He llegado a la casa de Susana Wald en los
afueras de Oaxaca, ya con el día en sus últimas tonalidades de luz. Fue un
fuerte abrazo, pues ya pasaron casi 7 años desde nuestro encuentro anterior en la Ciudad de México. Mientras
tanto, o por todo siempre, vivimos al fondo, como un enigma, un mensaje del
misterio, una amistad entrañable hecha de su material más extraño, la invisible
presencia. Por esa razón el abrazo tuvo la fuerza cifrada del equilibrio. Y
luego la adivinanza del pasado vino en la forma irrefrenable de palabras
amenas; nos pusimos a hablar de todo, como si en minutos desgranásemos cien
años. Testimonio de la afinidad, piedra de toque del paisaje de la memoria. El
vino de las palabras ha sido el oro de la noche. Por la mañana, otra joya señala
un vertiginoso cambio en los muebles de la existencia: el azul con que Oaxaca
invade las ventanas de la casa. El cielo en esa región de México, lo mismo que
en mi ciudad, la Fortaleza
costera en el Nordeste de Brasil, es un oratorio. Ha despertado en mí la mirada
como una reserva natural de abismos. Hecho el desayuno salimos a caminar por el
campo. Y desde allí, desde la esencia de aquel laberinto azul, muchos de los
símbolos de la pintura de Susana Wald me hacían señas, como si la raíz de todo
fuera su conexión íntima con la leyenda del cielo y sus metamorfosis. No
importa que haya vivido en Budapest, Buenos Aires, Santiago de Chile, Toronto.
Todo en su vida fue un ritual preparatorio para que su mirada recibiera el
árbol sagrado del azul del cielo de Oaxaca. Las otras ciudades fueron su
periodo de incubación, la forma como fue cocinando su mestizaje de símbolos.
Hay una pintura suya (“Viaje al
fondo”, de 2002) que es como un rito de pasaje. Ahora la miro de otra manera e
incluso allí me reconozco. El escenario es un hombre desnudo nadando en aguas
en cuyo fondo se encuentra un huevo. Pero puede ser otro: un huevo en el fondo
de aguas visitadas por un hombre desnudo. O el agua que contiene dos cuerpos en
perfecto equilibrio, aunque en dos edades. No importa el ángulo, sino que este
acercamiento —una ronda— entre los cuerpos, sería retratado por mí de forma
distinta antes de reconocer la intimidad del cielo de Oaxaca en los colores del
alma de Susana Wald. Al regresar de la caminata por el campo, en aquella mañana,
he descubierto otras profundidades en el ser de esta mujer. Su ingeniería casi
mística de reaprovechamiento del ambiente natural en el huerto de la casa. El
secreto de la alquimia es la mirada de la luna llena de metamorfosis. El
surrealismo en su vida está —como había imaginado el mismo Breton— poco más
allá de la estética, sin negarle existencia. Es una suma perenne, inagotable.
Un intercambio de tanteos. Caminábamos por el huerto y me explicaba cosas que
son la más trivial resina de la supervivencia: plantío, cosecha, humos, basura,
diálogo con la naturaleza. Mientras me enseñaba las vértebras de su conexión
con la vida, las cuerdas, los peñascos, las serpientes, los utensilios, los
cortinajes, los montes, las calaveras, se acercaban a nosotros a decir lo que
son: esencieros de revelaciones de una visión muy particular de Susana Wald
acerca de la relación entre arte y vida.
Fueron tres días en su casa. El
cielo, la cocina —las comidas entrañables siempre con la presencia de otra
amistad que igual se puede decir mágica: la mía con su marido, Ludwig Zeller—,
el huerto, y ahora el taller, que ya no sé si es posible identificar como un
ambiente aislado de todo. La visita al taller fue la última. Lo que podríamos
entender como un lugar sagrado, un tipo de muelle de contacto con la
trascendencia, en su caso es la morada de la revelación física de su punto de
equilibrio entre el recuerdo y el sueño, el testimonio y la visión. El sudor de
la construcción de una obra de arte es parte de su misterio, y como todo en
ella, es esencialmente real. El taller de Susana está lleno de sus obsesiones.
Allí está la oscura presencia del símbolo. Los nudos, las piedras, las olas, el
recuerdo de que todo en su paisaje es trópico, que lo desea así, el mundo como
un hogar de sombras incendiadas. Y tenerla allí, a ella, diciéndome que sí, que
no, con su voz siempre empeñada en la recuperación de un mundo —el suyo, el
mundo del arte, de la creación, de la poesía, de la existencia común entre
todos los hombres… Susana Wald es alguien que sigue creyendo que el mundo puede
disminuir sus tensiones gracias a la compasión. El huevo filosófico de la
compasión es la comprensión mutua de la existencia de todos en un sitio
cualquiera.
En su taller, yo tomaba
fotografías de obras y ángulos, mientras ella me contaba cosas de su vida, recuerdos de puntos que han generado la imagen
de cada pintura o dibujo que me enseñaba. Todo creador sabe que su ensueño de
la realidad no es la realidad del ensueño. Es un truco. La realidad conserva un
plan de huida del arte porque éste insiste en su multiplicidad, mientras a ella
interesa el disfraz de la aprobación cartesiana. Sin embargo, es imposible
imaginar que tantas técnicas de manejo del tiempo y el espacio —la ciencia, la
religión, el arte— atiendan a una configuración única. Todo en la vida es
plural y ahí está su magia. Hay singularidades en la caza, en los juegos de
lenguaje, en la catequesis, en la argumentación de las guerras; a cada
conflicto inventamos su razón de ser. Mientras yo tomaba fotos y Susana me
mostraba imágenes raras de exposiciones y encuentros, otros lenguajes, la
piedra cocida de la memoria, la cerámica, el grabado, su pasión por la música,
fue como una lagrimita posada en la mano del tiempo. Y fue con esa misma mano
que nos dijimos adiós al día siguiente, abriendo las puertas de otro viaje.
Mientras regresaba a mi casa, una pintura de Susana Wald iba tomando forma en
mis ojos: “Noche de Huayapam”, de 1997, con una mujer que está entre acostada y
suspendida, casi fluctuante, en una vastedad simbólica que mezcla la sábana,
los montes, el laberinto de la excavación de una antigua civilización, un casi
secreto ciclo mágico de ampollas, el cielo con su color que se entraña en todo
el paisaje… Y todo eso como si fuera la escritura onírica de un huevo puesto en
un rincón de la pintura. Allí está la “exaltación de lo femenino”, esa
resurrección perenne de un tema muy costoso a la historia de la humanidad.
Un largo vuelo de regreso a
Brasil fue como la casa prometida a la reflexión del motivo, porque esa pintura
ha surgido en mi horizonte visual: su cascada de motivos. Exceptuando las
burbujas, cada figura es una sola en la pintura. Pero se convierte en otra cada
vez que se encuentra con la siguiente. Es la magia del cuadro, su habilidad que
es una maña, que hace que la gravedad sea un espejismo entrañado en el cuerpo
de la mujer. Y el complemento del significado de todo esto se lee en la
respuesta que da Susana Wald en una entrevista cuando se le pregunta acerca de
la misión de los artistas, que ellos deberían “indicar el camino”, y ella muy
segura contesta que no, que “es un trabajo que está haciendo en conjunto toda
la humanidad”. Lo mismo que en su pintura, es una cuestión de alcance de los
ángulos, la integridad del vértigo, la comprensión de que somos parte de algo.
La memoria se fue tanteando a sí misma, los temas tratados hasta aquí y su
resumen —ahora lo comprendo— no podían llevarnos a otra pintura que no fuera
esta “Noche de Huayapam”. Allí está una cosecha de miradas, una orquestra de símbolos,
la actividad al mismo tiempo cósmica y profundamente humana de los pinceles de
Susana Wald.
Llego finalmente a Fortaleza. El
contenido de mi cámara fotográfica es la prueba de un mensaje cifrado: que la
vida en Oaxaca ha sido la pieza oscura de la resurrección de esta mujer. Al
caminar por el centro de la ciudad, por sus afueras, o por las excavaciones de
Mitla o Monte Albán, ella está presente de un modo que nadie percibe. Oaxaca es
el origen de la piedra multicolor que se llama Susana Wald. Al mismo tiempo
invisible. No es parte del escenario. No está en su folclor. Allí está.
Simplemente está. Oaxaca es su joya de espíritu.
Otra vastedad —el desierto de
Atacama, en Chile— es la fuente inagotable de la creación en su marido, Ludwig
Zeller. Identificarlos es una cosa. Pero Susana Wald vive Oaxaca en el
presente, mientras que el desierto chileno es una relación amorosa de la
memoria en Zeller. Ya sabemos que nada es tangible en las raíces de la
creación. Aunque sea. El punto aquí es que el oro del tiempo no es un
laberinto, sino la visión del mismo. Lo que llamamos realidad no importa, sino
la manera como se mira. Es la presencia del hombre que hace que las cosas sean
comprendidas como son. No es un sueño; el hombre es la realidad de todo. No
importa que su disfraz sea de dios o de leopardo.
El primer ciclo del viaje se
cumplió y ahora trabajamos por correo electrónico acerca de los temas
pendientes. Al visitar la galería de las obras de Susana Wald encontramos en
sus títulos muchas de las imágenes aquí evocadas, como un tipo de germinación
de un sentido común. La utilización de diversos elementos en su pintura
despierta la discusión sobre el fetiche, o la idea de un objeto de
funcionamiento simbólico. En parte porque Susana no busca esos elementos, sino
que despiertan en ella en el interior de un círculo de evocación. Son como la
revelación de un plano —no importa si existencial, cósmico, sexual— que no está
de acuerdo con el lenguaje que lo clasifica. El símbolo en su pintura no es una
afirmación. La ubicación de los objetos, su procedencia, el sitio que ocupan,
aunque sean maravillosos, están para decirnos algo que no está. Es como buscar
allí lo que no corresponde a la realidad de lo que representan. Al cuerpo le
toca el abismo. La definición del cuerpo tiene que ver con su insaciabilidad.
El erotismo en la pintura de Susana Wald es un enlace con su sed de vivir; su
deseo es el de una resurrección, siempre la médula de una correspondencia con
los tiempos de su vida. Las imágenes evocadas pueden ser heroicas, patéticas,
amables, temblorosas, risibles, no importa. Esta mujer hace de su manera de ser
—y pintar— una alegoría de su misma existencia.
Y la mujer. Ella en sí misma. La
necesidad de examinar lo que hubo con la mujer. La afirmación de que a lo largo
de la historia, la presencia de la mujer se deshace —o es simplemente borrada—
con una velocidad que va más allá de la capacidad de comprensión de su
actuación. Lo que llamamos cultura es, en muchos casos, un sepulcro, un motor
del control de la civilización. Es como un juego de piedras, las que están allí
para una función y otras distintas. Las piedras de tu preferencia, las mías.
Juego. La colectividad es un juego, aunque la ilusión sea planeada en nombre
del individuo. Es verdad que la mujer siempre ha sido una víctima, que la
historia ha sido conducida, manipulada, arreglada por el hombre. Simplemente no
creo que eso pueda cambiar. Es otro tema. Lo que importa aquí es un tipo de
médula existencial en el que no importa el género, donde se puede decir que
existe la oscuridad personal y la oscuridad colectiva, y que yo —en nuestro
caso, Susana— comprendo la necesidad de establecer conexiones entre ellas. Creo
que éste es el punto más importante en la decisión estética de la pintura de
Susana Wald.
2. Arroyo
de misterios
Inmortalidad o renacimiento, el huevo es un
símbolo que determina el misterio de la vida. Es la puerta —más que su sentido,
siempre ambiguo— de entrada o salida. Es la rendija que comunica con un mundo
oculto, con esa invisibilidad cósmica de que está hecha la existencia humana.
Hay un punto en el que se agota todo trazo de un árbol genealógico de la
especie. Sigue la explicación religiosa, no más. Todavía más precario es el
futuro. El sondeo de la ciencia, por más que avance, no elimina la sospecha de
que algo más sucede. Esa condición inextinguible del misterio la emblematiza el
huevo. Su forma, su significado, la curiosidad por su concepción, el secreto
que oculta su cáscara, la magia de su brote, el huevo es como un papiro que se
puede leer en varios sentidos o direcciones. Las perspectivas encontradas en
distintas mitologías prueban su potencial de estímulos a nuevas lecturas.
La pintura de Susana Wald ha
acercado el huevo a otros símbolos, pero en ningún momento se nota la presencia
de la cruz o alguna correlación posible con este símbolo, aunque visite
arquetipos como la melancolía, la muerte, la noche, la premonición, igual que
en otros momentos de su creación… Nada. No hay cruz; su concepto, el mensaje
cifrado, las señales de agonía ulterior, nada, absolutamente nada que se
parezca a cualquier forma de antagonismo en la pintura de esta mujer. Es un
riesgo, porque la perpetuidad es hermana del conflicto y el conflicto es
excluyente. El huevo busca asociarse a otra visión del mundo, que es la visión
alquímica. El mundo no está para ser partido, sino para ser compartido.
Salimos a caminar por la galería
de sus metamorfosis y allí encontramos “El sueño de la novicia”, de 2000, obra
muy emblemática de la estética de Susana Wald. La novicia sueña con sus paños y
una cadena de montaña al fondo, como escenario para la presencia (¿llegada o
partida?) de un huevo. La nueva vida es el descubrimiento o la confirmación de
sus inquietudes. El juego de afirmación/negación no
tiene igual presencia que la experiencia en sí del ritual. Por esa razón, en la pintura de
Susana Wald hay globos, bolas, ojos, pezones, piedras que asumen el carácter
simbólico de los huevos, que son como las cuentas de un laberinto que nos
seduce a la revelación de lo que somos. Lo que pueda parecer fuera de sitio, en
verdad se encuentra en su periodo de incubación o se arriesga a enseñarnos que
hay otro modo de llegar a la evolución del deseo.
La fuerza con que la pintura de
Susana Wald guarda en nosotros un secreto es su tajada mágica. El cuerpo de
este personaje con que soñamos en su pintura, ¿dónde está? ¿Es un mito, una
leyenda, un misterio? ¿Quién está detrás de los huevos de Susana Wald? Lo mismo
que en la del mundo egipcio, el fenómeno de la existencia está en su estímulo,
más que en su comprensión. Lo oculto deriva de un mayor deseo por conocerlo.
Los dioses son plurales. Su paleta de formas y colores se llama arroyo de
misterios. Los azules son más ricos porque están basados en la comprensión de
que el Uno no puede ser hijo de nadie —recordemos el Chandogua Upanishad—, que el cielo es una alegoría de la multiplicidad.
El azul es la devoción a un mundo sin fin basado en la correspondencia.
Esa correspondencia, en sus
asociaciones menos visibles, es lo que buscamos, como un viaje al misterio del huevo en Susana Wald, que
puede estar en su yema o en su cáscara, en la suma de los dos o muy lejos de
allí.
¿De qué está hecho un huevo?
Esencialmente del milagro que es volver a la vida. El huevo es en sí mismo
renacimiento. Así que lo que está oculto es también vida. Y vida que prepara
nueva forma de existencia. Desde su primer huevo encontramos en la obra de
Susana Wald el argumento vital, el dilema de la preparación para una nueva
experiencia. Sus paños —elemento decisivo en la lectura del contexto de su obra
en esta fase— son siempre telones, no importa a cual tejido recurra, lino, mar,
desierto, piel, monte, piedra, nieve. Ejemplo directo de esa correspondencia
teatral lo encontramos en “Teatro del huevo”, 2002. En primera instancia, es
posible pensar en el conflicto de la dualidad, el sentido trágico de la
relación entre ser y tiempo, alma y cuerpo, los vicios del lenguaje y otras
inquietudes del símbolo. Cuando solicitamos la visión del mundo de uno de los
actores de la representación pictórica en Susana Wald, la serpiente, por
ejemplo, percibimos una breña en el enredo, pues la actriz tanto puede estar en
la piel del protagonista (“Recuerdo de Manitoba”, 2002) como afuera, a su
espera y en este caso sin saber cómo reaccionar frente al misterio de su devenir
(“El huevo filosófico”, 1998). Hasta aquí podríamos pensar que la presencia de
la serpiente ubica la estética de ese momento de la pintura de Susana Wald en
un conflicto existencial con la sobredosis de dualismo occidental. Sin embargo,
la serpiente es también una de las representaciones de la fuerza vital que
actúa en la dimensión de una resurrección, lo mismo que el huevo. La manera
como Susana Wald evoca a otros personajes en su teatro alquímico llévame a
comprender su mundo como infinitamente más cerca del ambiente simbólico
egipcio, especialmente por la asimilación espontánea, la afinidad imperativa
con la cultura mexicana de esa región zapoteca en que vive, Oaxaca. Hay que
agregar aquí dos otros elementos: la preparación para el brote y su ambientación,
la geografía de su nueva relación con el mundo. En esos casos, dos conceptos
funcionan como llaves: erotismo (“Noche de Huayapam”, 1997) y vastedad
(“Amanecer”, 1999). En los dos momentos —por su aspecto cambiante de imagen del
mundo— lo que encontramos es más fuerte que una simple representación gráfica
de la existencia. Los detalles de la configuración del erotismo y la vastedad
invaden nuestra mirada, cambian de sitios y formas, trasladan de muelles sus
opciones de significado, frases que podrían estar en la boca del fuego las
escuchamos desde el agua, los elementos que actúan de acuerdo con el guión
mágico de Susana Wald, que es como una regente de las mutaciones. En especial
sobre “Noche de Huayapam” recuerdo algo de nuestras conversas en que ella me
dice: “Cuando pinto éste me surge la idea del primero de los huevos, el
‘Homenaje a De Chirico’ (1997), provocada (la idea) por el huevito que hay al
lado de la mano de la mujer desnuda. De ahí en adelante se desata el proceso
que todavía surge de vez en cuando, como en el caso de ‘Momento crucial III’
(2010).”
Los mecanismos de la forma no
son distintos del juego de los colores. La contraposición que uno podría buscar
entre positivo y negativo, en su manejo de colores, no actúa como lo que se
espera de corrientes inversas. Una de las piezas más entrañables (“Extrañeza de
lo nuevo”, 2001) de esa fase de la pintura de Susana Wald propone un tipo muy
fascinante de maraña de la idea usual de los contrarios, el conflicto entre la
perspectiva de renacimiento y el mundo que está por admitirlo. Ahí tenemos
también un conflicto del color, pero en su sentido de identificación, de
descubrimiento. No hay un juego de antípodas en los colores en la plástica de
Susana Wald. Su teatro, la tragedia
de su búsqueda de un mundo nuevo, está determinada por la donación, por la
comprensión de una casa sagrada en que todos pueden estar, una alegoría de la
afinidad, la firma de un respeto común por el compartir los riesgos, el modo
como un telón acaricia su huevo antes de la práctica teatral. Hay piezas en que
esta ausencia de un contraste, en el sentido de una pelea colorista, refleja mejor la dinámica de una acción que es
esencialmente alquímica (“Evento alquímico”, 2000) o la efervescencia o
convulsión de un mundo ya en su médula de identificación con todo (“Raíz del
fuego”, 1999). Una vez más, no hay preocupación con los trazos de consonancia y
disonancia en su plan estético. Susana Wald llama la atención para los juegos
del misterio en cada renacimiento. Y la actualidad simbólica de sus criterios
despierta en nosotros un sin fin de relaciones: la forma y su actuación en cada
escenario, lo mismo que el color y la manifestación física de la actuación de
la gravedad sobre los cuerpos.
Es casi como una norma en la
lectura crítica de una obra plástica observar sus caracteres lógicos, colores,
formas, simbolismos etc. Yo siempre me pregunto cuando uno casualmente está
frente a una sala en una galería o pasando las páginas de una revista o
disfrutando un video en la casa de un amigo, y sus ojos tratan de mirar una
imagen, cuál es su primer contacto con la obra de alguien que allí no tiene
nombre, que no es nadie. Por supuesto, todo lo que he escrito a su respecto no
debe servir de nada, pues lo que importa es su experiencia automática con la
magia de significación de las imágenes de la pintura que observa o vive.
Así concluye Susana Wald la presentación del
libro Mirages: “Nací a orillas de un
río. Viví a orillas de un río que es mar. Estoy a orillas de un lago cuyo
misterio me sorprende cada día. Mi obra se hace espejo. Las imágenes trazadas
con tinta sobre el papel, ¿qué son sino reflejos del constante devenir?” Aunque
por tres veces se repita la palabra “orillas”, la llave secreta de su reflexión
está en otro sitio, en el interior de la vastedad. En la suma de migraciones de
esa mujer, en todas direcciones, en el mapa del alma, el alma del mapa. En las
hojas invisibles del viaje, por el mundo y por ella misma. Parte de su jornada
recuerda el Tao, con lectura muy singular de la cognición, el aprendizaje
incesante de un sueño otro que empieza a cada rato. La bendición de la piel al
abrir las ventanas y dejar que se pronuncie el viento proyectando las infinitas
casas de la quietud y el desenfreno. Cuando hablamos de la pintura “Periodo de
incubación”, de 1992, me dijo: “Este es un cuadro premonitorio que hice 5 años
antes de que empezara a asaltarme el tema de los huevos. Incluso su título, que
surge en el mismo momento en que lo termino, es interesante porque no tengo
idea qué se está incubando hasta mucho más tarde.” Ella misma sabe que la
intensidad de las correspondencias está constituida por otro orden de sentido.
Así que la presencia del huevo en su pintura no busca una gama numérica o
sistema de modos o cualquier tabla de convenciones. Aunque pasemos del huevo al
cuerpo y aquí precisamente al cuerpo femenino, sigue pescando sus perlas el
azar, no por indiferencia, sino por dedicación a un mundo insondable que es la
carne y el espíritu de toda creación. Sabe Susana Wald que la originalidad no
requiere esfuerzo, pues es fruto natural de la visión del mundo de cada uno de
nosotros. Por supuesto, cuando tratamos de arte debe haber talento suficiente
para expresar la visión del mundo a través de palabras, sonidos, imágenes, etc.
Pero es así en la vida más común. La amistad, la afinidad, la complicidad. Son
otras formas de talento.
Y fue así que pasamos los días
en su casa, ya sin trazar distinciones entre su creación y los modos de vida.
Lo que me parece más fascinante en la pintura de Susana Wald es que no se trata
de un laberinto de su realidad perdida —algo que uno podría pensar por la
sobredosis de emigraciones que caracterizan su vida—, sino una resurrección
permanente de las fuentes de descubrimientos de otros modos de ser. Y sin
pérdida del pie en la realidad, del mito, del símbolo, del deseo, del ambiente
movedizo y flotante de la realidad más cotidiana. Tal vez por eso atravesamos
la lectura de este libro sin la necesidad de comparar su obra con la de otros
artistas. André Breton ha observado la indisposición del surrealismo en
convertirse en escuela. Es un tema cuestionable porque en muchos casos
encontramos la similitud estética basada en ciertos aportes del surrealismo, al
mismo tiempo en que hay seguidores, tal vez inevitables, de los trazos
principales, el mismo tipo de disociaciones, rupturas, algo como un tipo
peculiar de multiplicidad de la misma cosa. Es la parte riesgosa de toda
doctrina. La plástica de Salvador Dalí o René Magritte ha sido reproducida más
allá del límite de todo agotamiento. Hay muchos artistas que se dicen
surrealistas, pero su plástica es en esencia la repetición —o segmento— de
algo. Una de las defensas más fuertes del surrealismo, al rechazar el tema de
las escuelas, era la evocación de la originalidad como la comprensión de que la
misma no se apartara de la visión de mundo del creador. Y no hay dos personas
en todo el planeta con igual visión del mundo. Ahí está una de las magias
imperativas del surrealismo.
Siempre que miro la pintura de
Susana Wald buscando una asociación con otro artista en lo que pienso es en la
estructura muy particular que ciertos creadores han dado a su construcción plástica
que los hacen únicos. De inmediato, siempre por cuestión afectiva, pienso en el
portugués Cruzeiro Seixas (1927) y el australiano James Gleeson (1915-2008). En
los tres casos —hay muchos otros, por suerte el mundo es infinito– es tan
transparente la identidad de sus voces que hasta cuando hacen homenajes a otros
surrealistas, como Magritte, De Chirico o Paul Delvaux, uno puede encontrar en
ellos su talante propio, inconfundible. Susana Wald no ha conocido a Gleeson,
pero sí a Cruzeiro Seixas, de quien tiene muy buen recuerdo: “A él lo vimos más
de una vez, paseamos con él y luego mantuvimos correspondencia con él.
Participó en publicaciones nuestras. Un hombre de mundo, extrovertido, sensual
para el bien comer, bien beber, buenmozo, nos llevó donde un pintor de apellido
Pérez, buenísimo, nos presentó a Isabel Meyrelles, compartimos momentos muy
gratos con ellos.” Lo que importa aquí es decir que la especulación del mundo
es una simbología inagotable. Algo que el surrealismo había previsto era la cárcel
de los sistemas, de los estilos, de las escuelas. Pero igual sabía el riesgo de
convertirse en una de esas capillas o fosilización de la existencia.
El mundo está cambiando —es
bueno que siga en movimiento— de un modo muy peligroso, con asentamientos en un
padrón gráfico de observación e imposición de modos de ser. Hay como un
catálogo de tonos de lectura de la realidad. El arte ha perdido su carácter
revolucionario, no por insuficiencia técnica, sino por corrupción —no importa que pasiva o activa— de sus actores en la
relación con sus medios de producción y difusión. Este libro traduce en unas
borrosas líneas la piedra de toque de una lectura muy singular de la existencia
humana. Cada huevo en la pintura de Susana Wald es una partícula de su defensa
de la humanidad algo perdida en nosotros. Es lo que más admiro en esa mujer, su
sentido de equilibrio que no desiste jamás, no está en los huevos —mejor: los
huevos están en todo—, está por todas partes, en su cocina, en la lectura de
los mitos, la voz cómplice que ha descubierto con Ludwig Zeller una de las
cosas más flamantes y sabrosas de la creación artística, que es comprender la
voz del otro, participar de la vida del otro. En un gesto, la vida entera.
Así es la vida de Susana Wald.
Las migraciones, la curiosidad por todo, los dolores o vacíos convertidos en
nuevas extrañezas o modos de vivir, los trazos de identificación con el futuro,
el mensaje cifrado de sus símbolos, como poner la mano en los ojos y decirles: por ahí, por allí, por todas partes…
Esta es la mujer que tiene sus poros abiertos a las evidencias y coincidencias.
Su relación más íntima con el surrealismo está en el punto en que la realidad
es un sueño que no disipa la vida.
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