A finales de tercero
de bachillerato, cuando ya había descubierto a Borges en la Luis Ángel, y bebía
cervezas con un filipichín del Restrepo, presumido de vestir de sastre, con ternos
que imitaban las vitrinas de El Romano de la 24 y su padre pagaba para que luciera
como Oscar Golden o un estudiante del Gimnasio Moderno, el maestro de literatura,
un viejecillo cuyo nombre no recuerdo, nos hizo leer, completa, de cabo a rabo,
María, de Isaacs, justo en el momento
que los nadaístas la quemaban y denigraban de ella. Fuimos a comprar un ejemplar
a las librerías de viejo cerca de la Casa de Nariño, y de regreso, me parece estar
viéndolo, mi amigo me indicó a Mario Rivero haciendo cola, a eso de las once, en
uno de los bajos del edificio Murillo Toro donde está todavía el Ministerio de Comunicaciones,
en la sucursal del Banco Popular, que era entonces Caja Agraria, con una alcancía
de metal, que tenía un orificio lateral para ingresar billetes, en la mano. Mario
nunca perdió esa costumbre, se creía tan pobre, que apenas debía gastar cinco pesos
diarios, como contó su bellboy, el infatigable camarlengo Federico Díaz Granados,
que salió debajo de una mesa de cantina a servir a Rivero hasta que ascendió al
trono de la poesía de la mano de una agiotista y un desahuciado apodado El ovejo.
A Díaz lo enviaba desde las nueve a sacar cinco mil pesos de los años noventa, tanta
veces, que incluso decía que había llegado a la mayoría de edad parado en la puerta
del banco, mientras Mario descendía a pie, desde su inmensa casa de La Candelaria,
repleta de pinturas y dibujos que había expoliado a los artistas que ponía en la
revista del grupo Dinero o había entrevistado en Monitor, un programa de radio dominical
de Caracol, mientras su chofer negro que hablaba inglés le seguía a distancia en
un Mercedes Benz sedan color verde mareo australiano de los años setenta, que no
usaba para no gastarlo. Díaz Granados también contó en aquellos años que Rivero
no escribía las críticas de arte sino su mujer, una anciana hermana de Antonio Panesso
Robledo, más culta que todo el mundo, pero avergonzada de su vejez y postergada
por su hermano famoso, porque decía, nadie iba a creer que ella era capaz de decir
tanta impostura sobre una recua de pintores de quinta que publicó esa revista. Algo
de cierto debió haber en ello, porque Rivero de lo único que hablaba con rigor era
de las fluctuaciones del dólar y de chismes de farándula, con una señora caleña,
de pelo de ceniza, que fue su amante platónica por años.
La edición que compramos por tres pesos, un dineral entonces, si pensamos
que para todo el mes yo recibía trescientos cincuenta pesos, era hecha en Paris
en tapa dura con relieve, donde una chica abre su sombrilla sentada sobre una roca
cetrina y fondo azul, de la Librería de la Viuda de Charles Bouret, que vendía los
libros en español en 16 de Setiembre y Bolívar de Ciudad de México, esquina. La
perdí después de atesorarla por años cuando estando enfermo, postrado en la Clínica
Shaio, un chiquilicuatro que decía ser librero, pésimo poeta huilense, nieto de
una famosa lírica medio comunistoide y libertina, amancebada con un abogado de narcos,
que hizo la pubertad sentado en el bufete esperando para abrir la puerta, fue hasta
casa de mi madre y sisó de mi biblioteca unos setecientos ejemplares, dedicados
y primeras ediciones. Luego encontré algunos de ellos en una librería de lance de
la Calle del Doctor Rizal en Barcelona, donde estaban vendiendo Historia de un deicidio
dedicada por Mario Vargas, por la módica suma de 125 euros. A mi mamá el bandido
le había dado diez pesos por cada libro, con la promesa, solemne, de que volvería
por el resto, que eran seis mil.
Lejos de casa, a dos mil seiscientos metros de altitud, con una lluvia inagotable
y el frio calando los huesos, mientras leía en María repasaba los paisajes de mi niñez y sin que hubiese conocido sentimiento
amoroso alguno, la historia me enganchaba hasta las mismas lágrimas. Efraín regresa
a la hacienda de sus padres al terminar sus estudios en Bogotá y conoce a María,
de quien se enamora sin saber que está enferma y ha de morir. Un aleteo de poesía
invade el texto. En un admirable y lento discurrir Isaacs presenta el mundo idílico
de las relaciones entre los enamorados, hecho de silencios, equívocos, medias voces,
secretos, palabras no pronunciadas, adivinaciones, juegos de manos y miradas. Idilio
romántico y realismo concurren pero lo que más impactó en mi eran las descripciones
de la campiña que yo bien conocía y que en María
termina por ser un trasunto de los padecimientos de los personajes. La descripción
de la naturaleza hecha alma de acuerdo a los sentimientos impresiona por su autenticidad,
ofreciendo una sobria novela tropical con su ilimitada botánica, los pueblos blancos
colgando de azules montañas, el viento, las ceibas de las llanuras, las vegas con
sus torrentes espumosos, los sauces, la soledad de la luna y la llanura, la luciérnaga,
los yarumos, los juegos del sol en el recinto de las arboledas, los gualandayes
violetas y amarillos, las colinas verdes de loros y palmeras, el naranjo, la populosa
vegetación donde los cazadores acosan un venadillo, la ondulación en el aire de
garzas plateadas y las águilas negras, el tigre, el canto de los pájaros, el estanque
con rosas, la culebra que cuelga de las ramas y el eterno paso de la luz a través
de una habitación oscura: la vida.
Nunca he olvidado el momento cuando Efraín va en busca de un médico para
María. El crecimiento de la enfermedad de la niña coincide con el comportamiento
de la naturaleza cuando él deja su habitación para montar el caballo que habrá de
llevarle hasta el galeno. El cierzo mueve los sauces, de los naranjos vuelan las
aves asustadas, los relámpagos iluminan la honda noche todavía, la lluvia alcanza
a humedecer las sienes, el ave negra roza la frente y Efraín la sigue con la mirada
hasta que se oculta en el bosque. Y al llegar al Amaime, que encuentra crecido,
ese fragmento memorable del cruce del rio sobre el caballo:
Puse las espuelas en los ijares del caballo, que con las orejas tendidas
hacia el fondo del río y resoplando sordamente, parecía calcular la impetuosidad
de las aguas que se azotaban a sus pies: sumergió en ellas las manos, y como sobrecogido
por un terror invencible, retrocedió veloz girando sobre las patas. Le acaricié
el cuello y las crines humedecidas y lo aguijoneé de nuevo para que se lanzase al
río; entonces levantó las manos impacientado, pidiendo al mismo tiempo toda la rienda,
que le abandoné, temeroso de haber errado el botadero de las crecientes. Él subió
por la ribera unas veinte varas, tomando la ladera de un peñasco; acercó la nariz
a las espumas, y levantándola en seguida, se precipitó en la corriente. El agua
lo cubrió casi todo, llegándome hasta las rodillas. Las olas se encresparon poco
después alrededor de mi cintura. Con una mano le palmeaba el cuello al animal, única
parte visible ya de su cuerpo, mientras con la otra trataba de hacerle describir
más curva hacia arriba la línea de corte, porque de otro modo, perdida la parte
baja de la ladera, era inaccesible por su altura y la fuerza de las aguas, que columpiaban
guaduales desgajados. Había pasado el peligro. Me apeé para examinar las cinchas,
de las cuales se había reventado una. El noble bruto se sacudió, y un instante después
continué la marcha.
Es la prosodia de Isaacs y su lirismo lo que aun conturba. Solo la ignorancia
y el odio a sí mismos hizo que un grupo de antioqueños acolitados por algunos hijos
de lumpen proletarios un día despreciable quemaran el libro en una calle de Cali.
María fue la novela colombiana más leída
en el continente hasta la aparición de los sicotrópicos como substituto de la belleza
y los sentimientos amorosos no comercializados por la carne cruda, y fue traducida
a 31 idiomas, cuatro o cinco menos que Cien
años de soledad, en un momento de la historia donde no existían tantas facilidades
para hacerlo. Y se dejará leer, pienso, mucho más en el futuro, cuando el idilio
de amar haya desaparecido para siempre y sea un asunto de arqueología en la vida
de los hombres y las mujeres. Y hasta me aventuraría a decir que lo será más que
Cien años, que con el tiempo se ha ido convirtiendo en una lectura para escolares,
con un lirismo superado por García Márquez mismo en El general en su laberinto, su obra maestra.
HAROLD ALVARADO TENORIO (Colômbia, 1945). Poeta,
jornalista, ensaísta, tradutor. Fundou e dirige a revista Arquitrave. Página ilustrada
com obras
de Joseph
Cornell
(Estados
Unidos),
artista
convidado
desta
edição
de ARC.
*****
Agulha Revista de
Cultura
Fase
II | Número
25 | Março
de 2017
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geral
| FLORIANO
MARTINS
| floriano.agulha@gmail.com
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| FLORIANO
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| MÁRCIO
SIMÕES
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ALLAN VIDIGAL | ECLAIR ANTONIO ALMEIDA FILHO | FEDERICO RIVERO SCARANI | MILENE MORAES
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