La filosofía del ser y del dejar de ser no se modifica,
a lo largo de los tres grandes libros (como el pensamiento del joven no contradice
al del hombre: este puede volver los ojos al pasado y reconocerse). Cambian los
procedimientos: se ha de considerar la sujeción de la técnica a la voluntad de adoptar,
por ejemplo, un desarrollo inspirado en el de la composición serial, aplicada al
Sollozo
por Pedro Jara, o el especial
grado de asunción personal del tema (el testigo pasa a protagonista), de Alguien
dispone de su muerte, título que sucede a los homenajes, el ofrecido
al hijo (catarsis a través de la victoria sobre las buscadas dificultades de una
forma y de sus variantes) y el dedicado al amigo (catarsis apoyada en la memoria,
vale decir, en el presente de aquel que, incapaz de olvidar, recupera lo ido). Cabe
referirse a cierta gradación en la intensidad de las diferentes manifestaciones
de la separación: la del el hijo, la del amigo, la del yo (explicaré, después, la
alteración del orden de los dos primeros términos)… Saldadas las cuentas, sentimentales
y poéticas, con el prójimo, se ha de abrir la bolsa para pagar la deuda con la propia
personalidad, anticipadamente, con premura…
Antes de 1978
El mundo
de las evidencias empieza con el ya mencionado
Tránsito de la ceniza, un puñado de poemas de tendencia clasicista,
redactado de 1945 a 1947. Otros poemas, –trabajos sueltos
o entresacados de varias obras, de similar inclinación estilística– un lapso amplio,
de 1948 a 1958. El mundo de las evidencias (el
título de la serie conclusiva coincide con el de la selección), uno de mayor importancia,
de 1958 a 1970. El volumen, una cuarentena de poemas, cubre veinte y cinco años
y muestra algunos hilos del tejido de la evolución de un hombre, lírica y humana,
sin quedarse en la nostálgica revisión del pasado: el individuo que escoge –si las
páginas contienen una antología, no una recopilación exhaustiva–, que rememora,
lo hace desde su presente, a la entrada de la década de los 80. Preserva cuánto
le parece válido de la obra concluída; lo que le habla con actualidad, en la hora
de la recapitulación. El libro aparece, significativamente, a la vez que In
memoriam, con posterioridad a
la publicación del Sollozo.
Tránsito de la ceniza (las cuatro palabras resumen toda una filosofía de la vida y la muerte) parece
ocuparse, primero, del amor: el de la madre, el de las ejemplares mujeres de la
Biblia, el de las aves (su vuelo, símbolo de levedad, de elevación lírica). La calidad
del verso, la validez de la imagen poco se ajustan a la juventud del autor: ha dado
ya con la voz propia. Y, a través de ella, con las claves de su pensamiento: la
mineralidad –desintegración de lo sensible en la fijeza, en la inerte durabilidad–
halla su espacio en “Esponsales con la espuma” e “Incursión en la sal”. La apreciación
del instante como la realidad –acaso la única–, se integra a las visiones tempranas
(Coronas
y azahares, vertiginosas túnicas/forjan
tu identidad que dura lo que el rayo… Mas yo se bien que un día volverás renacida/al
árbol de la sangre y prenderás tu lámpara;/tu lámpara que instala, con el tiempo,
exterminio…) Está presente la sexualidad, intensa manifestación del exisitir,
herramienta de la imposible permanencia (“Elegía por el sexo de Thamar”, “Sexo”).
La doble faz de la relación de la vida y la muerte, del tiempo y lo infinito,
se vuelve fórmula expresa en “Esponsales” (Porque en ti, como en mí, ¡oh espuma!, todo dura / a condición de ser
permanente despojo…) En
“Sexo” (Este fuego tenaz que nos sostiene
/ aunque seamos ya polvo esparcido).
El texto inicial de Otros poemas, una “Elegía
en el umbral del verano” dedicada a “Meche Castro Velázquez, en el otro lado de
la sombra”, menciona el regreso al polvo de los cuerpos (“polvo eres…”), precisamente
como una degeneración petrificante (Ahora cauce seco, espinazo de piedras
/ ya eres constante esencia, concentración de mármol…) En “Vida
interior del árbol” la degradación va, con amargo matiz de consolación, no de la animación a la quietud, sino de la conciencia humana
a la inconciencia vegetal. (También mi aciaga
carne ha de inmolarse / en el festín del ácaro y la mosca… Ved entonces, amigos,
el ramaje 7 a inquietud de cardumen de las hojas, / la tensa piel de azúcar de los
frutos: / son mis huesos, mis venas y mis ganglios…) Domina los
Poemas
un tono sombrío, resignado (la resignación puede ser una forma de la rebeldía).
Los versos de amor hablan de un sentimiento, aunque encendido, reflexivo, “sapiencial”;
fúnebre, una vez más (Círculo de agua soy, fugitiva presencia… Yo hundo las raíces donde las amapolas /
extraen su fulgor de la sien de los muertos: Canción para ofrecerte mis dones, alabanza también del verbo poético).
Octubre (¡Octubre, torbellino de extinción
y presagios!) y Designio, de 1957 y 1958, se anticipan a
los acentos de la madurez (Y, a pesar de todo esto; aunque tú seas / pasajera
humedad, eco del polvo, / seres, y cosas, y hasta dios reclaman / identidad en
ti, ¡oh ardor precario!) Este fragmento aporta
un elemento esencial del universo lírico de Efraín Jara. Se asigna a la conciencia
un papel creador: sin ella, la existencia, al ignorarse, deja de ser existencia.
Completo su vocabulario básico, intelectual e imaginativo, el poeta ha de esperar
el momento propicio para afinar y desarrollar la dialéctica de la vida y la muerte,
para explorar los abismos de la altura y la profundidad, a su guisa.
Transcribo una pieza (“Advertencia”) de El mundo
de las evidencias:
¡No te fíes
del ojo!
El mundo
no se extiende ante nuestra mirada.
Cuando vamos
del ojo
al árbol
o a la estrella,
en realidad,
no vemos:
recogemos
fragmentos de nuestro ser,
migajas
del propio entendimiento…
El texto amplía la comprensión de esta clave del pensamiento
de Efraín Jara: la subjetivación de la realidad puede ser considerada desde dos
perspectivas complementarias: el poeta declara la función “realizadora”, activa
de la inteligencia. Cuando falta, los mundos y las cosas están, no son. El modo
de su presencia es la insignificancia. El conocimiento ve, revela, da sentido a
la existencia, la perfecciona. Enseguida, ubica al sujeto inteligente en su sitio,
como parte del mundo. Su angustia, su desvelo contaminan la materia y sus transformaciones.
La visión participativa no agota El mundo
de las evidencias. Se han de citar otras inquietudes: la soledad, la
fragmentación de la memoria (“Destellos de una infancia solitaria”); el elogio de
la poesía –signo de perduración– (“Tríptico” a Rubén Darío); el canto entrañable
a la filiación –sin las reticencias del Sollozo– y a la vida (“Balada de la hija
y las profundas evidencias”): Solo el amor y el
canto nos reintegran/lo que dimos al mundo, dilatándolo); La pasividad
atormentada del lecho, agotado ya el placer de los cuerpos (“El lecho”). “Sentimiento
del Tiempo”, “Muervidate”, “Mano en el agua”, “Perpetuum móbile” (donde el proceso
descendente de la muerte se cambia por el ascendente de la resurrección en la naturaleza:
Pisotearán mañana / tu corazón
los pájaros / y encenderá sus lámparas el trigo en tus pestañas…)
“Currículum vitae”, “El ojo de la muerte”, recogen temas que se han ido convirtiendo
–junto a la adopción del verso libre– en las señales de identificación de esta lírica:
……….
Por la palabra, el puro aleteo del ser / se congela
en espejo / o desfallece en relámpago. / Se oye en las altas bóvedas del poema /
forcejear al tiempo hechizado por los vocablos.
Conviene recapitular los motivos de la obra de Jara,
relacionados con su compromiso con la vida, contemplada a la luz negra de la muerte,
según se presentan en la recopilación tripartita de El mundo de las evidencias:
La muerte es la salida, la puerta falsa por la que fuga
el ser. La vida es corta, pero halla toda su validez en esa brevedad. No hay otro
bien real que el momento, la fugacidad del presente, aun cuando a la memoria posea
el don de convertir la historia sucesiva en simultaneidad, el pasado en presencia
imperfecta. El hombre, en cuanto conciencia, percepción, es el origen, si no ontológico,
psicológico de cualquier forma de existir: aquello que a sí mismo se ignora, en
cierto sentido no es.
La conciencia individual es frágil, contingente. La
materia, por el contrario, dura, resiste, pero su relativa perennidad poco significa,
si alguien dotado de conocimiento no afirma su realidad.
El poeta no olvida poner el acento sobre determinadas
fuerzas afines a la vida, derivadas de ella: la atadura filial, la palabra, el sexo.
Más tarde, habrá de sumarles la amistad, y una manera adicional de la expresión,
la música.
Dos cantos funebres y un
testamento
En 1978, el núcleo del Azuay de la Casa de la Cultura Ecuatoriana
publica, en una hoja plegable, Sollozo por Pedro Jara, elegía de Efraín Jara Idrovo que abre el tríptico
de los grandes poemas inspirados en la muerte. El autor moja la pluma en la tinta
de un dolor íntimo, para cantar su dimensión humana. La mirada que posa sobre el
destino individual –su punto de vista es el del agnóstico y el desengañado–, se
ha agudizado, se ha hecho más penetrante. Exorcisa los demonios del sufrimiento,
colma el espacio de la pérdida con la imposición de nuevos retos, con la experimentación.
Su técnica poética parte del paralelismo con un sistema de composición musical del
siglo XX, el serialismo, y un recurso que promueve la colaboración activa del intérprete
y el autor, lo aleatorio, el azar controlado. La simple reducción de la atroz circunstancia
–el suicidio del hijo– a la categoría de palabra, una palabra escrita para no ser
borrada, parecería, si la historia y la cultura no hubieran consagrado la exhibición
de la herida sangrante y del más velada de los secretos, como privilegio del arte,
la empresa de un monstruo moral, de un cronista sin entrañas. Precisamente, al arte,
al oficio, toca la tarea de vestir la desnudez, de transfigurar la indiscreción
y volverla sugerencia; quizás, revelación.
La intuición del poeta tiene, además, el derecho de
organizar la imprevisible crónica, la ciega libertad de los hechos, dándoles una
secuencia lírica más válida que las de la lógica y la cronología: las obsesiones,
las sensaciones, las sospechas, van trabándose, complementándose, hasta alcanzar,
de modo coherente, la formulación una peculiar filosofía. Efraín Jara reacciona
ante el suicidio del hijo. Ha de soportar la muerte repentina y doméstica del amigo.
Al fin, se animará a anunciar su partida, aunque reafirmando antes sus valores,
su pasión esencial. El escritor no avanza del desasimiento de lo más distante (el
amigo), al de lo más cercano (el hijo, el yo). El orden, dictado coincidencialmente
por el tiempo real, ubica a la amistad en el centro de los homenajes, se ajusta,
en virtud de la decisión de atender a la propia muerte, a otra visión de la proximidad,
distinta de la debida a la sangre: el hijo, objeto del canto en el Sollozo,
es una intimidad necesaria, pero destinada a deshacerse, a afirmar una diferencia,
no solo al lado del padre sino frente a él. La muerte precipita el alejamiento,
antes de que haya llegado, naturalmente, a consumarse. El amigo (In memoriam),
por el contrario es la separación que se atenúa, la alteridad que deja una plaza
la camaradería, a la comunidad con la persona que elige y es elegida (igual ocurre
con el amor). El acercamiento, convertido en contigüidad, se trunca. Sobreviene
la muerte. Por fin, se ha de aceptar la desaparición de la propia conciencia, de
la propia personalidad: se alcanza la suprema separación. Para ese alguien
que dispone de su muerte,
ya no hay a quien compadecer, por
quien apesadumbrarse. La escritura cierra el ciclo, quizá con la intención de conjurar
la “amargura final”, la del guiño sorprendido por Pablo Palacio, anticipándose.
La aceptación equivale al desafío. El Sollozo por Pedro Jara hace
las veces del primer peldaño de la escala descendente.
Cada uno de estos títulos abarca un poema completo,
por encima de sus necesarias subdivisiones. Sollozo por Pedro Jara se desenvuelve a lo largo de cinco columnas de tres
estrofas, con igual número de versos de similar disposición tipográfica y significado
no demasiado distante –según el modelo metafórico del sistema dodecafónico o serial–,
que permite un número amplio –si bien limitado– de combinaciones, modificaciones
y lecturas alternativas –la sugerencia viene de la música aleatoria. Cada columna
(“movimiento”, “serie temática”… Es dable hablar de variaciones secuenciales: la
línea y la estrofa se transforman, paso a paso, sin desprenderse de su origen),
adopta por asunto una etapa de la vida-muerte del hijo y de la percepción paterna. In
memoriam prefiere asignar denominaciones expresivas a sus ocho
segmentos (Inventario de sombras, Yo, Tú, Siempre hay tiempo, etc.): van puntuando
la historia (rememorada), el desarrollo de la relación amistosa, la ruptura impuesta
por la contingencia. Alguien dispone de su muerte se atiene
a la exterioridad de la analogía musical: sus cinco partes repiten las denominaciones
convencionales de las divisiones de una sinfonía (Andante melancólico, Allegro non
troppo, Adagio, Allegro finale). Su conclusión, modestamente, toma el nombre de
“coda”. La alusión se remite al período clásico-romántico, no a la vanguardia del
siglo XX.
Acaso, el Sollozo se adapte
con dificultad al enfoque de este ensayo. La proximidad afectiva de la tragedia
que lo provoca, justifica la aparente lejanía de la “incitación a la vida”, clara
en las páginas de las otras obras. (La muerte no se muestra como una consecuencia
forzosa de la vida. O es un hecho violento, o uno inesperado –In memoriam–.
La ruptura –comparada con la degradación– gana tintes dramáticos. Admite el desbordamiento
pasional –cuidadosamente graduado, ha de admitirse. Justifica las conclusiones extremadas
de la meditación). Salvo en un sentido, el de la “incitación a la palabra”. El hecho
no solo despierta la pluma del poeta: estimula su vena artesanal, su inclinación
a experimentar.
El movimiento inicial recoge una experiencia, la del
nacimiento, sometida a la percepción del progenitor. El segundo (igual, el tercero),
el desvanecimiento de una ilusión, la perdurabilidad. El cuarto se aproxima al suicidio
del hijo, a la evidencia de su falta. El quinto prolonga el sentimiento de la ausencia;
coloca, en la balanza, el contrapeso: la persistencia de la memoria, la continuidad
de la especie; sencillamente, la de la vida (somos los ecos de un tañido inextinguible).
La ubicación (ideal, tanto como geográfica) del escritor,
está en las islas, las Galápagos: roca y mar, inmovilidad y duración, tangibilidad,
pero no sensibilidad. Aislamiento (yo andaba entonces por las islas / dispersa procesión del basalto / coágulos del estupor / secos ganglios
de la eternidad).
El texto atribuye a la duración anhelada, no verdadera,
del ser humano, cualidades minerales (Pedro, piedra). El “estar” no es ajeno al
“ser”:
te llamarás pedro
pedrovenasderoca
……….
te llamaré pedro
pedroespinazodepeña
pedropiedrasinedad
Así lo pretende el exiliado, desde el refugio del archipiélago.
El don de la eternidad conlleva, sí, el de la presencia, pero imovilizada (secos ganglios de la eternidad):
parecías cincelado en granito
hechoparaempiedraendurar
……….
pero todo cuanto se enciende en el corazón o el
tacto
se infecta de perecimiento
El poeta, por dar a entender la frágil condición del
desaparecido, la debilidad de la ilusión paterna, acude a imágenes que se contraponen;
enfrenta lo grande y lo pequeño, lo fuerte y lo débil, lo entero y lo despedazado:
pedrofronda te ansié
te perdí pedrohojarasca
……….
parecías…
orla inabarcable del vuelo del gavilán
¡pero fuiste colibrí en el embudo del huracán!
pedrocalzoncillosalrevés
pedrocabezarasurada
pedroceroengramática
Una metáfora precisa, de resonancia metálica –la duración
equiparada con la inercia– desarticula los recuerdos; pone al cuerpo pendiente de
la cuerda en su estado y su hora, actuales y, en adelante, irrenunciables:
…péndulo paralizado en la eternidad
La supervivencia –de algún modo, Jara desea creer en
ella– ha dejado de ser personal; se parece demasiado a la falta de cualquier forma
de continuidad, salvo la de la añoranza –o la emocionada, quizás apaciguadora, de
la letra:
pero respiras en mí
amas todavía
en mí
golpeas en el corazón
como un animal anhelante de otra oportunidad
La independencia progresiva del hijo, su natural distanciamiento,
no han tenido lugar. Tampoco, la apacible llegada de la vejez, ni la lenta disolución
de la carne roída por la enfermedad. Aquí, como en In memoriam, la desaparición
tiene la fuerza, trae la sorpresa de una cornada, de un derrumbamiento. El Sollozo
puede ser leído como si se tratara de un grito, de la expresión de una revuelta:
la pérdida del hijo es superior a la más formidable capacidad de resistencia. La
ligadura, cuando se rompe, provoca pesar, una lastimadura insoportable. La finitud,
puesto que tenemos conciencia de ella, da un precio más alto a la vida, pero le
priva de su explicación, de una parte de su significado. La exalta y, a la vez,
la convierte en una aspiración a lo imposible, en una especie de derrota, de fracaso
elemental.
In memoriam (publicado en 1980), se organiza como la crónica de
una amistad interrumpida. La preceden y la prolongan las consideraciones sobre la
vida y la muerte que se han apoderado desde hace tiempo del pensamiento del poeta
(Sabía
que la vida no tolera/sino el esplendor del momento/que día a día la sequedad de
huesos del desierto/tendría que devorar el paraíso….. y que al final/desesperados
por nuestra condición furtiva/tendríamos que tentar no desvanecernos del todo/acudiendo
a lo más fugitivo/las palabras). La temática abordada es la habitual
de las meditaciones alrededor de la interrelación vida-muerte: la contingencia del
hombre, el valor existencial del momento, la sequedad mineral, la ceguera de la
perdurabilidad, la vigencia singular de la palabra. El giro todavía más personal
que va a identificar al próximo libro queda anunciado: la muerte, no solo problema
de los vivos, los deudos, los testigos de la desaparición, sino inminencia que concierne
al destino del cantor: sabía que la muerte me puso el ojo/desde la primera
vez/que pronuncié la palabra ausencia/y que más que buscarle sentido a la vida/había
que furiosamente acrecentarla/así/con entereza/con pasión/con alegría).
In memoriam atiende a dos direcciones opuestas: una conduce a la aproximación entre dos
entidades irreductibles. Rompe la barrera egoista de la individualidad, crece y
se establece. Otra concluye en una ruptura, la bien sabida de la muerte. A “Inventario
de sombras”, sucede una sección denominada “yo”; le siguen “tú” y “nosotros”. “Sábados
de gloria” prosigue la alabanza del amigo. La introducción, fúnebre, contamina con
la aflicción, modifica el impulso vital de las primeras páginas (el del acercamiento,
de la consolidación, del secreto acuerdo entre las diferencias), deja entrever la
punta del lazo que ha de sujetarlo a su contrario. Jara se describe con oscuros
ojos de pez/en la luz tamizada de acuario de las bibliotecas/vagando entre la ruin
opacidad de las tabernas/o por los vestíbulos de cristal del conocimiento. Identifica
al otro, al “tú”, a Luis Vega: tu juventud de grandes estrellas y arboledas…/de
pronto desgajada/tajada/por la espada/el insidioso llamado de la especie/la trampa
de crisantemos del amor/el cálido aliento de buey de la compañía. Se
detiene para recoger –solo a retazos– cuánto llegó a unirlos (gustos comunes, respeto
mutuo, placeres compartidos). La noticia,
Siempre hay tiempo y Epitafio desencadenan, de golpe, sin el preludio
lento, sin la preparación de la vejez o de la enfermedad (hubo, sí, la poética,
la del “Inventario de sombras”), desde la lejanía, el motivo de la separación:
ay amigo
¡amigazo
del alma!
de nuevo la hostilidad de los pronombres
de nuevo tú y yo
ahora que entre tu corazón y el mío se interpone
la alambrada insalvable de la muerte
Siempre hay tiempo querría explicar (no hay modo de hacerlo), el sentido (¿el sinsentido?)
de la condición humana:
y ya que somos los predilectos de la muerte
pues ella nos dio el insólito espejo de la conciencia
a fin de depararnos su sempiterna compañía
ya que somos apenas chisporroteo
repentino espasmo de la duración
Adopta la forma de un elogio de la vida, válida solo
porque transcurre, porque es tiempo, es instante. La perennidad, más allá de la
existencia personal, la prolongación del ser (de sus elementos orgánicos) en la
naturaleza –vegetativa o yerta– ocupa el lugar que el creyente concede a las postrimerías:
es cierto que hojas van
y hojas
vienen
pero el bosque está ahí
……….
si de algo disponemos es de tiempo
no de vida
tiempo para advenir
y empezar
a despedirse
……….
¡siempre hay tiempo!
para que tú
amigo mío
ya desolladura
en mi alma
subterráneo festín de aguaceros y raíces
futura pulpa de los cotiledones
reinicies tu amistad con la tierra
hasta los
huesos
Idea esta, la de la continuidad, de la comunidad con
el suelo –aliada, casi contradictoriamente, a la de la cesación de la conciencia
y la disgregación consiguiente del todo–, que vuelve a tomar, sutilmente, ese deslizarse
de conceptos y de sonoridades del Epitafio:
aquí luis vega boga en su luz vaga
consumido
consumado
con su nido
con su nada
Los movimientos musicales que dan nombre a las secciones
del poema no poseen la intención significativa, de los títulos de In memoriam.
El “allegro” de una sinfonía puede mostrar una apariencia animada, enérgica, hasta
furiosa, sin constituirse por fuerza en una exhibición de alegría. El “andante melancólico”
de Alguien dispone de su muerte se inicia con una “introducción” impresionante,
arrancada al reino zoológico (y a la convicción de que la vida alimenta, en secreto,
el gusano de la decandencia): ¿padecen los elefantes/ese implacable desmoronamiento
de cenizas/con que ciertas criaturas advierten despavoridas/que el tiempo no las
preservará? La enormidad del animal –medida con la pequeñez humana–;
el instinto –cotejado con la razón humana… De la aparición –o desaparición– colosal,
el poeta baja a la modesta dimensión cotidiana, la del pensamiento. La conclusión
dictada por las comparaciones, por la experiencia asimilada por las obras anteriores,
es tan lógica como resignada: ¿cómo amar a la vida/sin aceptar la muerte?
Según conviene a un testamento lírico, no sometido a la objetividad de las normas
del código civil, este ha de ser, al comienzo, “recogimiento de pasos”. El poeta
pesa su infancia y, con dureza, su juventud (anhelos/frustraciones/descalabros);
convencido de que toca a su término/la operación atribulada
de arrancar/las hojas consumidas de los calendarios, se acoge al amparo
de la soledad –las Galápagos, el alejamiento, la piedra, lo durable e inanimado.
Invita al viaje a la amada: ven conmigo a las islas/acompáñame en este último
trecho/antes de que yazga definitivamente/enorme/inerme/inerte.
(La desmesura de la bestia que se derrumba, se traslada a la inercia irrevocable,
la “desmesura” del cadáver).
En el “allegro non troppo”, ha de suponerse que el movimiento
verbal-sentimental se acelera, aumenta, si acaso lo hace. Ni agitación, ni dicha
moderada: el segmento es el de las instrucciones para la inhumación: ponme
de lado/de sien contra las agrias piedras de Floreana….. ponme con las manos sobre
el sexo….. no pongas nada sobre mi tumba / ni una piedra / ni un tronco
de algarrobo… Entre las cláusulas, se adelanta a la de los
legados la enumeración de ciertos bienes del poeta. Uno, tal vez inmaterial, no
por fuerza intangible, es el deseo. Otro es el verbo, arrancado a la piel más que
a la boca: no supe amar sino con ferocidad / y como es condición inexorable de lo intenso
/ agotarse de súbito / sin alcanzar la saciedad / iba desaforado de mujer en mujer…..
nada hay en el núcleo radiante de la poesía / que antes no haya sido machacado /
en los rompientes de la sangre.
(Las riquezas individualizadas tienden a identificarse con la más honda, la
que las engloba, la personalidad).
El “adagio” se vuelca hacia esos bienes, hacia
ese bien. Voluntariamente, el canto evita la rapidez, el eventual frenesí del “allegro”.
Las dos primeras “estancias” comienzan con un ¡es tan maravilloso
vivir! (A pesar –o, precisamente, por ello– del transcurso
vertiginoso, de las interrogaciones
/ que jamás esperan respuesta).
El elogio parte de las cosas mínimas –el vino, el alimento–, abarca al sexo –no
tanto a la mujer (despojar de sus prendas íntimas a la mujer
/ como quien priva de las cortezas a la naranja)–,
al viaje, a las palabras. Reitera convicciones que enturbian con la duda la objetividad
de la percepción: ¡la realidad es presencia! / estos pinos del
parque central solo existen / mientras remueven el agua de la conciencia….. duplicarnos en el espejo de la conciencia / constituye
dudosa prerrogativa….. todo llega
desvalido y menesteroso / hasta los pasadizos
de la conciencia / para que le concedamos consistencia y sentido. Cierra el “adagio” con el encuentro de la amada, fundamentalmente
sensual (…tus caderas lucían la brillante tersura/de la madera de los pianos de concierto
…tu vendaval de rosas y manzanas), referido solo tangencialmente –eludiéndola,
casi– a la relación interpersonal:
¡encantadora
mía!
no arrojada a mis playas por lo imprevisible
sino como si alguna porción
inadvertida u olvidada de mi ser
se pusiera de pronto a fulgurar
……………
ay dama y señora mía
en todas
las mujeres
parece que el hombre busca
a una sola mujer
El “allegro finale” –vendrá, aún, una “coda”– con la
debida solemnidad –y monumentalidad– reabre el inventario de los bienes de la sucesión: como los
elefantes / soprendí en mis venas el crujido / que desquicia las osamentas y las bóvedas. Abraza,
ahora, las más preciadas entre sus posesiones: la amada, los libros (oh anaqueles
de mi biblioteca / acantilados impertérritos / a las
asechanzas depredadoras del tiempo), la música (del pasado a este
ahora tan afín a las predilecciones de Jara: Haendel, Mozart, Beethoven, Brahms,
Chaikovsky, Ives, Schoenberg, Stravinsky, Messiaen, Boulez, Stockhausen… poderosos
vientos genésicos), los hijos (coágulos de mi soledad: los lazos de
la sangre no bastan para quebrantar las barreras alzadas por el poeta). Los amigos (los únicos que no me defraudaron). El verso, las palabras (me provocan / y revocan lo que intento decir /
cada vez me obligan a parecerme /
más y más a lo que ellas me dictan). Anotados, registrados en el cuaderno,
la vida y sus dones, el conocimiento y la disgregación, refuerzan, en el autor,
la voluntad de posesión, de adhesión a la existencia, irrefutable pero amenazada.
La “coda” lo abandona mientras observa su día de hoy,
aprestándose a atarlo a su porvenir (su no porvenir): aquel
hombre que hubiera podido ser yo / –y no añicos de un yo– / elige algunos
fragmentos estropeados / y con ellos alimenta la avidez de su lámpara….. se apresta a verse en las islas / de cara con
la muerte / y darle un abrazote confianzudo / posesivo/olímpico / verdaderamente
desmoralizador.
La actitud anunciada, su giro familiar –cabo de unas
líneas cargadas con el peso de la desolación– confirma la ambición de conjurar lo
inevitable, desde una posición precaria, provisionalmente favorable. El aislamiento
–lo inerte, la separación– de las islas brinda un marco adecuado a esa ventaja.
La muerte, allí, está demás, o casi…
¿La muerte como incitación a
la vida?
Aunque la voz de Efraín Jara, individualista no menos que
ejemplar –en tanto recoge una experiencia asequible a sus semejantes–, tiene no
pocos rasgos de gran poesía, de algún modo refleja el sentir popular, la sensatez
algo escéptica del ciudadano corriente, cuando duda de la intemporalidad de los
valores, de la perennidad del yo: acata la muerte como lo que es, un hecho cierto,
y se apresura a trocarla en el aguijón que ha de espolear al corcel de la vida.
La fugacidad pasa a ser la sal de la existencia –o de la conciencia. (“Que me quiten
lo bailado”, dirá, no sin ánimo desafiante, la boca anónima). La diferencia, enorme
diferencia, radica en la imposibilidad, experimentada por el poeta, de gozar con
inocencia, sin reflexionar acerca de las postrimerías –temporales, no trascendentes–,
del tiempo que se le ha concedido para andar por los caminos del mundo.
Al intentar el recuento –ni exhaustivo, ni rigorosamente
organizado– de los motivos líricos a los que ha de reducirse el asunto de esta charla,
el alto precio –el misterio– de la vida realzado por la muerte –sin misterio, puesto
que sin transparencia ni sombra–, ¿hablaré de la incitación a reconocerse en la
brevedad del tiempo, en el instante, reflejo de la vida entera, percibido siempre
como presente? (El pasado no es sino carencia). ¿De la calidad a la vez sensorial
e intelectual de la única existencia digna de su nombre, la que se sabe vida (la
observación, por ende, y la comprensión de las cosas, de los hombres, del yo, el
gozo de tomar, dar y recibir y la tristeza del expolio)? De la incitación a la conciencia,
la diferenciadora de lo que es y lo que solo está. De la incitación al amor y a
la amistad, esto es, a la difícil determinación de compartir); al sexo (casi impersonal
exigencia de la especie): acercamientos, es verdad, condenados a frustrarse… De
la incitación al pensamiento, al verbo, al virtuosismo técnico y conceptual (la
muerte no es una simple negación enquistada en la realidad, sino el objeto de una
elaboración imaginativa, literaria. Y la letra posee la virtud de continuar sonando,
en la memoria de alguien o en las polvorientas estanterías de una biblioteca. Queda,
se demora la tinta, cuando la mano del autor se aparta)… De la incitación a buscarse
–y hallarse– en los ecos de otras crónicas, de otras lenguas (la atracción de la
música…) De la incitación declinante, que se allana a la caducidad o se tuerce hacia
ella. De la incitación a rebelarse contra el dolor, cuando no a complacerse en la
desdicha –y en la retórica de la desdicha. De aquella a la consolación, sea la de
la supervivencia del cuerpo descompuesto en la hondura de la tierra o en el crecimiento
del árbol, sea la de otros hombres, otras inteligencias (así la cesación de una
cualquiera de ellas equivalga a la del planeta…) Por fin, de la incitación a disponer,
desde la precaria superioridad de la vida, de la muerte, la propia…
Viene a propósito, aquí, la pregunta: ¿ese aferrarse
a la existencia de la criatura racional, ese atarse a ella con todas sus facultades
(el intelecto, la pasión, los sentidos, la memoria), esa disposición a conocer y
a tomar en propiedad, que la vecindad de la muerte dignifica y exalta, no se parece
demasiado, para Jara Idrovo, a la resignación, a una inclinación cómplice del ánimo
por la parálisis de la nada? Me atrevo a interrogar, no a responder. Por encima
de la disección, del análisis, de las explicaciones, la poesía funciona como un
organismo, una construcción irreductible, aunque ensamblada con la varia, inagotable,
contradictoria materia –o inmaterialidad, ¿por qué no?– del alma humana. Su coherencia
fundamental no excluye la ambigüedad. Al margen de este comentario, de cualquier
comentario, se yergue y se defiende, diálogo silencioso del poeta y su lector, de
la escritura y la pupila atenta, la sólida y conmovedora obra lírica de Efraín.
[1]
NOTAS
Exposición presentada durante el
VI Encuentro sobre Literatura Ecuatoriana, organizado por la Universidad de Cuenca.
Nov. 1996. (Versión revisada).
1. A la que se han de sumar los
sonetos no rimados de Los rostros de Eros (1997) y algunas
composiciones de diferentes fechas, recogidas con el resto de su producción bajo
un título reiterado, El mundo de las evidencias (Obra poética 1945-1998),
las revisiones de los sonetos y las adiciones de Poesía última.
BRUNO SÁENZ ANDRADE (Ecuador, 1944– 2022). Escritor, poeta, ensayista y crítico literario. Es autor de numerosos libros, entre ellos: El aprendiz y la palabra, Relatos del aprendiz, Comedia del cuerpo, 1944, La promesa y la siega y La noche acopia silencios. Abogado de profesión, en su vida laboral se desempeñó como director de la Escuela de Fiscales en el Ministerio Público, así como Subsecretario de Cultura. Fue conferencista habitual en la Casa de la Cultura Ecuatoriana, el Centro Cultural Benjamín Carrión y la librería Rayuela, entre otros lugares. Fue miembro emérito de la Academia Ecuatoriana de la Lengua desde 2014. En 2003 su poemario Escribe la inicial de tu nombre en el umbral del sueño ganó el Premio Jorge Carrera Andrade.
CELINA PORTELLA (Brasil, 1977). Artista plástica invitada de esta edición de Agulha Revista de Cultura. Fue nominada a premios, como la Beca ICCO/SP-Arte 2016; EFG Bank & Art-Nexus Acquisition Award, en SP-Arte 2015 y Pipa Award 2013 y 2017. Fue premiada en Salón Acme/Casa Wabi Residence en Oaxaca, México (2020); en la XX Bienal Internacional de Artes Visuales de Santa Cruz, en Bolivia (2016), y también en el II Concurso de Videoarte Fundaj, en Recife (2008). Obtuvo la beca del Programa de Fomento a la Creación, Experimentación e Investigación Artística SEC+Faperj, en 2016; por el 1er Programa de Fomento de la Cultura Carioca en las Artes Visuales, en 2013; por la Beca de Apoyo a la Investigación y Creación Artística, de la Secretaría de Estado de Cultura, en 2012, y por la beca del Centro de Arte y Tecnología de la EAV Parque Lage, en Río de Janeiro, en 2010. Participó de residencias artísticas en Bag Factory Artists ‘Studios, en Johannesburgo, Sudáfrica; en el Centre International d'Accueil et d'Échanges des Récollets, en París; en LABMIS, en el Museo de Imagen y Sonido, en São Paulo; en Galeria Kiosko, en Santa Cruz de La Sierra, Bolivia, entre otros. Desarrolló proyectos y expuso en varias instituciones y galerías de Brasil y del exterior, entre las que se encuentran: Sesc São Paulo, Centro Cultural Banco do Brasil, EAV Parque Lage, Caixa Cultural, Centro Municipal de Arte Hélio Oiticica, MAC Santiago de Chile, Uj Art Galería, Galería Cremallera, Galería Kiosko, A Gentil Carioca. De las participaciones en exposiciones colectivas, se destacan Histórias da Dança no MASP, São Paulo, 2020; Salón Acme 08 | Ciudad de México, 2020; Crestas Trienal de Artes, en Sesc Sorocaba, 2017; III Muestra del Programa de Exposiciones del Centro Cultural São Paulo, 2012 y “Nova arte nova”, en el Centro Cultural Banco do Brasil en Río de Janeiro y São Paulo, 2009. Como bailarina y co-creadora, trabajó con las coreógrafas Lia Rodrigues y Joao Saldanha. Celina es de Río de Janeiro y actualmente vive en São Paulo. Estudió Diseño en la Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro y se graduó en Bellas Artes en la Université Paris VIII.
Agulha Revista de Cultura
Número 236 | agosto de 2023
Artista convidada: Celina Portella (Brasil, 1977)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
ARC Edições © 2023
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