En La lógica de la literatura, Kate Hamburguer planteaba, como condición ineludible para que exista un poema, que el sujeto enunciante no fuera fingido. Chítaro, en consonancia, dirá que la poesía es una farsa si la usas como un sommier capitoneado, como un objeto de confort, a menos que lo recomiende un especialista de huesos y tendones; por ende, el poeta es un farsante si puede dormir tranquilo; eso de no sentir nada, ignorar lo que ocurre alrededor, buscar el confort como otro axioma de culto al cuerpo, no es poesía, es fariseísmo, afectación grotesca. la poesía debe incomodar hasta hacerse insoportable; como una cama de clavos de faquir, pero con algunos clavos menos. Fuera de ciertas reminiscencias del manifiesto de Gabriel Celaya, aunque más lindante con la perspectiva alucinada y exasperante del neobarroco, el yo lírico deriva aquí en un yo real que da cuenta en el poema de la realidad de su experiencia, más allá de que esa experiencia haya sucedido o no. Pero siempre desde su pesantez, desde su incomodidad atenazante. De ahí que para el autor, La impureza (Ediciones Yauguru, 2013) de su nueva entrega resida en soltar esa función de última custodia, en el abandono progresivo de aquella pretensión de intimismo que fue un secreto compartido entre lector y autor a través de toda la historia literaria. Para eso, recurre a una escritura que va obedeciendo a la noción de proceso indefinido, cuando no infinito. Cada uno de los textos que conforman este libro termina por agotamiento momentáneo de las líneas de fuerza que lo recorren. El conflicto de las pulsiones significantes, los ecos de las válvulas, los ecos de las venas, los ecos de la sangre que más tiembla que rematan la última parte del poemario no llevan a un fin sino al término provisorio de un despliegue. Tal aspecto puede verificarse de manera clara en Pequeñas confusiones temporales, donde ese movimiento escritural se inscribe en el arte de morir que es parte del vivir, por tanto puedes pasar por
pedigüeña, y morir y borrar de un plumazo vértigos
en sangre; la percepción del ojo no irá al sostén, irá al corpiño, a
los despojos del día-piélago,
irá al ayer,
a la llaga sin rodeos.
Esa tangencialidad que desplaza cualquier agenciamiento o pacto sobre el dónde y cuándo se enuncia, ese despliegue mencionado anteriormente, revela en Chítaro una doble estructura formal de la realidad. Por una parte, el mundo del caos imagético y verbal, lo entrópico, esa no-vida, el agua quieta; y por otra, la presencia de un orden secuenciado en planos diversos, con duraciones relativas y potencialidades específicas. El adentro y el afuera, lo convergente y lo divergente, se muestran como grados de composición en una misma multiplicidad o continuum heterogéneo. Pensándolo en términos deleuzianos, la estructura consistiría más bien en una «cartografía» de líneas de singularidades, reales aunque virtuales, que se forman y deshacen. La estructura es el «diagrama» de lo que se compone, la pura velocidad infinita de todos los ritmos variables de composición que se van yuxtaponiendo en la factura de cada texto que conforma la impureza. La cita de fuentes disímiles, el entrecomillado, el cruce casi disolvente de los niveles diatópicos y diastáticos de la lengua, remarcan la presencia de un trazo autofágico que instala un universo que, en el polo opuesto de la intimidad, deja entrar a los otros en su acontecer. O, en todo caso, presentifican un yo acentuado por la otredad que se funde y se confunde en un ir y venir de personas y objetos que quedan a medio camino en su vocación de devenir. Y bien lo indica ese
mudar de piel, durar de búcaro mojado, niebla, aura de llanura en el espejo;
la excitación no la existencia de los juncos, la poesía
no lo mismo que la piel dejada en el sendero
Con todo, el resultado va a ser siempre una elisión y una transmutación lingüística de todo referente externo. Un modo de forzar el punto de cese de la lengua hasta que lo real responda a la invocación de un signo -o un conjunto de ellos-, ya sea desde una gramática que sondea lo místico, aunque desde un costado propio de la teología negativa:
la unidad no es una ciencia exacta, es una ciencia oculta como la herbolaria, no, más bien como la qábbalah:
porque 1+1, no es una operación sencilla;
1≠1, depende del 1 de cada uno, ser uno mismo;
mi 1 le cuesta sumarse al 1 de los demás, y los otros sólo dividen, jamás multiplicarán los peces, nunca los panes;
de hecho, mi 1 puede llegar a ser el azote de dios, a propósito ¿no era el 1 una pirámide oblicua?
ya sea desde una mirada que, por momentos, remite a aquella observación de Roberto Echavarren por la que “el arte, más que retratar la realidad, la pone en movimiento; al cambiar el criterio con que se la juzga, la política, a través del arte, se manifiesta como estilo.(…) El poema no se ocupa de política. La política, reinventada, emigra al poema.” En engendro es un mal engendramiento, Chítaro muestra que esa política es -en su caso- la desconstrucción de los discursos recibidos, focaliza la atención del lector en las zonas fosilizadas del lenguaje, donde anida la ideología y sus mecanismos de disolución identitaria que también perturban los distintos puntos de fuga de una gramática fundante:
en definitiva, engendrar es generar también:
genera ganancia
el capitalista o no, pero no así los ganapanes para sí mismos;
árbol genealógico del ganapán,
en ese árbol ¿dónde encajamos los desempleados, los parados?
¿somos un efecto colateral, quizá un engendro del sistema?
¿parte perdidosa de la economía humanoide?
¿índice estacionario, casi una meseta, sin valles ni picos nevados?
La pregunta es siempre el goce de lo oblicuo. La literatura, en buena cuenta, reafirma el saber de la historicidad como previo a su explicación didáctica, disciplinaria y formal. Porque sostiene un conocer no institucionalizado, más próximo a la subjetividad, a las pulsiones del deseo y a la zozobra de la comunicación. En una época en que los discursos de las ciencias sociales, de la economía y de la política pretenden saberlo todo y decirlo todo sobre nuestro destino, presuponiendo incluso la pérdida y el sinsentido de la experiencia histórica, la posibilidad de una palabra que sostenga una forma de conocer alterna, procesal e incompletable, es del todo necesaria. Esta puede ser una "palabra del mudo”, un balbuceo al final de los grandes relatos que explicaban nuestro mundo como parte del suyo. Pero también la voz destrabada de un autodescubrimiento. La fábula que enciende la promesa de la tribu con la inteligencia (crítica, celebratoria) del habla en que desnombramos y renombramos. Tal aspecto nos retrotrae a Roland Barthes y su exhaustiva referencia al punctum, ese elemento que enfrentándose al despliegue de la subjetividad investida en el studium nos acerca a la objetualidad de una foto, a aquello que “sale de escena” y “viene a punzarnos”. Ahora bien, punctum no sólo designa ese corte, sino que el mismo término designa también “casualidad”. El punctum de una foto -que en Chítaro se transmuta, escrituralmente, en secuencias rítmicos/argumentales propias de una película de Tarkovski- es ese azar que en ella nos despunta, mutando lo mediatizado por el obturador del trazo en una nueva forma de autosuficiencia que releva cualquier conjunto de discursividades anteriores -de allí su fragmentariedad, el permanente encabalgamiento brusco- y rechaza a su vez los estereotipos de una retórica de la continuidad. En esta modalidad tampoco existe un propósito especular donde la contingencia mundanal es vista miméticamente. Sí hay un deseo marcado por el distanciamiento y que bordea la renuncia frente a la noción platónica de metexis o correspondencia:
pienso en el animal de carga que debe convertirse en ave de rapiña para luego transformarse en cordero, morir y ser fagocitado entre varios comensales;
pero, esto es ya la nada, quiero decir,
una nada contenida, constreñida al sillón,
una nada nada confortable,
y casi diría que carece de sentido estar pensando en Nietzsche,
mejor sonreir, dejar que los objetos configuren
un dios sin nada adentro,
afuera sólo carcoma
Si la escritura misma se ejerce sobre la nada y desde ella, entonces queda el espacio propio del signo poético como un verdadero lenguaje, una voz que remite únicamente a su propio horizonte. Es una inscripción que expande su elemental potencia y materia discursiva al describir su propio espacio. El juego, así, no sólo transgrede los sentidos; vuelve también a iniciarse abierto a una especie de resurrección desde donde él es posible, no por eliminar sus imposibilidades ni por admitirlas como simples momentos de sí, sino en el trazo que ve y es visto desde el plano de la tensión inicial (me va la vida en esto; quizá exagero, quizá no tanto). Por ello la impureza, en su dialéctica de construcción, finaliza con un subtítulo que sin oscuridad alguna dice cenizas, permanecer despiertas. Siempre se está ante el papel dedálico que no finaliza. Quede, para concluir, la sentencia: el comenzar -ese despliegue- no es un sencillo retorno, sino otra fisura desde los gestos del afuera. El mismo afuera que siempre es otro.
Martín Palacio Gamboa (Uruguay, 1977). Poeta, traductor y músico. Publicó diversos artículos de crítica literaria y artes plásticas. Entre sus obras, Lecciones de antropofagia (2009), Los Trazos de Pandora. Otras voces, otros territorios. Ensayos sobre las distintas vertientes de la poesía brasileña contemporánea (2010), y Celebriedad del fauno (2011). Contacto: belalugosi7@hotmail.com. Página ilustrada por Nelson de Paula (Brasil), artista convidado desta edição de ARC.
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