I. La poesía en la poeta
Las fechas extremas
de la vida de Ida Gramcko (1924-1994) casi fueron también las de una consagración
a escribir poemas que comenzó de niña y se sostuvo hasta muy cerca del final. Fue
menos continua, aunque también enorme, su ocupación en otras modalidades de la literatura:
desde el periodismo cultural ejercido cuando muy joven hasta la dramaturgia, abordada
ya en la madurez, pasando por el torrente de sus artículos y ensayos de meditación
y crítica literaria. En Poética, el libro
al que se refieren las siguientes anotaciones, culmina esta última vertiente de
su legado.
La conciliación
entre continuidad y cambio, y entre ciertos extremos de la experiencia personal
que en otros casos serían disyuntivos, fue un rasgo preeminente de la existencia
de Ida Gramcko. Nacida en una pequeña ciudad de Venezuela señalada por su relevancia
nacional como instalación portuaria, y por su inmediatez con una zona de pujante
agricultura, la mayor parte de su vida transcurrió en Caracas, la capital del país.
Hondamente predispuesta a atesorar veneros muy propios del vivir venezolano, su
familia paterna, sin embargo, provenía de una raigambre alemana que al mezclarse
con su mitad venezolana quiso mantener viva una doblemente mestiza tradición doméstica
que antes de volverse citadina comenzó por compartir unos orígenes de mar y río,
de hacienda y puerto. Sustentada por este seno familiar, la independencia personal
de Ida fue precozmente auspiciada por su pasión vocacional (comenzó a “escribir”
casi antes de saber leer) y siempre contó con el apoyo de su dedicación al trabajo
profesional de ganarse la vida. Afianzada en este basamento sin fisuras aparentes,
reafirmado por su matrimonio con un notable periodista del exilio republicano español,
su vida, sin embargo, ya en la madurez de la edad sufrió el profundo quiebre del
que fuera hasta entonces su equilibrio psicológico. La figuración pública, teñida
durante años por el reconocimiento y el prestigio que le valió Poemas, su gran libro, se retrajo enormemente
a partir de la sexta década de su siglo. Luego de recuperarse lo suficiente como
para volver al trabajo, ahora como docente de literatura en el liceo, la universidad
y los talleres de iniciación en la escritura poética, la repercusión pública de
su quehacer no volvió a ser la misma. Menos visiblemente aclamada, su obra de poeta
siguió avanzando por caminos que mucho le costó trazarse. Fue un cambio en todo
sentido drástico, que solo puede medirse por el antes y el después del descalabro
íntimo.
Por su
parte, Poética es un volumen breve, de
poco más de ochenta páginas. Apareció en 1983 entre las Ediciones del Congreso de
la República de Venezuela. Se divide en tres partes, cada una encabezada por un
doble subtítulo: La presencia imposible (Símbolo),
La presencia del mundo (Mundo), y La presencia infinita (Metáfora). Al final
de su tercera parte aparecen reproducidos fragmentes reflexivos de Ernts Cassirer,
Mircea Eliade, Furio Jesi, Octavio Paz y José Ortega y Gasset. Lugar equivalente
ocupan en la segunda parte tanto extractos de reflexiones provenientes de Martín
Heidegger, Ernts Cassirer, Octavio Paz, Rainer María Rilke, Paul Valéry, Cintio
Vitier, Alejo Carpentier, Julio Cortázar, Ángel Rosenblat y Roland Barthes, como
poemas de Juan Ramón Jiménez y Jorge Guillén, además de fragmentos poéticos de Wallace
Stevens, Francis Ponge y Roberto Ganzo. En el cuerpo de la tercera parte, finalmente,
se intercalan citas de poemas enteros y fragmentos de poemas de Vicente Huidobro,
Humberto Díaz Casanueva, Pablo Neruda, Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén, César
Vallejo, Arthur Rimbaud, Sor Juana Inés de la Cruz y San Juan de la Cruz. De manera
que en el propio texto de Poética se marca
tanto un doble trayecto, desde el símbolo hasta la metáfora pasando por el mundo,
como una serie de epígrafes cuyas fuentes van de Cassirer a San Juan de la Cruz
e incluyen una nutrida y variada representación del pensamiento de la poesía en
el siglo XX. ¿Indicio de qué, son tales marcas? No solamente para acercarnos a éste,
el libro en que se expresa de la manera más decidida y concentrada el pensamiento
poético de Ida Gramcko, sino también al denominador común de sus otros escritos
acerca de libros y autores de poesía, la clave puede estar en el designio que la
llevó a emprender su reflexión desde el símbolo hasta la metáfora a través del mundo.
***
“Desde que hubo símbolo,
hubo dualidad”: éstas son las primeras palabras de Poética. Ellas marcan a la vez el punto de partida y la meta de su reflexión,
ya que si para Ida Gramcko el símbolo es inseparable de la dualidad es porque todo
lo que existe no es más que “trasfondo escondido.” Y esto no quiere decir simplemente
que los entes se desdoblan en símbolo como quien hace uso de una potestad; se trata
más bien, de que si ellos existen es porque se revelan en el símbolo que encierran
y los encierra, pues es solo en la medida en que de tal modo son revelados que alcanzan
su propia revelación. Todo lo cual, finalmente, tiene que ver con “la prestancia
imperfecta de las cosas” y a su modo responde a que “lo que contienen, las desborda.”
Este es
el móvil de la andanza, a la vez opcionalmente mito-poética y acendradamente personal,
que ostensiblemente se acomete en el libro. A pesar de que este modo de pensar y
el estilo de expresión que lo recorren combinan energías propias del discurso y
del poema, el resto del fragmento al que me estoy refiriendo hace explícito también
un presunto propósito analítico que no olvida convocar el discernimiento del lector:
“Hagamos un examen ligero de lo que no se configura porque sólo es señalamiento.”
Aceptada la invitación, seamos testigos del primer movimiento de este examen:
Una víspera, quiero decir un símbolo, cristaliza
y ondea cuando atravesamos un bosque y, sin hallar corola alguna, sorprende y atrae
una fragancia. ¿Quién está ahí? Inquiere nuestra tambaleante embriaguez que no encuentra
motivo ni principio. ¿Quién ha encerrado rosas en un paraje hermético? Indaga la
sorprendida soledad que inhala. Una emanación tan discreta de origen obliga a la
pregunta por la cosa. La causa, gran ausente. Soplo primaveral de una lozanía lejana.
He aquí
entera la decisión suprema en que consiste la significación poetológica y el sentido
acendradamente personal de Poética. Esto
es, que en lo atinente al sentimiento y el pensamiento del mundo no es cuestión
de inquirir por causa alguna, pues las cosas y los acontecimientos con los que nos
topamos en nuestra andanza por sus predios constituyen por sí mismos un desafío
universal. Si en tales condiciones hay algo que verdaderamente nos obliga, es la
pregunta por la cosa misma; y a este respecto, el único indicio disponible en el
texto de Poética es la discreta emanación
del origen que en todas las cosas se revela. Sin embargo, nótese al pasar que esta
pregunta por lo intangible de la cosa misma parece no ser la única factible, y que
ya la misma perplejidad supone un quién
ligado a la propia hechura de la cosa. No perdamos esto de vista, o mejor, puesto
que todavía falta mucho por andar, no lo olvidemos.
Anunciación de lo desconocido. Lo incógnito
palpita sin enseñar el corazón, sin que su corazón se nos confiese, en polvo dorado
y emisario. Hálito de aurora sin sol. No lo presenta. No lo patentiza. El símbolo
no manifiesta; irradia.
Y ya esto
es decir algo más acerca de lo desconocido e incógnito. Ahora sabemos que tiene
un corazón que no se muestra en el puro palpitar de lo ignoto, y este saber nos
planta frente a una primera afirmación tajante: el símbolo no se distrae en manifestar,
tan sólo irradia. Pero, otra vez, atención: recordemos que el primer vocablo de
Poética relacionado con lo desconocido
fue anunciación; tampoco esto lo olvidemos,
pero sigamos atentos al resto de lo que se nos viene diciendo sobre el símbolo:
Símbolo, temblor emotivo sin labio en que temblar.
Símbolo, no encarnación. Tejed, los que aquí leen, puentes de junco que no perpetran
fin. Haced símbolos. Andad hacia distantes ciudadelas que nunca se hollarán, cautivados
por una efusión como por un bermejo heraldo.
Aun cuando
carece de un cuerpo que se pueda contactar, el símbolo es temblor, emoción, y el
hecho de que sea estremecimiento y no corporeidad significa que tampoco es encarnación.
En todo caso, a la vez que se lo menciona como enunciación, el símbolo amerita ser
relacionado, ya se dijo, con un quién.
Prosigamos teniendo en cuenta que esta segunda invitación es a tender puentes hacia
el símbolo, a que hagamos símbolos, a que andemos por sitiales inaccesibles dejándonos
cautivar aun cuando no sepamos si por la anunciación en sí, o por el enunciado de
algún heraldo intangible. Un primer puente se podría tender hacia ese todo que al envolver el ente lo convierte
en símbolo, pero en símbolo de sí mismo, no del todo que lo envuelve.
Porque el remo no define los ríos. El remo solamente
es bañado. Y lo que baña sigue siendo oscuro. Sólo tenéis la sugerencia, la sombra
susurrante de una seda. Sólo el rumor. La guía. La copa sin sabor. Largamente codicio
mi vino de damasco.
Pero este
punto reflexivo al que hemos sido conducidos, con todo y ser por lo pronto el único
lugar posible, tampoco da por sentada la dicción; no es proclive ni siquiera a la
presunción de la elocuencia. Allí no se dice, sino más bien, se es. El gran juego
se hace precisamente entre la desmesura de este rumor de ser y el margen que en
su intangible interioridad nos corresponde. Respecto del lado que nos corresponde
de todo este fragor, los pocos indicios disponibles solo constan en frases como
éstas: “un tenue tizne de lo inalcanzable”, “Ostentación de lo inasible. El apogeo
de lo inédito”. Por lo que atañe al desempeño que de este lado se nos asigna, las
vislumbres también se dan, solo que en unas cuantas frases como estas otras: “Copiamos
un paisaje no visto”, “El gesto que orienta permanece como un intrincado resplandor”,
“Tanteos en las sombras mullidas de una palabra que predice, de un roce auspiciador”,
“Brillantes del no encuentro, enjugamos los ojos vistosos de orfandad.” Solamente
el escueto teorema simbólico al que esta parte del texto se refiere es capaz de
abarcar los dos lados de una misma frase: “Símbolo, centelleante o sedosa alusión.”
Lo demás, o son preguntas que no van más allá de sí mismas ni rebasan el círculo
en el que todo es dado por supuesto (“¿Tiene albedrío lo ausente?”), o son afirmaciones
tan abiertas como las preguntas mismas que a su respecto se podrían formular: “Brillantes
del no encuentro, enjugamos los ojos vistosos de orfandad”, o “Húmeda convicción
de un permanente ayuno de la forma.”
***
El “Mundo” del subtítulo
de la segunda parte de Poética, es tanto
lugar de paso como nombre absoluto del pasaje hacia quién sabe qué especie de acontecer.
Él mismo es tránsito continuo, presencia indefinida, no espacio determinado por
la pluralidad de los recorridos previsibles ni territorio condicionado aunque se
encuentre siempre a la disposición. Aquí, Mundo es matriz de la movilidad infinita
de la presencia, y a la vez, travesía de la presencia por sí misma, vivacidad comprobante
de una energía tan indómita como propia y generadora de entes y entidades. En semejante
intemperie populosa, lo propio humano es todavía no saber nada acerca de lo que
nos espera, quién sabe cuándo y quién sabe dónde. Lo tangible ya no es solamente
la pura presunción que se trasluce desde el símbolo.
Así, unas
veces se nos dice (“La gota cumple ciegamente cayendo pero sin vehemente compromiso”),
y otras veces decimos:
Escuchar nuestro nombre es un reencuentro. A
veces se produce el engaño fastuoso de que una tempestad tiene boca. Oscura y hondamente
nos llama.
Aunque
también puede hacerse palpable el advenimiento de los nexos logrados entre las visiones
y sus visionarios: “Bien puede la rosa tener opaco crecimiento en la yerba. Mas
verdaderamente crece en la palabra.” Y aún más, llega a esgrimirse la pregunta que
los lectores de este recorrido seguramente ya presienten y han estado esperando:
Requerimiento de lo que tiene corazón. Tierra
sin hombre. ¿Cómo?
Aquí se
siente ya el brote de otra historia. ¿Es que, finalmente, lo humano admite su deslinde?
Tampoco ahora nos precipitemos. Quizás haya una fórmula que nos pueda prestar algo
de claridad al permitirnos concluir, por ejemplo, que si en todo esto lo humano
se ha manifestado más como lo visto, o como la visión, que como el vidente o visionario,
el hecho de que ahora se nos aparezca mientras está viendo es tan indudable como
que al mismo tiempo lo podemos ver. Quizás. Pero no desviemos nuestra atención del
texto, sigamos preguntándole.
Iluminar lo ciego. Hasta otorgarle familiaridad.
Emparentarnos con lo que deja ya de ser abrupto. Es preciso sentir como mano en
la frente la sombra no solícita del árbol. Suavizar lo cerril. Contagiar el designio.
¿De dónde surge la posibilidad de hablar que
aquí se documenta? ¿Quién profiere y se dirige a sí mismo los mandatos que acabamos
de leer?
Sólo el hombre conoce el cálido matiz del destino,
esa fatalidad con luz. El hombre es la única conciencia de la caricia lúcida y la
herida. Y nombrar es dar una constancia del brillo pero también de la vicisitud.
Se hallan un lucimiento y un proceso hasta el fin de la oruga. Llamo al tiempo crisálida.
Cualquiera sea la respuesta,
lo importante es que de aquí en adelante el
hombre le imprime un sesgo a la presencia:
La noción repentina de la fragilidad y de la
piel. Hendijas bermejas atraviesan las mondas sudorosas de zumo en el momento de
la madurez. El fruto se enfatiza al fermentar. Transpiran las henchidas rodajas.
Cromatismo de la caducidad. Polícromamente se deshace en el viento, por el perdigón
que la interrumpe, la pechuga no continua del pájaro. Y caen goterones y plumas
en un limo abultado de hojas. En el líquido espeso se forman densos grumos pastosos,
carnecillas volátiles, mucosidades granas. En el árbol se abren algunas frutas como
encías. Una sustancia residual de urdimbres, alas rotas y fluido frutal elabora
una joya en los visos del jugo.
Sentido
como parte de la presencia plenaria, lo humano traza al mismo tiempo los rasgos
de toda fisonomía, tanto la suya como la del todo que lo envuelve a la vez que se
deja abarcar por la capacidad de dar constancia. Es así, y solo así, como en esta
Poética lo humano se yergue en su propio
latido de existencia: al reconocerse historia, devenir intransferible.
No hay sino la memoria como perpetuación. El
polvo se levanta desde el fondo huidizo de la historia. (…) Poderosa virtud cuando
en el acontecer descubro asiduidad, algo homogéneo y unitario. Se percibe belleza
en lo que repentinamente halla raíz en lo remoto. La apetencia mortal por lo antiguo
irrumpe para sorprender continuidad, afinidad, emotiva frecuencia, casi convirtiéndose
en eco sensorial y vibrante.
Pero por
este reconocimiento de sí en su propia historicidad el hombre no se ensimisma, más
bien despliega todas sus facultades sensitivas y corpóreas, reflexivas y entrañables
comenzando por la “noción repentina de la fragilidad y de la piel”:
Hendijas bermejas atraviesan las mondas sudorosas
de zumo en el momento de la madurez. El fruto se enfatiza al fermentar. Transpiran
las henchidas rodajas. Cromatismo de la caducidad. Polícromamente se deshace en
el viento, por el perdigón que la interrumpe, la pechuga no continua del pájaro.
Y caen goterones y plumas en un limo abultado de hojas. En el líquido espeso se
forman densos grumos pastosos, carnecillas volátiles, mucosidades granas. En el
árbol se abren algunas frutas como encías. Una sustancia residual de urdimbres,
alas rotas y fluido frutal elabora una joya en los visos del jugo.
Es decir,
el hombre se reconoce entrelazado con ese todo que ahora no es solamente símbolo
inmanente sino manifiesto, viviente.
Regresan ritmos rústicos. Todo un trajín terroso
se alumbra con sebosos tegumentos y teas. No hay sino la memoria como perpetuación.
El polvo se levanta desde el fondo huidizo de la historia.
En este
desplazamiento horizontal hacia el sí mismo, que lo une en todo con el todo y no
es ascenso ni descenso, avance ni retroceso, el hombre descubre y cobija facultades
que a la vez lo unen y separan de sí mismo. Y a su vez, el descubrimiento de semejantes
regularidades le permite acceder a la percepción de la belleza y al trance de la
apetencia mortal como alcances de la propia densidad vital.
Y así caemos
en cuenta de que buena parte de lo acaecido en este texto celebra las implicaciones
y consecuencias del acontecimiento supremo que es nombrar:
Nombrar
es conceder una lámpara al caos, volverlo oficiante, comunicarle orientación. Denominar
es dar una frugalidad y un sorbo de conducta a la beoda vorágine voraz. Es decir:
esto es sol en vez de callar ante un misterio. Es concederle un protagonismo a lo
oscuro. Digo: sol porque el verbo posee el poder de curar un dédalo con duende,
una dispersión con un decoro lleno de destellos, una elusión con luminoso límite.
Nos corresponde
nombrar y con el nombre aportamos el doble perfecto de ese todo que es el símbolo.
También nos compete instaurar y hacer legible esta única duplicación en virtud de
la cual hacemos que el todo sea abarcable, lo convertimos en caos orientado. El
nombrar es revelado como un sorbo de conducta, y tal sorbo y tal conducta se implantan
en nosotros cual reclamos de una cautela que nos haría responsables frente a ese
otro máximo que vendría a ser Dios, “–o
quien sabe qué voz por encontrar–”. Es
decir, ese máximo constituido por la potencialidad del hombre para engendrar la
experiencia mediante la aptitud para nombrar, y gracias a la hazaña de la nominación.
Sería quizás demasiado súbito para el hombre
que lo que no se nombra, o que se nombra alguna vez y apenas: Dios, fuese una tendencia
al amor en pleno y dichoso desarrollo al fondo fértil de nosotros. Una sencillez
colosal secundaría el decir de que Dios –o quien sabe qué voz por encontrar- es
la victoriosa perspectiva vital que hay en mí misma.
Entre los
extremos de la aptitud para nombrar, y de Dios como posibilidad extrema de la nominación,
se despliegan otras dos instancias de la conciencia nacida con lo humano. La primera,
el cuidado de no precipitarse en el optimismo sin fondo de identificar “lo que no
se nombra, o se nombra alguna vez y apenas” con una “tendencia al amor en pleno
y dichoso desarrollo”. La segunda, una mayor y más franca exposición de la condición
humana al devenir y el acontecer en que consiste la simbolización del todo, la absolutización
del símbolo. A partir de que la “presencia siempre es una añoranza lacerada”, quedan
inscritos los términos en que ahora se trata del ser humano, es decir, enfrentado
unas veces a la posibilidad y otras a la imposibilidad, pero siempre dando la cara
al deber de forjar su destino como tal:
No deseamos ser una anécdota más o tan sólo
una vela de barco en la espuma, un suceso de piel bajo la enredadera, un hecho,
un síntoma de amor y humanidad en la enorme eclosión. Pero tampoco es dable escoger
hombre sin mundo.
¿Qué somos,
entre tanto?
Somos un lirismo acerado, una pasión con pedernales
en el fondo, un remanso rocoso, un óseo arranque, un embeleso ceñido y solariego,
un transporte tejido por la hacendosa mano de un apacible amor, una coordinación
del estupor, una cronicidad del beso, un avezado, arracimado y regulado sismo.
Es decir:
Dirigimos lo que nos denuncia como temblorosos,
o demuda. Tanto somos emoción cognoscente que el soplo del fuego se convierte en
un conocimiento del verano. Y todo riesgo lírico, que puede desembocar en postración
o pérdida, se asume y articula.
En definitiva,
si el símbolo es la señal que captamos de la proliferación del todo, la palabra,
poseída con tan poca explicación como todo lo que constituye el absoluto existente,
incluyendo al hombre y sus atributos, es precisamente lo que ella misma contiene
en el doble sentido de la palabra como recipiente de todas las señales y como contención
de lo proliferante, de lo que solo sabe proliferar.
Sólo decimos: lluvia, para liberar a la lluvia
de la proliferación. Palabra para no prodigar pues lo que se excede puede desembocar
en lo disperso, en la cosa no liberada de rutilación y de retoño. Secuencias caen.
Acaeceres emigran.
El verbo,
por su parte, se reconoce a sí mismo y, justamente, es reconocido en el despliegue
de sus poderes; pero en la arriesgada unidad de ambas instancias de reconocimiento
se marcan, sin embargo, las primeras distancias y relatividades obligantes:
El verbo balbucea, pero cimenta magnitudes.
La cosa se sustrae de la prolijidad. Y lo oscuro responde desde una suerte de agradecimiento
tan firme que es fluvial. El nombre no es gratuito.
Primero
el verbo, su débil poder de balbucir y dar sustento a las proporciones de lo real
en devenir. Luego la cosa incluida en el proceso, con la misma indistinción característica
del todo y de su manifestación simbólica pero especificada por el atributo de poder
sustraerse a la prolijidad. Después, lo oscuro, ese otro nombre del todo y del símbolo
que ha pasado a ser el nuevo símbolo, el símbolo de lo humano. Finalmente el nombre,
que por el hecho de no ser gratuito es capaz no solamente de reconocer lo necesario
allí donde se nos presenta, sino de instaurar su propia necesidad.
Con semejante
delimitación de las instancias matriciales en las que el todo termina por erigirse
en símbolo de sí mismo, cobra entidad el drama de la relación entre el todo y la
existencia, y entre ésta y la facultad de nombrar. Sin dejar de ser concreción manifiesta
del todo, el drama que así se constituye le aporta fisonomía al enlace entre individuación
y proliferación.
Como si lo oscuro hubiese sido siempre una espera
de nuestros nombramientos, una velada prontitud recíproca. Identificación. Lo que
fue solamente posibilidad, pertinencia, acata nuestro acento conviviendo con él,
siendo uno con él, y hay entonces una febricente fusión, una identidad entre cántico
y cosa, como si se hubiesen percatado distantes, escindidos, porque se suspendió
la oración, callaron los cimientos orales, el requiebro religioso, el conjuro, en
donde cada plétora confusa venía a ser plasticidad de una voz que brotaba con baja
vibración valoradora de bautizo.
Por último, el drama
se concentra en el espacio indefinido que separa y une al objeto y la palabra:
Objeto y palabra viven juntos, son un colmado
centro de solidaridad, igualdades o irisaciones al unísono. Lo más hondo de lo humano,
la violenta voz ante la muerte que ha logrado largamente aturdirla, es posible que
precisamente por ser hábil, quiero decir activa y artesana en su hondura, en carne
y corazón se verifique. Complejidad. Elaboración de una cruentísima epidermis. Abrir
en lo inmenso una mano, una malla de arterias, modelar un mentón o una mejilla.
Si la voz sigue siendo lo idéntico a la cosa, a la vez pretendemos que el aire sea
reciedumbre pues lo que se pretende es lo que lo inefable sea físico.
***
La convergencia de objeto, palabra y voz culmina en “Metáfora”,
subtítulo y tema de la tercera parte (La Presencia Infinita) de Poética. Y al reino de la metáfora se llega
por una transfiguración que a todo convierte en cosa desencajada de su habitual
régimen de realización, en facultad potenciada hacia una multiplicación de la posibilidad
de ser.
Toda
solidez pensativa o amante posee una gaseosa facultad soñadora. El sueño no se conoció
unilateral. Soñar procura breña, bastidor. Porque el sueño borda mientras la reflexión
delimita.
¿Qué nos ofrenda la
posibilidad del trato venturoso de lo que somos con lo que no somos?
La
piedra se humedece y azula. Cobra lechosa lasitud. Drama difuminante. Una tempestad
no es geométrica, puede ser un geométrico conflicto. Dilema compartido al fragor.
Naturaleza desprendida de su farragosa otredad. Lo prominente se desarticula. Parecen
estratos objetivos. El corazón, ahora menos prudente, retoma lo tenue, lo incipiente
como si fuese un claroscuro. La subjetividad no surte ni ameniza su cerrojo. Hay
un ir y venir, una marea de ojos y oro, un vaivén de mejillas y mondas, un traslado
de vértebras a barro, una vena viajando a la brea que vuela volcada hasta el berilo.
En la hospitalidad de este reino:
Cede toda cerrazón en nosotros lo mismo que
en las cosas pues una misma herida: la de no ser empeños, estructuras constantes,
compartimos.
Y es por obra y gracia de esta regia hospitalidad
que el único reinado con posibilidad de pervivir es el de la metáfora:
Metáfora,
concatenación no cotidiana, alianza del estiércol y el polen, de la antorcha y el
heno, de plegaria periódica y llovizna.
Metáfora
o errancia, si todo se anhela penetrar somos tan penetrados que ya no somos alguien
sino un a presencia postergada y sustituida por la complicidad arcana entre un sentimiento
y un poco de leña iluminando.
Metáfora.
Extraordinaria oscilación. Nada puede morar o demorar cuando aflora como disentimiento
subyacente, que merma o modifica cuanto alcanza.
Aquí, ahora, todo es
mundo. Cualquier lugar posible es el mundo donde se nos define mientras nos definimos;
y a la vez, aquí y siempre es el antro de lo ajeno, de lo oscuro, de la palabra.
Lo otro, aquello con lo que este mundo limita, permanece errante en las praderas
del conocimiento y de lo henchido. Es en virtud de las discrepancias entre lo uno
y lo otro que a nosotros todo nos concierne, y a todo le concernimos. Hasta el punto
de que si alcanzamos a distanciarnos de nosotros mismos es solo para ser plenamente
universo.
Somos un tumulto embrionario. Entre las pertinencias,
los acaeceres y decálogos, atendemos a lo ajeno, el oscuro saludo, llamamiento sin
palabra ni luz, que es providencial por lo inédito. Lo otro es el conocimiento latente,
no develado pero henchido. (…) Deseamos disentir de nosotros hasta lo inconsolable.
Es el precio por ser universo. Ser irisadamente impersonal. O ser tan sólo punto
de partida.
Por esto somos hombre; y por lo mismo, poeta:
Ni una vigilia nos demora. Nos suple una situación
vagorosa o elástica, una metáfora en la que el hombre no halla consistencia acotada
ni aliento circunscrito. El poeta se pauta en pulso prójimo. Se torna densamente
disoluto.
Hombre, capacidad de noche o día, de otro nombre,
de aquello que no es él. Fervorosamente ya fuera de sí. Ya casi el olmo, el oro,
la oropéndola, el hongo, el oboe, el ocaso. El hombre o la más amplia carestía.
El hombre lo mismo que una incógnita pudiendo
convertirse en cogollo y curtiembre, copo, clavel, condumio y cáscara. Aún antes
de morir, es raro polvo. Hombre ya primavera o senectud, ya limo o sándalo.
Es por esto mismo que
entre todas las posibles discrepancias universales aprendemos a estimar también
el mayor de los distanciamientos, el del contacto con nuestra finitud:
Una tesis cóncava: la vida se acerca a su antítesis
oscura, aquello de morir que, por su calma inédita, semeja no ser sólo un acaecer.
Muerte y vida no son cosa alguna. Y el ánsar,
el arroyo o el álamo no mueren. Sólo acaban.
Y es por esto mismo que persistimos en el anhelo
impetuoso de rebasar, junto con nuestras propias limitaciones, toda otra finitud:
La muerte solamente es una enfática, abrupta,
desmañada y humana capacidad de evolución.
Algo así como amar aunque sin la caricia en
la medida en que caricia y desinterés son historia. Conciencia sin ósea condición.
Pero no nos contiene. No hay conciencia sin gracia o salpicadura antropológica.
No hay esencia más allá, no del hombre, sino de su inventiva y osadía. No hay dioses,
prepotentes, ausentes. La trascendencia no es anónima. Éxtasis, cariz trascendental.
Muerte que aplastó pero que, pese a sugerir,
se ignora. Curándonos de muerte, cabe que modelemos su imposible entidad como quien
toma un hueco y lo hace surco.
Sin otro privilegio que el de la coincidencia
de su invocación con el final del torrente reflexivo de esta Poética, el último enunciado de la proliferación,
irreductible como es a alguna de sus instancias y parcialidades, insumisa ante su
propia afluencia hacia la conciencia y la imaginación, desafiante de toda ordenación
que no sea parte de su propio seno en movimiento y no esté dispuesta a movilizarse
con él, es precisamente el único enunciado capaz de grabar en los augurios del tiempo
y el espacio las palabras del canto, el poema:
Palabra
que predica estamentos, vocablo casi génesis en el que después caen aquéllos cuando
la criatura ya pulsa hasta la pulcritud y el pormenor la paciencia poética del canto.
II. La
poeta en la poesía
Belleza que no piensa,
instinto recto, paz vertiginosa,
aleluya bestial, águila inmensa,
fe natural, costumbre misteriosa.
¡Belleza irrumpe! Como audaz defensa.
Virginidad triunfante aunque desposa
en piel de amor total que se condensa
más allá de la sed que nos destroza
o del sorbo fugaz que nos destrenza;
función eterna, dicha que reposa.
Sensualidad tan nítida y tan densa
que sólo un heroísmo, mariposa,
un ojo fiel, una mirada tensa
puede verla vivir en cada cosa.
Zigzag, fulmínea, áspera e intensa,
extraña plenitud que se solloza,
pues nace como rapto y como ofensa,
como un reto de amor que nos acosa,
como una enorme y súbita vergüenza
de cada picardía minuciosa,
como jauría o fábula suspensa
sobre la edad salvaje de la rosa.
En el vivir de Ida Gramcko, que ella quiso todo
para su poesía y consagró a relacionar todo con la poesía, la experiencia y el pensamiento
del poema siempre anduvieron juntos; incluso durante el derrumbe psíquico que ella
sufrió cuando ya había alcanzado la cúspide de su vida y obra. Así como Poética, el texto síntesis de su pensamiento
reflexivo, es una teoría metafórica del mundo que significa a todos sus elementos
como símbolos de sí mismos, asimismo los poemas que mejor la representan nos valen
a la vez como testimonio, cifra y campo de prueba de semejante petición de principio.
Inscrito en tal órbita con pleno derecho, [Belleza que no piensa] es un poema compacto
a la vez que exuberante. Se vuelca sobre sí mismo en proclamaciones certeras que
de inmediato nos llaman la atención por ser simultáneamente sucesivas y acumulativas.
La abundancia de significaciones y la tajante dicción que aquí cobran cuerpo, no
están allí para satisfacer graciosamente los mandatos de un temperamento verbal
incontenible. Al contrario, se corresponden con el logro de una estricta, aunque
desbordante proporcionalidad entre visión y expresión, y en completo acuerdo con
la concepción de la poesía, el mundo y el poema que le sirven de sustento. En cuanto
tal, este poema requiere una lectura acorde con el acontecer simbólico, la tensión
de amplio espectro que anima su desenvolvimiento, y el desenlace cosmocéntrico a
que conducen sus significaciones.
En sus líneas acendradas y exclamativas, todo
lo que aparece ante la imaginación lectora lo hace como si ya hubiese agotado las
posibilidades del llegar a ser; sin darnos pie para suponer que todavía queda pendiente
algún resto no dicho; sin esconder ninguna virtualidad que ya no se haya actualizado
en palabras capaces de sostenerse por sí solas. Así, las de este poema son palabras
que cuentan con su propia aptitud para decir, y a las cuales se accede sin necesidad
de ningún recurso distinto a los de su conmocionada dicción.
En el espacio enfáticamente visual que es el
suyo, todo aparece como cualidad sin reverso, como patencia verbal sin doblez ni
desvío. Sólo por un momento, al comienzo, lo procreado en el acoplamiento del decir
y la dicción se remite abiertamente a la belleza
que no piensa, esa única potencia realizadora capaz de generar y abarcar todo
lo dicho. A lo largo del poema esta belleza inusitada no se presenta como una más
entre otras vicisitudes, ni las palabras la dicen como una cualidad surgida de la
crasa negación de un atributo. El valor que constituye su sustancia generativa la
hace valer cual entelequia vivificadora o ámbito sin fronteras donde todo resuena
y es correspondido; o sea, como hallazgo que sustenta y expresa el designio de significar,
al mismo tiempo que como matriz y requisito de las cualidades que en su seno puedan
afluir.
Entonces, ¿para qué semejante belleza habría
de pensar, si tal como es alcanza a desdoblarse en
instinto
recto, paz vertiginosa,
aleluya
bestial, águila inmensa,
fe natural, costumbre misteriosa.
A la lectura le toca responder; pero solo podrá
hacerlo permaneciendo dentro del poema, entrando y saliendo libremente de la belleza que no piensa hacia los acontecimientos
del mundo textual que a esta belleza celebran y en virtud de los cuales se la reconoce.
Así, junto con ser al mismo tiempo invisible y gestora de visiones, esta belleza
decide y acoge por sí sola los advenimientos que pueblan el poema. A ella le corresponde
conducirlos hasta el punto en que se dejen poseer por el deseo y la necesidad, ya
no solo de mencionarla o de invocarla vehementemente, sino de proclamarla por segunda
y última vez como el sustento intangible de todo lo existente. Hasta que, finalmente,
al celebrarse el reconocimiento de su doble condición de imperceptible e imprescindible,
se alcance el colmo de intensidad y transparencia que le permite al poema decirla
abiertamente. Es el momento preciso de su eclosión (¡Belleza irrumpe!), el instante capaz de acogerla en el seno del mundo.
Ahora puede lucir transfigurada en el caudal de sus propias manifestaciones: en
el devenir mundo que, justo entonces, el poema nos revela que está por comenzar
(Como fiel defensa).
Es la evidencia de esta disparidad entre irrupción
y defensa lo que revela el sentido del poema, justo en el punto a partir del cual
el mundo procreado en sus palabras se desencadena. El hecho de ser: Virginidad triunfante aunque desposa / en piel
de amor total que se condensa, no lo exime de ser función eterna, dicha que reposa. Gracias a esta atribución de cualidades,
aparece por fin ese nosotros que no por
ser sólo una entre otras fuentes de realización, y haber permanecido tácito hasta
ahora, deja de ser lo único que por tener voz puede significarse a sí mismo en las
palabras que dice:
más allá
de la sed que nos destroza
o del sorbo
fugaz que nos destrenza;
Desde entonces, una vez traspasado el umbral
entre lo dicho y el querer decir, todo es no solamente sustrato sino también responsabilidad
vivazmente complacida y explícita.
Sensualidad
tan nítida y tan densa
que sólo
un heroísmo, mariposa,
un ojo
fiel, una mirada tensa
puede verla
vivir en cada cosa.
Zigzag,
fulmínea, áspera e intensa,
extraña
plenitud que se solloza,
pues nace
como rapto y como ofensa,
como un
reto de amor que nos acosa,
como una
enorme y súbita vergüenza
de cada
picardía minuciosa,
como jauría
o fábula suspensa
sobre le
edad salvaje de la rosa.
El vuelco del sujeto en la voz, y de la voz
en la palabra se ha cumplido. Su espiral ahora nos abarca, nos ofrece albergue.
El poema ha suscitado el cruce del doble ciclo de lo dicho y quien dice. Desde ahora
concita la cercanía de quienes se dispongan a leer en él en qué consiste lo procreado,
quien lo dice y qué lo hace poema: qué lo convirtió en este poema.
NOTA
Textos
procedentes de mi libro Ser al decir. El pensamiento de la poesía y siete poetas
latinoamericanos, publicado en Caracas por Oscar Todtman Editores el año 2014.
ALFREDO
CHACÓN (Venezuela, 1937). Poeta, ensayista. Premio Anual a la Mejor Investigación
en Ciencias Sociales, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas
(CONICIT): por el libro Curiepe, Ensayo sobre
la realización del sentido en la actividad mágico-religiosa de un pueblo venezolano,
en 1980; y Premio de Poesía, Bienal Literaria Mariano Picón Salas: por el libro
Palabras asaltantes, en 1991. Entre otras
actividades, fue Director General de la Fundación CELARG (1987-1991), y Presidente
de la Fundación Biblioteca Ayacucho (2001-2003). Entre sus libros más recientes,
se encuentran La voz y la palabra (Lecturas
de poesía venezolana: 1986-1998) (1999); Se solicita pensamiento para esta realidad. Tres volúmenes (2005), y
Ser al decir. El pensamiento de la poesía
en siete poetas latinoamericanos (2014).
Agulha Revista de Cultura
Número 238 | setembro de 2023
Artista convidada: Verónica Cabanillas Samaniego (Perú, 1981)
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