Ante todo, presentar a Carlos Barbarito –uno de nuestros poetas
continentales con estatura mayor, además de ensayista y crítico de arte– es baladí.
En esta charla, sostenida a través de más de tres décadas, escucharemos su
palabra rebosante y musical, solidaria y comprometida con la creación, y la
alquimia, la vida plena. Sus respuestas
–historias bien hilvanadas– y argumentos apasionados impregnados de vivencias,
anécdotas, recuerdos, sueños, se balancean entre los libros digeridos y los
propios publicados y editados en diversos ámbitos y latitudes. Sus citas agudas,
su diapasón poético, y el surrealismo que late en la brújula mágica que lleva
en su mochila, son algunos de los aspectos que se remarcan y se aluden en este
texto. Seguro que el aeda, con Lezama Lima, revelará: “Intento soñar y creer en
nuestros sueños”. [A.P.]
AP | Carlos, vos mantenés una gran afinidad con el mundo del arte visual: escribes
textos imaginativos y de crítica para pintores, instaladores, fotógrafos, etc. ¿No será que en el fondo de vos hay un
pintor, o quizás, no será que vos pintás con los mínimos adjetivos que utilizás
para hacer poesía?
CB | Mis padres me obsequiaron
–yo tendría siete u ocho años–
un diccionario enciclopédico. Lo que me atrajo desde la primera vez, fue una
sección dedicada a lo que los editores consideraban las mayores pinturas de la
historia. Recuerdo dos, una de la otra separadas por siglos: El rapto de las hijas de Leucipo, de
Rubens, y Pescando en Antibes, de
Picasso. Por una parte, me pregunto ahora por el motivo de esa fascinación por
obras tan diversas, tan alejadas entre sí en el tiempo, rasgo que aparece desde
el principio en mis poemas: lo antiguo y lo nuevo en un mismo espacio, no
enfrentados sino vinculados, incluso celebrando matrimonio. Me pregunto ahora
si no será un modo de conjurar eso que, desde siempre, me inquieta: el tiempo.
Mejor, el Tiempo. Por otra parte, señala a las claras que antes de la escritura estuvo en mí la imagen –cuando era muy
pequeño me atraía fuertemente cada figura de la baraja española–. Me encantaba
copiar y luego colorear personajes de las historietas. Dije copiar. No crear. Y si bien grandes maestros de la pintura comenzaron copiando
en los museos, de las reproducciones en libros, mi destino fue otro. Borges
dijo alguna vez que desde siempre supo que tendría un destino literario. Yo no. Debió pasar mucho tiempo para que yo adquiriera
conciencia de que iba a ser escritor. Me pregunto si lo soy, si realmente soy
un escritor. Intenté ser músico, pintor, profesor de literatura. Fracasé.
Intenté aprender algún idioma. Fracasé. Apenas si logro balbucear alguna cosa
en inglés. Incluso, alguna vez pensé en que moriría joven sin haber podido
encontrar un modo de expresión. Pero aquella atracción por la pintura siguió,
en lo más profundo de mí, y encontró una salida en mis textos en catálogos, en
mis intentos de crítica. Te seré franco: todavía, al cabo de tantos años, cada
vez que escribo alguna cosa acerca de las artes plásticas, de la fotografía me
siento un polizón, alguien que se escondió bajo una lona en un bote salvavidas.
Un sapo de otro pozo.
AP | De qué modo podríamos imaginarnos al poeta Barbarito, investido de
artista visual… ¿Cómo serán tus cuadros?
CB | Yo
cambiaría el serán por un serían. Yo, artista visual, algo
inimaginable. Tal vez, podría yo haber intentado ser fotógrafo. Pero, tampoco.
No. Diría yo que la literatura –palabra que no me agrada, me agrada poesía– fue mi último recurso, un último y desesperado manotazo en medio
de la tormenta. Escribo como si a un paso estuviese acechando la muerte. No es
de ahora, en mis sesenta. Es algo de siempre, desde que escribí mi primer
poema. Ahora me viene a la mente un recuerdo de niñez, de aquellos días de
escuela primaria. Me dieron un premio por una composición sobre la vida de Sarmiento. El escritor se estaba cocinando en mi interior, sin que yo lo
supiese. Aquel hecho marca una primera señal, a la que hice poco y nada de
caso. Debí leer mi escrito ante el resto de los alumnos y las maestras. Yo
tendría siete, ocho años. Cuando terminé de leer, en medio de los aplausos, hui
y en mi apuro no tomé en cuenta que se trataba de un escenario un tanto
elevado. Caí y afortunadamente una de las maestras me sostuvo antes que yo acabara
en el piso. Ahora siento que entre la escritura y el peligro de caer están
íntimamente relacionados. No sólo ese peligro sino otro derivado de aquellos
tiempos: yo leía sentado en una silla de madera y paja en un cuarto con vigas
en el techo. Yo no me percataba de algo de lo que luego tomé conciencia, esas
vigas podían desplomarse en cualquier momento. Caer, ser golpeado: riesgos de
ser escritor. ¿Por
qué insisto en hablar de mi niñez, sobre todo de mis primeras lecturas? Porque
allí, en aquellos años y páginas, comenzó a formarse esto que soy –o creo ser–.
Yo sentía con todo el cuerpo; el
simple ruido de la lluvia me conmovía, me erizaba la piel. A ese Paraíso lo extravié hace mucho y,
quizás, escribo en un intento desesperado por recuperarlo. Pero no sólo las
lecturas me formaron. No sólo lo libresco me formó. No tuve, hasta mucho
después, una biblioteca. No hubo posibilidad alguna de repetir la infancia de
Borges que, dijo más de una vez, tal vez nunca abandonó la biblioteca de su
casa de infancia. Fue el patio de tierra de aquella casa que parecía venirse
abajo con cada tormenta, fue aquel cometa –soñado o no–
que mis ojos de niño vieron desde ese patio, fue mi madre con sus relatos
nacidos de su gran imaginación, fue aquel eclipse total de sol, fue un poema
mecanografiado escrito por un poeta menor chileno, exageradamente romántico, que me obsequió mi abuelo, fue el cine
del barrio al que iba con mis amigos cada domingo luego del almuerzo… tantas
otras cosas…
AP | Háblanos de tu coincidencia con algunos pintores surrealistas
argentinos y latinoamericanos. ¿Cómo manejás
los diversos coloquios, tu enfoque frente a sus obras?
CB | No recuerdo cuando leí
por primera vez la palabra surrealismo. Quizás
fue en el quiosco de diarios y revistas junto a mi casa de infancia, en
Pergamino. Allí iba yo a leer, todos los días por la mañana –iba de tarde a la
escuela–; allí conocí la obra de Roberto Aizenberg –cuando vi uno de sus humeantes me dije esto es, esto es y de ese modo di inicio un proceso que me llevó a
su casa, recién en los noventa, y a la elaboración de un libro con
conversaciones con él, once años más tarde–; allí supe
de una grabadora llamada Aída Carballo; allí viajé por mundos exóticos; allí
leí desde historietas hasta artículos sobre la vida en el fondo del mar, la
actividad de los volcanes, la fisiología de los astronautas, los eclipses, los
minerales… Eran tiempos en los que el mundo era nuevo, lleno de sorpresas y
novedades (nunca olvidaré el momento en que encendí el televisor en casa de mis
abuelos y, en la pantalla, los Beatles). En medio de esas lecturas,
apasionadas, anárquicas, en alguna página, tal vez en esa nota dedicada a
Aizenberg, o en el diccionario que me regalaron mis padres, esa palabra: surrealismo. Descubrimiento simultáneo
con otros: el cine, las novelas de ciencia-ficción, la música beat, las imágenes de los happenings, un aluvión prodigioso que me
llegaba desde mil lugares a la vez, a mí, un chico nacido y criado en una
pequeña ciudad de provincia. Ahora, sobre el asunto del manejo, puedo apenas hablar de intuición. No soy, no me considero un
intelectual. En realidad, no sé bien qué soy, o vengo a ser. ¿Un náufrago que
lucha, en una balsa hecha con los maderos del barco que se hunde, contra las
olas? Mi balsa, frágil y que sin embargo me mantiene a flote, la palabra.
AP | ¿Se ha visto influida tu poesía
por los trazos e imágenes surrealistas?
CB | En otra oportunidad dije
que, siendo yo un niño, pasaba horas buscando, en ese diccionario y, antes, en
otro, pequeño y ajado, las palabras más extrañas; sentía que si una palabra era
desusada, extravagante, insólita debía contener alguna propiedad mágica. En
aquel mínimo diccionario, tal vez el primer libro que llegó a mis manos,
alguien, su dueño original, había subrayado las malas palabras, con lápiz negro, pero a mí me interesaban otras
palabras, las que nadie usaba en casa ni en el barrio, tal vez nadie en el
mundo. Es más, sentía yo una profunda emoción al creer que sólo yo conocía tal
o cual palabra, no importaba su significado sino su sonido y resonancia.
Entonces, yo era el mago, el hechicero. De esto al poeta, un solo paso…en
apariencia, sencillo de dar y, en realidad, arduo, difícil. Casi diez años más
tarde escribí mi primer remedo de poema. Y luego de veinte logré algo, alguna cosa. Quiero decir, algo a
lo que yo podía llamar auténtico, en
el sentido de capaz de sostenerse por sí mismo, sin necesidad de elemento
ortopédico, de erguirse sobre sus propias piernas. Pero, claro, eso fue el
primer paso, sólo el primer paso; hoy, luego de tantos años, siento que voy por
el segundo, sólo por el segundo. ¿A dónde hay que llegar? ¿Hay un lugar al que
llegar? No. Siempre en viaje, siempre de viaje. Ahora, ¿soy yo un poeta
surrealista? No me atrevo a responder a la pregunta. Lo que sí puedo decir es
que en ocasiones me acerco al surrealismo –en el sentido de no tener ideas
previas, de eludir en lo posible todo control racional–
para, en otras, alejarme –recurriendo a lo preconcebido y a la razón–
para, luego, en el camino, volver a encontrarme con él. Encuentro y
desencuentro que me llevan a un reencuentro, mecanismo complejo,
contradictorio, del que apenas puedo dar cuenta. De lo único que estoy seguro
es de la inseguridad humana ante el
cosmos. Los Evangelios, desde el fondo de los tiempos, lo dicen mejor que yo: vemos en espejo.
AP | Vos considerás que tu creación tiene pigmentación surrealista (sueños,
inconsciente, vigilia), o eres de los artistas que ha encontrado arraigo en la
frase: “El surrealismo, como una forma de vida”.
CB | Ambas
cosas. Si bien puedo dar cuenta de ciertos materiales que componen mis poemas,
lo central permanece desconocido, oculto. Sí puedo decirte que tanto sueño como
vigilia, a veces opuestos y a veces complementarios, aparecen como asuntos. A
veces me dejo llevar por el automatismo –cuando escribo prosa poética sobre
todo–, otras veces someto cada palabra a la razón, a una vigilancia estricta.
Otra vez, entro y salgo del surrealismo. En
síntesis, más allá de ubicaciones, comulgo con aquello de considerar esencial
la libertad, el hombre debe tener un destino superior al que le asigna el
sistema.
AP | En conversaciones que mantenemos hace años (¡mucha agua ha pasado bajo
el puente!), me has sugerido, que tu proceso o momento creativo es como un
vendaval, te sientes arrasado por la turbulencia del lenguaje, y no te explicás
cómo y cuándo se forma un poema, un
texto, finalmente un libro…
CB | ¿Era
Max Ernst quien afirmaba que la obra se
aparece ante mí, yo soy un testigo? De algún modo es lo que me sucede. Un
proceso con carga mágica. Pero un proceso que implica en mí fatigas y dolores.
Tal vez sea más el desasosiego que otra cosa. ¿Por qué insisto, entonces? Renoir,
en un accidente se fracturó la mano derecha, siguió pintando con la izquierda. Siguió
pintando aunque en los últimos veinte años de su vida sufrió grandes dolores. Ayer
leía sobre José Betinotti, acaso el último de los payadores argentinos. Le prohibieron cantar debido a graves
problemas pulmonares. Al cabo de un tiempo, desoyó el consejo. Me pregunto ¿qué
sería de mí si no pudiese escribir? Sí, claro, desde Rimbaud sabemos que ser
escritor no consiste sólo en escribir y que la escritura puede abandonarse.
Pero, otra vez, ¿qué sería de mí? De nuevo, la palabra: intuición. Algo me dice
que el poema está terminado y que luego de una cantidad de poemas hay, al menos
en teoría, un libro. Hay más, acaso lo más misterioso de todo. Lo dije más de
una vez: una voz me dicta el primer verso. Es una voz interior que mi
imaginación considera exterior. La voz de un duendecito travieso, la contracara
del titivillus. Pero igual de
maldito: me trae el verso inicial y me deja con la pesada carga de completar el
poema. No importa si estoy en la calle o en la casa, si ando con o sin paraguas
bajo la lluvia, si estoy sirviéndole leche a la gata u oyendo música, me
sorprende cuando menos lo espero.
AP | Otra de tus variantes –y a mí me fascina– es tu poesía en prosa:
“Prosemas” la llaman los vates nicaragüenses, en ella encuentro atributos y
signos de los poemas simbolistas franceses… No son construcciones coloquiales,
más bien hay un refinamiento en el uso de las metáforas y la economía del
lenguaje le da una sintonía al poema muy encantador… En ese punto encuentro una
gran concordancia con la música, la imagen visual…
CB | Una
tarde, cuando vivía yo con mi familia en Buenos Aires, me encontré en un café
situado en la esquina de Callao y Juncal, con un amigo poeta y pintor
surrealista, Alejandro Puga. Hablamos de un libro mío, de hace años, Desnuda materia. Puga me retó a escribir
otro que invirtiese el título, Materia
desnuda. Jamás escribí por encargo, pero esto era más bien un desafío. Al
día siguiente, en mi puesto de trabajo, soy bibliotecario, me senté ante la
pantalla y, como poseído, escribí la mayor parte del futuro libro, todas prosas
poéticas o poemas en prosa, o como se llamen. Durante horas no dejé de hacerlo.
Fueron tres o cuatro horas de escritura automática. Ahora pienso que el
automatismo es un recurso que destino a la prosa poética –jamás pude componer
un relato– y que el resto de mis poemas, en general, están armados de otra
manera. Si bien hay prosas poéticas en mi obra, dispersas en algunas páginas,
nunca antes había organizado un futuro libro con ese tipo de poesía. Sí, creo
que tienen que ver con lo musical –para mí el ritmo es esencial–, con lo
visual, incluso con lo gustativo, lo táctil y lo olfativo.
AP | En el arte hay una gran
tradición en relación con que los poetas actúen de críticos de arte, como
asumes el desafío (por ejemplo) de
enfrentarte a una colección de obras abstractas o matéricas de algún artista
contemporáneo…
CB | Lo
dije, con la sensación de ser un extraño en ese territorio. Incluso muchas
veces pensé en ya no escribir sobre arte y artistas. Y siempre aparece algo que
me hace regresar. Creo que, finalmente, y pronto, me iré para no volver. Claro,
seguiré frecuentando muestras y leyendo sobre artes plásticas.
AP | Vivimos en América Latina (territorio balcanizado, le llaman aún hoy
en día), ¿cuál es tu relación y conocimiento de las poéticas de Nicaragua,
Ecuador, Paraguay, Honduras, etc.?, sin nombrar la poesía mágica y negra de Trinidad & Tobago, Belice, Haití.
CB | Fue
César Vallejo quien me subyugó, incluso me atrapó con su influjo durante años. Luego
fueron Rimbaud, Michaux, Daumal, Dylan Thomas, Yeats, entre otros. Luego,
Montale. Y, más tarde, Wallace Stevens, Robert Frost, Eliot. Aquí, los que me
acompañaron o acompañan todavía en el tren en el que viajo hacia quién sabe qué
estación. Sus influencias fueron visibles en momentos de mi vida. Y en
ocasiones todavía lo son, aunque siento que logré un estilo propio, personal. Pero,
¿quién está exento de influencias? Poco y nada sé de lo que hoy se escribe en
América Latina, poco y nada llega a nuestras librerías –hablo de poesía– y sólo
queda el recurso de Internet. Pero me cuesta mucho leer en un formato que no
sea el papel. Ahora, lo habrás notado en mis poemas, si debo nombrar a un
maestro, al que le debo mucho, es a José Lezama Lima.
AP | La publicación de libros de poesía, se me asemeja a un collage… En tu
caso cada libro es como un papelito rasgado, engomado, y colocado con sutileza
uno contiguo de otro… En ese collage del que te hablo, (y vas por una veintena
de libros) cuál es el resultado ético y estético de tu trabajo… ¿Estás
satisfecho con lo que has logrado?
CB | ¿Satisfecho?
A veces sí. A veces, las más, no. Me agrada tu imagen del collage. Otra imagen, tal vez: el mosaico. Cada pieza encajando con
cada pieza hasta configurar un dibujo, una forma. Es verdad. Yo siempre digo
que estoy escribiendo el mismo e interminable Poema. Cada poema, otra vez, como
pieza de un mosaico que algún día estará concluido. No. Cocteau
habla, en alguna de sus páginas, del fracaso como la única estética posible. El mosaico no estará nunca concluido, en
el sentido de traerme satisfacción. Sí, claro, cuando me muera. Entonces, el
mosaico quedará abandonado, la única conclusión posible. Me agradó eso de
juntar ética y estética. Creo, con Wittgenstein, que son una misma cosa. Fue
Raúl Gustavo Aguirre quien dijo que el poeta debe ser digno de lo que escribe y
lo que escribe ser digno del poeta. Mi lucha, una de mis luchas, es contra la
vanidad. No contra el orgullo, porque es el orgullo lo que me sostiene en esta
tarea que, hablando bíblicamente, consiste en dar coces contra el aguijón.
AP | En la soledad de tu casa, en la ciudad de Pergamino (donde moras),
¿cuál es el proyecto escritural en que te encuentras sumido en este momento?
CB | Vivo
fuera de Pergamino desde 1986. Olvidaste ese detalle. De vez en cuando la voz
me alcanza el primer verso y completo el resto de un modo más o menos preciso.
Tengo al menos cuatro libros terminados. Y no tengo proyectos a corto plazo. Aguardo
alguna noticia de publicación, sin nervios, con calma. En alguna ocasión le
escribí a un viejo amigo: Llegué a los
60. Estoy haciendo, apelando a la memoria, frágil, caprichosa, un balance.
¿Hice lo que soñaba cuando niño? Sí y no. Te lo dije alguna vez -creo-: entre
aquel niño que soñaba y el adulto que cumplió esos sueños -en parte al menos-,
elijo al primero. Porque sentía con todo el cuerpo y hasta el vuelo de un ave,
el trabajo de las hormigas, la luna llena lo emocionaba. Aquel niño también era
solitario aunque tuviese amigos y jugara al fútbol. Había algo en mí que se
mantuvo hasta ahora, un doble fenómeno interior: la soledad como algo buscado e
impuesto por la circunstancia y psicología, difícil de explicar. Cuando tenía
seis o siete años, entre mis muchas revistas amontonadas en el galponcito de la
casa de la calle Zeballos 130, en Pergamino, se me vino a la mente un número:
65. ¿Qué significa? ¿Algo trascendental, la muerte? Lo sabré en el 2020. ¿Habrá
2020 para mí? Y si la hay, ¿qué pasará? ¿O 65 fue simplemente una cifra que me
vino a la cabeza, como pudo ser 24 o 75?…
[Buenos Aires/San José, agosto, 2016.]
Organização
a cargo de Floriano Martins © 2016 ARC Edições
Artista
convidado: Fred Svendsen (Brasil, 1960)
Agradecimentos: Amirah Gazel
Imagens ©
Acervo Resto do Mundo
Esta
edição integra o projeto de séries especiais da Agulha
Revista de Cultura, assim estruturado:
1 PRIMEIRA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
2 VIAGENS DO SURREALISMO, I
3 O RIO DA MEMÓRIA, I
4 VANGUARDAS NO SÉCULO XX
5 VOZES POÉTICAS
6 PROJETO
EDITORIAL BANDA HISPÂNICA
7 VIAGENS DO SURREALISMO, II
8 O RIO DA MEMÓRIA, II
9 SEGUNDA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
10 AGULHA HISPÂNICA (2010-2011)
A Agulha
Revista de Cultura teve em sua primeira fase a coordenação editorial
de Floriano Martins e Claudio Willer, tendo sido hospedada no portal Jornal de
Poesia. No biênio 2010-2011 restringiu seu ambiente ao mundo de língua
espanhola, sob o título de Agulha Hispânica, sob a coordenação editorial apenas
de Floriano Martins. Desde 2012 retoma seu projeto original, desta vez sob a
coordenação editorial de Floriano Martins e Márcio Simões.
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