terça-feira, 1 de março de 2016

ELIAN LUKA | Nudos tenebrosos y uranoscopios ciegos: Hebdómeros de Giorgio de Chirico


Un viajero de vueltas por los pocos metros de su cuarto, busca la huida, sale entre las cortinas de humo y las metáforas de angustia. Es un viajero metafísico, suele pernotar ante el ruido de los trenes y los reyes  incendiados por desesperación y desamparo. Suenan quejidos en el horizonte, son las  Ninfas enloquecidas defendiendo sus manzanas, las mismas Hespérides con las que se enfrentó Hércules son ahora las mimas chicas que en las esquinas de las grandes avenidas mendigan un pedazo de sol y una luna desnuda sobre sus regazos. Los salones ajedrezados y las simétricas batallas de lanzas contra nubes de un Paolo Uccello, se ven reflejadas en cada paso de hoja de un viajero que se hace guía de tinieblas y absorto conductor de caminantes por los pasadizos de un ayer detenido en luces mortecinas y glándulas celestes. Así nos va llevando Hebdómeros entre edificios derruidos y fantasmas de intelectuales con sus vientres hidrópicos y sus festines caducos donde se repiten las mismas autoalabanzas y consumos de gerencias de las sombras. Chirico se hace pasar por un bienandante entre los escombros de una ciudad que huele a orines y se fermenta entre latas y hierros desvencijados de antiguos ferrocarriles, sale y entra por portones viejos, por ruidos de asombro y chillidos de animales enjaulados en medio de lo más lustroso de elegantes poetas y de domesticados equilibristas entre el miedo y la desolación. Con una vieja capa roja y corta, la clámides del romano que huye, el gorro negro de un griego en derrota, el quepis de un soldado que vuelve enfermo de la guerra, nos va retando a que lo sigamos por ese laberinto de espasmos y acertijos, su casa es la ciudad y la ciudad es una madriguera y la madriguera es un solar, en cada escollo un paraíso derrumbado y una mujer enamorada de un fantasma. Hebdómeros sabe que detesta a los que adulan y cortejan con las manidas palabras  de un ayer prestado y un futuro sin antorchas, sabe que hay muchos hombres-nudos, los que se pasan la vida amarrando recuerdos y desatando pesadillas para retomar vidrios, candelabros, libros, vejigas, flores de cartón, como si fueran los objetos vivos donde tienen que morar por no tener paisaje en que desnudarse de verdad o al menos donde depositar los pellejos de la realidad.
Existe una figura extraña en este libro, la Acedia, mito reconstruido sobre una sociedad impúdica y mórbida, solapada y necia, la figura que llama al demonio del meridiano, la hora torpe de la pereza ciega donde ningún sabio uránico puede ver las estrellas de sí mismo.  La actitud de este hombre que deambula por las calles y mastica oráculos y destruye ninfas de cemento, es la de un geógrafo que trata de dar la vuelta a un mapa donde viven sus antepasados con el fuego del sol y la sombra sobre los tejados. El mismo libro es una pintura que camina, un vaivén de sordideces y de asombros, que nunca se imaginaría el amigo de Chirico, luego su rival , Carlos Carrá, pues la pintura metafísica es algo más que una pintura, es hacer vivencial todos los objetos, darles ese imán de sacro y de demencia, de confrontación total entre la sensatez estúpida del que mira y sólo ve y la audacia de los que al mirar admiran y quedan en un éxtasis lento y luminosos sobre el alma oscura de las cosas mismas.   No sólo son mármoles sin ojos, ni arcadas blancas y monjes en posiciones de reposo, hay encada giro una esquina que maúlla y una gritería de auroras donde miles de trabajadores salen dormidos a cumplir el pacto de morirse un poco entre el humo y los detritus. Mirada de un escepticismo con lámpara, luz de un pensamiento sin aliento pero con vigor para salir de paseo por las ruinas, a más de eso, queda esa certeza del poema inconcluso, la deshilachada narración de algo que no se sabe si termina o apenas comienza.
Chirico nos regala la soledad más acompañada, la de los que miden las cuadras por lamentos, los ojos voraces que inundan los sitios donde…”los hombres comen solos, sobre todo cuando están sentados junto a la ventana, de manera que los transeúntes, crueles e irrespetuosos, verdaderos fantasmas pertenecientes a otra atmósfera, pueden ensuciar con su impúdica mirada la pureza virginal, la tierna castidad, la infinita ternura, la inefable melancolía de ese momento propio”, soledad manoseada, vista, atosigada, franqueada por frases vulgares y carentes de sentido, las figuras voraces de los que te leen por encima del hombro y los que te invaden en los recintos del sueño. 
Chirico fustiga contra esos hombres opíparos, sedientas panzas que se abastecen del miedo y la discordia, lenguas punzantes y caricias por disposiciones de gobierno, se lanza contra esa pléyade de santos con escopetas, regimientos de señores de frac y encorbatada altanería, pero luego los desdeña y pasa de largo como quien ve una estatua de un héroe fatigado sobre las cornisas de un andamio. Cae con su almádana sobre esos pesados seres que quieren perpetuarse en obras públicas, “la vanidad de los heroísmos humanos, y esas pirámides que los dirigentes de la cosa pública, por temor al olvido, mandan edificar por indiferentes asalariados que mientras construían pensaban en otra cosa, en la novia o en la esposa, que les esperaban lejos del ruido y del humo”. No hay un centro donde los reyes se soslayen o se subrayen, hay ese movimiento que parece detenido, esa sensación de algo que se derrite y sobre las sobras aparecen otras  ciudades con los mismos gritos y angustias, más aparecen vestidas de otras banderas y otras ondulaciones del discurso jeroglífico que cada nuevo patriarca quiere imponer sobre el rostro del labriego y el caminante de a pie , que sólo se ve perdido entre lo nuevo y lo viejo, entre la miseria cantada como himno de honor sofocante o la grandiosidad de un mundo que se encuentra en la encrucijada del no saber de dónde es.
Si hoy leyéramos a Hebdómeros con ojos de ciudad por la cual transcurrimos, amamos y olvidamos, es el mismo circuito del transeúnte solitario, aquí un puente en ruinas que nunca se terminó de hacer, allá una mortaja de barrio donde todo se tumba para hacer un nuevo puente, más allá una cloaca bautizada como el rio de la Oportunidad, en otro lugar un ciego dando órdenes de disparar, no falta un semáforo que palpita en ceros para dar luz a un cajón donde se trasportan sueños sin saber si estos se van a deshacer al paso de tranvías y de trenes que viene desde el más allá. Sutil,  pero cruenta metáfora de la ciudad testimonio de un ayer que se ahoga y un futuro donde la muerte se pinta de colores y se hacen convocatorias para hacerla revivir a punta de picapedreros y macizos martilleos contra los cobrizos ventanales de sus edificaciones hechas con sangre de alquimistas y operarios del azul diario.
De Chirico, hablaba con  Giovanni Papini, otro olvidado entre los escombros de la literatura, era un diálogo entre el ocaso de  los filósofos y el renacer de un arte entre el pincel y la escritura. Chirico era filósofo en su medio, hasta que dejo de serlo en su intimidad de taciturno; más nos dejó en sus pinturas ese legado de insomnio y de ingravidez, de pesadez letal y de soledad sin límites una abstracción donde Hoffman, Nietzsche y Shopenhauer podría sentarse con el sol tostado de la tarde a compartir una taza de té para revelarse juntos de la servidumbre de la memoria y hacer palimpsestos sobre el mundo en moronas y las migajas del poniente sobre sus testas afiladas por la melancolía y el sulfuro de ironía entre sus labios.
Hébdómeros es un libro abierto, una relatoría de viajero, es la duda caminando, “¿por qué tantos credos murmurados quedamente con voz susurrante, con la lúgubre obstinación de una voluntad huraña, que sólo ve formas y planos rectilíneos, sedienta de pureza deletérea, ensombrecida por el aguijón de lo mejor, por no decir de lo perfecto, y todo eso en desiertas regiones donde toda simiente sembrada se pudre y muere sin fructificar?”  Ni los ascetas del músculo, deportistas tras el laurel y la corona, ni los intelectuales de la retórica y ni el jurista avezado en leyes, nadie podría contestar, salo el mismo trascurrir, el viaje como ritual y como respuestas y preguntas entre tanto peregrinar.
No en vano, Raoul Vaneigem, líder de la Internacional Situacionista, comenta así su obra: “…sus personajes con la cabeza vacía ejemplifican bien el balance acusador de la inhumanidad. Las plazas desiertas, la decoración petrificada muestran al hombre deshumanizado por las cosas que ha creado y que, fijadas en un urbanismo en el que se condensa la fuerza opresiva de las ideologías, lo vacían de su sustancia, lo vampirizan”. (Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones, pp. 174-175)


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Elian Luka é um personagem mágico que também atende pelo nome de Fernando Cuartas, colombiano, um dos principais agitadores à frente do grupo/revista Punto Seguido. Foto de Giorgio de Chirico: Irving Penn. Página ilustrada com obras de Georgio de Chirico (Grécia).






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