segunda-feira, 8 de junho de 2015

MARCO ANTONIO CAMPOS | El esplendor solar de la poesía - Entrevista a Enrique Molina




Enrique Molina pertenece a ese linaje de poetas latinoamericanos como Carlos Pellicer, Pablo Neruda y Aimé Césaire, profundamente telúricos y solares. En Molina hay las bodas del cielo, del mar y de la tierra. Desde las navegaciones innumerables se vive en la tierra y en la tierra misma hay la nostalgia resonante del mar. En su lírica se sienten los barcos y los pájaros, los puentes y las islas, los ríos y las montañas, los hombres y las mujeres de América Latina, la nuestra. Las cosas y los elementos se tocan en su miseria y esplendor. Enamorado del mundo, en su poesía habita el mundo. Pellicer parece haber recorrido nuestras geografías a pie o en vuelo bajo el sol; Molina a través de sus mares y sus ríos.    Entre sus libros: Alta marea, Pasiones terrestres, Amantes antípodas, Costumbres errantes o la redondez de la tierra, El ala de la gaviota y Los últimos soles.

MAC | Al terminar de leer su vasta obra da la impresión de que usted, como Walt Whitman, Pablo Neruda y Odisseas Elytis, se preparó para la felicidad.

EM | No fue una preparación. No creo en una felicidad total, sino instantánea en la tierra. Pero creo que la poesía latinoamericana, en especial la hispanoamericana, es, en su mayoría, de contenido solar. Es una poesía celebratoria del mundo. Está presente el paisaje, hay una inspiración animista de las cosas. Si se lee la poesía de Neruda se descubre un hedonismo terrestre, de gratificación y celebración del mundo a través de sus materias, de sus mares, de sus tierras, de sus vientos, de los países que conoció, de sus amores. Siendo la de Vallejo una poesía trágica, de contenido existencial y cristiano, hay una devoción vital y un resplandor intenso, hay vivencias profundas tanto con la tierra como con el cuerpo.
   En el surrealismo francés no existe el paisaje. Está situada la poesía en un plano mental. En cambio el surrealismo en América Latina, como observó Alejo Carpentier, es un elemento nativo y maravilloso. Se halla en todas las mitologías, en todas las religiones, en toda la actitud animista del hombre americano. Ese sentido de la tierra, de un paisaje ilímite y sin historia (salvo, desde luego, en países con culturas más desarrolladas como México o el Perú), liga al hombre telúricamente. Eso no lo tiene la poesía europea. He leído a los últimos poetas españoles y sólo raramente se halla el paisaje. Quien me interesa en especial es Antonio Colinas, cuya poesía se halla ligada a la visión del campo y de su pueblo.

MAC | No es difícil apreciar que en su obra se complementan vida y poesía.

EM | He buscado una poesía nacida más de las sensaciones que del intelecto. No quiere decir que la mía, como toda poesía de ese tipo, no tenga algún contenido intelectual, pero ha sido traducido por otras vías expresivas que no son las del discurso lógico del pensamiento. Hay una gran poesía de índole intelectual, como la de Mallarmé o Jorge Guillén, pero mi sensibilidad se inclina más a una poesía vivencial como la de Neruda o Vallejo.

MAC | Usted fue marino. Sus versos están llenos de mar. ¿Desde cuándo y cómo le nació esta fascinación por el mundo del mar?

EM | Es raro. Los primeros años de mi infancia los pasé en un campo de la provincia de Buenos Aires. Después viví en una hacienda de la provincia de Corrientes, que es una provincia subtropical entre dos grandes ríos, el Paraná y el Uruguay (yo vivía sobre la costa del Paraná), los cuales son como los ríos de América, iracundos, salvajes, a diferencia de los ríos quietos de Europa. Estos dos ríos vienen de la selva brasileña, del fondo mismo del Brasil, atraviesan casi todo el continente. Un jesuita español del siglo xviii escribió un libro muy interesante para demostrar que el paraíso estaba en América, y lo situaba al centro norte de Brasil, donde confluyen, o están próximos, el Amazonas, el Orinoco, el Paraná y el San Francisco. El jesuita argüía que son los cuatro ríos que la Biblia señala en el paraíso. Y allí, a la orilla de uno de ellos, pasé parte de mi infancia. El Paraná venía ya con las aguas hechizadas por el chamán en el norte, cerca del paraíso. Y le comento esto: a mi padre le gustaba pescar; a mí no, porque me parece mal el engaño al pez con una cosa sabrosa para que trague el anzuelo, lo cual es más cruel que la cacería con fusil automático. Mi padre solía ir de pesca en la noche al río acompañado por unos peones y solía llevarme. Y desde entonces guardo en el recuerdo el fluir del río y la experiencia de lo transitorio.
   Más adolescente estudié en un puerto de la costa de la provincia de Buenos Aires (Necochea). Tuve entonces una visión muy intensa del mar y una comunicación casi visceral con él. Y desde niño me acompañó el sentido del viaje y el de los barcos. Hubiera anhelado ser marino; era mi vocación; pero en ese tiempo no existía escuela de náutica. Debía uno estar en la Armada para seguir esa carrera, lo cual no era seductor.

MAC | ¿Cuál es entonces su experiencia del mar?

EM | Por cuatro o cinco años fui tripulante. Trabajé en barcos mercantes.

MAC | ¿Y qué le dio o le enseñó el mar?

EM | Como tripulante, en barcos de carga, es una situación muy especial, sobre todo en las travesías. Por diez o quince días uno no ve sino el cielo y el agua y el horizonte. Hay una suerte de aislamiento que lo vuelve a uno profundamente sobre sí mismo. Es una suerte de iniciación hacia un sentido de lo cósmico. Esa soledad, esa cosa infinita. No hay tiempo: no hay días ni noches. Hay sólo cielo y mar. Es una situación algo prenatal: el barco es como el vientre de la madre. Uno está profundamente unido en un mundo en el cual todas las cosas de alguna manera se satisfacen.

MAC | En su poesía están también grabados hondamente la tierra y el sol. ¿Cómo los asocia al mar, es decir, a las navegaciones y a los regresos?

EM | He pasado mi vida en un planeta adorado y terrible. El mar es deslumbrante pero no lo es más que una mosca o un pájaro. En el mar se siente latir la tierra de una forma más poderosa y cósmica, como sólo se siente en un terremoto. En el mar se siente el eterno latido de la tierra.

MAC | “Todo un fervor de sol y exilio”, dice usted en un verso.

EM | Al mismo tiempo que se siente uno en la plenitud terrestre siente también el peso del exilio. Ésta es una deslumbrante realidad pero no es en realidad más íntima. En lo profundo el sentimiento de desamparo y de fatalidad de la condición humana es un contraste intenso con el esplendor del sol. Y al mismo tiempo uno y otro se responden.

MAC | ¿Y qué le dieron a lo largo de los años la aventura y el exilio?

EM | En el fondo del ser todo es un sentimiento de errancia y de fluir continuo. La aventura y el exilio sólo representan la avidez de vivir. El hombre en sí viaja a menudo, porque la tierra gira y lo traslada junto con el ritmo de las estaciones. Hay personas que tienen hondamente incorporado el sentimiento del viaje como aventura en la vida, de aprehensión del mundo y de una más vasta realidad. También en la inmovilidad y en el arraigo se sueña a menudo y se vive el viaje. Sin embargo he conocido también muchos marinos y viajantes de comercio cuyo sueño continuo era volver a casa y no moverse. Hay poetas que anhelan el viaje y otros que tienen fervor por el lugar fijo, por la familia, por la paternidad, por el albergue seguro. Yo pertenezco a la primera clase. Por eso desde muchacho nunca quise tener hijos porque sentía que no estaba modelado para la vida doméstica. Tuve avidez y necesidad del mundo.

MAC | En general los poetas argentinos han cantado más a su país y a Europa. Usted ha navegado por mares y ríos de América Latina y los ha cantado. ¿Cómo se acercó a Latinoamerica? ¿Qué lo llevó a la conciencia latinoamericana?

EM | Siento que mi verdadera patria va del Río Grande hacia abajo y siento que pertenezco a una provincia de esa totalidad americana. Al viajar no noto el paso de las fronteras. Hay la misma historia, la misma lengua, la misma religión, parecidos problemas y esplendores. Hay diferencias raciales o de visión del mundo pero no mayores de las que puede haber entre un vasco y un catalán. Si voy de Francia a Alemania o de Inglaterra a España, siento que hay una frontera. En América Latina no siento eso; siento una comunidad extensa, un paisaje grandioso y sin historia, un mismo sentido de animismo fundamental. A esto se incorpora la presencia de las grandes culturas precolombinas. A veces he pensado que un americano de ahora podría estar tomando cacao o café y hablando con un azteca o un inca, porque convivimos con ellos como antes de la Conquista. No me imagino igualmente a un español hablando igualmente con un ostrogodo y un vándalo o un francés con un galo.

MAC | A la Argentina le faltó esa historia.

EM | En la Argentina vivimos mucho tiempo en el desierto total, en el vacío de toda cultura. El sur argentino, hasta la Tierra del Fuego, era una región con indios nómadas y belicosos. Incultos, no sembraban una semilla y se alimentaban del ganado salvaje que hallaban al paso. No han dejado rastros culturales. Una salvedad: en el norte del país, que son las últimas estribaciones de los incas, se han descubierto cerámica, utensilios, estatuillas, etc. Pero hacia abajo sólo existían la pampa y el caballo. El indio de aquí es el araucano que encontró Almagro y a quien cantó Ercilla. Fue el que cruzó la cordillera y se encontró con la pampa y los caballos. Se hizo dueño de una libertad absoluta. Aquí hubo mucho tiempo una frontera interior; lo demás era tierra adentro. Más allá de los fortines había un inmenso territorio en poder de los indios que celebraban alianzas con los gobiernos para que les entregaran mensualmente tantos barriles de aguardiente. Un país que, en ese aspecto, sólo ha conservado el sentido de la distancia, de la soledad y del caballo. No tenemos un calendario azteca o una estela maya o una ciudad como Macchu Picchu; lo que queda de aquellos indios son puntas de flechas o unas boleadoras, que son trece piedras redondas atadas a una cuerda que era arrojadiza.

MAC | Pero los argentinos que han vivido en México o en Perú, o los han estudiado a fondo, han incorporado ese pasado prehispánico a su propia tradición.

EM | Creo que sí. América me parece una unidad. Es mío eso como toda la civilización de Occidente. Desciendo de españoles pero con cinco generaciones en el país.

MAC | Usted le ha cantado a México en varios poemas. Nos ha visitado varias veces. ¿Qué ha significado el país para usted?

EM | México tiene una fuerza americana poderosa, sobre todo de expresión popular. Está aún muy viva. Pasé por México hace poco. Al lado de la catedral vi a indios tejiendo y vendiendo artesanías. Y como eso he visto mucho en la Ciudad de México y a lo largo del país. Hay una expresión tensa de creatividad, aun en la gente más humilde. Crea y crea objetos. Argentina (salvo en algunas partes del interior) carece de expresividad telúrica y racial profunda como la hay en México, Bolivia o Perú. En México se siente asimismo un espíritu de resistencia. Hay un orgullo de raza y cultura. Allí encuentra usted estatuas de jefes indios; aquí sólo las halla de políticos o generales. Por demás ustedes están junto a Estados Unidos y de frente a Europa; nosotros estamos en el fin del mundo y sólo colindamos con las focas y los pingüinos.

MAC | Pájaros y hormigas se repiten innumerablemente en su poesía. Algo en vuelo y algo que camina laboriosamente en la tierra.

EM | Ambos son elementos poéticos desde mi infancia. De niño, en el campo, sentía una atracción misteriosa por los hormigueros. Esos largos collares terrestres que vemos en vivo. Había en mí una sensación muy intensa de un misterio de otro mundo en el fondo del mismo planeta. De allí parecían salir. En algunos poemas he dejado rastro de esa admiración. Después de vivir en Corrientes nos trasladamos a Misiones, al norte (allí estuvieron las misiones jesuíticas), donde existe una tierra colorada y hormigueros de más de un metro de alto. Si los golpeaba con un palo y los deshacía se producía un tal hervor que quedaba encantado ante la erupción de hormigas.

MAC | ¿Y los pájaros…?

EM | Es un poco totémico. Recuerdo ese maravilloso poema celebratorio de Saint-John Perse a los pájaros. Analizando a los pájaros en toda su dimensión moral (la altura siempre es moral), el pájaro es un ser para la altura. Es misterioso y solitario. Es raro que los pájaros vivan en pareja. Sólo lo hacen mientras procrean. Y desde entonces uno los ve solos moviéndose y volando solos. El pájaro es un mensajero –un intercesor− entre el cielo y la tierra. Ha sido siempre el sueño o el anhelo de alcanzar una totalidad celeste irrealizable. La mejor imagen la representa el vuelo de Ícaro.

MAC | La mujer aparece de continuo en sus poemas como cuerpo y deseo. Como  otro sol que halló bajo el sol.

EM | La mujer es para mí el centro del mundo. No podemos dejar de referirnos al mito platónico del andrógino: cada uno buscará su mitad. Me digo a veces si todo lo que he querido viajar y ver de mundo y sentirme libre de opción y de estar a disposición del mar y del viento, de las cosas y los hallazgos, no ha sido en el fondo sino el deseo de encontrar a una mujer. Ella es para el hombre su realización total. No como el amor loco de Breton, sino como reveladora presencia de la belleza y del esplendor del mundo. Es la gran intercesora: está ligada al cielo, a la tierra, a los astros, a las mareas del océano, a la selva y al aire.

MAC | Y la infancia, cuyas imágenes surgen de continuo en sus poemas, ¿es el reino perdido? ¿O ese reino sigue, o al menos parece, hasta los 82 años de su edad?

EM | No es un reino perdido. La infancia es el elemento nativo de la poesía. En ella están el sentimiento mágico del mundo y la revelación y el asombro permanentes de cada cosa y situación. Pero es la atención ante todo: la atención con la cual el niño descubre el mundo. Si un adulto ve una mosca o una planta, eso pasa inadvertido; si un niño las ve es como si viera el relámpago y la estrella. Un ser descubriendo maravillas. Esta atención del niño es la que da el sentido a la poesía.
   Para mí la poesía es una honda atención de la realidad en la cual se está inmerso. Enajenado el hombre en una implacable sociedad de consumo presta poca atención al mundo que lo circunda. No se piensa o no se mira con suficiente atención para preguntarse y responderse sobre la extrañeza de estar aquí: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Por qué esta fatalidad del nacer y el morir? No se lo plantea, o si lo hace, es con poca lucidez. El poeta lo hace y lo vive a menudo.

MAC | Mencionó usted a Perse. Me parece que usted tiene un parentesco sustancial con dos poetas: Perse y Neruda. ¿A quiénes otros leyó?

EM | En días de infancia, en la hacienda de mi padre, había una pequeña biblioteca con los libros que a él le interesaban. Los primeros que hojeé fueron de Espronceda, de Zorrilla, de Bécquer, de Garcilaso, de Cervantes. En especial Espronceda y Zorrilla me fascinaban. De grande tuve algún acercamiento con el surrealismo. Ningún poeta puede negar al surrealismo, el cual ha hecho un mito de la poesía y la ha identificado con el amor y la libertad como exigencias totales. Nunca pertenecí a ningún grupo surrealista ni fui surrealista ortodoxo. Hay un libro mío que sigue la totalidad de las pautas del movimiento (Costumbres errantes o la redondez de la tierra), pero a partir de entonces, al menos en el aspecto expresivo de imágenes y asociaciones inusitadas, lo he abandonado y he ido buscando mi lenguaje. No reniego de él pero no pueden ponerme ese letrero.


MAC | La teoría es atractiva pero en los surrealistas sobraba literatura y en los poemas suyos sobra vida.

EM | Trato de seguir fiel a la ética del surrealismo, más que a su expresión literaria. En eso no he variado: poesía, vida, amor y libertad me acompañan siempre. Pero en el surrealismo no hay, por ejemplo, una visión del paisaje, salvo en Aimé Cesaire, un gran surrealista nacido en el Caribe.
   He hecho también una poesía inmediatamente vivencial, lejos de todo intelectualismo. En Argentina se dieron extremos: en ciertos periodos la poesía estuvo recargada de una expresión intelectual, debida, es probable, a Girri y a Borges; las poesías colombiana y mexicana, creo, son más vivenciales, basadas en una experiencia humana más directa.

MAC | Su poesía, como quería Neruda, está más llena de impurezas.

EM | Neruda lo decía así (por demás yo no entiendo qué se quiera decir con poesía impura o pura) para oponerse a la poesía de Juan Ramón, cuyo contenido es de índole más estético o intelectual. Yo aparto de la poesía de Neruda la porción política: panfletaria y llena de tópicos.
En la década de los sesenta se insistió mucho en la poesía comprometida; el poeta sólo tiene un gran compromiso y es con la poesía misma. Desde luego puede tener una posición política pero la poesía no debe ponerse al servicio de una ideología o como medio de propaganda de un partido o de una tesis política.

MAC | Una gran cantidad de sus poemas tiene un amplio hálito. Un verso largo que se desborda como mar, como río furioso. ¿Se le da más fácil el verso largo?

EM | Sí, pero en mis inicios tenía yo un verso un tanto salmodial, del tipo que hace admirablemente bien una poeta argentina (Olga Orozco). Yo lo tuve en algún momento. El libro que publicaré este año, Llegada a una isla incierta, contiene poemas más breves y de una expresión más concreta.

MAC | ¿Y cómo nace un poema? ¿Cómo lo hace?

EM | Es extraño. Es una especie de puente entre el conflicto del lenguaje y la emoción interior y existencial del ser, sin palabras, frente a lo trágico de su condición en la tierra. De lo oscuro, de lo más profundo de ese sentimiento, del fondo existencial de la naturaleza del ser frente al sentimiento de la muerte, que trata de alguna manera de expresar ese abismo entre lenguaje y ser, nace la poesía. Y de alguna manera, la poesía debe expresar lo que el lenguaje no logra hacer. Quizá lo que quede de poesía es lo que está entre una palabra y otra en su significado más directo. Para mí la realidad externa ha sido fabulosa y deslumbrante pero a la vez de naturaleza tantálica: la tierra se ofrece sin que uno pueda tomarla en su totalidad.

MAC | ¿La poesía se le impone, lo llama, lo hace escribir?

EM | De alguna manera sí. A veces me he preguntado de dónde nace el poema, porque hay momentos en los cuales no puedo escribir. Y de repente me asalta. Es una intuición o una visión particular de un momento de mi vida y de la realidad que intenta expresarse. No puedo levantarme como el pintor que dice: “Voy a pintar ocho horas”. Yo no sé cuándo voy a escribir el poema.

MAC | Usted quiso que su obra poética fuera, como dijo Ungaretti de la suya, “una bella biografía”.

EM | Críticos profundos que son también poetas notables, como [Guillermo] Sucre y [Julio] Ortega, han señalado que en un poema mío se halla siempre toda la obra. Sucre señala que existe reiteración pero al mismo tiempo algo que se abre. No podría explicárselo muy bien pero poseo una visión del mundo que ha sido la misma desde la mayor hondura de mi infancia. Por eso en mí es ajeno el sentimiento de nostalgia. En la generación argentina llamada del Cuarenta, hubo una cantidad de poetas que luego del primer libro se despidieron de la poesía. En sus versos todo era un clima de melancolía y nostalgia. La nostalgia es melancólica, mira hacia el pasado, a un paraíso que se perdió. Yo siento que éste y ese paraíso que se perdió están vivos en todo su esplendor en el instante presente. No una mirada melancólica hacia atrás, sino todos los instantes acumulados que vivo a cada instante. Y espero que sea así hasta el fin de mi vida.

MAC | ¿Y hasta qué grado es autobiográfica su obra?

EM | El poeta está en su obra. El saber a qué hora despierta o duerme, o si bebe mucho o es abstemio, o si es disipado o ascético, o si es soltero o divorciado, no le importa a la poesía ni cuenta nada en ella. El sentimiento de una obra continua se me impuso de una manera compulsiva desde las primeras líneas que escribí. Me recibí de abogado pero nadie que se tome en serio trabaja en eso. Cuando terminé la carrera, me embarqué de tripulante. Sólo veinte años más tarde recogí mi título en la universidad: me convenía por cuestiones de presupuesto.
   La vocación poética exige una entrega total, como la del religioso con Dios. La vocación es un misterio. No dudé de ella un solo instante. Creo tener dones para la plástica y pude ser pintor. He pintado un buen número de cuadros y ahora collages. Es un arte fascinante: uno se alza, maneja materiales, telas, colores. Puede incluso pintar todo el día. Eso no es dable en un poema. Lo desconozco, pero quizá el novelista pueda hacerlo. Los cuadros que ve aquí en la sala de mi casa son míos. Tienden algunos al surrealismo.

MAC | Había, me parece, talento para la pintura. Encuentro en ella también instantes poéticos.

EM | Hubo un momento en el cual entré en conflicto con ambas vocaciones. Me sentí muy angustiado. Me incliné por la poesía pero pensé que no debía renunciar a la pintura. Al irme adentrando en el mundo de la pintura me di cuenta de que sus problemas y misterios son tan profundos como los de otra cualquier actividad artística.

MAC | ¿Y qué le dio al final de la poesía?

EM | Me he hecho a través de ella. La experiencia poética es lo que va revelando lo más profundo del ser y nuestra presencia en el mundo. Mire: a medida que el poema se va plasmando se descubren zonas de uno, las cuales estaban poco presentes en la conciencia y que se van definiendo al hacerlo. Y así ha sido a lo largo de los años.

MAC | ¿Y qué consejos le daría a un joven poeta?

EM | Existe ese viejo dicho: “No me den consejos; sé equivocarme solo”.


MARCO ANTONIO CAMPOS (México, 1949). Poeta, narrador, ensayista y traductor. Ha publicado libros como: Muertos y disfraces (1974), Una seña en la sepultura (1978),  La ceniza en la frente (1979), y Viernes en Jerusalén (2005). Ha traducido libros de poesía de Baudelaire, Rimbaud, Artaud, Quasimodo, Trakl, Drummond de Andrade. Contacto: macampos1949@gmail.com. Página ilustrada con obras de J. Karl Bogartte (Estados Unidos), artista invitado de esta edición de ARC.




Agulha Revista de Cultura
Fase II | Número 11 | Junho de 2015
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