad. Ha publicado trece libros, entre ellos La route du miroir, poesía (2012), en edición bilingüe, Náufraga Perpetua, ensayo poético (2012), y ¡Cuidado! Escritoras a la vista…; Todo lo demás lo barrió el viento, La Trilogía de la agonía que comprende las siguientes obras: El museo del Visionario (obra de teatro patafísica), Naufragios del Tiempo y Las sombras suspensas (Trilogía escrita al alimón con Floriano Martins). (2021). Y con el sello de ARC Edições y Editora Cintra fueron publicados los dos tomos que conforman El oficio de escribir (Ensayos críticos, 2020). Ha recibido cinco premios de poesía.
FLORIANO MARTINS | Poeta, editor, ensaísta, artista plástico e tradutor. Criou em 1999 a Agulha Revista de Cultura. Coordenou (2005-2010) a coleção “Ponte Velha” de autores portugueses da Escrituras Editora (São Paulo), e dirigiu a coleção “O amor pelas palavras” (2017-2021), parceria, de circulação exclusiva pela Amazon, entre ARC Edições e Editora Cintra. A partir de 2022 a coleção, embora mantendo seu nome, passa a ser coproduzida por ARC Edições e a revista Acrobata, destinada então à veiculação gratuita de livros em formato pdf. Curador dos projetos Atlas Lírico da América Hispânica, da revista Acrobata, e Conexão Hispânica, da Agulha Revista de Cultura.
NICOLAU SAIÃO (Portugal, 1946) | Poeta, ensaísta, tradutor e artista plástico, com atividades ligadas ao Surrealismo desde o princípio, quando participou de várias mostras internacionais de arte postal. Em 1984, juntamente com Mário Cesariny (1923-2006) e Fernando Cabral Martins (1950), organizou a exposição O Fantástico e o Maravilhoso. Estudioso e tradutor da obra de H. P. Lovecraft, em 2002 organizou a primeira edição integral em todo o mundo de Fungi From Yuggoth (1943), tendo também a ilustrado. Dentre seus livros: Os objetos inquietantes (1992), Flauta de Pan (1998) e Olhares perdidos (2006).
Agulha Revista de Cultura
Série SURREALISMO SURREALISTAS # 15
Número 214 | agosto de 2022
Artista convidado: Nicolau Saião (Portugal, 1946)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
concepção editorial, logo, design, revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS
ARC Edições © 2022
∞ contatos
Rua Poeta Sidney Neto 143 Fortaleza CE 60811-480 BRASIL
https://www.instagram.com/floriano.agulha/
https://www.linkedin.com/in/floriano-martins-23b8b611b/
Nenhum comentário:
Postar um comentário