Esto
de los viajes forma un pattern en mi
vida. No todos los viajes que hice fueron por gusto, pero todos me han traído
alegrías. Es cierto, como decía Javier Zeller, volviendo de su primer viaje
solo a Europa a los diecisiete años, que es en los viajes cuando más se
aprende.
Un aspecto de los viajes, especialmente los que se hacen por tierra,
es que se entra en contacto con gente de culturas y costumbres muy diversas.
Soy hija de un vendedor viajero. Quizás la razón por la que tengo tanto placer
en viajar es un ansia de satisfacer la curiosidad que surge en mi primera la
infancia: saber adónde habría ido mi papá que tantas veces estuvo ausente.
Quizás por eso experimento un verdadero wanderlust.
Mi diccionario Oxford de inglés y castellano define la palabra “wanderlust”
como "ansias de conocer mundo". La palabra está compuesta de wander, que tiene que ver con pasear,
deambular, vagar o andar como nómade, y lust
que es una forma de búsqueda de placer que el mismo diccionario asocia con la
lujuria. El viajar de un lugar a otro, de un país a otro, puede sin duda ser
placentero y también puede causar angustias porque se caracteriza por una
constante acumulación de vivencias que son los que dan a conocer el mundo. Y si
se asocia el viajar con los placeres así llamados de la carne, con los placeres
de la lujuria, tiene que considerarse esos placeres en todos sus matices, tanto
alegres como dolorosos, tanto luminosos como tenebrosos. Esto de deambular
puede darse a tropezones entre piedras, o en tormentas de nieve en que no se
alcanza a ver la mano, o sobre soleadas y tibias playas en verano.
La vida misma es un viaje. Se pasa de una etapa a otra, como en los
trayectos en que se cambia de paisaje, de una altura a otra: se sube, se baja,
se pasa por regiones oscuras unas y otras claras. El viaje de la vida es un
viaje único, irrepetible, maravilloso y terrible, lleno de misterio.
Se parte desde la carrera del semen que encuentra el huevo en
competencia con millones de otros y es el único que lo penetra. En un frenético
multiplicarse de células se desencadena la vida y el viaje. Se flota en el agua
primordial dentro del barco que nos lleva a través de sensaciones borrosas de
sonidos y movimientos; nos crecen uñas, pelo, dedos, ojos; escuchamos la voz de
la madre y su música en sordina. Luego nos toca lo que es probablemente el
viaje más difícil de todos, el viaje en que partimos desde el vientre al mundo:
nos aprietan, somos llevados, arrastrados, sufrimos pasando aprisionados por un
estrecho que nos deforma para de repente asomarnos a la luz, a la sequedad.
Salimos del agua y entramos al aire, vamos de la vida del pez al del mamífero,
tocamos tierra, sentimos el roce de ropas y manos sobre nuestra piel. Este es
sin duda uno de los traumas mayores de la vida, un hito del viaje inolvidable y
sin embargo olvidado.
2. Viaje a Veracruz
A
veces se hace un viaje para descansar. Este fue uno en que anduvimos a la
aventura, sin saber qué encontraríamos, en una zona de México que nos era por
completo ignota, con el ánimo de dejar atrás las preocupaciones y pasar tres
días de vacaciones.
ORIZABA
En
Orizaba encontramos un hotel simpático y bastante grande, donde se estaba
celebrando ese sábado una boda, un evento multitudinario de esos en que los
participantes venidos de diversas ciudades, luego de mucho bailar y gozar se
quedan a alojar.
El hotel tenía grandes salas en que vi unos arreglos florales
extraordinarios fabricados con enormes hojas de palmera que se habían
seccionado y retorcido para hacer formas caprichosas, bellísimas, especies de
ostensorios vegetales del tamaño de una persona, entrelazadas con flores, algo
muy especial. Los arreglos los vimos en la mañana siguiente de la noche en que
se dio una fiesta muy gozada cuyos restos eran estos fenómenos florales. Las
salas en que estuvo la fiestoca, daban a la orilla de un río y un jardín
delicioso, tupidísimo de plantas tropicales de la zona, que rodeaba a dos
piscinas. Aquí era evidente a qué se debía la constante ida y venida de
automóviles que escuchamos desde nuestra habitación toda la noche de ese sábado
cuando llegamos a Orizaba y luego la mañana del domingo.
Pocas veces había visto yo tanto auto en un lugar tan apretado; pero
para la tarde del domingo el hotel quedó vacío. Nosotros aprovechamos la paz y
nos quedamos dos días, porque nos llamó la atención que desde que llegamos se
notaba a todos, incluso los que con seguridad nada tendrían que ver con la
boda, relajadísimos y contentos.
De noche, y ya haciendo menos calor, paseamos en el centro de Orizaba,
repleta de gente. Era un centro antiguo de la ciudad un poco abandonado,
convertido en lugar popular con ventas en tiendas y veredas. Nos llamó la
atención el edificio de lo que fuera antes el ayuntamiento, prefabricado en
metal en el siglo diecinueve, embarcado desde Europa y armada para maravilla de
los locales en un par de días. También vimos una iglesia colmadísima con los
que asistían a una misa.
Al día siguiente visitamos un exconvento recientemente rescatado y
convertido en museo de pintura de artistas del Estado de Veracruz. Llegamos ahí
en un taxi. Le pregunté al chofer qué tal era la vida en Orizaba. Me dijo:
¡Tranquila y alegre!, lo que me encantó, porque confirmaba nuestra sensación al
observar la gente.
En el museo que visitamos había una extraordinaria y conmovedora
exposición temporal de dibujos, más de setenta, del pintor y vulcanólogo
Gerardo Murillo quien se autodenominó Dr. Atl. Este artista presenció, incluso
en detrimento de su salud, la formaci6n del volcán ahora llamado Paricutín, en
Michoacán. Este volcán lo visitamos hace ya varios años, con Rosario Ortiz, la
maravillosa amiga que me consiguió el encargo del mural que hice para el
ExConvento de Tiripetío. Los dibujos en carboncillo del Dr. Atl, dramáticos y
plenos de fuerza, me llevaron de vuelta a la experiencia increíble de ver ese
lugar en que la tierra todavía humea, caliente, aunque las explosiones y el
fluir de la lava que describen los bocetos hayan cesado hace más de cincuenta
años. Muy apropiada exposición para una ciudad como Orizaba, construida bajo la
sombra del bellísimo volcán del mismo nombre.
De
Orizaba fuimos a Veracruz, y por ser éste un paseo de vacaciones, nos alojamos
en un hotel de lujo. Fue una experiencia gratísima, dormir con el rumor de las
olas en la noche tras las temperaturas tórridas durante el día pleno de sol.
Recorrimos desde las afueras de la ciudad de Veracruz playas enormes, y vimos
una cantidad de hoteles y lugares turísticos que yo no sospechaba que existía.
Fue una estadía gratísima: un excelente chef producía maravillas que
comimos con fruición. Nos sentamos en la playa al atardecer en este ya tercer
día que pasamos sin hacer nada, es decir, simplemente dejando fluir el tiempo.
La única cosa de trabajo fueron superar los tropiezos de buscar alojamiento.
Luego descansamos en muebles comodísimos comiendo muy bien, durmiendo mejor,
despreocupados, sin que nadie supiera dónde estábamos, sin teléfonos que nos pudieran
interrumpir, en el sol y en la vegetación lozana y abundantísima de lugares
húmedos tan distintos de nuestro jardín, muy árido en el tiempo de la seca.
XALAPA Y TEHUACÁN
Xalapa
es ciudad capital del muy rico Estado de Veracruz, adonde fluye la riqueza de
las refinerías el petróleo. Este es un centro cultural importante. Hay en
Xalapa una excelente universidad con una espléndida biblioteca. Visitamos un
museo antropológico excepcional. Entrar en este lugar ya corta el aliento. El
edificio en que están los artefactos arqueológicos es en sí un logro
extraordinario. Parece que no es muy antiguo, diez años, o algo así, pero
comunica una sensación de maravilla por sus dimensiones y por el hecho de que
siguiendo, supongo, la topología del lugar, se aleja desde la entrada hacia
abajo en un lento descenso una distancia que parece enorme, de por lo menos
cien metros, en un amplísimo corredor escalonado que se va descendiendo mientras
se pasa en cada nivel a un salón de amplísimas dimensiones o a una sección de
jardín que abre de ésta, para contemplar un aspecto especial de las culturas
precolombinas de la zona del Golfo de México. El punto más alto del museo
corresponde a la época más antigua, el misterioso periodo del que no se conoce
el nombre verdadero y que se denomina olmeca, inicio, cuna de las ideas y
religiones del Antiguo México.
Este descenso del pasado remoto hacia épocas más recientes provoca una
sensación inversa a la acostumbrada en los esquemas visuales en los que el
presente se muestra en la parte superior y el pasado como algo que se traza más
abajo. Un esquema para ver lo que está encima del terreno, vivo, hacia un
esquema enterrado, muerto. Al dar vuelta este esquema el arquitecto del
edificio y los curadores del museo invierten de forma muy curiosa la
jerarquización de la imagen de pasado y presente, de cultura madre a cultura
derivada, de muerto a vivo.
Esto se justifica de algún modo si se considera que en este museo
existe la mayor colección existente de cabezas colosales y de tronos
monumentales de la cultura olmeca. Se está trabajando mucho en dilucidar el
mudo misterio que representan estas cabezas labradas en piedra sin herramientas
de metal, muy perfectas en su ejecución y de estética muy atrayente. A la
dificultad de su factura se agrega el hecho de que las cabezas y los tronos
fueron encontrados en áreas lejanas a las canteras de donde proceden las
piedras. Todo ello lleva a considerar la necesaria complejidad de la cultura
que las creó y la posible importancia del mensaje que transmiten. No puede una
contemplar estas imágenes de forma indiferente. Susurran, aúllan algo. Quieren
que se les preste atención, requieren respuestas y más que nada exigen respeto.
Las cabezas representan personajes masculinos. Todos los personajes de la época
de la que provienen las cabezas, las que se representan en tronos o los que se
ven en artefactos de formato más pequeño, son de hecho masculinos.
En las culturas mesoamericanas, como en muchas otras, es muy
importante la idea del heroísmo. Los héroes son en general masculinos y su
heroísmo sólo se equipara al de las mujeres que mueren durante el parto. Ellos
y ellas tienen reservado un lugar especial de respeto y de luminosidad en un
espacio abstracto ubicado hacia el norte.
Entre las muchas cosas que llaman la atención en el museo están las
figuras humanas de cerámica de tamaño natural como las que se desenterraron en
China, sólo que estas representan mujeres plañideras.
En este museo está también representada una cultura que exalta la
figura femenina sensual, frecuentemente alegre y juguetona. Esta cultura es más
reciente, se ha encontrado sus artefactos en una zona muy húmeda y calurosa, y
en el museo, siendo una cultura más reciente, ocupa un área baja.
Xalapa está en una zona húmeda, lo que fuera una selva oculta en
brumas constantes y de llovizna persistente. Gran parte de las selvas se ha
talado y el clima está cambiando. Ya sale más el sol que antes. El clima de
Xalapa se ha aprovechado muy hábilmente en la creación de un fantástico parque
alrededor el Museo. El parque está formado por vegetación tropical maravillosa,
con vistas amplísimas sobre espacios abiertos rodeados de árboles maduros de
gran belleza. El recorrido del museo incluye la salida a este parque y al lento
y pausado ascenso hacia la entrada en la cima de la suave colina, hacia la
calle cuyo ruido y tumulto se ha olvidado por completo en el recorrido mágico
de este espacio tan especial.
Desde Xalapa emprendimos el largo camino de vuelta a Oaxaca.
Interrumpimos el viaje tedioso para conocer la ciudad de Tehuacán, nombre que
evoca cada botella de agua mineral que compramos en todo México, que nos
sorprendió por lo plácido con su provinciana plaza central llenísima de gente
gozando la frondosa sombra en el calor sofocante del mediodía. La vida ahí
parecía pausada y perezosa, fuera del tiempo frenético en que viven las grandes
ciudades. Los minutos y las horas pierden importancia, una se dedica a la buena
comida, el dulce no hacer nada, el mironear a los que pasan, a los niños que
juegan, el ver cambiar la luz poco a poco. Placer de otra época cuyo tiempo sin
embargo no ha pasado aquí y que es la esencia de lo que buscan todos los
turistas que llegan a México.
3. Por tierra a Oaxaca
Hemos
hecho viajes largos, como los primeros que hicimos viniendo a Oaxaca. El andar
por tierra, durante días, descansando sólo de noche, nos ha hecho vivir toda
clase de aventuras. Esto ameniza mucho el trayecto si se sabe ver de cierta
manera.
Nos preguntan a menudo por qué quisimos venir a Oaxaca, y no me canso
de contar que Beatriz, mi hija poeta, viajó a la Ciudad de México a una
conferencia de escritores. Estando muy cansada siguió el consejo de un amigo
para ir a relajarse en Oaxaca. Cuando volvió a Toronto, cada vez que le
preguntábamos ¿Y cómo estuvo México?, respondía que bien, pero ¡Oaxaca!, e
insistía en contar encantada sus sensaciones sobre ese lugar.
Luego vino Álvaro Mutis a Toronto y cuando le preguntamos a qué parte de
México nos recomendaba ir, ya que estábamos planeando viajar por tierra, él, en
esa voz de bajo tan suya, nos dijo ¡Oaxaca, Oaxaca! Con recomendación de dos
poetas no había pierde, emprendimos el viaje.
Ese es un recorrido largo. Cinco mil kilómetros. En el horizonte
americano eso no parece tan enorme, pero este tipo de distancias son inmensas
para una mente europea. En el continente americano es normal viajar distancias
enormes por tierra. Son experiencias distintas de las que da el viaje en avión.
Suceden toda clase de cosas en este recorrido de siete días y seis
noches. Son sucederes que resultan parte de la aventura del viaje y que hacen
que haya un contacto con los habitantes de las zonas del recorrido. Hay muchos
ejemplos de ello. Aquí va uno.
Se descompuso nuestro auto en la carretera a la altura de Waco, Texas.
A duras penas logramos rodar hasta un taller mecánico donde nos informaron que
la avería era grande y se precisaba el día entero para repararla.
Con un suspiro ya nos sentábamos en una sillas para esperar cuando nos
dijeron: “Vayan a pasear, ¡vayan a los museos!” Fuimos al primero que nos
habían mencionado, al Museo de los Texas Rangers donde vimos una cantidad
innúmera de pistolas y revólveres de Bonnie y Clyde, para, a la salida, ver un cartel
que nos instó a visitar el museo dedicado a los poetas Robert Browning y
Elizabeth Barrett Browning ubicado en el campus de la Baylor University.
La visita a ese museo resultó una aventura tan inesperada como la
avería del auto. Parece que éramos de los pocos y quizás únicos visitantes de
esa hora temprana de la mañana y un guía servicial nos mostró el lugar con
mucho esmero. La historia del museo incluía la de la biblioteca que contiene.
Ésta había sido el trabajo de toda la vida de un bibliotecario empeñado en
reunir una colección de primeras ediciones de Barrett y Browning. Para cuando
murió este primer coleccionista el acervo era grande, pero lo agrandó aún más
quien le siguió en el cargo, hasta el punto que el espacio de la sala que se le
había asignado ya no alcanzó. La universidad de Baylor que, según me enteré
después es también un gran centro de estudio de la música, decidió entonces
construir un edificio especial para la biblioteca y la colección de objetos de
toda índole que se estaba formando. El arquitecto encargado de la tarea hizo un
edificio como quien sigue los órdenes de los dos poetas y se ciñó al estilo de
la época en que vivieron y a sus ideales arquitectónicos. El edificio tiene,
por ejemplo, una sala de meditación circular, rodeada de vitrales enormes que
eran la obsesión de Browning y Barrett. Con afán preciosista se construyeron
también habitaciones como el dormitorio y lugar de trabajo de cada uno de los
poetas y se podía observar, por ejemplo, la pluma con que Elizabeth Browning
supuestamente escribía sus poemas, apoyada sobre el tintero que había usado.
Demoramos varias horas en recorrer la biblioteca, cuyo acervo sigue aumentando,
ver las pinturas del hijo de la pareja y gozando en general el ambiente grato,
acogedor del edificio.
Todavía me maravillo de esa experiencia, y de la extrañísima sensación
que tuve del destino de una pareja victoriana cuyos objetos de uso y gran parte
de su obra además de la obra pictórica de su hijo acabaron en un lugar de Texas
—from all places!—.
Otro ejemplo de aventuras de viajes es el del incidente cuando al
venir con Ludwig Zeller desde el noreste del continente me ha tocado entrar a
México por Nuevo Laredo, en Tamaulipas, tras cruzar el puente que separa dos
mundos tan divergentes. La travesía sucedió en un fin de semana. En las
llanuras interminables del interminable estado de Texas me llamó la atención
estaba fallando eso que en Chile llamamos silenciador del vehículo y que en
México se denomina con la palabra mofle (un contagio más que arrastramos desde
el idioma inglés de los vecinos del norte). Cuando el silenciador está bien, no
se nota su existencia. Cuando se descompone, se nota, como se nota el dedo
dolido que una ha apretado en la puerta. Sólo que el dolor del dedo es
inmediatamente violento y luego empieza a disminuir, mientras que el
silenciador primero avisa suavemente su existencia para luego protestar por la
falta de atención que le prestamos y se vuelve cada vez más insolente.
Era sábado en la tarde cuando llegamos a un hotelito en la que sería
la última ciudad texana en que nos tocara parar antes de atravesar la frontera.
Inmediatamente consulté la guía de teléfonos en la página señalada por la
palabra muffler, (suena como mofler).
Allí se señalaba claramente que ninguno de los negocios que se dedican a
cambiar silenciadores abría en los días sábados. No quedaba más que seguir como
estábamos.
Temprano en la mañana del domingo partimos nuevamente y cruzamos la
frontera alrededor del mediodía. Entramos en el terreno semidesértico llano e
interminable como su contraparte al otro lado del Río Bravo. Avanzamos durante
un par de horas y ya cerca del atardecer de repente oí como caía el silenciador
de debajo del vehículo con enorme estruendo de latas aplastadas. Lo abandoné
sin disminuir nuestra considerable velocidad y seguimos, arrastrando un tubo de
metal que quedaba como recuerdo de nuestra pieza perdida.
De allí en adelante avanzamos por el desierto como un trueno. La
supercarretera estaba nueva en esa época, sus cuotas de peaje eran altísimas y
éramos los únicos locos que la utilizábamos. Se puso el sol y en la lejanía
aparecieron las luces de Monterrey, cuando noté en el espejo retrovisor las
luces centelleantes de un vehículo policial. Quien lo manejaba avanzó hasta la
pista a mi lado y me hizo señales para que parara. Aparcó delante de mi
vehículo, bajó y se dirigió hacia mí a pasos muy imponentes y seguros.
—Mire que viene echando chispas, me dijo, ¡eso es muy peligroso!
—Sí, oficial, le respondí, lamento, pero perdí hace un rato el
silenciador.
Él me espetó, sin ceder en su papel de corrector de mi conducta
delictiva:
—¿Adónde va tan apurada?
A lo que respondí con toda naturalidad:
—Al primer motel que
encuentre, oficial, sin tener idea del significado al lado sur del mencionado
Río Bravo, de esta inocente palabra yanqui. En México “motel” sólo se usa para
señalar lugares donde se realizan citas amorosas.
El hombre miró a mi compañero con su barba blanca, contempló mis
canas, se tapó la boca para que no viéramos su carcajada y nos dijo:
—¡Pues le faltan cinco kilómetros!, y se alejó rápidamente, sacudido
de la risa, sin cobrarnos ninguna infracción.
4. El cielo y la tierra
Las
dificultades para encontrar un equilibrio nuevo, para cambiar la cultura, son
muchas. El problema es profundo. Si digo, “Padre nuestro que estás en los
cielos” hablo de una imagen masculina. Para equilibrarla con una imagen
femenina tendré que decir, “Madre nuestra que estás en la tierra”. El padre que
está en los cielos es concebido rápidamente como una forma divina. La Madre
metida en la tierra no lo es. Los cielos, la elevación, la aspiración hacia lo
alto, son tareas de acercamiento hacia la divinidad. Acercarse a la tierra,
meterse en la tierra, en el lodo, en el barro, no sólo no es considerado un
esfuerzo de acercamiento a la divinidad, sino que incluso aprendemos que es
peligroso, que es suciedad, que debe ser eliminado, separado, alejado.
Se pudo incluso considerar que lanzar una bomba atómica desde las
alturas para destruir cien mil vidas humanas en algunos segundos fue un acto
bueno, de imitación de la divinidad celestial; se pudo considerar que matar
tanta gente pudo ser un acto justificable como un bien, como de la más alta
moralidad.
El desequilibrio es tan grande que ya en la niñez se aprende que es
despreciable que una ropa pueda estar manchada de barro. Ya no se puede
imaginar contraste mayor: un poco de ropa sucia, contra la muerte de cien mil
seres humanos.
Aparece otro elemento cuando en la oración decimos “santificado sea tu
Nombre”. Si a la Madre en la tierra le rezáramos diciendo “santificado sea tu
Cuerpo”, estaríamos expresando un contraste, un desequilibrio idéntico al
anterior. Es casi inconcebible en nuestra cultura patriarcal que el cuerpo se
pueda considerar santificable. Mucho menos que el cuerpo sea santo. Y menos aún
que el cuerpo de una deidad Madre, la tierra, fuera santificado.
Por eso a la tierra y al cuerpo se le puede hacer todo. Se la puede
usar, se la puede explotar, arruinar, contaminar, se puede causar su
esterilidad y su muerte sin que esto se considere moralmente reprobable. No es
pecado, no es crimen.
Yo propongo que debiera serlo. Se debe respetar el cuerpo, no se puede
explotar, arruinar, contaminarlo; no se puede violar un cuerpo. Y al pronunciar
estas palabras es cuando se hace aparente que me pongo de parte del cuerpo, de
la tierra, de los seres vivos como entes santificables e incluso sagrados. Si
no considero santificable el cuerpo y la tierra, traiciono la vida misma.
Son santificables y sagrados los pastos.
Son santificables y sagrados los pájaros.
Son santificables y sagrados todos los seres vivos, humanos, animales
y vegetales, que conviven en armonía.
Distorsionar la armonía entre seres vivos acarrea enormes riesgos. Si
se hace en busca de vida, nos resulta moralmente aceptable. Es el caso de la
medicina, que interviene en el discurrir de la naturaleza. Pero incluso en la
medicina debe haber una conciencia de sacralidad de todo lo que se hace, de
búsqueda de la moralidad de todos los procedimientos.
Es de enorme importancia santificar el nombre del Padre. Y es de la
misma importancia santificar el cuerpo de la Madre. No se puede renunciar a
ninguna de las dos sacralidades. Cuando ambas cosas se realizan y mantienen se
puede aspirar a mantener la vida y lograr un equilibrio.
La Santa Madre Tierra vive en el alma de todos nosotros. Vive en
muchas formas. Vive en el momento en que los ecólogos nos hablan de la
necesidad de cambiar nuestros actos y nuestras vidas para salvar la vida del
planeta en que habitamos. Vive cuando se restaura suelo contaminado. Vive
cuando se restaura un manglar en que se ha derramado petróleo. Vive cuando se
acuna a un niño. Vive cuando se observa y clasifica los pájaros. Vive cuando se
estudian las plantas. Vive cuando se multiplican los árboles en los viveros.
Vive la devoción y santidad de la tierra cuando el Dr. Atl, ese
maravilloso pintor mexicano, observa y registra con su pluma y sus pinceles el
nacimiento del volcán Paricutín, en Michoacán. Vive la santidad y sacralidad de
la tierra cuando benéfica nos da frutos y cuando en su furia destruye nuestras
costas y arrasa con casas y árboles. La Madre nuestra es la tierra. Santificado
sea su cuerpo.
He vivido en climas muy variados. En la
niñez he experimentado las estaciones como se las siente en Canadá, con la
única diferencia de que el invierno de Hungría ha sido más breve. Los inviernos
de la niñez los recuerdo tan fríos o casi tan fríos como los que viví en los
I970as en Ontario. Quince grados bajo cero no eran desusados en Budapest donde
en invierno comenzaba a nevar más tarde: recuerdo que yo rogaba para que
hubiera nieve para mi cumpleaños, a comienzos de diciembre, y que eso no
siempre se daba. Luego la primavera llegaba más temprano.
Cuando era muy niña me regalaron un
paraguas rojo, tamaño infantil. Protegida con el paraguas llegué a disfrutar
mucho la lluvia. Me paraba bajo las goteras, en la vereda, para desesperación
de mi madre. En el sur de México gozo cuando llueve, porque la lluvia es la
única fuente de agua en la zona bastante árida del mundo donde vivo. Lo que se
menciona es si hay o no lluvia. No hay mucha variación de temperatura entre las
estaciones, no se experimenta la enorme diferencia entre el verano y el
invierno de las regiones del norte, ni se nota mucha variación entre las horas
de luz de cada día. En esta zona no hay ríos que tengan caudal aprovechable, ni
lagos, de modo que la fuente de agua para todo el año es lo que cae en la
estación de lluvias. Durante "la seca" se aprovecha el agua que puede
haberse retenido en las represas (muy pocas, por cierto) y lo que se ha
filtrado en el subsuelo y que luego se extrae de los pozos. Así que la lluvia,
con la experiencia que tengo ahora de la zona tropical árida, me parece
esencial, aún cuando llega con fuerza temible y bastante destructora.
La nieve también me encanta; en especial
la nieve que es como polvo, que cae cuando la temperatura es menor de diez bajo
cero, el aire está seco y cristalino. Cuando niña me encantaba andar en trineo.
Recuerdo haber andado incluso en trineo grande, arrastrado por caballos y
recuerdo la magia de la nieve que me resulta aún ahora muy atrayente.
He visitado el altiplano de Atacama, el
lugar más seco del globo y me gustó también ese paisaje desnudo, lunar o
marciano, con temperaturas muy extremas de calores y fríos en un mismo día. Hay
algo de muy especial en los desiertos, aunque confieso que lo que más me gusta
son los bosques y las áreas selváticas, ya sean calientes o frías. La
vegetación lujuriante, llena de vida, insectos (aunque sean molestos algunos),
con animales de toda especie, me fascina. He visto selvas frías en la Colombia
Británica y selvas calientes cerca del Golfo de México, en áreas increíblemente
calurosos, donde el sudor te corre por el cuerpo y no se puede andar con ropa
ajustada a la piel.
Esencialmente me gusta la variedad y he
tenido mucha suerte en la vida, he podido experimentar diferencias grandes en
climas y paisajes en que también prefiero la variedad. Gozo la montaña y me
gusta el mar, los lagos, los ríos. Me gusta muchísimo la Cordillera de los
Andes, en su inmensidad sólo comparable con los Himalayas. En mi juventud en
Santiago de Chile me paraba en la mañana en la calle a mirar (¡aaahh!) esos
gigantes. Me preguntaban qué miraba, yo decía que la montaña y alguien observó:
¿Qué tiene de rara? ¡siempre ha estado ahí! Exactamente por eso.
Me gustan los paisajes amplios. No soy
persona apropiada para valles estrechos y cerrados. Gocé enormemente el hecho
de poder percibir la redondez de la tierra en mi viaje por la pampa de Atacama,
donde en el aire seco y sin polvo no se percibe cabalmente la distancia.
Mientras manejaba veía aparecer una loma adelante, más allá de donde se perdía
la vista en la Carretera Panamericana. Avanzando, dos o tres horas más tarde se
podía apreciar que la tal loma era simplemente la cima de una enorme montaña
que había asomado por el horizonte de la Tierra. Me han contado que en el
Ártico de Canadá también se puede percibir, en los días de frío, esta sensación
de inmensidad. La misma sensación de espacio e inmensidad la sentí cruzando la
verde pampa argentina: centenares de kilómetros de tierra y horizontes
completamente planos en las cuatro direcciones
cardinales, paisaje todo cielo, todo con semblanza de cosa interminable.
Una vastedad sobrecogedora. Supongo que las llanuras de Canadá han de provocar
emociones parecidas. Sólo he podido percibir esta vastedad al bajar de las
Rockies, yendo hacia el este, pasando de Calgary.
EI mar lo vi por primera vez en la playa
del Lido de Venecia, cuando ya tenía más de once años y no me impresionó. En
cambio las olas del Pacífico, en el litoral de Chile, me han parecido
fenomenales, también me ha gustado ver ahí tanto animal, las focas (que he
visto por primera vez cerca del puerto de Valparaíso), las aves marinas —que espero
que se sigan viendo aún—.
Mi deporte favorito es mironear. Me
gusta sentarme y ver pasar las horas. Nuestro jardín en Huayapan es eternamente
cambiante. Me gusta sentarme en un café de París y ver el cambio constante en
el paisaje urbano de gente, vehículos, personas que llegan al bistro, las que
vienen de la panadería comiendo un trozo de baguette
fresco que traen bajo el brazo. Del mismo modo gozo la visión constantemente
cambiante de las nubes, la luz, las sombras sobre la montaña de Huayapan y la
actividad incesante de los pájaros, ranas que saltan, en tiempo de lluvia,
conejos que cruzan el pasto como rayo, o alguna ratita de campo que corre,
gorda, redonda, para esconderse bajo una piedra.
Flores. El jazmín del Cabo me fascina;
quizás de qué fondo de la infancia me viene el gusto por este arbusto cuyas
flores blancas de cuatro pétalos tienen un aroma dulce, tierno. A mi madre le
compraba violetas, cuando estaban en estación. Ella era muy entusiasta de las
lilas, tanto blancas como moradas, que recuerdo eran abundantes y maravillosas
en Budapest. En Buenos Aires, si íbamos de visita, llevábamos de regalo
gladiolos, flores majestuosas, de colores y texturas variadísimas; las vendían
en una florería que estaba cerca de casa adónde íbamos a menudo también a
comprar plantas que mi madre cultivaba en maceteros. En Toronto me fascina ver
cómo aparecen al primer calorcillo de la primavera los crocus y luego los tulipanes.
Las flores, como la juventud, tienen
escasa permanencia, quizás por eso nos gustan; también es fascinante su abierta
y bellísima sexualidad. No tengo preferencia por ninguna, me gusta incluso una
que cultivamos en el jardín de Huayapan, que crece sobre un tipo de cactácea:
forma una especie de bola rosada parduzca; de repente explota y se abre la flor
como un enorme plato con cuatro grandes solapas. Esta flor tiene un olor,
dicen, a carne podrida; si es cierto, ese olor es muy leve. En todo caso esta flor les encanta a las moscas
y eso me divierte. En los meses de octubre y noviembre, en el valle de Oaxaca,
en todo lugar que se deje silvestre, surgen millones de flores amarillas.
Existen especies distintas, algunas son plantas bajas, de tallos robustos,
otras crecen en delgados y altísimos tallos y se mecen a la menor brisa. Estas
flores amarillas siguen el curso del sol, se inclinan hacia su luz. Hay flores
amarillas grandes, que crecen en unos arbustos muy robustos y altos, me dicen
que son parientes de los girasoles; estos también siguen el curso del sol.
Se supone que las plantas no se mueven;
cierto, no se desplazan en el terreno, pero un arbusto silvestre que abunda en
Huayapan y que produce unos pomponcitos rosados bellísimos tiene hojas dobles
que si las tocas se pliegan como manos en oración.
Los platanares dan unas enormidades de
floración como sólo el Trópico es capaz de producir. La penca de plátano misma
es la parte femenina de la flor, de un metro de largo, y la parte masculina, de
otros ochenta centímetros es muy visible y espectacular.
En tiempo de lluvia no podemos andar en
el jardín sin estar pisando unas florecillas realmente diminutas, pegadas al
suelo; hay entre ellas unas miniaturas con petalcitos de color amarillo y con
el centro negro; otra especie, tiene forma distinta más parecida a una
minúscula orquídea, de color rosado; una tercera variedad, tiene forma de las
flores del trébol, de color morado muy oscuro, como sangre seca. Todo entre las
verdísimas hojas del pasto.
En la época que recuerdan como "el
Tiempo de Muertos," cerca del dos de noviembre, florece todo, justo cuando
acaban la lluvias y comienza la sequía de muchos meses.
Para mí existe también otro tipo de
vegetación. Dante, al inicio de su gran poema entra en la "selva
oscura" y queda despavorido. No es para menos. Si consideramos la selva
oscura como analogía del inconsciente, es sin duda el lugar desconocido,
ignoto, no explorado que semeja el que se señala en los mapas de hace siglos
con la advertencia: hic sunt leones.
Dante de hecho ve bestias salvajes que lo amenazan y sólo se atreve a seguir su
camino cuando "encuentra" a Virgilio, la figura poética de la
antigüedad que para él es el ancla y guía de su obra.
En 1999 empecé a trazar dibujos que
forman la serie que he llamado "en la selva oscura", nombre que alude
a la aventura de todos los que entramos en la zona de los leones.
"Selva" es también traducción de mi apellido paterno, y por tanto un
elemento importante de mi identidad. Se puede extrapolar esto a decir que el
elemento inconsciente, que se manifiesta en emociones y gobierna las decisiones
de mi vida, me viene, no sólo de mi madre, a quien siempre siento como su
fuente, sino de mi padre también. A falta de guía personalizada, yo me sumerjo
en la música con que acompaño mi trabajo. Esta serie de dibujos la inicié tras
un largo periodo seco, desierto de trabajo visual, tras una "noche oscura
del alma" y fue la manera en que pude llegar de nuevo a poner en imágenes
aquello que, según Leonardo da Vinci, no se puede expresar en palabras.
Para esta serie usé una técnica de mi
invención siguiendo el ritmo y capricho de la música que a modo de andamiaje me
llevaba a los ritmos y caprichos que me dictaba la selva oscura. La técnica
tiene un encanto cuando se usa para dibujar cosas como desnudos, pero aplicada
a los vericuetos de la selva oscura que surge en la onda musical produce un
aspecto que resulta siempre sorprendente.
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