terça-feira, 19 de abril de 2016

DAVID CORTÉS CABÁN | Un enigma esas muñecas, de Lourdes Vázquez


El más reciente libro de Lourdes Vázquez, Un enigma esas muñecas (Madrid: Ediciones Torremozas, 2015), contiene una variedad de temas que se diversifican presentando diferentes sentidos a la mirada del lector. Son composiciones que nos sitúan frente a los recuerdos y las experiencias más íntimas de la vida. El hablante poético hablará en torno a esas experiencias que condicionan y reflejan sus propias particularidades en el poema. Por eso al situarnos frente a la imagen que sugiere el título podríamos intentar desentrañar el enigma que estas muñecas refieren, si en realidad evocan algún enigma. Ver en ellas posiblemente no un concepto de la frivolidad de la vida, sino la chispa de aquel primer fulgor de la niñez que creíamos eterno.
Hay que señalar primeramente que los poemas de este libro no siguen ningún patrón métrico, ni se ajustan a ninguna rima en particular. Son composiciones que fluyen libremente siguiendo siempre un concepto lineal dentro de un marco narrativo.  Hay también varios textos en prosa, pero la mayoría son estrictamente poemas que ofrecen una visión clara y directa de la vida.  Y de esto es lo que se trata. De crear una imagen fiel de la realidad con todas sus altas y bajas en el ámbito de todas sus manifestaciones: la niñez y la adultez, el amor y la soledad, la vida y la muerte, la distancia y el silencio frente al desengaño de una realidad que desgarra los más nobles sentimientos. Todas estas situaciones están presentes en la estructura narrativa del libro y en el enigma que sugieren esas muñecas. Intuyo, sin embargo, que el título no es más que un disfraz, un subterfugio para proyectar una visión más profunda de esas vivencias de las que está hecha la vida y el de una realidad con la que todos, hasta cierto punto, podríamos identificarnos. Al adentrarnos en la lectura, los poemas no solo irán revelándonos la distancia que media entre el asunto de uno y otro, sino también la conciencia y disposición del hablante respecto a sus propias experiencias y relaciones humanas. Esto en lo que concierne al contexto y sentido poético del lenguaje, ya que nada en esta escritura está predeterminado. Es decir, las ideas buscarán su propio curso apoyándose en menor o mayor grado en los elementos que sintetizan el asunto del poema. De ahí la variedad de referentes y aspectos que presentan la imagen de esas muñecas. Imagen que se irá diluyendo a través del texto para reaparecer en la página 59 y cerrar como un círculo la estructura del libro y la voz que en él se materializa.
En el primer poema (“Viento, tú”) y el que aparece en la página 27 (“Suite Nº.2”), se establece una especie de paralelismo no en su forma exterior, sino en lo que está implícito en la imagen de la Isla, ya sea como paisaje o recreación de esa memoria que se funde en el pasado:

   Isla.
   Una isla existe donde anidan las tórtolas
   y los viejos caminan con paso ligero
    a la misa del amanecer.
   Han llegado las algas a la costa,
    los niños juguetean con la paz singular del día
    y el platanal se yergue derecho como un pene florecido.

   Una pareja sentada en las escalinatas de la iglesia
   espera que el sol los abofetee,
    una muchacha reparte migas de pan 
    a las palomas de la plaza,
    y yo pido permiso para tocar tu piel tan negra
   como mi vasija de barro,
    tus ojos transparentes como el fondo de un mar virgen.

   Isla.
   Línea imaginaria en centro del globo: viento, tú.
   Punto en la oscuridad del océano.
   Sueño de mellizos muertos.
   Una sospecha.

Si bien este poema toma como epígrafe un verso del poeta Clemente Soto Vélez, que ve en el viento un ideal de libertad y esperanza, en Vázquez responde más concretamente a una realidad y a un sentimiento que se originan en el pasado.  Es decir, de una visión que no surge de su experiencia inmediata, sino de lo que ya existía en la memoria como revelación y esencia del ser; en otras palabras, de las vivencias y de las cosas que impactaron la adolescencia del hablante lírico. Esa isla con sus plazas lejanas y niños que juegan, y ancianos que caminan al mediodía, y palomas que revolotean; y esa pareja en las escalinatas de la iglesia o esa muchacha que pide tocar un cuerpo moreno como la primera insinuación de un ideal amoroso, reconstruirán la geografía de ese pasado y de una isla cuyo entorno salvará las distancias de esa línea imaginaria que cierra el poema. Otro es el sentido que revela “Suite Nº. 2”. Este texto también se inscribe en un contexto geográfico y se enlaza al anterior por los elementos y referencias que configuran su estructura. No hay dificultad para establecer las referencias sólo que ahora el tono es irónico y el lenguaje mismo se convierte en una burla provocada por lo contemplado:

        Existe una plaza en el centro de una isla.
        Un extravagante pavo real se pasea
        sin ser perturbado.     Mis primas y yo de la mano
        recorremos sonriendo aquel cuadro

        de frente a un valle habitado por vacas,
  de frente a una iglesia antiquísima,
        de frente a un colegio de monjas de clausura.

       En la noche se puede escuchar el eco del canto del ave,
        mientras expande su cortinaje de plumas
        en saludo a la luna    o a las gotas frías
        o al viento       o a los murciélagos
        o a los sonidos de la noche.
        O vaya usted a saber.

         Nadie nunca se atrevió a molestar aquel animal.
         Nadie nunca cuestionó cómo llegó hasta nosotros.
         Nadie nunca indagó cómo desapareció.

       Nadie recuerda la historia.       

La descripción nos permite ver lo que acontece en el poema: hay una plaza, un pavo real, un valle habitado por vacas, una iglesia antiquísima y en todo este ambiente, un hablante poético que observa junto a sus primas “aquel cuadro”. Claro que las relaciones entre la mirada y el escenario evocado hacen de ese pavo real la figura central del texto. Y, por supuesto, se habla en sentido figurado, ya que el pavo real no es más que una imagen de ese hombre que vanidosamente exagera sus atributos físicos. El tono burlón del lenguaje enfatiza el contenido y la naturaleza cómica del ambiente: “plaza”, valle”, “primas y yo lírico”, “monjas de clausura”, “pavo real”, “vacas”, “canto de aves” y “murciélagos”. Todas estas imágenes se contraponen proyectando un sentido pueril y ridículo de las acciones del sujeto central del texto: “En las noches se puede escuchar el eco del canto del ave, / mientras expande su cortinaje de plumas / en saludo a la luna…” La frase: “O vaya usted a saber” trivializa la memoria misma de esa experiencia.  El paralelismo de los últimos versos apoyado en el recurso anafórico consigue anular la imagen misma de ese “pavo real” que dio vida al poema. Desparece de la mirada y de la historia del hablante, se esfuma como la artificiosa imagen cromática de sus alas:

   Nadie nunca se atrevió a molestar aquel animal.
    Nadie nunca cuestionó cómo llegó hasta nosotros.
    Nadie nunca indagó cómo desapareció.
   Nadie recuerda su historia.

Pero el amor no es un juego oculto para crear el sentido que experimentamos en algunos textos. El encanto sombrío de lo que pudo ser, surge como reproche o consolación de ese momento fugaz que en el amor parece ser eterno. Y por lo que representa para la vida misma esa presencia que se desvanece como una hoja llevada por el viento. Y es que en la poesía de Lourdes Vázquez hay a veces un vacío inesperado que nace del fondo de las cosas: el cuestionamiento de la propia realidad frente al sentido del amor y vida: “Ahora me asusto cuando te tengo de frente. / Eres como un extraño que se asoma a mi ventana. / Un niño que llora en la falda de una desconocida”, dice; para luego resumir en los últimos versos no la insatisfacción o la añoranza de ese recuerdo, sino la ilusión que justifica esa ausencia:

       Más te prefiero lejano y torpe para así
       poder atraer la gracia del descanso
       y de paso soñar con acústicas limpias
       que me ayuden a enmendar lo que queda.

En el poema el amor que se muestra y oculta ronda la conciencia y despierta de improviso arraigándose a la voz que lo restituye a la penumbra de la soledad. Allí donde la felicidad y las ilusiones nacen y desaparecen como un ciervo herido bajo las sombras de la noche o como la ola que ya no regresa y deja su presencia sobre la arena húmeda. Y todo por la imagen viva y lejana del amor, pues no es posible ir en contra de la realidad cuando las palabras susurran lo que calla la mirada. Por eso en la poesía de Lourdes Vázquez se funde el peso de pasado con un presente cuyo escenario de situaciones siempre nos conducirá a la reflexión de aquello que dejó su huella imperecedera. En este sentido los sucesos del pasado no serán simplemente una expresión de sus experiencias más próximas, porque en esa imagen emotiva discurre el propio ser del hablante poético frente a los recuerdos que iluminan su mundo interior. Esa evocación siempre justificará su modo de ser y su postura irónica ante los convencionalismos sociales. Lo que se expresa en el poema se dice desde la perspectiva de un yo que ha vivido lo suficiente como para colocarse objetivamente a la distancia y arrojar todas sus cartas sobre la mesa. Es decir, de quien puede juzgar la realidad de la vida sin necesidad de transformarla o atribuirle matices engañosos. De ahí que el lenguaje que recrea la intensidad de esa experiencia haga de la palabra misma la confesión de su intimidad.

    EL VIAJE

       No basta con adquirir
       un par de maletas de cuero rojo
       en una tienda exótica del sur.
       No basta encerrarse ahí dentro
       para que me tiren en alguna estación
       de tren o en el recoveco de un oscuro
       aeropuerto y alguien nos recoja:
        a mí y a mi corazoncito asustado.

        No basta, porque la vida es más compleja,
         las circunstancias más recónditas,
         la cotidianidad más ágil,
         la existencia más placentera,
         más repleta de jirafas danzantes,
         de arroces y de leches, de lloros y risas,
         más amplia que las olas y el vuelo de la ballena,
         más sublime que la risa de los niños.

Ciertamente el viaje tiene mucho que revelar de esas experiencias en que los más débiles van despojándose de su personalidad para adaptarse a otro ambiente y a las circunstancias de ese viaje, si éste fuera el caso del poema. Pero en ningún sentido lo es. El viaje, imaginario o real, es una metáfora de la vida reflejada aquí en su más cruda realidad: la soledad y el abandono. Aquello que lejos del ámbito familiar traza otro horizonte desconocido. Aquello que desde el exilio o la lejanía ahonda en la historia personal y colectiva para darse cuenta que más allá del abandono existe otra realidad. Y como sugiere el poema: la conciencia misma de la soledad o el amor, del exilio o la muerte, del placer o el dolor remiten a otro paisaje porque siempre “la vida es más compleja / las circunstancias más recónditas”.  Y en efecto, nada en el horizonte de ese vivir basta para expresar el enigma de la existencia ni la distancia entre la vida y la muerte. Ni las palabras bastarán para expresar el destino, ni los obstáculos que surgen en ese espacio cotidiano donde las cosas parecen adquirir otro sentido. Por eso la ironía transforma esa cotidianidad impregnándola a veces de un matiz irreal como si mirásemos un paisaje fantástico: “la existencia más placentera, / más repleta de jirafas danzantes, / de arroces y de leches, de lloros y risas, / más amplia que las olas y el vuelo de la ballena, / más sublime que la risa de los niños”. En otras palabras, todo lo que se siente, toda la interioridad de ese mundo que configura la existencia del poeta no basta para expresar las experiencias que acontecen más allá de nuestra percepción humana. De ahí esa sensación de insuficiencia que proyecta la imagen del “viaje” como si éste abriera una herida para dejar ver lo que hay en el fondo del ser. Las cosas que en ese espacio cotidiano semejan un acto de consumación y desamparo. Otras composiciones mostrarán también la particularidad de este sentimiento: “...Pero la vida es por demás compleja. Para decir que a veces entro en una dimensión hecha de tierra y raíces en la que me veo libre de tanta veneración y de frente a la estufa hiervo un té sazonado con perfumes exóticos y una gotita de cianuro” (p. 24). Esta misma complejidad de la vida se transfiere al poema proyectando una secuencia de acciones que se superponen creando un sentido casi surrealista de lo que en él acontece. El derrumbamiento del mundo industrial moderno, con todo lo que significa su abismal desconcierto, penetra el texto descubriendo la ironía de ese “tiempo” y de ese “espacio”, y de esa relación que transgrede la realidad. La combinación del “té” y la “gotita de cianuro” en su sentido connotativo, conlleva otra percepción de lo que allí ocurre: “puentes abismales”, “criaturas acuáticas”, “banquete macabro”, “alma escurridiza”, “ríos y quebradas”, “tornillos”, “cilindros”, “energía”, “puertas”, “pasajeros”, “pavimento”, “té”; todas estas referencias intensifican el texto pero empañan su total aprehensión. Y aunque el poema abre con un sentimiento amoroso (“me enamora mi marido”), este sentimiento acaba desviándose hacia un vacío existencial. Este sentir caracteriza también la atmósfera de otros poemas. Pero la poesía de Lourdes Vázquez no pretende ser una poesía cerrada o hermética. Al contrario, rehúye de todo hermetismo aunque en algunos casos el lenguaje mismo toma otros matices. Es decir, se aparta de lo que a primera vista parecía sugerir una visión natural y pasa a convertirse en una visión adolorida y caótica de la realidad. Este sentimiento lo experimentamos en el poema en prosa “Pastoral” (p. 23), cuyo contenido revela todo lo contrario a la visión de mundo que caracteriza este tipo de literatura. En este texto la visión de las cosas proyectará una particular reacción entre lo que se ve y se siente. Y acabará reduciendo la figura del hablante poético a un ser diminuto, casi abstracto frente la imponente arquitectura del paisaje:

     Es la composición del humo que dispersan las torres.
     Son sus olores tóxicos. Es la arquitectura industrial que nos
      hace enanitos ante el esplendor de tubos, cilindros, calderos,
      esferas, fuegos ácidos y vapores del demonio.

Este paisaje contaminado constituirá una experiencia desagradable y abrumadora. Una visión mecanizada y fría que refleja la marginación del ser frente al mundo moderno. De ahí la angustiosa sensación que caracteriza esta relación con el mundo exterior. Y es que en la poesía de Lourdes Vázquez los actos cotidianos adquieren una profunda significación frente a lo que siente y ve su mirada. Conforman un espacio donde se mueve su persona poética y en el que se recogen todas esas experiencias dolorosas. Un ambiente que la sobrecoge hiriendo su sensibilidad como si la conciencia de todo lo vivido no fuera suficiente para expresar su ser.  Estas experiencias penetran el lenguaje proyectando un sentimiento de monotonía tan antagónico a su intimidad, donde los actos de la cotidianidad representan un enorme peso emocional que le resta sentido a la vida:

     Hay días en que se desborda.
  Precipitada se ocupa.
         Sale al mercado, compra
      y organiza las especias y alimentos
por tamaño, textura y color.
   Prepara un menú exótico para volcarse
 a la calle una vez más.
   Adquiere una blusa, dos lápices de labios,
       conversa con todo el que encuentra.
Regresa a la casa, se da un baño con sales,
      aceites y espumas.

 Ahora el espejo, las cremas y polvos para la piel.
 Toda ella volcada en sí misma.
Desesperadamente ocupada
        por tanto que hacer.

   Y así sus días transcurren
empujando la oscuridad sutil,
la delicada sombra en el aire,
  el ruido opaco del silencio.
       El secreto que devora
       a una pareja cuando no hay retorno.

No existe una felicidad total, ni aun la que intenta nombrar la palabra cuando el paisaje decepciona la mirada. A cada paso se descubre el desengaño que entrará en juego con el amor para explorar lo que persiste como una pequeña luz contra la soledad. Aquello que late silencioso como algo que nunca se materializó: “Aquí estoy con la fotografía de éste / el cual me inventé que amaba / para huir del destino de las criaturas solitarias”, dice en el poema “Dos clases de amores” (p. 37). La poeta escribe no para justificar la incomprensión, ni para restituir el pasado, sino para discurrir silenciosa en esas situaciones que marcaron su vida. Es en esos instantes de reflexión que la poesía dará un giro hacia aquella imagen amorosa buscando lo que quedó en suspenso o sumido en el tiempo: “Es la hora de la tristeza. Aquella sensación que queda / después de la fuga de simpatías. Es cuando percibo la figura de alguien conocido.” (p. 49). Pero esta percepción implica además la revelación que contiene ese pasado. De ahí que, de una u otra forma, siempre se aludirá aquella experiencia que quedó grabada como una incertidumbre de la vida misma. Y es a través de esas experiencias que captamos, aunque sea fragmentariamente, los distintos contornos de esta poesía. Y, en muchos de estos textos, son estas mismas experiencias las que afirman la compleja realidad de la vida.
Hay también en Un enigma, esas muñecas una mirada que nos descubre el entramado de los formalismos y apariencias sociales. Esas posturas que reducen las relaciones humanas a un sentimiento vano y de frivolidad. Los poemas “Rajaduras”, “La manzana” y “Resaca nostálgica” contienen esta visión de las apariencias y reflejan, como la mayoría de otras composiciones, esa angustia existencial que padece el yo lírico. Y es que nada queda fuera de esa mirada que recoge las vivencias cotidianas, los gestos y actitudes de aquellos que compartieron la vida del hablante poético. Es pues la percepción de ese mundo tan distinto y complejo la que quedará grabada en estos textos como la realidad de una memoria inconfundible. Motivado por esta lectura transcribo los siguientes versos como una posible referencia de lo que mi emoción ha vivido, para que el lector entre en este libro y vea también que la vida no es sólo la vida, es algo más:

     Distorsionada he visto las cosas. Como colgantes que humedecen
     la fatiga de las ruedas de los coches o los mensajes escritos en los
     vidrios con historias que se esfuman de solo mirarlas. O aquellos
     tronos: demasiados tronos para una sociedad tan pequeña, tan llena
     de arrugas, tan provocada de dolores.

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DAVID CORTÉS CABÁN (Puerto Rico, 1952). Poeta, ensayista. Ha publicado los siguientes libros: Poemas y otros silencios (1981), Al final de las palabras (1985), Una hora antes (1990), El libro de los regresos (1999), y Ritual de pájaros: Antología personal 1981-2002 (2004). Fue cofundador de la revista Tercer Milenio. Contacto: dcortes55@live.com. Página ilustrada com obras de Arthur Bispo do Rosário (Brasil), artista convidado desta edição de ARC.



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Agulha Revista de Cultura
Fase II | Número 16 | Maio de 2016
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