pan nuestro
MERCEDES ROFFÉ
Tonino Guerra relata cómo a su boda, en
el Moscú de 1977, Andrei Tarkovsky llegó con una cámara Polaroid entre las
manos. El cineasta no paró de tomar fotografías a lo largo de toda la ceremonia
–a pesar de ser el padrino de la misma. Sin embargo, se las arregló para dejar
un registro fotográfico completo del evento. Este fue el primer ensayo general
de lo que eventualmente se volvería una impresionante colección de imágenes,
capturas del mundo capaces de una nitidez implacable.
Instant light: Tarkovsky Polaroids, así se ha llamado la edición en inglés
de Thames & Hudson. [1] La anécdota de Tonino Guerra pertenece
a la introducción de este volumen, cuyo título no podría ser más apropiado –la
luz inevitable del flash palpando el mundo. Como si se esforzara por encontrar
el momento que precede a la desaparición de las cosas. Un poco más adelante en
el mismo texto, Guerra cuenta que, hallándose en Uzbekistán en busca de una
localización para filmar, Tarkovsky tomó las fotos de tres ancianos. Al
mostrárselas, el mayor de ellos devolvió la que le correspondía, declarando que
no había por qué detener el tiempo.
Pero para
Tarkovsky sí que había razones para detener el tiempo. O mejor, para esculpirlo, para tomar su materia
indiferente y dotarla de forma. No en vano decidió llamar así a su único libro
de ensayos, donde es posible hallar condensada su poética cinematográfica: Esculpir en el tiempo. Tarkovsky pasó su
vida sumergiendo la mirada en la corriente de figuras, siluetas, luces y
opacidades que llamamos duración temporal, con el solo fin de arrancar y
conservar las más significativas, aquellas imágenes que, al nosotros
observarlas, nos interpelan e interpretan. O incluso, nos interpelan porque nos interpretan: tomas y planos
que nos enseñan a releernos.
Examinar las
fotografías tomadas con esa mítica Polaroid, o ver films como El espejo, Nostalgia o El Sacrificio, implica ser testigo de
esta tarea imposible. Y no solamente ello: también significa ser su cómplice.
El espectador se vuelve colaborador, contraparte necesaria de la imagen,
receptor de esos fragmentos de existencia, donde cada objeto, cada paisaje, se
encuentran completamente llenos de sí, rebosantes de sólo ser, portadores de
una realidad que se impone como menos pasajera y mucho más densa que la que
experimentamos a diario.
Tarkovsky busca
atrapar el mundo en esos instantes en que vuelve a nacer. Lleva a cabo, con
incomparable intensidad, lo que de alguna manera hace todo buen cine –o lo que
es lo mismo: lo que hace todo buen arte. El mismo trabajo se halla condensado
en muchos poemas –como en los versos de Cinema
Paraíso, pertenecientes a Cinema,
poemario de Paola Cadena Pardo, a cuya obra recorrerá este ensayo:
No es fácil construir un silencio que
apunte al olvido
ese algo que se pierde
cuando las imágenes desplazan al mundo
y el mundo es eso nuevo
que intenta nacer en la pantalla
[2]
La mera puesta
en acción de la cámara detona un conflicto. Entre el mundo que ya está ahí y el
que queda impreso en forma de negativos, se genera una tensión. Pero esta pugna
entre las imágenes y lo representado eventualmente alcanza una suerte de
equilibrio dinámico, que quizás sea el de todas las artes: la obra, eso nuevo que intenta nacer, finalmente no desplaza al mundo, sino que lo
enriquece, lo multiplica.
Su lugar es
paradójico: a medio camino entre lo pasajero y lo permanente, se alimenta de la
incompatibilidad entre ambos ámbitos. Esta lucha es el centro de la poética de
Cadena Pardo, cuyos libros insisten en representarla una y otra vez. No para
descifrarla; antes bien, cada poema parece redescubrirla, asombrado. Sus textos
participan de la sorpresa que todos hemos sentido al vivir la disonancia entre
nuestro deseo de permanencia y la insistencia de las cosas por desaparecer.
En Hotel, su primer libro, topamos con el
mundo que habitamos figurado como un lugar de paso, donde ocupamos una
habitación, acaso visitamos alguna zona de uso común, y luego lo abandonamos
para no volver. El poemario entero está estructurado en cuartos, bar, hall,
piscina –se trata se trata del establecimiento que nosotros, viajeros,
recorremos al leer. Esta singular configuración del libro nos obliga, más que a
entender la trasposición metafórica mundo/hotel, a vivirla. Por ello uno de sus
primeros textos se titula precisamente Recepción:
Para los exiliados del tiempo, el Hotel
ofrece tres clases de habitación
Pasado, presente y futuro:
Si alza la mirada hacia el futuro
encontrará la luz apagada
y una bolsa de arcilla que puede
humedecer con llanto
tal vez con ella logre moldear una
lámpara
y encender con los ojos cerrados una
luz que la muerte no impida
Si el pasado arrastra sus sueños
su habitación será subterránea
y la cama tendrá forma de féretro
-esa caja preciada donde los gusanos
reinan y los huesos son la única verdad posible
la verdad de lo ya hecho de la
felicidad doblada
en fin…
Las de presente siempre están cerca a
la lluvia
porque el tiempo nos moja todo el día y
no tenemos paraguas
siempre húmedos de vejez
siempre
siempre
hasta que sale un sol que derramó el
amarillo
y caminamos ciegos con la luz en la
mano. [3]
Se encuentre en
el pasado, en el presente o en el futuro, quien se aloja en este hotel se
enfrenta a un mismo problema: la luz. Cómo iluminar la estancia en la que se
encuentra, con qué hacerlo, para qué, todo ello le compete íntimamente, pues
sin esa luz su habitación le será imposible, como una asfixia. El huésped del
futuro no tendrá más remedio que valerse de sus habilidades para esculpir, en
un acto de resonancias bíblicas, una lámpara de arcilla con la cual quizás
pueda iluminarse; el huésped del pasado se encontrará bajo tierra, en total
oscuridad, en cavernas cuyas vigas serán huesos; el huésped del futuro,
empapado por la lluvia, ciego, lleva sin embargo un fulgor en la mano, mientras
espera que el cielo se despeje y salga el sol. Un hilo de resplandor une a
todos los que se quedan en este hotel. La constante es la luz, o su ausencia. Y
más que ello, la capacidad de los huéspedes –valga decir, de nosotros– para
iluminar el lugar donde nos hallamos.
Porque iluminar
el mundo es volverlo a crear. Justo como sucede con las fotografías de
Tarkovsky, que permiten a las cosas retornar a una claridad genésica. La imagen
fotográfica, como la imagen cinematográfica y como el poema, tiene en su poder
arrancar un trozo de duración y suspenderlo, tallarlo, otorgarle bordes que
originalmente no eran los suyos. Giorgio Agamben, en un ensayo titulado El día del juicio, incluido en el
volumen Profanaciones, escribe: “¿Qué
es lo que me fascina, lo que me tiene encantado en las fotografías que amo?
Creo que se trata simplemente de esto: la fotografía es para mí, de alguna
manera, el lugar del Juicio Universal; representa el mundo tal como aparece en
el último día, el Día de la Cólera.” [4] Este
instante desgajado de la continuidad temporal, iluminado súbitamente, es en sí
mismo un breve, inesperado apocalipsis.
En este sentido,
cada poema es también el fin del mundo. La imagen poética suspende los objetos
que representa –que multiplica– en una duración propia. Sucede en ella lo mismo
que en El tiempo del hotel, del que
nos habla Cadena Pardo:
El tiempo del hotel se cayó desde el
cielo
se partió una pierna y se lastimó el
rostro
a consecuencia del golpe se volvió loco
y ahora vive gritando en las esquinas
de la vida.
A veces se hace llamar lunes y a veces
viernes
en ocasiones, cuando está triste se
cree minuto
y luego
cuando se recupera
dice que es una hora.
Nadie entiende sus nombres ni sus pasos
medio rotos
sólo saben que es algo así como un Dios
que se divide en pequeños dioses de
semblantes diferentes
esos que traen la luna y se llevan el
sol
pintando en la cara las arrugas de su
paso.
Ese tiempo
estrellado es el que nos ha tocado tratar –en todos los sentidos del vocablo: congeniar, manejar, trabajar y hasta
curar, tal vez de esa caída
estrepitosa que sufrió. El tiempo del hotel está deshecho. Recomponerlo, colocar
sus miembros en el lugar que les correspondía originalmente, es imposible.
Resta solamente hacer otra cosa con él, algo más, algo que le otorgue una forma
nueva.
Conseguir tal
cosa no es tarea sencilla. Se trata de una labor de equilibrismo. Es
imprescindible tener una suerte de tino, de tempo adecuado. Que cada palabra
del poema tenga su propio kairós. El
paraíso fugaz de la imagen poética, el momento en el que cada verso suena a
recién nacido. Por ende, no es extraño que los textos de Cadena Pardo,
obsesionados por esta búsqueda, también hayan aprendido a quejarse por su
dificultad. Así sucede en El árbol de
sauce, perteneciente a Cinema:
Somos capaces en ocasiones de manosear
paraísos que no vemos
pero creemos reales porque hablan
como si el hablar no fuera desde
siempre una mentira
escribir papeles en puntillas que dicen
la oscuridad
En numerosas
ocasiones somos capaces de manejar, con nuestras manos torpes, los paraísos
invisibles de la palabra como si realmente tuviéramos acceso a ellos –o
incluso, como si poseyéramos la habilidad para hacerlos permanentes,
enteramente visibles, palpables. Somos engañados por nuestra propia habla,
escribimos papeles en puntillas que dicen
la oscuridad. En suma: fallamos a la hora de conseguir hacer del poema una
lámpara que tenga, dentro de sí, algo de la primera luz de la creación.
No sólo Cinema; también Hotel contiene pasajes de igual desesperación, como Habitación 303. Lo que se diría Nicanor
Parra luego de hospedarse aquí:
Mañana sabremos que la poesía no existe
Y todo habrá sido una pérdida del
tiempo que se hizo palabra
La manía ingenua de creer que un árbol
se parece a un poema
Y creer que ser poeta es ser algo
Cuando todo ya es nada
Mañana sabremos que es tiempo de llorar
en letras
Por la palabra misma que ya no nace
bajo ninguna combinación
En vez de
esperar hasta mañana, pensemos hoy, ahora mismo, que la poesía no existe. No,
no lo pensemos: sepámoslo. Todo ha sido tiempo dilapidado en forma de sílabas.
El desatino de intentar tejer un puente de sonidos y signos entre las cosas y
las palabras que, a veces, las representan. Ensayar en la página aquel momento
original ha sido ingenuo de nuestra parte, ya que ninguna combinatoria verbal
puede ejecutar el acto mismo de
nacer.
Todo ello es, en
rigor, cierto. La poesía no existe, pues no pertenece al orden de las cosas
pasadas o futuras. No participa completamente de la ausencia o la presencia de
los sonidos y los cuerpos en el espacio. Carece de masa, volumen, peso; sus
cualidades empíricas son escasas y mutables. Y la misión que se plantea en
verdad no puede ser realizada: ningún texto sortea el abismo entre las palabras
y las cosas, ningún poema nace plenamente. No obstante, la poesía es el intento
de lograr todo esto. Es hacer de la imposibilidad oficio.
Ars longa, vita brevis: en latín nos ha llegado el muy griego Hipócrates. Y poco
después, Cayo Tito terminó de sellar nuestro destino con otra frase: scripta manent, verba volant. Cualquier
poeta de nuestros tiempos lleva estas dos frases en su equipaje de mano, vaya a
donde vaya, incluso aunque nunca las haya escuchado. Se trata de frases que nos
construyen día a día, enraizadas firmemente en la cultura de la cual
provenimos. Es decir, en cierto sentido, nos debemos a ellas, pero esto no
quiere decir que debamos aceptarlas pasivamente –quizás el mayor honor que
podamos hacerles sea traicionarlas. Lo escrito permanece, lo dicho se nos
escapa. El arte es largo, la vida escasa. Contra estas dos frases, que tanta
atracción gravitacional poseen para nosotros, se configuran poéticas como la de
Cadena Pardo: poéticas que piensan la transitoriedad de la escritura misma, en
las cuales cada texto asume la intemperie a la que ha sido lanzado –la misma
que mira desde el ojo cóncavo de cielo al lector.
¿Qué otra posibilidad tiene el paraíso de
ser paraíso
sino aquella de ser un invento
escapado, fugitivo?
Inventamos,
pues, el paraíso. Y lo hacemos poema a poema, fotografía a fotografía, film a
film, obra de arte a obra de arte. Lo vemos nacer, o casi, pues su huida nos deja
en la misma indeterminación con la que empezamos. Por un momento de luz
instantánea, el mundo es,
sencillamente. Luego queda la obra, donde ese vistazo se renueva con cada
lectura y cada mirada.
“Le temps vu à travers l'image
est un temps perdu de vue”, [6]
anota René Char en sus Feuillets. A
esa imagen, en la que se pierde nuestra vista, debemos asomarnos. Allí se
decide algo sobre nosotros, aunque no seamos conscientes de ello. Ese tiempo
entregado a la fuga y sin embargo contenido en las fronteras de la imagen es lo
único que conoceremos del Edén: es el tiempo labrado hasta adquirir la forma de
nuestra vida. Trozos de una eternidad que, en realidad, no podemos saber si
existe –pero que estando allí, en la imagen, nos pertenece.
Las palabras, inasibles en su polisemia, tercas en
su peregrinar, son las que se encargan de mantenernos entre el pasado y el
futuro, casi formando parte del presente. El poema formado con ellas logra
esto, al menos. Como dice el Poema que sostiene una parte del techo
del hotel que está por caer. Una suerte de poética:
El hotel es la vida
y la poesía esta extraña columna que me
aleja del cielo y me saca de la tumba
No son las palabras precisamente la
poesía
sino más bien la palabra
que es todas y es ninguna porque no
puede asirse a sí misma
no es la palabra de Dios ni mi palabra
tampoco
es una caja cerrada donde las aves
vuelan
un cielo inmenso donde se arrastran los
pájaros
Esta caja
cerrada recuerda mucho a los primeros aparatos fotográficos, cajas oscuras
donde se atrapaba la luz con el fin de revelar una imagen. Curiosa frase, esa: revelar una imagen. Pareciéramos querer
decir, al usarla, que sólo despues de fotografiada, la imagen se nos descubre.
Como cuando hallamos las palabras de todos los días en un poema y de golpe son
reveladas, nos parecen nuevas bajo la lámpara, sobre la página. Esas palabras
que son todas y ninguna, que nos alejan del cielo y nos sacan de la tumba. Con
ellas nos adueñamos de una desnudez que no recordamos, pero que es nuestra: ese
Edén que llamamos imagen. Como dice el poema Rompiendo las olas, de Cinema:
La desnudez es un par de ojos sumamente abiertos.
NOTAS
1. Instant Light: Tarkovsky
Polaroids. Nueva York, Thames & Hudson, 2006.
2. Paola Cadena
Pardo. Cinema (Caracas, bid&co.
editor, 2011).
3. Paola Cadena
Pardo. Hotel (Bogotá, Ulrika, 2008;
Valladolid, Ediciones Agilice, 2014).
4. Giorgio Agamben. Profanaciones. Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora,
2005. Traducción de Flavia Costa y Edgardo Castro.
5. “Con tu partida,
sobrevino tu ausencia, ella fue fotografiada como hace instantes lo fue también
tu presencia.”
Marguerite Duras. L’Homme atlantique. París, Éditions de Minuit, 1982. La traducción es mía.
6. “El tiempo visto
a través de la imagen es un tiempo perdido de vista.”
En René Char. Œuvres complètes. París,
Éditions Gallimard, 1983. La traducción es mía.
ADALBER SALAS HERNÁNDEZ (Caracas, 1987). Poeta, ensayista, traductor. Licenciado en Letras por la UCAB. Es autor de los poemarios La arena, el vidrio (Caracas, Editorial Equinoccio, 2008), Extranjero (Caracas, bid&co. editor, 2010; Bogotá, Común Presencia, 2012), Suturas (Caracas, bid&co. editor, 2011) y Heredar la tierra (Bogotá, Común Presencia, 2013). Asimismo, ha publicado el volumen Insomnios. Ensayos sobre poesía venezolana (Caracas, bid&co. editor, 2013). También es coautor del libro Los días pasan y las formas regresan, en torno a la obra del escultor Harry Abend. Recientemente han sido publicadas sus traducciones de El hombre atlántico, Agatha y Savannah Bay, libros de Marguerite Duras, Artaudlogía, selección de textos de Antonin Artaud, y Elogio de la creolidad de Bernabé, Chamoiseau y Confiant. Junto con Alejandro Sebastiani Verlezza cuidó la antología Poetas venezolanos contempoáneos. Tramas cruzadas, destinos comunes. Actualmente se desempeña como codirector de bid&co. editor, como miembro permanente del consejo de redacción de la Revista POESÍA de la Universidad de Carabobo y cursa como becario Santander el MFA en Escritura Creativa en Español de la New York University.
SÉRVULO ESMERALDO (Brasil, 1929-2017). Escultor, grabador y dibujante, Sérvulo Esmeraldo se inició profesionalmente en Fortaleza, a finales de los años 1940, en los talleres libres de SCAP – Sociedade Cearense de Artes Plásticas. Trasladado a São Paulo en 1951 para estudiar arquitectura, se sintió atraído por la efervescencia de la 1ª Bienal y su revolución artístico-cultural. Su exposición realizada en el MAM (SP), en 1957, le acreditó para un año de estudios en París, becado por el gobierno francés. Una temporada que se saldó con una estancia de más de veinte años. Y en el desarrollo de una obra plural y con muchas vertientes. En París, asistió a los talleres de Litografía de la École Nationale des Beaux-Arts y de Grabado en metal de Johnny Friedlaender, dedicándose en gran medida a este último, habiendo realizado incluso grabados a partir de gouaches y pinturas para Serge Poliakoff. Poseedor de una considerable obra grabada, editada y distribuida por importantes editoriales europeas, a mediados de los años 1960, Esmeraldo estaba decidido a no dedicarse exclusivamente al grabado. Estaba interesado en poner en práctica sus proyectos cinéticos. De la misma época datan las esculturas de plexiglás en blanco y negro, cuyo interés es la topología del volumen. Inició su regreso a Brasil en 1977, trabajando en proyectos de arte público que incluían esculturas monumentales en el paisaje urbano de Fortaleza, ciudad donde estableció su estudio en 1979. Fue creador y curador de la I y II Exposición Internacional de Arte Efímero. Esculturas (Fortaleza, 1986 y 1991). Con importantes exposiciones realizadas y participación en salones, bienales y otras exposiciones colectivas en Europa y América, su obra está representada en los principales museos del país y en colecciones públicas y privadas de Brasil y del exterior. Artista invitado en esta edición de Agulha Revista de Cultura.
Agulha Revista de Cultura
Número 249 | março de 2024
Artista convidado: Sérvulo Esmeraldo (Brasil, 1929-2017)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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