segunda-feira, 27 de agosto de 2018

ALBERTO RUIZ DE SAMANIEGO | Fernando Casás, viajes al otro mundo


Habéis salido del estado elemental hace tan poco tiempo, vuestro parentesco con lémures y otros prosimios es aun tan cercano, que buscáis la abstracción sin poder despegaros de lo palpable.

Stanislaw Lem

Memento mori: Kant lo dijo muy claramente: la naturaleza no es más que materia sometida a leyes. Con ello quedaba correctamente codificada la figura completa de la física newtoniana, al tiempo que se preparaba el determinismo científico de Laplace. Tal vez, para entender la obra de Fernando Casás debamos, sin embargo, pensar, por ejemplo en la física aristotélica que dominó toda la Antigüedad hasta que irrumpió en la Edad Moderna. Era una física que abarcaba la movilidad de todo lo natural. Como Aristóteles, muchos de los proyectos de Casás (y especialmente los llamados Errantes e Idiotas) piensan en la naturaleza como un ciclo antes que nada empírico, en absoluto forma o ideal o legislado, donde además ha de haber una hipnótica uniformidad entre la experiencia diaria de la vida y la propia percepción de la naturaleza, susceptible de producirse en instantes privilegiados en que se daría una suerte de suspensión o transgresión de las supuestas leyes fijas de la física y que funcionarían al modo de umbrales de instalación en el misterio de los espacios insondables. Como si lo que consideramos realidad fuese tan sólo una parte infinitesimal de la realidad real, una capa que nos impide penetrar en dimensiones más profundas de lo existente. Hay incluso en la poética de Casás un anhelo de misterio numinoso y un vértigo de las profundidades semejante al que hallamos en los poemas cosmogónicos de William Blake, o al que encontramos en la literatura fantástico y en los afanes arqueológicos acompañados de ciertas visiones de formas grandiosas de la naturaleza y los espacios interestelares característicos de escritores como H.P. Lovecraft, Arthur Machen o W.H.Hodgson. Una sensación – en palabras del propio Lovecraft -de alienación cósmica, de misterio sobrecogedor, y de aterradora expectación.  
Ninguna ley prescribe en definitiva el dibujo de las costas, el relieve de los paisajes en miniatura que deja el rastro de un insecto sobre una superficie, la degradación de la madera a la intemperie, las ramificaciones intempestivas de los surcos de agua. Se trata de singularidades, identidades como acontecimientos, infinitamente alejadas de toda posibilidad legislativa, de cualquier determinismo. Se trata de la existencia, no de la razón. Esto es lo que se ha perdido con la abstracción de la ciencia moderna. Nos falta naturaleza. A menudo, como señala Michel Serres, las leyes de la materia se prolongan hacia lo universal, mientras que la vida esconde su secreto en la precariedad del lugar; codifica, localmente, un pliegue o un lugar concreto, singular, separado. Trabajo piadoso de Fernando Casás por conservar el recuerdo de estas singularidades, por cartografiar localmente su tránsito -breve, frágil, sutil- en el tiempo. Pues nos falta también tiempo. Su duración. Es ciertamente lo que también hemos perdido. Fernando Casás ofrece , así, precipitados de mundos. Acaso porque para él la duración es menos lo que se hace que lo que se deshace. Y al deshacerse, se precipita. Como si el amor fati nietzschiano se hubiese vuelto o pudiese leerse como destino de erosión, o mejor, lo que mueve el mundo:  eros / ão. En esta poética, al estar subordinado el tiempo a coordenadas naturales, éste, el tiempo, es siempre de la degradación. Tiempo de la entropía, captada por sus efectos negativos: desgaste, degradación, merma, destrucción, pérdida, óxido, confusión, olvido.
La vieja y un tanto mecánica mñusica de las esferas y los sólidos que conducía el universo ha derivado y una desordenada descarga jazzística. Dinámica de fluidos Sirresis:  la música de los cambios (podemos, claro, pensar en Cage, o en las técnicas aleatorias del I Ching); allí donde todos los parámetros de la composición son establecidos a partir del lanzamiento de dados. En el fondo se trata de buscar continuamente los márgenes de indeterminación de los sistemas, ya sea una gota de agua, ya los océanos. Los parámetros de un universo oscilante, que atraviesa, sucesivamente, ciclos de expansión y contracción. Anillos de muerte y regeneración. Los restos abandonados por las mareas, el mismo movimiento del agua sobre un superficie, o el de las nubes y los torbellinos, nos hacen meditar sobre el tiempo. Sobre el desorden que circunda las estabilidades locales, las simetrías precarias, los fenómenos físicos ordinarios. Facil se ve que la regularidad tan sólo es limitación de escala, una singularidad sobre un fondo de fluctuaciones. Equilibrio en medio de la desviación.
Omnívoro, penetrante desorden, con su trabajo de termita. Es el ruido de fondo del tiempo y su señal. Que sólo promete lo confuso y la babel de los sentidos o lenguajes. Así pues, en el borde entre lo diferenciado y lo indiferenciable, entre la diseminación y la siembra, entre la tierra y el agua, en el modelado salvaje que las mareas del océano hace con la materia como si de la abrasión de un tiempo enorme se tratase, allí, en los procesos metabólicos (catabólicos, anabólicos, ¡diabólicos!), hallaremos la ocupación de Fernando Casás. Toparemos con el tiempo, ese devorador, gran escultor. De la confusión, difusión y digestión, de la fluctuación, degradación, transformación e interacción, en fin: del derrame y sus remiendos transitorios. Versión, diversión del tiempo (en nosotros, que también somos naturaleza, a pesar de todo, o de Kant y la abstracción moderna.)
Porque hay que ser un cuerpo vivo para saberse regulado por estas corrientes sucesivas, por estos tiempos diversos que en mí confluyen y que no se dejan someter a leyes. Diríamos, pues, que Casás aspira a ser cuerpo hipersincrónico. Como un lugar transitado por muchos bordes que anuda múltiples tiempos, no sólo los de vida y muerte de la experiencia concreta singular de una biografía, sino todos los tiempos posibles o imaginables. Tiempos idos y venidos con las mateas eternas, tiempos del ayer inmemorial y del mañana postrero. Tiempos de las especies y los continentes, tiempos interestelares y moleculares, Infinita complicación de tiempos carente de cierre: tiempo-remolino. El universo el el Maelström de Poe. Porque nada es más cierto que el mundo y cada cuerpo individual se desorganizan, se desarticulan y derraman, están saturados de muerte e inconstancia, esto es: el mundo es entropía porque es lanzado, como un dado imparable y frágil, por los dedos traviesos del niño-tiempo que gusta de remover y reordenar continuamente los escombros llamados materia, por él mismo esparcidos. Para su diversión, como un niño jugando con su trompo. Ciclo, reciclo, laberinto. Michel Serres: La vida puede denominarse ese remolino abierto que rueda cuesta abajo, que baja, que sube y que vibra, ritmado. La vida es esa recuperación fallida, retomada, en vilo, de la continua destrucción, recuperación que relanza la desviación, un zozobrar que se desploma por fin para ser levantado de nuevo por una descendencia. 
Pongamos que haya varios tiempos, por seguir de nuevo a Serres: el de la diseminación del orden (sería el de la termodinámica), el de la reconstrucción de los pedazos (neguentropía) y el del lanzamiento de la desviación (termodinámica de los sistemas abiertos). La obra de Casás ha de entenderse como la sincronía de estos tiempos. Por eso sus piezas a menudo nos hablan de diferentes temporalidades que se superponen en una continuidad sincopada, llena de cicatrices, vaciados y rasguños -las dentelladas del tiempo-. La obra es multitemporal, polícrona. Por eso, también es, desde su fundación, pura agonía, organismo resultado del baile de las termodinámicas. Naturaleza exhausta, al cabo, deyecta, cansada, como víctima y mezcla de un combate en que orden y desorden han pujado hasta la muerte final. Cada obra es dramática compenetración y resistencia. Trágica, por estar penetrada hasta la saciedad de tiempos: hasta que, al fin, se vuelva naturaleza muerta, entonces. Cada obra de Casás es un borde de esta mezcla. Y, por ello, un memento mori. Un recuerdo de mortalidad. No sólo la nuestra. También la de la materia, la del universo todo.
Por ello mismo, antes que nada, actúa como las termitas (Ciclo do Cupim, Cupinzeiro, Murundum) o como los gusanos de mar (Cabeça de negro 04 / Maremoto) o las hormigas (Molde de Formigueiro, Formigueiro). Nada, pues, de música de las esferas, sino ruido digestivo: babel canto joyciano. Corroyendo sentidos, destrozando formas y fijezas, ampliando el ruido de fondo que ha de aniquilar el sentido de la lengua, de la forma, de la historia. Abriéndose pasos a dentelladas, a cuajos, a cuarks puros. Privándonos de cobijo. Mordiendo y reduciendo a polvo todo fundamento en que el sistema o la casa propia se sustentan. Nihilismo: siempre hay que empezar desde cero. Por eso se puede decir que Fernando Casás es un constructor de olvidos o, lo que es lo mismo, un historiador de pérdidas, un visitador y un hacedor de escombros fósiles.
Bajo el signo de Poe. Proposición general del poeta americano en ese extravagante tratado de cosmología que es Eureka: En la unidad original de la primera cosa se halla la causa secundaria de todas las cosas, junto con el germen de su aniquilación inevitable.
Viviendo de muerte, muriendo de vida, el tiempo actúa silenciosa y mortalmente sobre nosotros como la acción metafórica de las termitas. Las termitas, es sabido, generan lo que se llama sistemas desérticos. Sistemas que no construyen nada, no desarrollan ninguna civilización, no tienen nada fuera de ellas mismas, no crean ningún valor. Deberíamos tratarlas como meras fuerzas naturales (como creo que Casás las entiende). Porque tampoco la naturaleza crea juicios de valor. Estas estructuras son sencillamente lo que son, y no tiene otra función que ésa: sobrevivir. Las termitas cuestionan seriamente la evolución, si por ella entendemos el avance hacia la complejidad, el perfeccionamiento de la homeostasis… un mejor empleo de la información genética. O mejor incluso: la evolución quiere salvarse tal como hacen las termitas: huyendo hacia adelante, produciendo sin pausa transformaciones triviales bajo una aparente riqueza o estabilidad de las formas que no es más que una amalgama de simulacros y compromisos. El termitero simboliza en la poética de Casás el contacto fascinado y pavoroso con el mundo inmediato de lo temporal y lo mortal, sin remisión posible. Y es sabido que la historia de Occidente no es otra que la del anhelo de escapar al tiempo. Mircea Eliade lo llamó terror de la historia. La vocación de escapar del tiempo se manifiesta como una búsqueda compulsiva de la condición existencial o de la tierra más allá del tiempo, que es como decir más allá de la condición de naturaleza. En realidad esta búsqueda es el mito fundador de casi todas las culturas humanas. Búsqueda del origen o el reino antes o por encima de la temporalidad intemporal. ¿Dimensión posible?
Acosmismo: nos falta, pues, el mundo. Lo hemos ocultado bajo la geometría de los mapas y las abstracciones tecnológicas, bajo el continuo del grafismo, el rumor de los discursos, de las estrías, las retículas, la segmentación de los especialistas y sus signos. Tal vez porque así confiábamos en ocultar esa su inmediatez temporal y mortal. El gesto de Casás busca, por el contrario, recuperar siempre esa naturaleza sofocada: las rutas inciertas de las estrellas, los relieves, las orillas del mar y de los ríos, la belleza de la selva imparable y sus insectos. Empieza por el gesto puro de la contemplación en los Proyectos Idiotas, o la mínima intervención azul de las Entradas en la naturaleza. Se trata de intentar librarse de todas las tiranías de la representación, de toda la brutalidad del logos, de los campos de relaciones y analogías, para acceder a aquéllo que el idealismo triunfante de Occidente parece haber perdido: la belleza pura de las cosas del mundo, la grandeza del combate de ahí afuera. Arrumação da maré (Arreglo de la marea), Enterramentos de troncos, Proyectos Errantes en las playas o los ríos en Mambucaba de Brasil, en Sobrado de España o en la nieve de Les Diablerets en Suiza. En todos ellos, se trata simplemente de ver aquéllo que la ciencia y otros modelos de representación han cegado, volver por ejemplo a la ingenuidad antigua de lo griegos en lo que estos denominaban la sonrisa innumerable de las aguas; sentir de nuevo la ráfaga de los vientos y el combarse ritmado de la vegetación, la diseminación de las arenas y la deriva de los archipiélagos, el encaje, en fin, de las orillas y las cumbres, de los parajes, las bestias y los hombres: la colaboración tal vez presentida, en todo caso inconsciente, entre los flujos estelares y los entrañados en la psique humana. El mundo, pues, vuelto a mirar de nuevo, pero nunca a ser leído, interpretado, transformado, vuelto universal o una totalidad, sino el universo como estallidos de su plenitud en fragmentos, descarga de formas en equilibrio ínfimo que confirman, al modo de una poesía intimista o un mirar de sordomudo arcádicamente festivo, como en un satori, los decires de las aguas, del aires, de los elementos todos de este milagroso flujo de partículas que llamamos cosmos. Esos proyectos lo son de una fiesta del mundo. De nuevo: un retorno de lo perdido u olvidado. Reencuentro de nuestros ojos en el acto de ver. Hacer simplemente ver, escapando de las redes de la causalidad, la materia, lo espacio-temporal y otras categorías tradicionales del pensamiento. La perfecta exactitud infinitesimal de un todo que pulula o respira. Llamémosle lo real pleno, saturado de detalles infinitos. Experiencia abierta del mundo. Sin ningún corte o análisis, sin recortes ni fracturas, sin el consabido cierre racional. Sin definición ni definitivo. Y entonces, parece que el universo comienza a semejarse más a un gran pensamiento que a una máquina. Eddington resumió esta sensación inefable en una famosa frase: La materia del universo es materia mental.
Vieja nostalgia alquímica en donde el hombre creía que a toda percepción física correspondía un componente psíquico. Anhelo de una equiparación o confraternización material del inconsciente. Selva-gen: fondo selvático que nos constituye, presencia de una herencia que, siguiendo a Monod, vendría del fondo de las edades, que no es solamente cultural, sino genética. Anhelo lovecraftiano de inmersión en una suerte de conciencia ancestral, tal como por ejemplo le sucede al escultor Jeffrey Corey, en el relato Arcilla de Innsmouth. 
Nostalgia también, por tanto, de una suerte de mente grupal o forma de inteligencia colectiva en la cual cada individuo compartiría una idéntica impronta psíquica. Nostalgia de la unidad perdida y el comportamiento simultáneo que organismos inferiores parecen todavía poseer. Justo lo que nos enseñan las actividades altamente evolucionadas y coordinadas de algunos animales mas antiguos que el hombre, como los foraminíferos, las hormigas (que tienen cien millones de años y sin duda nos sobrevivirán; se comunican individualmente por las feronomas, pero también por el entorno: una hormiga joven aprende las redes, los caminos trazados por sus congéneres), las termitas (antigüedad: trescientos millones de años). ¿Cómo concebir y aprehender esa duración con nuestro tiempo cerebral, orgánicamente tan limitado? Darwin afirmó que nuestro registro fósil es comparable a una biblioteca de la que sólo quedan algunas páginas, palabras, letras sueltas… Evolucionamos, en fin, en un océano de olvido.
Laberinto: mientras lo real racional trabaja en tallas y recortes limpios, cercos virtuosos y formales que no dejan de hablar de la eterna aspiración a la exactitud y limpieza ajardinada del paraíso, estos organismos, estas fuerzas, construyen la división y los fragmentos, bifurcan y agujerean sin pausa, asimismo sin retorno posible. Lo real resurge así como un laberinto que no cesa de crecer y ahondarse en las entrañas materiales. Como el verdadero laberinto de la evolución mismo. Actividad incesante del hormiguero o la zapa del insecto selvático, de la selva misma y la intemperie: nunca se dan por terminados los reinicios, las invaginaciones, las probaturas y los despilfarros. Allí donde las cosas nunca se acaban ni definen, como los laberintos de igapós e igarapés que, formados por las lluvias tropicales, multiplican los brazos del río amazónico renovándolo a cada rato, transformando y borrando la apariencia del bosque arquetípico (Terra 100 / Látex). Si el hombre purifica y define, excluye y aparta los escombros, ellos viven en los desperdicios, en las raspaduras y las escorias, en la digestión y el derrumbe. Contraideal, contagioso infierno de lo no-racional. Este trabajo no deja más que raeduras, divisiones, serrín, polvo, suciedad: laberinto. Las hormigas, las termitas, las lluvias y torrentes son los otros, los que derrumban el espacio teológico y puritano de la escisión y la separación categorial de los trabajos y los días del hombre razonable. Las que aniquilan sordamente, ladinamente, con soberbia catastrófica, la esforzada división primera de lo sucio y lo limpio, lo falso y lo verdadero, lo oscuro y lo claro, lo imposible de lo cierto, lo contrario y lo idéntico, el mal y el bien, lo puro y lo impuro, todo el trabajo, en fin, de la exclusión que ha sido el hombre. De golpe ellas nos levantan los escombros, la basura y el vaciado de nuestros planes constructivos y nuestras producciones estables. De toda nuestra asepsia de organismos superiores. Y nos dejan a la intemperie, como a cielo abierto y arrasados por los vientos y corrientes. Casás aprecia entonces las maravillas perdidas u olvidadas en esos sus procesos de desmontaje infinito. Fecundidad de la entropía y la confusión de signos y formas. Fecundidad de los escombros y las toperas, donde al fin reencontramos el mundo. Pues el mundo son sus estertores, y sus turbulencias. Desviación generalizada: la diseminación es inseminación, la corrupción es generación, y viceversa.
Espacio patchwork: espacio del nomadismo, el caos y el devenir. Mundo a la deriva. Allí donde, según Deleuze, los puntos están subordinados al trayecto, a vectores. Lo apreciamos en los moldes de hormigueros que Casás ha tratado, o en el lenguaje babélico de los rastros de termitas, los cambios inhóspitos de la dirección o hacen este espacio como entre los nómadas del desierto o en los igapós de la Amazonía. Espacio eminentemente direccional, como de deriva imparable. Poblado por acontecimientos mucho más que por cosas formadas o percibidas. Es un espacio de afectos más que de propiedades (Mil mesetas). Aquí las percepciones son más bien hápticas -relacionadas con la continuidad de los movimientos y los gestos vitales-, sinápticas antes que ópticas. La materia de este espacio es fuerza, intensidad; el destino del proceso es el deleuziano cuerpo sin órganos, la superación de un organismo con toda su organización articulada. Como un espacio bañado por todo tipo de fuerzas elementales, por los vientos, las potencias táctiles, los ruidos y los flujos de partículas independiente de toda métrica, ajeno, en fin, a un logos. Basado más bien en en condiciones estocásticas de frecuencia. O de acumulación incontrolable. En formas de aparición aleatoria en el tiempo y el espacio.
Cuando Dédalo, constructor del laberinto -inventor entre muchas otras cosas de la doble hacha, la vela y las estatuas que se mueven-, escapa del rey Minos, es acogido por Cócalo en Sicilia. Pero Minos localizará luego al fugado por medio de una hermosa estratagema: en cada ciudad que recorre promete una recompensa a quien sea capaz de pasar un hilo por entre las espirales de una concha. Cuando Minos ve que Cócalo le devuelve la concha surcada por el hilo, supo que había dado con Dédalo. El problema se había resuelto practicando un agujero en la concha por el que se hacía pasar una hormiga, entorno a la cual había que atar un hilo finísimo. Minos sabe que sólo el constructor del laberinto sería capaz de hallar una solución tan bella. Ya Hesiquio había definido precisamente el laberinto como un lugar en forma de concha. Y G.Gregoire, señalando el Carácter hipogeo del laberinto, piensa en la palabra labirion, esto es: galería cavada en el terreno por el topo. Casi diríamos que el laberinto surge cuando el primer día de la creación los purísimos elementos de la geometría son arrojados al fango de la mezcla empírica y lacerada, al mundo hostil de la materia. El laberinto es así el contraideal de la pureza armónica y la blancura formal de Occidente, la maravillosa imperfección de este mundo sublunar, se corresponde con el indígena, el otro irrecuperable, verdaderamente el adversario de Euclides. Internarse en el laberinto comporta, pues, pasar por los enredos y las falacias de la oscuridad que es al cabo el reino de este mundo.  Como hicieron los judíos dando vueltas durante siete días a las murallas de Jericó; o los aqueos, asediando Troya durante nueve años. El laberinto es lo que hay, el conglomerado libre y pintoresco o el desarrollo espontáneo de las formas de la naturaleza. Hasta el punto de que las vueltas de los intestinos y las líneas trazadas en el hígado son un espejo microcósmico del curso laberíntico de las propias constelaciones celestes. Propongo pensar en las piezas laberínticas de Casás como en el palacio de Cnossos. Verdaderos ataques a la teocracia absoluta de la civilización del progreso tecnológico, cuya técnica constructiva consiste en el triunfo de la estructura, el orden, la serialidad o incluso la simetría. Frente a ello se dispone una tipología constructiva realizada como desde un crecimiento vegetal y una ilogicidad incontenible. Como en Cnossos, inmediatamente debajo de la superficie que vemos, abundan las bifurcaciones, los dédalos y subterráneos, las galerías de tinieblas. Remisión sin duda a la caverna y su fenomenología, o a la concha y sus prometidos descensos tenebrosos. Y a la memoria entonces del indígena como arquetipo vivo del hombre selvático, los ecos de cuya arquitectura funcionan para el hombre blanco como las puerta de un mundo trascendental, atávico y en buena medida para él espantoso -tal vez porque las revoluciones y las rebeliones se fraguan siempre en las catacumbas-. En esos momentos es cuando precisamente la humanidad juega, como el laberinto, al orden misterioso y salvaje de la naturaleza. El laberinto es el lado subterráneo del alma humana, acaso la resistencia del inconsciente o la naturaleza -que acaso también sean lo mismo para Casás- a la imposición de formas de lo humano. Para imponerse precisamente a este desorden el hombre racional se sirvió del cálculo, de la matemática y el signo. Políticas tecnológicas del conocimiento. Pero la apuesta por la con-fusión que está en contra el determinismo, la armonía y el orden  en favor de una complejidad exigente y en buena medida azarosa, ha de estar del lado del arte, como la poesía de Milton está del lado del diablo, pero sólo porque el conocimiento -matemático o no- cree haberse liberado -equivocadamente- de toda corporeidad, porque consideró su naturaleza ajena en todo a lo tangible. Ta vez las obras de arte no sean otra cosa que relatos sin coherencia, pero con asociación, como los sueños o la topología, un campo relacional, de nudos, ramificaciones, vías y enlaces donde se cartografían acontecimientos, intensidades, ondas de energía en que el mundo objetivo cesa de existir, igual que un eléctron que da vueltas alrededor del núcleo de un átomo está representado por una onda en la física cuántica, porque no recorre ya un camino exacto, sino una serie de trayectorias posibles. No es en verdad un objeto, sino una nube, un flujo. Las partículas más elementales de la materia forman parte para siempre ya de un mundo invisible cuya dimensión profunda nos eludirá siempre. Lo fundamental es lo imposible de conocer: ¿dimensión posible? Los poemas, asumió Novalis sin sonrojo en su Enciclopedia, carecen de sentido y coherencia, a lo sumo poseen algunas estrofas comprensibles. Porque deben ser como simples fragmentos de las cosas más diversas. La verdadera poesía puede tener a lo sumo un sentido alegórico en su conjunto y un efecto indirecto como la música. Por eso la naturaleza es puramente poética -y también la habitación de un mago - de un físico – la habitación de un niño – una habitación encantada y una despensa. Será por eso que Casás  no busca, como los manieristas por ejemplo, desde la ambigua melancolía, la sencillez del centro, que sería como el punto nuclear del laberinto y su volatización instantánea. No utiliza la hormiga para guiar el hilo hacia la salida. En su poética no hay ninguna estrategia de respiro: no exit. Bien al contrario, acelera ese su trabajo deconstructivo, impulsa la propia excavación confusa del sentido que la hormiga y su túnel de tierra tan bien dramatizan. El desmoronamiento y el vaciado, la incompletitud y la corrosión erosiva, el eros de la oscilación desviante y la pérdida. Incluso la geometría, la recta y la retícula, cuando se utilizan, son contemplados en su porción paródica y aporística. Desarrollados a un nivel o una intensidad tal, que no pueden más que favorecer la propia deriva, el caos entrópico y malsano que el archivo cuadriculado, ortopédico, formalista y ordenancista trataba de evitar en su gramática hipertrofiada que aspiraba a la perfección estable de las formas celestes o prisioneras de una idea:incorruptibles, puras, completas, verdaderas, libres de pasiones y pacíficas. Esas intervenciones como de la ciencia positiva, que intentan trazar con el mayor cuidado los bordes y las separaciones, cuidadosamente preparadas para sorprender y capturar lo invisible, estas manipulaciones o precisiones fronterizas que consisten en trazar el límite entre lo de fuera y lo de dentro, de nada sirven, al cabo, para definir los intervalos, los flujos de ondas, los vientos de alma, las vueltas de los parásitos.
Así, pues, la vida de la materia en las obras de Casás, bien lejos de participar de la bienaventurada pureza de una región ideal supraceleste, justamente por ser forma de existencia inextricablemente ligada a la naturaleza, comparte las tinieblas y aflicción de lo que los griegos habían llamado Hades o Tartaros, nombre este último supuestamente derivado del término tartarein, esto es: perturbar.
Que el mundo es perturbación, remolino, maraña o turba, le concede un simbolismo interesante a esta poética: el dramatismo que subyace en toda belleza. Cada creación madurada en eones y luego destruida. La pieza, lo presente en su estar resistente, es como la máscara de un desastre por venir, en tanto que también es el efecto de catástrofes o desvíos anteriores. La pieza sólo existe en tanto forma un precario paréntesis en medio de un proceso inmenso cuyo origen es la ruina misma. Y, asimismo, cada obra es, potencialmente, ruina. Pues la flecha del tiempo conduce inexorablemente a la degradación o al desorden. Es ésta una visión tendencialmente geológica que conviene perfectamente con la concepción que el artista maneja de la evolución natural. La creación se sucede una y otra vez durante millones de años, cada creación destruida a su debido tiempo por una catástrofe mayor o menor que uno tan sólo puede seguir en su registro fósil. Hasta llegar a la actual, la creación precaria que nosotros habitamos. Si el azar es el nombre que damos a lo que provoca un cambio sin causa conocida ni dirección determinada, ese azar se manifiesta en todos los niveles de la evolución. Sabemos, por ejemplo, que la propia llegada de la especie humana no es más que una casualidad afortunada de la evolución. De no haber ocurrido hace 530 millones de años la gran extinción que destruyó nueve décimas partes de todo lo que vivía sobre la Tierra y de la que nuestra línea fue una de las pocas que sobrevivieron, quizá hoy no existirían vertebrados ni, por consiguiente, seres humanos. La aventura de la vida no ha dejado de conocer muchas otras catástrofes. Hace 225 millones de años se produjo una nueva extinción, que aniquiló al 90% de las especies marinas que vivían en la época. Nuestros antepasados escaparan a ella, no se sabe bien por qué. Y luego, hace 65 millones de años encontramos la ya conocida extinción masiva que provocó el exterminio de los dinosaurios y, con ella, la gran oportunidad de los pequeños mamíferos que se desarrollarían hasta llegar a lo que somos nosotros. Debemos nuestra existencia a esa catástrofe planetaria que provocó el impacto de un meteorito inmenso sobre la superficie del planeta. La misma historia del universo es una crónica de episodios violentos. Sólo con el choque y el colapso material cósmico se ha podido formar el medio interestelar. Los agujeros negros son, en este sentido, el nivel máximo conocido de violencia còsmica, el límite de toda dimensión concebible: una distorsión del tiempo, asimismo, infinita. Si pudiésemos atravesar uno de ellos -algo imposible-, alcanzaríamos tal vez una dimensión del universo diferente (incluso otros universos), una tierra más allá de lo que entendemos por tiempo. Lo que para un científico pueden significar estas mutaciones violentas -huellas y promesas de evolución, al cabo- para Casás -como para Lovecraft- acaso determinen fundamentalmente fascinantes violaciones de las leyes ordinarias de la naturaleza que no dejan de provocar una paulatina pérdida de confianza en la integridad de los sistemas racionales de aprehensión e intelección de los fenómenos naturales. ¿Puede llegarse al paraíso a través de estas estrellas colapsadas, de estos agujeros negros? Quizás  Dimensão possível sueñe con esta posibilidad.
Teoría de las signaturas: el arte geológico de Fernando Casás consiste en buena medida en seleccionar y ordenar esos sentidos azarosos o catastróficos en la naturaleza, el arte de descifrar y cartografías sus fuerzas y desvíos, las figuras transitorias que ellos generan, De nuevo, Novalis: El hombre no es el único que habla -también habla el universo – todo habla – lenguajes infinitos. / Teoría de las signaturas. Infraleve teoría de las signaturas son los proyectos errantes de Casás, por ejemplo. Marcas azules en territorios como práctica indicial de respuesta tímida a la presencia muda de un acontecimiento no codificable. Teoría de las signaturas son, sin duda, todos los almacenamientos y recogida de materiales que la naturaleza ha ido depositando en la intemperie como restos desgastados en el océano del olvido. Las Marmitas, el Ciclo do Cupim, los excrementos de termitas depositados sobre planchas de madera, las erosiones naturales y artificiales, las superficies quemadas, los detritos de madera, etc. La recolección es potencialmente infinita, como la naturaleza y las huellas que en ella puedan haber dejado los innúmeros procesos del tiempo. La naturaleza, señaló Novalis, es una ciudad mágica petrificada. Eso sin contar, por supuesto, con el nivel atómico de la materia, donde, por lo demás, ya se sabe que el mundo objetivo deja de existir y no quedan más que incertidumbres probabilísticas.
En en límite, puestos a fantasear con esta teoría, recurro a la deliciosa imaginación borgiana del matemático decimonónico Charles Babbage. Babbage veía cada acontecimiento del pasado como una perturbación que reordenaba la materia atómica y que por ello tenía que haber dejado un recuerdo imborrable, inextinguible y posiblemente legible incluso para una inteligencia creada, un poco de la misma forma que los anillos de tronco de los árboles revelan el pasado climático: Ningún movimiento provocado por causas naturales o por la mano del hombre se elimina nunca… El mismo aire es una enorme biblioteca, en cuyas páginas está escrito para siempre todo lo que el hombre ha dicho o incluso ha susurrado alguna vez… y los materiales más sólidos del globo portan del mismo modo testimonios perdurables de los actos que hemos llevado a cabo. Hasta los pensamientos que no se han dicho sobreviven -pensaba Babbage- en el éter cósmico, en el que están grabadas para siempre solemnes votos incumplidos y promesas insatisfechas. Soberbio proceso a la humanidad entera por medio de estos registros indiciales, como un Juicio Universal laico que no sabemos bien a quién o por quién está dirigido.
El hecho de que la memoria colectiva de la humanidad o de la Tierra está grabada y disponible en algún lugar del espacio-tiempo no deja de ser una variante del mito del paraíso perdido. En la medida en que el tiempo tacha una vez tras otras sus propios documentos. En todo caso, consignemos que este anhelo novalisiano -presente en Casás- de devolver el pasado al presente, un pasado no como pasado aspiración romántica que ha de culminar majestuosamente en la Recherche du temps perdu de Proust. Bien sabía el francés, como Casás cuando retorne de Brasil, que los verdaderos paraísos son los paraísos que hemos perdido. En verdad, poco vale nuestra sofisticación actual frente a los quince mil millones de años que se precisaron para configurar nuestra complejidad. Si se convierten los 4.500millones de años de nuestro planeta en un solo día y suponemos que apareció a las doce de la noche, la vida, entonces, nació hacia las cinco de la madrugada para desarrollarse en el resto del día. Hacia las ocho de la noche aparecen los primeros moluscos. El hombre sólo surge en los últimos cinco minutos antes de las doce de la noche. ¡La revolución industrial únicamente ha comenzado hace una centésima de segundo! Podemos creer, no obstante, que nuestro cerebro conserva, sin embargo, la memoria de esta evolución. También nuestros genes. La composición química de nuestras células es un fragmento del océano primitivo. Todo relata más o menos solapadamente la historia de los orígenes. En la obra de Casás está muy presente, en este sentido, una idea de América en tanto que metáfora de una tachada dimensión originaria, arcaica capa geológica que, al ser desvelada, nos hace asomarnos a un estrato primordial de la mente en el que yacen nuestros terrores y deseos más ancestrales. La selva americana como una suerte de yacimiento psico-arqueológico de un pasado inmemorial de la humanidad que ha de ser descubierto y descifrado. Terra Camuflada y Agujeros o 1492 / América. Un poco de la misma forma en que la imagen del nuevo continente como un tesoro geológico inspirara ya a muchos europeos, por ejemplo, a Thomas Browne: Los tesoros del tiempo están enterrados a poca profundidad en Urnas, Monedas y Monumentos, apenas un poco por debajo de las raíces de algunas plantas. El tiempo tiene un sinfín de rarezas y muestras de todas las variedades; el que revela cosas viejas en el cielo, hace nuevos descubrimientos en la tierra y hasta la tierra misma es un descubrimiento. Esa gran antigüedad llamada América permaneció enterrada durante miles de años; y una gran parte de la tierra está aún en la urna esperándonos. (Hydriotaphia, Urne-Burial)
¿Acaso no trabaja también la propia ciencia astronómica al modo de una eoría de las signaturas? Se comprueba en eso que llamamos radiación fósil, una radiación débil pero muy real, que es el eco lejano y debilitado de la energía que estalló en los comienzos del cosmos. Cada vez que observamos el universo, lo que contemplamos en realidad es el pasado, tiempo pasado: la historia pasada del cielo, indicios, signaturas de un tiempo pretérito. Se confirma también en eso que llamamos retroverso: una geometría del universo que ya se ha ido. El retroverso no es más que la imagen del cosmos que nos llega después de viajar a través del espacio desde un momento dado hasta el presente. Cuanto más se retrocede en el pasado, más opaco se vuelve el universo. De nuevo aparece, pues, la incertidumbre, en tanto que desconocemos cuál sea la verdadera y actual forma de los que estamos observando. En 1992 -quinientos años después del gran descubrimiento del Nuevo Mundo- el satélite COBE (Cosmic Background Explorer) ya captó radiaciones emitidas sólo 300.000 años después del big bang. Con estos datos se pudo hacer la primera cartografía del universo en el momento en que empezó a existir el espacio, el momento, asimismo, en que los electrones y los protones se combinaron para formar átomos de materia. La imagen, vaga forma protoplasmática del despertar del universo -borrosa como las piezas siderales de Fernando Casás- no es pues otra cosa que el primer registro indicial, una mirada retrospectiva en el tiempo en busca del primer universo visible, el universo primitivo. La imagen del pasado más remoto que nos es dado conocer: 15.000 millones de años.
Metáfora, viaje, cósmosis: Volvamos por un momento al hilo de la concha y la hormiga. Visto desde el cielo, es un punto de dimensión cero. Visto desde aquí es un objeto de dimensión tres. Visto desde muy cerca, es un hilo conexo muy doblado, de dimensión uno. Visto desde más cerca aún, cada hebra de hilo es de nuevo un punto grueso de dimensión tres. Visto en sección, el hilo está formado por fibras de dimensión uno, tejidas en un plano de dimensión dos. Visto desde más cerca aun, es un conjunto de átomos de dimensión cero. Lo que varía no es la dimensión como tamaño o medida, es la dimensión en sentido topológico. Por consiguiente, el espacio tal cual. Esta oscilación de mundos o efecto de incertidumbre que genera el cambio de perspectiva o escala es recurrente en todo el trabajo de Casás. La llamaremos cósmosis, en homenaje a Stanislaw Lem, interpenetración de mundos (de nuevo: lo que según algunos prometen los agujeros negros). Multiplicidad de hipótesis posibles para un mismo resultado observacional. Tal cósmosis aparece,  por ejemplo, en Molde de Formigueiro, donde la escayola inyectada en un nido de hormigas pasa a convertirse en un mapa de un territorio virgen de dimensiones inciertas; aparece en Parte de uma pequena porta com dois vermelhos: las láminas de madera comida por termitas semejan conformar una suerte de escrita cúfica. Aparece en las raíces traídas por la marea y en las maderas erosionadas de la serie Reciclo y, claro, en los Laberintos. También en los Manuscritos del río Amazonas, en el Diario de Viaje (Cartas Marítimas com Neblina e Itinerario para las Minas). Aparece, en fin, de manera majestuosa en todas las series cosmogónicas: Dimensão Possível, Buracos Negros, Vía Láctea, Cosmos, Asteróide, etc. Un ejemplo muy hermoso que no deseo pasar por alto se confirma en Energia 01 / Vagalume: nueces de Brasil suspendidas cubiertas con pintura fosforescente remedan luciérnagas flotando en una noche estelar configurada en el estudio del artista. Vaga-lumen: luz doblemente vagabunda, inconstante e incierta, en tanto que sabemos de su artificio. Este mismo proceso intensamente poético de traslación o desplazamiento del sentido lo encontraremos en Batatas, la serie fotográfica en que diferentes tubérculos y vegetales (patatas, calabazas, coliflor, jacas, mangos) acaban por transformarse en sistemas planetarios. Nos topamos en verdad con actos poéticos puros, trasposiciones viajeras entre las diversas categorías y dimensiones de la realidad, conexiones analógicas entre mundos absolutamente separados. Cósmosis. Metáforas, en definitiva: viajes. Metaforizar, en su sentido etimológico, significa justamente extraer una pieza de un cosmos para encajarlo en otro. Transporte que era para el griego fin esencialísimo del arte. Un objeto extraído del mundo es llevado -como el propio artista de niño es conducido, luz vagabunda, al Nuevo Mundo y, mucho tiempo después, de allí nuevamente a Europa- a una dimensión sustitutiva que le hace cobrar una existencia casi del género fantástico, una realidad intermedia y sobrecogedora que, en ese su carácter fingido, fantástico, trasluce una intención fundamental: transgredir lo real, postular incluso la inexistencia efectiva de la realidad tal y como ordinariamente la concebimos. Problematizar, al cabo, nuestra concepción de lo que vemos, cada lugar al que pertenecemos. Descubrir, en fin, las posibilidades de otros mundos por encima -o por debajo- de las capas de superficie en que estamos instalados.
Dimensión errante, pues, de nuestros espacios de representación y de existencia. Desplazamientos inusitados de las categorías, de la tierra y del agua, de la verdad y la mentira, de lo cercano y lo lejano, lo íntimo y el afuera estelar, la ciencia y los ensueños arquetípicos. De los ancestros y los futuros. Casás: arraigado y desarraigado, fuera del tiempo, de su idioma y su país, desembarcando siempre en otros lugares, europeo en América, brasileño en España. Errante y anclado, contradictorio por existencia. Escindido por la atracción de una Arcadia primordial entrevista con ojos siempre extranjeros, los del civilizado, los del estudiante de Diseño Industrial en la carioca ESDI, los del artista blanco de origen occidental trasterrado al hondón primitivo cuando niño. En Casás, lo estable siempre se desequilibra, lo plantado se expone y se degrada.  Alma mestiza, ésta de Fernando Casás, formada por espíritus del aquí y del allá. Venido de fuera y llegado aquí, fuera llegado, venido de aquí. Sensación extraña la de ser y no ser a la vez, presente y ausente. Casi diría que toda la obra de este artista es una reivindicación de nuestro carácter doble. Vivir -vivir de muerte, muriendo de vida en el tiempo parásito- es descubrir este destino, este ser de proyecto errante que reproduce el gesto ontológico de existir, ser arrojado afuera, hacerse a la mar hacia nuevos mundos. Condición nómada del espíritu, propia de los seres que abandonan el hogar paterno, la ley del padre que es el amparo de un logos, de la lógica misma. Cuando habitar es vivir en verdad en el bosque primordial, no en la casa geométrica, rondar, inmovilizar lo móvil y desplazar lo arraigado, hacer al mismo tiempo que lo de fuera entre dentro y lo de dentro se disemine hacia fuera. Extrema tensión de polaridades que nos atraviesan, entro lo colindante, lo contiguo y lo alejado, lo inaccesible. La espiral de tierra fecunda y la siembra sepultada. Cercanía exterior, íntima exterioridad que nos modula en su pasar irreprimible. Como un peligro amenazador que convive con nosotros desde siempre, y por pequeños desplazamientos -al modo del trabajo del termitero- va corroyendo nuestras seguridades heredadas. Este espíritu venido de fuera y germinado en nuestra carne; va poco a poco minando nuestra confianza en los objetos sólidos, en toda rigidez, masa y volumen, en las mediciones semánticas con que estabilizamos nuestras relaciones. Hasta que el mundo se sumerge en lo acuático y lo vaporoso, en un pensamiento vago, confuso, turbio, reino fluido donde las distancias cambian y fluctúan continuamente. Allí donde los registros se borran y tachan unos a otros y las medidas se han perdido. Escalofrío de lo variable que apreciamos en las formas de las nubes, en los campos de fuerza o en un bloque de madera que se abre, resquebraja y desmorona como un jirón de niebla. Pero esto es, de nuevo, lo que la naturaleza nos enseña, los flujos y lo intervalos donde respira la fauna y la flora, esa forma rizomática de ocupación y pertenencia que nada tiene que ver con la extensión de lo geométrico, ordenada al modo de rectas y ángulos de cálculo. Topología de la selva o la caverna, ejercicios de cartografía fantástica donde las cosas suceden como en los castillos encantados o habitados por fuerzas invisibles o fantasmales. Allí donde las direcciones y los tiempos cambian y se pierden los puntos de orientación. Extrañamiento maravilloso y aterrador que ya se presenciaba en los Proyectos Idiotas, esto es: idiotés, permanentemente anclados en una singularidad desasosegante, en un túnel o galería que promete ser de conexión extramundana. Excursiones sucesivas cada vez más alejadas de un alma usual. Miradas que descubren que yacemos no en un interior, estable aunque imaginario, sino fuera, en el exterior, siempre en los acontecimientos que bordean el espacio conocido. Como se fuésemos, a la vez, astro y estiércol, raíces o detritus, meteorito y tubérculo, estrella y semilla. Somos, en definitiva, el conjunto de relaciones entre estos dos lugares, en el intervalo abierto a lo largo de los caminos infinitos que los unen. Teatro del espacio. Siempre estamos aquí y al mismo tiempo en el paraíso natal, somos, en fin, fragmento arcaico de la tierra y aerolito de la galaxia. 100.000 millones de seres humanos han pisado el planeta, casi el mismo número de estrellas de la Vía Láctea. Por cada humano, una estrella, por cada estrella y hombre, un mundo entero. Identidad entre alma y estrella que acredita, por ejemplo, la leyenda del Camino de Santiago en la Galicia natal del artista: la Vía Láctea o Camino de Santiago no sería otra cosa que el lugar, banda celeste, por donde pululan las almas hacia el país de los muertos.
Entonces, más que un punto geométrico o un lugar localizado en un espacio métrico o una piedra o un tronco carbonizado, soy volátil, estrella errante, aire, luz o agua, lugar sin lugar de una raíz jubilosa, dinámica y destructora como un pensamiento asteroide o una turbulencia que se desparrama por el universo; poroso, mezclado, acumulando presencias y ausencias, presagios y ancestros, lo íntimo y lo más lejano, lo(s) muerto(s) y lo(s) vivos(s).
Finalmente, código: en muchas ocasiones, Fernando Casás ordena metódicamente su trabajo en series. El dato concreto se vuelve intencionalmente metódico, se permuta, se combina, se extiende, como si se le diese la posibilidad al espectador de imaginar la existencia de una cifra, un algoritmo, una clave encriptada de todo el material que observa. Remedo del positivismo científico, pecado tal vez del diseñador educado en la tradición ascética bauhausiana. En todo caso, el artista no deja de lado la sugestión de la existencia de un código donde el secreto de la vida permaneciese insoluble. Estable, en su cripta de misterio. Es el caso de la utilización de los procesos cabalísticos -presentes, por ejemplo, en Lamed Vav / Los 36 Justos-. La presencia del código responde, creo, a la necesidad de colmar un vacío. El vacío de una libertad no comprendida. No es otra que la racional función de llenar nuestra incertidumbre, nuestro destino incomprendido como especie, con objetivos, valores, justificaciones de lo real con razones esotéricas, irreales posiblemente. Pero no hay más código que la herencia genética, la transmisión constantemente reformulada de la vida. Sólo ella tiene entidad en la evolución, ella es, en realidad, la evolución misma. El código es la producción periódica de organismos, la incesante acometida que combate la materia muerta. El código vive, se transporta en las turbulencias generativas y las ruinas. Orden que se autorrenueva y repite a través del despilfarro orgánico, asediado como está por el caos térmico. De manera que los organismos nacen y mueren, en cantidades ingentes, pero el código es único. Las mutaciones de las especies son, en realidad, errores o desórdenes de este idioma creador uno y el mismo del el principio hasta ahora. La historia de la evolución podría verse como la declinación de un principio de excelsa genialidad -por funcionalidad- molecular que se ha ido convirtiendo en un embrollo irrefrenable de frases cromosómicas.  El hecho de que los organismos vengan al mundo marcados en su germen por el estigma de la muerte constituye, precisamente, la fuerza motriz del proceso. Los organismos sólo son el escudo y la coraza del código, viven y mueren por él. Él se sirve de los organismos, y no al revés. La función de los sistemas orgánicos se limita a enlazar los varios estados de la evolución; al margen de ella, nada significan, no tienen sentido. El código es, realmente, el hilo tendido sobre el abismo entrópico. Lo que la obra de Casás también enseña es que, tal vez, el error del hombre haya sido considerarse la perfección de la cadena evolutiva, al equiparar complejidad constructiva con esa perfección evolutiva. Consideramos, por ejemplo, que las raíces de las plantas son más simples, más primarias, esto es: más toscas que nosotros. Pero las raíces introducen fotones solares en los compuestos de su cuerpo, convierten directamente, por medio de la fotosíntesis, la energía cósmica en vida y durarán, por ello, hasta la extinción del sol. Su alimento es el astro, mientras que nosotros hemos de recurrir a toda una compleja y cruel cadena alimenticia. Nos alimentamos de animales, somos depredadores de otros organismos que, a su vez, se alimentan justamente de las raíces de plantas. En realidad, las especies animales se equilibran devorándose porque han perdido la unión con el astro. De manera que, como escribiera Stanislaw Lem, si queremos adorar la perfección, deberíamos rendir culto a la biosfera: el código la originó para circular y ramificarse en ella, haciendo acto de presencia en todos sus peldaños. Si nosotros somos el peldaño último, el más complejo, hay que reconocer también que seremos el más primario, en cuanto a la cuantía y el aprovechamiento de su energía. Habiendo perdido, pues, la unión con el astros, nos falta, en definitiva, mucho mundo. Demasiado mundo. Nos falta luz.
  

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ALBERTO RUIZ DE SAMANIEGO | Filósofo, ensayista, comisario de exposiciones, crítico de arte, traductor y profesor titular de Estética y Teoría de las Artes de la Universidad de Vigo. Fue comisario del Pabellón Español de la 52 Edición de la Bienal de Arte de Venecia y director de la Fundación Luís Seoane. Crítico de arte en ABC. Entre sus libros se encuentran: La inflexión posmoderna: los márgenes de la modernidad; Belleza de otro mundo. Apuntes sobre algunas poéticas del inmovilismo; Maurice Blanchot: una estética de lo neutro.


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Edição a cargo de Floriano Martins e Mina Marx. Agradecimentos a Fernando Casás e todos os ensaístas aqui presentes.

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Agulha Revista de Cultura
Número 117 | Agosto de 2018
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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