quinta-feira, 15 de outubro de 2015

SUSANA WALD | El mundo secreto de los viajes


1. Acerca de los viajes

Esto de los viajes forma un pattern en mi vida. No todos los viajes que hice fueron por gusto, pero todos me han traído alegrías. Es cierto, como decía Javier Zeller, volviendo de su primer viaje solo a Europa a los diecisiete años, que es en los viajes cuando más se aprende.
Un aspecto de los viajes, especialmente los que se hacen por tierra, es que se entra en contacto con gente de culturas y costumbres muy diversas. Soy hija de un vendedor viajero. Quizás la razón por la que tengo tanto placer en viajar es un ansia de satisfacer la curiosidad que surge en mi primera la infancia: saber adónde habría ido mi papá que tantas veces estuvo ausente. Quizás por eso experimento un verdadero wanderlust. Mi diccionario Oxford de inglés y castellano define la palabra “wanderlust” como "ansias de conocer mundo". La palabra está compuesta de wander, que tiene que ver con pasear, deambular, vagar o andar como nómade, y lust que es una forma de búsqueda de placer que el mismo diccionario asocia con la lujuria. El viajar de un lugar a otro, de un país a otro, puede sin duda ser placentero y también puede causar angustias porque se caracteriza por una constante acumulación de vivencias que son los que dan a conocer el mundo. Y si se asocia el viajar con los placeres así llamados de la carne, con los placeres de la lujuria, tiene que considerarse esos placeres en todos sus matices, tanto alegres como dolorosos, tanto luminosos como tenebrosos. Esto de deambular puede darse a tropezones entre piedras, o en tormentas de nieve en que no se alcanza a ver la mano, o sobre soleadas y tibias playas en verano.
La vida misma es un viaje. Se pasa de una etapa a otra, como en los trayectos en que se cambia de paisaje, de una altura a otra: se sube, se baja, se pasa por regiones oscuras unas y otras claras. El viaje de la vida es un viaje único, irrepetible, maravilloso y terrible, lleno de misterio.
Se parte desde la carrera del semen que encuentra el huevo en competencia con millones de otros y es el único que lo penetra. En un frenético multiplicarse de células se desencadena la vida y el viaje. Se flota en el agua primordial dentro del barco que nos lleva a través de sensaciones borrosas de sonidos y movimientos; nos crecen uñas, pelo, dedos, ojos; escuchamos la voz de la madre y su música en sordina. Luego nos toca lo que es probablemente el viaje más difícil de todos, el viaje en que partimos desde el vientre al mundo: nos aprietan, somos llevados, arrastrados, sufrimos pasando aprisionados por un estrecho que nos deforma para de repente asomarnos a la luz, a la sequedad. Salimos del agua y entramos al aire, vamos de la vida del pez al del mamífero, tocamos tierra, sentimos el roce de ropas y manos sobre nuestra piel. Este es sin duda uno de los traumas mayores de la vida, un hito del viaje inolvidable y sin embargo olvidado.


2. Viaje a Veracruz

A veces se hace un viaje para descansar. Este fue uno en que anduvimos a la aventura, sin saber qué encontraríamos, en una zona de México que nos era por completo ignota, con el ánimo de dejar atrás las preocupaciones y pasar tres días de vacaciones.

ORIZABA

En Orizaba encontramos un hotel simpático y bastante grande, donde se estaba celebrando ese sábado una boda, un evento multitudinario de esos en que los participantes venidos de diversas ciudades, luego de mucho bailar y gozar se quedan a alojar.
El hotel tenía grandes salas en que vi unos arreglos florales extraordinarios fabricados con enormes hojas de palmera que se habían seccionado y retorcido para hacer formas caprichosas, bellísimas, especies de ostensorios vegetales del tamaño de una persona, entrelazadas con flores, algo muy especial. Los arreglos los vimos en la mañana siguiente de la noche en que se dio una fiesta muy gozada cuyos restos eran estos fenómenos florales. Las salas en que estuvo la fiestoca, daban a la orilla de un río y un jardín delicioso, tupidísimo de plantas tropicales de la zona, que rodeaba a dos piscinas. Aquí era evidente a qué se debía la constante ida y venida de automóviles que escuchamos desde nuestra habitación toda la noche de ese sábado cuando llegamos a Orizaba y luego la mañana del domingo.
Pocas veces había visto yo tanto auto en un lugar tan apretado; pero para la tarde del domingo el hotel quedó vacío. Nosotros aprovechamos la paz y nos quedamos dos días, porque nos llamó la atención que desde que llegamos se notaba a todos, incluso los que con seguridad nada tendrían que ver con la boda, relajadísimos y contentos.
De noche, y ya haciendo menos calor, paseamos en el centro de Orizaba, repleta de gente. Era un centro antiguo de la ciudad un poco abandonado, convertido en lugar popular con ventas en tiendas y veredas. Nos llamó la atención el edificio de lo que fuera antes el ayuntamiento, prefabricado en metal en el siglo diecinueve, embarcado desde Europa y armada para maravilla de los locales en un par de días. También vimos una iglesia colmadísima con los que asistían a una misa.
Al día siguiente visitamos un exconvento recientemente rescatado y convertido en museo de pintura de artistas del Estado de Veracruz. Llegamos ahí en un taxi. Le pregunté al chofer qué tal era la vida en Orizaba. Me dijo: ¡Tranquila y alegre!, lo que me encantó, porque confirmaba nuestra sensación al observar la gente.
En el museo que visitamos había una extraordinaria y conmovedora exposición temporal de dibujos, más de setenta, del pintor y vulcanólogo Gerardo Murillo quien se autodenominó Dr. Atl. Este artista presenció, incluso en detrimento de su salud, la formaci6n del volcán ahora llamado Paricutín, en Michoacán. Este volcán lo visitamos hace ya varios años, con Rosario Ortiz, la maravillosa amiga que me consiguió el encargo del mural que hice para el ExConvento de Tiripetío. Los dibujos en carboncillo del Dr. Atl, dramáticos y plenos de fuerza, me llevaron de vuelta a la experiencia increíble de ver ese lugar en que la tierra todavía humea, caliente, aunque las explosiones y el fluir de la lava que describen los bocetos hayan cesado hace más de cincuenta años. Muy apropiada exposición para una ciudad como Orizaba, construida bajo la sombra del bellísimo volcán del mismo nombre.

VERACRUZ

De Orizaba fuimos a Veracruz, y por ser éste un paseo de vacaciones, nos alojamos en un hotel de lujo. Fue una experiencia gratísima, dormir con el rumor de las olas en la noche tras las temperaturas tórridas durante el día pleno de sol. Recorrimos desde las afueras de la ciudad de Veracruz playas enormes, y vimos una cantidad de hoteles y lugares turísticos que yo no sospechaba que existía.
Fue una estadía gratísima: un excelente chef producía maravillas que comimos con fruición. Nos sentamos en la playa al atardecer en este ya tercer día que pasamos sin hacer nada, es decir, simplemente dejando fluir el tiempo. La única cosa de trabajo fueron superar los tropiezos de buscar alojamiento. Luego descansamos en muebles comodísimos comiendo muy bien, durmiendo mejor, despreocupados, sin que nadie supiera dónde estábamos, sin teléfonos que nos pudieran interrumpir, en el sol y en la vegetación lozana y abundantísima de lugares húmedos tan distintos de nuestro jardín, muy árido en el tiempo de la seca.

XALAPA Y TEHUACÁN

Xalapa es ciudad capital del muy rico Estado de Veracruz, adonde fluye la riqueza de las refinerías el petróleo. Este es un centro cultural importante. Hay en Xalapa una excelente universidad con una espléndida biblioteca. Visitamos un museo antropológico excepcional. Entrar en este lugar ya corta el aliento. El edificio en que están los artefactos arqueológicos es en sí un logro extraordinario. Parece que no es muy antiguo, diez años, o algo así, pero comunica una sensación de maravilla por sus dimensiones y por el hecho de que siguiendo, supongo, la topología del lugar, se aleja desde la entrada hacia abajo en un lento descenso una distancia que parece enorme, de por lo menos cien metros, en un amplísimo corredor escalonado que se va descendiendo mientras se pasa en cada nivel a un salón de amplísimas dimensiones o a una sección de jardín que abre de ésta, para contemplar un aspecto especial de las culturas precolombinas de la zona del Golfo de México. El punto más alto del museo corresponde a la época más antigua, el misterioso periodo del que no se conoce el nombre verdadero y que se denomina olmeca, inicio, cuna de las ideas y religiones del Antiguo México.
Este descenso del pasado remoto hacia épocas más recientes provoca una sensación inversa a la acostumbrada en los esquemas visuales en los que el presente se muestra en la parte superior y el pasado como algo que se traza más abajo. Un esquema para ver lo que está encima del terreno, vivo, hacia un esquema enterrado, muerto. Al dar vuelta este esquema el arquitecto del edificio y los curadores del museo invierten de forma muy curiosa la jerarquización de la imagen de pasado y presente, de cultura madre a cultura derivada, de muerto a vivo.
Esto se justifica de algún modo si se considera que en este museo existe la mayor colección existente de cabezas colosales y de tronos monumentales de la cultura olmeca. Se está trabajando mucho en dilucidar el mudo misterio que representan estas cabezas labradas en piedra sin herramientas de metal, muy perfectas en su ejecución y de estética muy atrayente. A la dificultad de su factura se agrega el hecho de que las cabezas y los tronos fueron encontrados en áreas lejanas a las canteras de donde proceden las piedras. Todo ello lleva a considerar la necesaria complejidad de la cultura que las creó y la posible importancia del mensaje que transmiten. No puede una contemplar estas imágenes de forma indiferente. Susurran, aúllan algo. Quieren que se les preste atención, requieren respuestas y más que nada exigen respeto. Las cabezas representan personajes masculinos. Todos los personajes de la época de la que provienen las cabezas, las que se representan en tronos o los que se ven en artefactos de formato más pequeño, son de hecho masculinos.
En las culturas mesoamericanas, como en muchas otras, es muy importante la idea del heroísmo. Los héroes son en general masculinos y su heroísmo sólo se equipara al de las mujeres que mueren durante el parto. Ellos y ellas tienen reservado un lugar especial de respeto y de luminosidad en un espacio abstracto ubicado hacia el norte.
Entre las muchas cosas que llaman la atención en el museo están las figuras humanas de cerámica de tamaño natural como las que se desenterraron en China, sólo que estas representan mujeres plañideras.
En este museo está también representada una cultura que exalta la figura femenina sensual, frecuentemente alegre y juguetona. Esta cultura es más reciente, se ha encontrado sus artefactos en una zona muy húmeda y calurosa, y en el museo, siendo una cultura más reciente, ocupa un área baja.
Xalapa está en una zona húmeda, lo que fuera una selva oculta en brumas constantes y de llovizna persistente. Gran parte de las selvas se ha talado y el clima está cambiando. Ya sale más el sol que antes. El clima de Xalapa se ha aprovechado muy hábilmente en la creación de un fantástico parque alrededor el Museo. El parque está formado por vegetación tropical maravillosa, con vistas amplísimas sobre espacios abiertos rodeados de árboles maduros de gran belleza. El recorrido del museo incluye la salida a este parque y al lento y pausado ascenso hacia la entrada en la cima de la suave colina, hacia la calle cuyo ruido y tumulto se ha olvidado por completo en el recorrido mágico de este espacio tan especial.

Desde Xalapa emprendimos el largo camino de vuelta a Oaxaca. Interrumpimos el viaje tedioso para conocer la ciudad de Tehuacán, nombre que evoca cada botella de agua mineral que compramos en todo México, que nos sorprendió por lo plácido con su provinciana plaza central llenísima de gente gozando la frondosa sombra en el calor sofocante del mediodía. La vida ahí parecía pausada y perezosa, fuera del tiempo frenético en que viven las grandes ciudades. Los minutos y las horas pierden importancia, una se dedica a la buena comida, el dulce no hacer nada, el mironear a los que pasan, a los niños que juegan, el ver cambiar la luz poco a poco. Placer de otra época cuyo tiempo sin embargo no ha pasado aquí y que es la esencia de lo que buscan todos los turistas que llegan a México.

3. Por tierra a Oaxaca

Hemos hecho viajes largos, como los primeros que hicimos viniendo a Oaxaca. El andar por tierra, durante días, descansando sólo de noche, nos ha hecho vivir toda clase de aventuras. Esto ameniza mucho el trayecto si se sabe ver de cierta manera.
Nos preguntan a menudo por qué quisimos venir a Oaxaca, y no me canso de contar que Beatriz, mi hija poeta, viajó a la Ciudad de México a una conferencia de escritores. Estando muy cansada siguió el consejo de un amigo para ir a relajarse en Oaxaca. Cuando volvió a Toronto, cada vez que le preguntábamos ¿Y cómo estuvo México?, respondía que bien, pero ¡Oaxaca!, e insistía en contar encantada sus sensaciones sobre ese lugar.
Luego vino Álvaro Mutis a Toronto y cuando le preguntamos a qué parte de México nos recomendaba ir, ya que estábamos planeando viajar por tierra, él, en esa voz de bajo tan suya, nos dijo ¡Oaxaca, Oaxaca! Con recomendación de dos poetas no había pierde, emprendimos el viaje.
Ese es un recorrido largo. Cinco mil kilómetros. En el horizonte americano eso no parece tan enorme, pero este tipo de distancias son inmensas para una mente europea. En el continente americano es normal viajar distancias enormes por tierra. Son experiencias distintas de las que da el viaje en avión.
Suceden toda clase de cosas en este recorrido de siete días y seis noches. Son sucederes que resultan parte de la aventura del viaje y que hacen que haya un contacto con los habitantes de las zonas del recorrido. Hay muchos ejemplos de ello. Aquí va uno.

Se descompuso nuestro auto en la carretera a la altura de Waco, Texas. A duras penas logramos rodar hasta un taller mecánico donde nos informaron que la avería era grande y se precisaba el día entero para repararla.
Con un suspiro ya nos sentábamos en una sillas para esperar cuando nos dijeron: “Vayan a pasear, ¡vayan a los museos!” Fuimos al primero que nos habían mencionado, al Museo de los Texas Rangers donde vimos una cantidad innúmera de pistolas y revólveres de Bonnie y Clyde, para, a la salida, ver un cartel que nos instó a visitar el museo dedicado a los poetas Robert Browning y Elizabeth Barrett Browning ubicado en el campus de la Baylor University.
La visita a ese museo resultó una aventura tan inesperada como la avería del auto. Parece que éramos de los pocos y quizás únicos visitantes de esa hora temprana de la mañana y un guía servicial nos mostró el lugar con mucho esmero. La historia del museo incluía la de la biblioteca que contiene. Ésta había sido el trabajo de toda la vida de un bibliotecario empeñado en reunir una colección de primeras ediciones de Barrett y Browning. Para cuando murió este primer coleccionista el acervo era grande, pero lo agrandó aún más quien le siguió en el cargo, hasta el punto que el espacio de la sala que se le había asignado ya no alcanzó. La universidad de Baylor que, según me enteré después es también un gran centro de estudio de la música, decidió entonces construir un edificio especial para la biblioteca y la colección de objetos de toda índole que se estaba formando. El arquitecto encargado de la tarea hizo un edificio como quien sigue los órdenes de los dos poetas y se ciñó al estilo de la época en que vivieron y a sus ideales arquitectónicos. El edificio tiene, por ejemplo, una sala de meditación circular, rodeada de vitrales enormes que eran la obsesión de Browning y Barrett. Con afán preciosista se construyeron también habitaciones como el dormitorio y lugar de trabajo de cada uno de los poetas y se podía observar, por ejemplo, la pluma con que Elizabeth Browning supuestamente escribía sus poemas, apoyada sobre el tintero que había usado. Demoramos varias horas en recorrer la biblioteca, cuyo acervo sigue aumentando, ver las pinturas del hijo de la pareja y gozando en general el ambiente grato, acogedor del edificio.
Todavía me maravillo de esa experiencia, y de la extrañísima sensación que tuve del destino de una pareja victoriana cuyos objetos de uso y gran parte de su obra además de la obra pictórica de su hijo acabaron en un lugar de Texas —from all places!—.

Otro ejemplo de aventuras de viajes es el del incidente cuando al venir con Ludwig Zeller desde el noreste del continente me ha tocado entrar a México por Nuevo Laredo, en Tamaulipas, tras cruzar el puente que separa dos mundos tan divergentes. La travesía sucedió en un fin de semana. En las llanuras interminables del interminable estado de Texas me llamó la atención estaba fallando eso que en Chile llamamos silenciador del vehículo y que en México se denomina con la palabra mofle (un contagio más que arrastramos desde el idioma inglés de los vecinos del norte). Cuando el silenciador está bien, no se nota su existencia. Cuando se descompone, se nota, como se nota el dedo dolido que una ha apretado en la puerta. Sólo que el dolor del dedo es inmediatamente violento y luego empieza a disminuir, mientras que el silenciador primero avisa suavemente su existencia para luego protestar por la falta de atención que le prestamos y se vuelve cada vez más insolente.
Era sábado en la tarde cuando llegamos a un hotelito en la que sería la última ciudad texana en que nos tocara parar antes de atravesar la frontera. Inmediatamente consulté la guía de teléfonos en la página señalada por la palabra muffler, (suena como mofler). Allí se señalaba claramente que ninguno de los negocios que se dedican a cambiar silenciadores abría en los días sábados. No quedaba más que seguir como estábamos.
Temprano en la mañana del domingo partimos nuevamente y cruzamos la frontera alrededor del mediodía. Entramos en el terreno semidesértico llano e interminable como su contraparte al otro lado del Río Bravo. Avanzamos durante un par de horas y ya cerca del atardecer de repente oí como caía el silenciador de debajo del vehículo con enorme estruendo de latas aplastadas. Lo abandoné sin disminuir nuestra considerable velocidad y seguimos, arrastrando un tubo de metal que quedaba como recuerdo de nuestra pieza perdida.
De allí en adelante avanzamos por el desierto como un trueno. La supercarretera estaba nueva en esa época, sus cuotas de peaje eran altísimas y éramos los únicos locos que la utilizábamos. Se puso el sol y en la lejanía aparecieron las luces de Monterrey, cuando noté en el espejo retrovisor las luces centelleantes de un vehículo policial. Quien lo manejaba avanzó hasta la pista a mi lado y me hizo señales para que parara. Aparcó delante de mi vehículo, bajó y se dirigió hacia mí a pasos muy imponentes y seguros.
—Mire que viene echando chispas, me dijo, ¡eso es muy peligroso!
—Sí, oficial, le respondí, lamento, pero perdí hace un rato el silenciador.
Él me espetó, sin ceder en su papel de corrector de mi conducta delictiva:
—¿Adónde va tan apurada?
A lo que respondí con toda naturalidad:
—Al primer motel que encuentre, oficial, sin tener idea del significado al lado sur del mencionado Río Bravo, de esta inocente palabra yanqui. En México “motel” sólo se usa para señalar lugares donde se realizan citas amorosas.
El hombre miró a mi compañero con su barba blanca, contempló mis canas, se tapó la boca para que no viéramos su carcajada y nos dijo:
—¡Pues le faltan cinco kilómetros!, y se alejó rápidamente, sacudido de la risa, sin cobrarnos ninguna infracción.

4. El cielo y la tierra

Las dificultades para encontrar un equilibrio nuevo, para cambiar la cultura, son muchas. El problema es profundo. Si digo, “Padre nuestro que estás en los cielos” hablo de una imagen masculina. Para equilibrarla con una imagen femenina tendré que decir, “Madre nuestra que estás en la tierra”. El padre que está en los cielos es concebido rápidamente como una forma divina. La Madre metida en la tierra no lo es. Los cielos, la elevación, la aspiración hacia lo alto, son tareas de acercamiento hacia la divinidad. Acercarse a la tierra, meterse en la tierra, en el lodo, en el barro, no sólo no es considerado un esfuerzo de acercamiento a la divinidad, sino que incluso aprendemos que es peligroso, que es suciedad, que debe ser eliminado, separado, alejado.
Se pudo incluso considerar que lanzar una bomba atómica desde las alturas para destruir cien mil vidas humanas en algunos segundos fue un acto bueno, de imitación de la divinidad celestial; se pudo considerar que matar tanta gente pudo ser un acto justificable como un bien, como de la más alta moralidad.
El desequilibrio es tan grande que ya en la niñez se aprende que es despreciable que una ropa pueda estar manchada de barro. Ya no se puede imaginar contraste mayor: un poco de ropa sucia, contra la muerte de cien mil seres humanos.
Aparece otro elemento cuando en la oración decimos “santificado sea tu Nombre”. Si a la Madre en la tierra le rezáramos diciendo “santificado sea tu Cuerpo”, estaríamos expresando un contraste, un desequilibrio idéntico al anterior. Es casi inconcebible en nuestra cultura patriarcal que el cuerpo se pueda considerar santificable. Mucho menos que el cuerpo sea santo. Y menos aún que el cuerpo de una deidad Madre, la tierra, fuera santificado.
Por eso a la tierra y al cuerpo se le puede hacer todo. Se la puede usar, se la puede explotar, arruinar, contaminar, se puede causar su esterilidad y su muerte sin que esto se considere moralmente reprobable. No es pecado, no es crimen.
Yo propongo que debiera serlo. Se debe respetar el cuerpo, no se puede explotar, arruinar, contaminarlo; no se puede violar un cuerpo. Y al pronunciar estas palabras es cuando se hace aparente que me pongo de parte del cuerpo, de la tierra, de los seres vivos como entes santificables e incluso sagrados. Si no considero santificable el cuerpo y la tierra, traiciono la vida misma.
Son santificables y sagrados los pastos.
Son santificables y sagrados los pájaros.
Son santificables y sagrados todos los seres vivos, humanos, animales y vegetales, que conviven en armonía.
Distorsionar la armonía entre seres vivos acarrea enormes riesgos. Si se hace en busca de vida, nos resulta moralmente aceptable. Es el caso de la medicina, que interviene en el discurrir de la naturaleza. Pero incluso en la medicina debe haber una conciencia de sacralidad de todo lo que se hace, de búsqueda de la moralidad de todos los procedimientos.
Es de enorme importancia santificar el nombre del Padre. Y es de la misma importancia santificar el cuerpo de la Madre. No se puede renunciar a ninguna de las dos sacralidades. Cuando ambas cosas se realizan y mantienen se puede aspirar a mantener la vida y lograr un equilibrio.
La Santa Madre Tierra vive en el alma de todos nosotros. Vive en muchas formas. Vive en el momento en que los ecólogos nos hablan de la necesidad de cambiar nuestros actos y nuestras vidas para salvar la vida del planeta en que habitamos. Vive cuando se restaura suelo contaminado. Vive cuando se restaura un manglar en que se ha derramado petróleo. Vive cuando se acuna a un niño. Vive cuando se observa y clasifica los pájaros. Vive cuando se estudian las plantas. Vive cuando se multiplican los árboles en los viveros.
Vive la devoción y santidad de la tierra cuando el Dr. Atl, ese maravilloso pintor mexicano, observa y registra con su pluma y sus pinceles el nacimiento del volcán Paricutín, en Michoacán. Vive la santidad y sacralidad de la tierra cuando benéfica nos da frutos y cuando en su furia destruye nuestras costas y arrasa con casas y árboles. La Madre nuestra es la tierra. Santificado sea su cuerpo.

5. Climas, plantas y selva oscura

He vivido en climas muy variados. En la niñez he experimentado las estaciones como se las siente en Canadá, con la única diferencia de que el invierno de Hungría ha sido más breve. Los inviernos de la niñez los recuerdo tan fríos o casi tan fríos como los que viví en los I970as en Ontario. Quince grados bajo cero no eran desusados en Budapest donde en invierno comenzaba a nevar más tarde: recuerdo que yo rogaba para que hubiera nieve para mi cumpleaños, a comienzos de diciembre, y que eso no siempre se daba. Luego la primavera llegaba más temprano.
Cuando era muy niña me regalaron un paraguas rojo, tamaño infantil. Protegida con el paraguas llegué a disfrutar mucho la lluvia. Me paraba bajo las goteras, en la vereda, para desesperación de mi madre. En el sur de México gozo cuando llueve, porque la lluvia es la única fuente de agua en la zona bastante árida del mundo donde vivo. Lo que se menciona es si hay o no lluvia. No hay mucha variación de temperatura entre las estaciones, no se experimenta la enorme diferencia entre el verano y el invierno de las regiones del norte, ni se nota mucha variación entre las horas de luz de cada día. En esta zona no hay ríos que tengan caudal aprovechable, ni lagos, de modo que la fuente de agua para todo el año es lo que cae en la estación de lluvias. Durante "la seca" se aprovecha el agua que puede haberse retenido en las represas (muy pocas, por cierto) y lo que se ha filtrado en el subsuelo y que luego se extrae de los pozos. Así que la lluvia, con la experiencia que tengo ahora de la zona tropical árida, me parece esencial, aún cuando llega con fuerza temible y bastante destructora. 
La nieve también me encanta; en especial la nieve que es como polvo, que cae cuando la temperatura es menor de diez bajo cero, el aire está seco y cristalino. Cuando niña me encantaba andar en trineo. Recuerdo haber andado incluso en trineo grande, arrastrado por caballos y recuerdo la magia de la nieve que me resulta aún ahora muy atrayente.
He visitado el altiplano de Atacama, el lugar más seco del globo y me gustó también ese paisaje desnudo, lunar o marciano, con temperaturas muy extremas de calores y fríos en un mismo día. Hay algo de muy especial en los desiertos, aunque confieso que lo que más me gusta son los bosques y las áreas selváticas, ya sean calientes o frías. La vegetación lujuriante, llena de vida, insectos (aunque sean molestos algunos), con animales de toda especie, me fascina. He visto selvas frías en la Colombia Británica y selvas calientes cerca del Golfo de México, en áreas increíblemente calurosos, donde el sudor te corre por el cuerpo y no se puede andar con ropa ajustada a la piel.  
Esencialmente me gusta la variedad y he tenido mucha suerte en la vida, he podido experimentar diferencias grandes en climas y paisajes en que también prefiero la variedad. Gozo la montaña y me gusta el mar, los lagos, los ríos. Me gusta muchísimo la Cordillera de los Andes, en su inmensidad sólo comparable con los Himalayas. En mi juventud en Santiago de Chile me paraba en la mañana en la calle a mirar (¡aaahh!) esos gigantes. Me preguntaban qué miraba, yo decía que la montaña y alguien observó: ¿Qué tiene de rara? ¡siempre ha estado ahí! Exactamente por eso.
Me gustan los paisajes amplios. No soy persona apropiada para valles estrechos y cerrados. Gocé enormemente el hecho de poder percibir la redondez de la tierra en mi viaje por la pampa de Atacama, donde en el aire seco y sin polvo no se percibe cabalmente la distancia. Mientras manejaba veía aparecer una loma adelante, más allá de donde se perdía la vista en la Carretera Panamericana. Avanzando, dos o tres horas más tarde se podía apreciar que la tal loma era simplemente la cima de una enorme montaña que había asomado por el horizonte de la Tierra. Me han contado que en el Ártico de Canadá también se puede percibir, en los días de frío, esta sensación de inmensidad. La misma sensación de espacio e inmensidad la sentí cruzando la verde pampa argentina: centenares de kilómetros de tierra y horizontes completamente planos en las cuatro direcciones  cardinales, paisaje todo cielo, todo con semblanza de cosa interminable. Una vastedad sobrecogedora. Supongo que las llanuras de Canadá han de provocar emociones parecidas. Sólo he podido percibir esta vastedad al bajar de las Rockies, yendo hacia el este, pasando de Calgary. 
EI mar lo vi por primera vez en la playa del Lido de Venecia, cuando ya tenía más de once años y no me impresionó. En cambio las olas del Pacífico, en el litoral de Chile, me han parecido fenomenales, también me ha gustado ver ahí tanto animal, las focas (que he visto por primera vez cerca del puerto de Valparaíso), las aves marinas —que espero que se sigan viendo aún—. 
Mi deporte favorito es mironear. Me gusta sentarme y ver pasar las horas. Nuestro jardín en Huayapan es eternamente cambiante. Me gusta sentarme en un café de París y ver el cambio constante en el paisaje urbano de gente, vehículos, personas que llegan al bistro, las que vienen de la panadería comiendo un trozo de baguette fresco que traen bajo el brazo. Del mismo modo gozo la visión constantemente cambiante de las nubes, la luz, las sombras sobre la montaña de Huayapan y la actividad incesante de los pájaros, ranas que saltan, en tiempo de lluvia, conejos que cruzan el pasto como rayo, o alguna ratita de campo que corre, gorda, redonda, para esconderse bajo una piedra. 
Flores. El jazmín del Cabo me fascina; quizás de qué fondo de la infancia me viene el gusto por este arbusto cuyas flores blancas de cuatro pétalos tienen un aroma dulce, tierno. A mi madre le compraba violetas, cuando estaban en estación. Ella era muy entusiasta de las lilas, tanto blancas como moradas, que recuerdo eran abundantes y maravillosas en Budapest. En Buenos Aires, si íbamos de visita, llevábamos de regalo gladiolos, flores majestuosas, de colores y texturas variadísimas; las vendían en una florería que estaba cerca de casa adónde íbamos a menudo también a comprar plantas que mi madre cultivaba en maceteros. En Toronto me fascina ver cómo aparecen al primer calorcillo de la primavera los crocus y luego los tulipanes.
Las flores, como la juventud, tienen escasa permanencia, quizás por eso nos gustan; también es fascinante su abierta y bellísima sexualidad. No tengo preferencia por ninguna, me gusta incluso una que cultivamos en el jardín de Huayapan, que crece sobre un tipo de cactácea: forma una especie de bola rosada parduzca; de repente explota y se abre la flor como un enorme plato con cuatro grandes solapas. Esta flor tiene un olor, dicen, a carne podrida; si es cierto, ese olor es muy leve. En  todo caso esta flor les encanta a las moscas y eso me divierte. En los meses de octubre y noviembre, en el valle de Oaxaca, en todo lugar que se deje silvestre, surgen millones de flores amarillas. Existen especies distintas, algunas son plantas bajas, de tallos robustos, otras crecen en delgados y altísimos tallos y se mecen a la menor brisa. Estas flores amarillas siguen el curso del sol, se inclinan hacia su luz. Hay flores amarillas grandes, que crecen en unos arbustos muy robustos y altos, me dicen que son parientes de los girasoles; estos también siguen el curso del sol.
Se supone que las plantas no se mueven; cierto, no se desplazan en el terreno, pero un arbusto silvestre que abunda en Huayapan y que produce unos pomponcitos rosados bellísimos tiene hojas dobles que si las tocas se pliegan como manos en oración.
Los platanares dan unas enormidades de floración como sólo el Trópico es capaz de producir. La penca de plátano misma es la parte femenina de la flor, de un metro de largo, y la parte masculina, de otros ochenta centímetros es muy visible y espectacular.
En tiempo de lluvia no podemos andar en el jardín sin estar pisando unas florecillas realmente diminutas, pegadas al suelo; hay entre ellas unas miniaturas con petalcitos de color amarillo y con el centro negro; otra especie, tiene forma distinta más parecida a una minúscula orquídea, de color rosado; una tercera variedad, tiene forma de las flores del trébol, de color morado muy oscuro, como sangre seca. Todo entre las verdísimas hojas del pasto.
En la época que recuerdan como "el Tiempo de Muertos," cerca del dos de noviembre, florece todo, justo cuando acaban la lluvias y comienza la sequía de muchos meses. 

Para mí existe también otro tipo de vegetación. Dante, al inicio de su gran poema entra en la "selva oscura" y queda despavorido. No es para menos. Si consideramos la selva oscura como analogía del inconsciente, es sin duda el lugar desconocido, ignoto, no explorado que semeja el que se señala en los mapas de hace siglos con la advertencia: hic sunt leones. Dante de hecho ve bestias salvajes que lo amenazan y sólo se atreve a seguir su camino cuando "encuentra" a Virgilio, la figura poética de la antigüedad que para él es el ancla y guía de su obra.
En 1999 empecé a trazar dibujos que forman la serie que he llamado "en la selva oscura", nombre que alude a la aventura de todos los que entramos en la zona de los leones. "Selva" es también traducción de mi apellido paterno, y por tanto un elemento importante de mi identidad. Se puede extrapolar esto a decir que el elemento inconsciente, que se manifiesta en emociones y gobierna las decisiones de mi vida, me viene, no sólo de mi madre, a quien siempre siento como su fuente, sino de mi padre también. A falta de guía personalizada, yo me sumerjo en la música con que acompaño mi trabajo. Esta serie de dibujos la inicié tras un largo periodo seco, desierto de trabajo visual, tras una "noche oscura del alma" y fue la manera en que pude llegar de nuevo a poner en imágenes aquello que, según Leonardo da Vinci, no se puede expresar en palabras.
Para esta serie usé una técnica de mi invención siguiendo el ritmo y capricho de la música que a modo de andamiaje me llevaba a los ritmos y caprichos que me dictaba la selva oscura. La técnica tiene un encanto cuando se usa para dibujar cosas como desnudos, pero aplicada a los vericuetos de la selva oscura que surge en la onda musical produce un aspecto que resulta siempre sorprendente.





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