Un viajero de vueltas por los pocos metros de su cuarto,
busca la huida, sale entre las cortinas de humo y las metáforas de angustia. Es
un viajero metafísico, suele pernotar ante el ruido de los trenes y los
reyes incendiados por desesperación y
desamparo. Suenan quejidos en el horizonte, son las Ninfas enloquecidas defendiendo sus manzanas, las
mismas Hespérides con las que se enfrentó Hércules son ahora las mimas chicas
que en las esquinas de las grandes avenidas mendigan un pedazo de sol y una
luna desnuda sobre sus regazos. Los salones ajedrezados y las simétricas
batallas de lanzas contra nubes de un Paolo Uccello, se ven reflejadas en cada
paso de hoja de un viajero que se hace guía de tinieblas y absorto conductor de
caminantes por los pasadizos de un ayer detenido en luces mortecinas y
glándulas celestes. Así nos va llevando Hebdómeros entre edificios derruidos y
fantasmas de intelectuales con sus vientres hidrópicos y sus festines caducos
donde se repiten las mismas autoalabanzas y consumos de gerencias de las
sombras. Chirico se hace pasar por un bienandante entre los escombros de una
ciudad que huele a orines y se fermenta entre latas y hierros desvencijados de
antiguos ferrocarriles, sale y entra por portones viejos, por ruidos de asombro
y chillidos de animales enjaulados en medio de lo más lustroso de elegantes poetas y de domesticados
equilibristas entre el miedo y la desolación. Con una vieja capa roja y corta,
la clámides del romano que huye, el gorro negro de un griego en derrota, el
quepis de un soldado que vuelve enfermo de la guerra, nos va retando a que lo
sigamos por ese laberinto de espasmos y acertijos, su casa es la ciudad y la
ciudad es una madriguera y la madriguera es un solar, en cada escollo un
paraíso derrumbado y una mujer enamorada de un fantasma. Hebdómeros sabe que
detesta a los que adulan y cortejan con las manidas palabras de un ayer prestado y un futuro sin
antorchas, sabe que hay muchos hombres-nudos, los que se pasan la vida
amarrando recuerdos y desatando pesadillas para retomar vidrios, candelabros,
libros, vejigas, flores de cartón, como si fueran los objetos vivos donde
tienen que morar por no tener paisaje en que desnudarse de verdad o al menos
donde depositar los pellejos de la realidad.
Existe una figura extraña en este
libro, la Acedia, mito reconstruido sobre una sociedad impúdica y mórbida,
solapada y necia, la figura que llama al demonio del meridiano, la hora torpe
de la pereza ciega donde ningún sabio uránico puede ver las estrellas de sí
mismo. La actitud de este hombre que
deambula por las calles y mastica oráculos y destruye ninfas de cemento, es la
de un geógrafo que trata de dar la vuelta a un mapa donde viven sus antepasados
con el fuego del sol y la sombra sobre los tejados. El mismo libro es una
pintura que camina, un vaivén de sordideces y de asombros, que nunca se
imaginaría el amigo de Chirico, luego su rival , Carlos Carrá, pues la pintura
metafísica es algo más que una pintura, es hacer vivencial todos los objetos,
darles ese imán de sacro y de demencia, de confrontación total entre la
sensatez estúpida del que mira y sólo ve y la audacia de los que al mirar
admiran y quedan en un éxtasis lento y luminosos sobre el alma oscura de las
cosas mismas. No sólo son mármoles sin
ojos, ni arcadas blancas y monjes en posiciones de reposo, hay encada giro una
esquina que maúlla y una gritería de auroras donde miles de trabajadores salen
dormidos a cumplir el pacto de morirse un poco entre el humo y los detritus.
Mirada de un escepticismo con lámpara, luz de un pensamiento sin aliento pero
con vigor para salir de paseo por las ruinas, a más de eso, queda esa certeza
del poema inconcluso, la deshilachada narración de algo que no se sabe si
termina o apenas comienza.
Chirico nos regala la soledad más
acompañada, la de los que miden las cuadras por lamentos, los ojos voraces que
inundan los sitios donde…”los hombres comen solos, sobre todo cuando están
sentados junto a la ventana, de manera que los transeúntes, crueles e
irrespetuosos, verdaderos fantasmas pertenecientes a otra atmósfera, pueden
ensuciar con su impúdica mirada la pureza virginal, la tierna castidad, la
infinita ternura, la inefable melancolía de ese momento propio”, soledad
manoseada, vista, atosigada, franqueada por frases vulgares y carentes de
sentido, las figuras voraces de los que te leen por encima del hombro y los que
te invaden en los recintos del sueño.
Chirico fustiga contra esos hombres
opíparos, sedientas panzas que se abastecen del miedo y la discordia, lenguas
punzantes y caricias por disposiciones de gobierno, se lanza contra esa pléyade
de santos con escopetas, regimientos de señores de frac y encorbatada
altanería, pero luego los desdeña y pasa de largo como quien ve una estatua de
un héroe fatigado sobre las cornisas de un andamio. Cae con su almádana sobre
esos pesados seres que quieren perpetuarse en obras públicas, “la vanidad de
los heroísmos humanos, y esas pirámides que los dirigentes de la cosa pública,
por temor al olvido, mandan edificar por indiferentes asalariados que mientras
construían pensaban en otra cosa, en la novia o en la esposa, que les esperaban
lejos del ruido y del humo”. No hay un centro donde los reyes se soslayen o se
subrayen, hay ese movimiento que parece detenido, esa sensación de algo que se
derrite y sobre las sobras aparecen otras
ciudades con los mismos gritos y angustias, más aparecen vestidas de
otras banderas y otras ondulaciones del discurso jeroglífico que cada nuevo
patriarca quiere imponer sobre el rostro del labriego y el caminante de a pie ,
que sólo se ve perdido entre lo nuevo y lo viejo, entre la miseria cantada como
himno de honor sofocante o la grandiosidad de un mundo que se encuentra en la
encrucijada del no saber de dónde es.
Si hoy leyéramos a Hebdómeros con ojos
de ciudad por la cual transcurrimos, amamos y olvidamos, es el mismo circuito
del transeúnte solitario, aquí un puente en ruinas que nunca se terminó de
hacer, allá una mortaja de barrio donde todo se tumba para hacer un nuevo
puente, más allá una cloaca bautizada como el rio de la Oportunidad, en otro
lugar un ciego dando órdenes de disparar, no falta un semáforo que palpita en
ceros para dar luz a un cajón donde se trasportan sueños sin saber si estos se
van a deshacer al paso de tranvías y de trenes que viene desde el más allá.
Sutil, pero cruenta metáfora de la
ciudad testimonio de un ayer que se ahoga y un futuro donde la muerte se pinta
de colores y se hacen convocatorias para hacerla revivir a punta de
picapedreros y macizos martilleos contra los cobrizos ventanales de sus
edificaciones hechas con sangre de alquimistas y operarios del azul diario.
De Chirico, hablaba con Giovanni Papini, otro olvidado entre los
escombros de la literatura, era un
diálogo entre el ocaso de los filósofos
y el renacer de un arte entre el pincel y la escritura. Chirico era filósofo en
su medio, hasta que dejo de serlo en su intimidad de taciturno; más nos dejó en
sus pinturas ese legado de insomnio y de ingravidez, de pesadez letal y de
soledad sin límites una abstracción donde Hoffman, Nietzsche y Shopenhauer
podría sentarse con el sol tostado de la tarde a compartir una taza de té para
revelarse juntos de la servidumbre de la memoria y hacer palimpsestos sobre el
mundo en moronas y las migajas del poniente sobre sus testas afiladas por la
melancolía y el sulfuro de ironía entre sus labios.
Hébdómeros es un libro abierto, una relatoría de viajero, es la duda
caminando, “¿por qué tantos credos murmurados quedamente con voz susurrante,
con la lúgubre obstinación de una voluntad huraña, que sólo ve formas y planos
rectilíneos, sedienta de pureza deletérea, ensombrecida por el aguijón de lo
mejor, por no decir de lo perfecto, y todo eso en desiertas regiones donde toda
simiente sembrada se pudre y muere sin fructificar?” Ni los ascetas del músculo, deportistas tras
el laurel y la corona, ni los intelectuales de la retórica y ni el jurista
avezado en leyes, nadie podría contestar, salo el mismo
trascurrir, el viaje como ritual y como respuestas y preguntas entre tanto
peregrinar.
No en vano, Raoul Vaneigem, líder de la
Internacional Situacionista, comenta así su obra: “…sus personajes con la
cabeza vacía ejemplifican bien el balance acusador de la inhumanidad. Las
plazas desiertas, la decoración petrificada muestran al hombre deshumanizado
por las cosas que ha creado y que, fijadas en un urbanismo en el que se
condensa la fuerza opresiva de las ideologías, lo vacían de su sustancia, lo
vampirizan”. (Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones, pp. 174-175)
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Elian
Luka é um personagem mágico que também atende pelo nome de
Fernando Cuartas, colombiano, um dos principais agitadores à frente do
grupo/revista Punto Seguido. Foto de
Giorgio de Chirico: Irving Penn. Página ilustrada com obras de Georgio de
Chirico (Grécia).
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