La Guide du Paris surréaliste vuelve a llevarnos a la capital del surrealismo,
en tiempos menos hostiles que los de hoy, o sea en aquel período de los años 20
y primeros 30 en que aún no se habían apoderado de ella la barbarie automovilística
y la barbarie turística, ni las aberraciones arquitectónicas abundaban, empezando
por la de ese mamarracho de centro artístico moderno que hoy usurpa el lugar de
un mercado donde hervía la vida popular. La tercera vez que yo pisé París fue en
2003, y ya no se me verá nunca por ahí: tráfico criminal adueñado de la urbe, caterva
turística hasta en el antaño íntimo museo Gustave Moreau, y que me disuadió de entrar
en el de las Plantas, por no hablar de la catapulta humana que de pronto se me abalanzaba
en las escaleras de un metro cuando, tras numerosas subidas y bajadas, me dirigía
a tomar la composición que me llevaría al cementerio de los Batignolles para ver
in situ los magníficos epitafios de Breton
y Péret. Allí tuve que recular, y me dije: París, nunca más (por lo demás, como
arribé en el tren portugués, al salir de la estación de Montparnasse me vi rodeado
de espantosos edificios ultramodernos, primera experiencia amarga de mi vuelta a
la ciudad). El verdadero retrato del París contemporáneo, por otra parte, ya lo
hizo amargamente Léo Malet en La vache ragée,
por no hablar del colosal poema de Ted
Joans, incluido en Teducation, “Why I
shall shell Paris”, virulenta diatriba contra la capital francesa, de la que solo
se va a quedar tras venderla, y para su mero disfrute personal, con las entradas
de los metros Guimard, el pedestal de Fourier, la Torre St.-Jacques, el Puente de
las Artes y las tiendas de libros de poesía. El poema (dedicado a Robert Benayoun)
está datado en 1976, cuando París ya no era ni una sombra de lo que había sido –de
hecho, como reveló Pierre Alechinsky en Roue
libre, el propio Breton en los últimos años de su vida, o sea, en la década
anterior, ya iba fotografiando los lugares amenazados por la pala.
Esta
guía se limita a aquel período, y el París elegido es el de André Breton, Louis
Aragon, Robert Desnos, Jacques Prévert, Philippe Soupault y René Crevel. Lo primero
que puede decirse es que el París mítico del surrealismo es el de André Breton (Nadja sobre todo, pero también El amor loco, Los vasos comunicantes y “Pont-Neuf”) y el de Louis Aragon (El campesino de París y, en menor medida,
Aniceto o el panorama). El de Desnos y
el de Prévert ofrecen menos atractivos, y menos aún los de Soupault y Crevel. En
cambio, un buen trabajo creo que podría hacerse con el París de los poemas y de
los fabulosos cuentos de Benjamin Péret (si yo viviera en París, me lo propondría,
máquina de fotos en mano). No podemos olvidar, ya posteriormente, el riquísimo París
de Léo Malet, porque, aunque sus novelas solo tengan cierto espíritu surrealista,
ese está presente precisamente en su captación de la ciudad.
Guide du Paris surréaliste es un libro bonito, con muchas y buenas fotos y va acompañado de unos mapas
muy útiles para el viajero. Henri Béhar se encarga de la introducción y elabora
al final una lista de lugares surrealistas. Algunas mutaciones han sido brutales:
el Cafe Cyrano convertido en fast-food
y el de la Nouvelle-France en restaurante asiático; el Certà o el Pasaje de la Ópera,
desaparecidos; en el lugar del hogar surrealista de la Rue du Chàteau, la nada...
Pero donde hay siempre queda, y eso es lo que vale la pena inspeccionar, a la vez
que aún es posible, quizás, dejarse llevar por lo que llamaba Breton “el viento
de lo eventual”.
El primer
capítulo lo hace Mireille Hilsum, y lo titula “Equívoco moderno y maravilloso: el
París de Louis Aragon”, centrándose, claro está, en El campesino de París, que sigue siendo uno de los grandes libros del
surrealismo, con su ruta de pasajes y la descripción de les Buttes-Chaumont. En
torno a este último, sorprenden las muchas cosas ya desaparecidas en tan escaso
perímetro, aparte que ya, a diferencia de los tiempos aragonescos, no sea posible
visitarlo por la noche.
Emmanuel
Rubio comienza hablando de la “estética surrealista” y de “nuestra modernidad artística”,
pero lleva a cabo luego un buen trabajo, con la materia más fascinante del libro:
el París de André Breton. Pasamos por el Boulevard de Clichy, la Place Blanche,
la Rue Fontaine, el museo Moreau, “la muy bella y muy inútil puerta Saint-Denis”
(y ahí podemos admirar la muy bella y muy útil foto que hizo Atget en 1926), la
Place Dauphine, el Pont-Neuf, el fenecido mercado de Les Halles, los parajes de
Flamel y Pernelle, la torre Saint-Jacques, el Mercado de las Flores de la Île de
la Cité... El periplo se inicia con un vacío: la estatua de Charles Fourier, convertida
en materia de obuses por la canalla nacional-socialista, y cuyo zócalo, según nos
refiere una nota de Emmanuel Rubio, está hoy, tras habérsele puesto encima una falsa
cabina telefónica, encerrado por un cubo transparente, lleno de las pintadas totalitarias
(ya que aparecen en todos los rincones del globo) y coronado por una enorme
manzana de metal plateado... Signo de los tiempos, y desde luego más indicado para
lanzarle un obús que para llevarle flores. ¡Pobre Charles Fourier!
El paseo
de René Crevel al menos ha sido hecho por su mejor conocedor y estudioso, que es
Jean-Michel Dévesa, o sea que mejor imposible. Algo más animados son los de Desnos
y Prévert, ya que tienen como ventaja llevarnos al París popular. Laurent Flieder
ha pergeñado el primero y Danièle Gasiglia-Laster el segundo. En el texto sobre
Prévert, es un placer encontrarnos con su defensa de una crítica intuitiva e imaginativa
frente al dogmatismo estructuralista, que dios tenga en su seno; incluye una bella
foto de Adrienne Monnier en su librería, que tanto dio a conocer el surrealismo
y que de hecho fue donde Prévert lo descubrió.
En este
contexto de buenos estudios, el lamparón viene del paseo soupaltiano que hace Myriam
Boucharenc, quien, para defender a su héroe, vuelve sobre la pamplina de la “ortodoxia”.
El París de Soupault existe por Les dernières
nuits de Paris, una buena novela, pero que, como obra surrealista se queda a
muchos años luz de Nadja y de El campesino de París (las cuales, para empezar,
no son novelas, sino hasta anti-novelas). La estudiosa de Soupault las equipara,
pero además fabula (y cómo cansan ya estas fabulaciones nadjianas) con que la Georgette
de Soupault y Nadja puedan haber sido la misma persona; aparte ello, afirma en un
momento que no existe retrato de Isidore Ducasse, cuando a fines de los años 70
se dio a conocer uno en Le visage de Lautréamont
de Jacques Lefrère.
Por
los mismos días que leía Guide du Paris surréaliste,
recibí, regalo de mi amigo Guy Ducornet, un librito de 56 páginas titulado Paris surréaliste y publicado en 1991, con
fotos de Rodolphe Hammadi y texto de Gérard-Georges Lemaire. Entre las fotos, destacan
la de la estatua erótica del Musée Grévin, la de una tienda sobreviviente de “Bois-charbons”,
la de la Conciergerie y la del busto de Henry Becque, todas ellas familiares para
los lectores de Nadja. Lemaire dirigió en 1997, por cierto, la obra muy rica, en
dos tomos, Théories des cafés, que incluía
el trabajo de Georges Sebbag “Le café surréaliste”, prospección espléndida en el
París surrealista de los bares y cafés.
El París
surrealista fue objeto en 1973 de un libro sin vuelo alguno de Marie-Claire Bancquart.
En 2005 apareció en Barcelona Paris i els
surrealistes, repleto de ilustraciones y con trabajos poco distinguidos, a pesar
de las buenas firmas con que contó, pero que además tiene un título completamente
engañoso, ya que la exposición que lo originaba no era sino una exposición más sobre
el “arte” surrealista, y París solo está presente a título decorativo.
Ni en
Paris i els surrealistes ni en la reciente
guía aparece citado el mejor libro sobre la materia: Paris and the Surrealists (Thames and Hudson, 1991), del gran George
Melly, con un centenar de admirables fotos de Michael Woods. Libro espectacular,
hecho por poetas, y que concluye con la visita de Melly al cementerio de los Batignolles
para ver el “Je cherche l’or du temps”, y con la visión de un París donde Breton
y sus amigos “no solo buscaron el oro del tiempo, sino que lo excavaron para el
enriquecimiento de todos nosotros”.
La primera
vez que yo visité París fue en 1984, rumbo a Lincolnshire, Nordeste de Inglaterra,
donde iba a ver a una amada amiga canaria. Lo que debía ser una noche plácida fue
una noche alucinante. Había no sé qué congresos en París, y no encontré alojamiento
alguno, por lo que decidí quedarme en la estación. Solo que la estación la cerraban
a medianoche, así que tuve que dejar el equipaje en consigna y me lancé a caminar
por la ciudad, con prisas por el frío. Pocos coches circulaban, y atravesé un París
cuyos monumentos adquirían al punto un aura fantasmal. Recuerdo verme también sobre
el puente del cementerio de Montmartre, y a un tipo con unas prostitutas que me
llamaba en la calle Pigalle. Una bella dama de piel caoba me paró su coche con un
“bonsoir”, pero, ay, yo había dejado el dinero que traía en consigna, previendo
algún conflicto en el París de la madrugada... Y mejor fue así, porque aquel viaje
nocturno fue indeleble en su extrañeza absoluta.
Dos
años después, ya me lancé a la conquista campesina de París, quedándome allí unos
siete días de mayo. Mi vademécum fue el maravilloso libro Guide de Paris mystérieux, publicado un año antes, ya que, aparte traer
infinidad de noticias curiosas, se abría con una serie de mapas, entre ellos del
París de Nadja, el de Maldoror, el de los pasajes y el de Fantômas, todos los cuales
fotocopié para hacer los recorridos del modo más escrupuloso, y sumándoles algunas
referencias sacadas de la guía y ciertos espacios de las maravillosas historias
de Adèle-Blanc-Sec, que se habían traducido en España. Conservo las fotos de
aquellos días frenéticos: la torre Saint-Jacques, la puerta Saint-Denis, los Buttes-Chaumont, el restaurante Chartier (donde almorcé, asediado por la sombra del Conde de Lautréamont, que había muerto en aquel edificio), el pasillo de la casa donde vivía André Breton (a un lado de la entrada el aviso “Danger de mort”), la plaza Dauphin con el hotel Henri IV, la estatua del Caballero de la Barra, el arco del triunfo del Louvre (por Péret), las reservas de agua de Montmartre (que Fantômas hizo reventar), las construcciones de Ledoux, el París de Nerval y de Van Gogh, el de las catacumbas y el de las cloacas, el de Flamel y Pernelle (con su vieja casa, pero también con el más moderno cruce de sus calles), las tumbas de Nerval y Raymond Roussel en el Père Lachaise (la primera objeto de un delicioso texto del Courtot de los tiempos de L’Archibras, y la segunda con su rincón para el ajedrez), la cadena de pasajes (incluidos el de los Panoramas y mi favorito, el del Deseo), el cruce de las calles Vivienne y Colbert (canto VI de Maldoror, y con un enorme y ufano gallo encima de un nicho), el parque Monceau y el canal Saint-Martin (por Tardi), el baudeleriano ángel de lo bizarro de la Rue de Turbigo (también fotografiado por Michael Woods), etc. Doce de esas fotos reproduzco en este volumen, en grupos de cuatro.
aquellos días frenéticos: la torre Saint-Jacques, la puerta Saint-Denis, los Buttes-Chaumont, el restaurante Chartier (donde almorcé, asediado por la sombra del Conde de Lautréamont, que había muerto en aquel edificio), el pasillo de la casa donde vivía André Breton (a un lado de la entrada el aviso “Danger de mort”), la plaza Dauphin con el hotel Henri IV, la estatua del Caballero de la Barra, el arco del triunfo del Louvre (por Péret), las reservas de agua de Montmartre (que Fantômas hizo reventar), las construcciones de Ledoux, el París de Nerval y de Van Gogh, el de las catacumbas y el de las cloacas, el de Flamel y Pernelle (con su vieja casa, pero también con el más moderno cruce de sus calles), las tumbas de Nerval y Raymond Roussel en el Père Lachaise (la primera objeto de un delicioso texto del Courtot de los tiempos de L’Archibras, y la segunda con su rincón para el ajedrez), la cadena de pasajes (incluidos el de los Panoramas y mi favorito, el del Deseo), el cruce de las calles Vivienne y Colbert (canto VI de Maldoror, y con un enorme y ufano gallo encima de un nicho), el parque Monceau y el canal Saint-Martin (por Tardi), el baudeleriano ángel de lo bizarro de la Rue de Turbigo (también fotografiado por Michael Woods), etc. Doce de esas fotos reproduzco en este volumen, en grupos de cuatro.
Al parecer, en la Rue du
Pont-Neuf, n. 33, aún existe el restaurante “Le chien qui fume”, que nombra André
Breton en “Tornasol”. Yo me lo encontré, pero en una calle de
Oporto, o sea en versión portuguesa, y allí paré unas cuantas veces, porque no solo
me recordaba el poema de Breton, sino porque se comía muy bien y era totalmente
popular, sin un solo ápice de aburguesamiento por aquellos aún no tan adulterados
tiempos.
Página ilustrada com obras de Singwan Chong li (Chile), artista convidada desta edição.
*****
Agulha Revista de Cultura
Número 107 | Fevereiro de
2018
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