Habéis
salido del estado elemental hace tan poco tiempo, vuestro parentesco con
lémures y otros prosimios es aun tan cercano, que buscáis la abstracción sin
poder despegaros de lo palpable.
Stanislaw Lem
Memento mori: Kant lo dijo muy claramente: la naturaleza no
es más que materia sometida a leyes. Con ello quedaba correctamente codificada
la figura completa de la física newtoniana, al tiempo que se preparaba el
determinismo científico de Laplace. Tal vez, para entender la obra de Fernando
Casás debamos, sin embargo, pensar, por ejemplo en la física aristotélica que
dominó toda la Antigüedad hasta que irrumpió en la Edad Moderna. Era una física
que abarcaba la movilidad de todo lo natural. Como Aristóteles, muchos de los
proyectos de Casás (y especialmente los llamados Errantes e Idiotas)
piensan en la naturaleza como un ciclo antes que nada empírico, en absoluto
forma o ideal o legislado, donde además ha de haber una hipnótica uniformidad
entre la experiencia diaria de la vida y la propia percepción de la naturaleza,
susceptible de producirse en instantes privilegiados en que se daría una suerte
de suspensión o transgresión de las supuestas leyes fijas de la física y que
funcionarían al modo de umbrales de instalación en el misterio de los espacios
insondables. Como si lo que consideramos realidad fuese tan sólo una parte
infinitesimal de la realidad real, una capa que nos impide penetrar en
dimensiones más profundas de lo existente. Hay incluso en la poética de Casás
un anhelo de misterio numinoso y un vértigo de las profundidades semejante al
que hallamos en los poemas cosmogónicos de William Blake, o al que encontramos
en la literatura fantástico y en los afanes arqueológicos acompañados de
ciertas visiones de formas grandiosas de la naturaleza y los espacios
interestelares característicos de escritores como H.P. Lovecraft, Arthur Machen
o W.H.Hodgson. Una sensación – en palabras del propio Lovecraft -de
alienación cósmica, de misterio sobrecogedor, y de aterradora expectación.
Ninguna
ley prescribe en definitiva el dibujo de las costas, el relieve de los paisajes
en miniatura que deja el rastro de un insecto sobre una superficie, la
degradación de la madera a la intemperie, las ramificaciones intempestivas de
los surcos de agua. Se trata de singularidades, identidades como
acontecimientos, infinitamente alejadas de toda posibilidad legislativa, de
cualquier determinismo. Se trata de la existencia, no de la razón. Esto es lo
que se ha perdido con la abstracción de la ciencia moderna. Nos falta
naturaleza. A menudo, como señala Michel Serres, las leyes de la materia se
prolongan hacia lo universal, mientras que la vida esconde su secreto en la
precariedad del lugar; codifica, localmente, un pliegue o un lugar concreto,
singular, separado. Trabajo piadoso de Fernando Casás por conservar el recuerdo
de estas singularidades, por cartografiar localmente su tránsito -breve, frágil,
sutil- en el tiempo. Pues nos falta también tiempo. Su duración. Es ciertamente
lo que también hemos perdido. Fernando Casás ofrece , así, precipitados de
mundos. Acaso porque para él la duración es menos lo que se hace que lo que se
deshace. Y al deshacerse, se precipita. Como si el amor fati
nietzschiano se hubiese vuelto o pudiese leerse como destino de erosión, o
mejor, lo que mueve el mundo: eros / ão. En esta poética, al
estar subordinado el tiempo a coordenadas naturales, éste, el tiempo, es siempre
de la degradación. Tiempo de la entropía, captada por sus efectos negativos:
desgaste, degradación, merma, destrucción, pérdida, óxido, confusión, olvido.
La
vieja y un tanto mecánica mñusica de las esferas y los sólidos que conducía el
universo ha derivado y una desordenada descarga jazzística. Dinámica de fluidos
Sirresis: la música de los
cambios (podemos, claro, pensar en Cage, o en las técnicas aleatorias del I
Ching); allí donde todos los parámetros de la composición son establecidos
a partir del lanzamiento de dados. En el fondo se trata de buscar continuamente
los márgenes de indeterminación de los sistemas, ya sea una gota de agua, ya
los océanos. Los parámetros de un universo oscilante, que atraviesa,
sucesivamente, ciclos de expansión y contracción. Anillos de muerte y
regeneración. Los restos abandonados por las mareas, el mismo movimiento del
agua sobre un superficie, o el de las nubes y los torbellinos, nos hacen
meditar sobre el tiempo. Sobre el desorden que circunda las estabilidades locales,
las simetrías precarias, los fenómenos físicos ordinarios. Facil se ve que la
regularidad tan sólo es limitación de escala, una singularidad sobre un fondo
de fluctuaciones. Equilibrio en medio de la desviación.
Omnívoro,
penetrante desorden, con su trabajo de termita. Es el ruido de fondo del tiempo
y su señal. Que sólo promete lo confuso y la babel de los sentidos o lenguajes.
Así pues, en el borde entre lo diferenciado y lo indiferenciable, entre la
diseminación y la siembra, entre la tierra y el agua, en el modelado salvaje
que las mareas del océano hace con la materia como si de la abrasión de un
tiempo enorme se tratase, allí, en los procesos metabólicos (catabólicos,
anabólicos, ¡diabólicos!), hallaremos la ocupación de Fernando Casás. Toparemos
con el tiempo, ese devorador, gran escultor. De la confusión, difusión y
digestión, de la fluctuación, degradación, transformación e interacción, en
fin: del derrame y sus remiendos transitorios. Versión, diversión del tiempo
(en nosotros, que también somos naturaleza, a pesar de todo, o de Kant y la
abstracción moderna.)
Porque
hay que ser un cuerpo vivo para saberse regulado por estas corrientes
sucesivas, por estos tiempos diversos que en mí confluyen y que no se dejan
someter a leyes. Diríamos, pues, que Casás aspira a ser cuerpo hipersincrónico. Como un lugar
transitado por muchos bordes que anuda múltiples tiempos, no sólo los de vida y
muerte de la experiencia concreta singular de una biografía, sino todos los
tiempos posibles o imaginables. Tiempos idos y venidos con las mateas eternas,
tiempos del ayer inmemorial y del mañana postrero. Tiempos de las especies y
los continentes, tiempos interestelares y moleculares, Infinita complicación de
tiempos carente de cierre: tiempo-remolino.
El universo el el Maelström de Poe. Porque nada es más cierto que el
mundo y cada cuerpo individual se desorganizan, se desarticulan y derraman,
están saturados de muerte e inconstancia, esto es: el mundo es entropía porque
es lanzado, como un dado imparable y frágil, por los dedos traviesos del
niño-tiempo que gusta de remover y reordenar continuamente los escombros
llamados materia, por él mismo esparcidos. Para su diversión, como un niño
jugando con su trompo. Ciclo, reciclo, laberinto. Michel Serres: La vida puede denominarse ese remolino
abierto que rueda cuesta abajo, que baja, que sube y que vibra, ritmado. La
vida es esa recuperación fallida, retomada, en vilo, de la continua
destrucción, recuperación que relanza la desviación, un zozobrar que se
desploma por fin para ser levantado de nuevo por una descendencia.
Pongamos
que haya varios tiempos, por seguir de nuevo a Serres: el de la diseminación
del orden (sería el de la termodinámica), el de la reconstrucción de los
pedazos (neguentropía) y el del lanzamiento de la desviación (termodinámica de
los sistemas abiertos). La obra de Casás ha de entenderse como la sincronía de
estos tiempos. Por eso sus piezas a menudo nos hablan de diferentes
temporalidades que se superponen en una continuidad sincopada, llena de cicatrices,
vaciados y rasguños -las dentelladas del tiempo-. La obra es multitemporal, polícrona. Por eso, también es,
desde su fundación, pura agonía, organismo resultado del baile de las
termodinámicas. Naturaleza exhausta, al cabo, deyecta, cansada, como víctima y
mezcla de un combate en que orden y desorden han pujado hasta la muerte final.
Cada obra es dramática compenetración y resistencia. Trágica, por estar
penetrada hasta la saciedad de tiempos: hasta que, al fin, se vuelva naturaleza
muerta, entonces. Cada obra de Casás es un borde de esta mezcla. Y, por ello,
un memento mori. Un recuerdo de mortalidad. No sólo la nuestra. También
la de la materia, la del universo todo.
Por
ello mismo, antes que nada, actúa como las termitas (Ciclo do Cupim, Cupinzeiro,
Murundum) o como los gusanos
de mar (Cabeça de negro 04 /
Maremoto) o las hormigas (Molde
de Formigueiro, Formigueiro).
Nada, pues, de música de las esferas, sino ruido digestivo: babel canto
joyciano. Corroyendo sentidos, destrozando formas y fijezas, ampliando el
ruido de fondo que ha de aniquilar el sentido de la lengua, de la forma, de la
historia. Abriéndose pasos a dentelladas, a cuajos, a cuarks puros.
Privándonos de cobijo. Mordiendo y reduciendo a polvo todo fundamento en que el
sistema o la casa propia se sustentan. Nihilismo: siempre hay que empezar desde
cero. Por eso se puede decir que Fernando Casás es un constructor de olvidos o,
lo que es lo mismo, un historiador de pérdidas, un visitador y un hacedor de
escombros fósiles.
Bajo
el signo de Poe. Proposición general del poeta americano en ese extravagante
tratado de cosmología que es Eureka:
En la unidad original de la primera cosa se halla la causa secundaria de todas
las cosas, junto con el germen de su aniquilación inevitable.
Viviendo
de muerte, muriendo de vida, el tiempo actúa silenciosa y mortalmente sobre
nosotros como la acción metafórica de las termitas. Las termitas, es sabido,
generan lo que se llama sistemas desérticos. Sistemas que no construyen nada,
no desarrollan ninguna civilización, no tienen nada fuera de ellas mismas, no
crean ningún valor. Deberíamos tratarlas como meras fuerzas naturales (como
creo que Casás las entiende). Porque tampoco la naturaleza crea juicios de
valor. Estas estructuras son sencillamente lo que son, y no tiene otra función
que ésa: sobrevivir. Las termitas cuestionan seriamente la evolución, si por
ella entendemos el avance hacia la complejidad, el perfeccionamiento de la
homeostasis… un mejor empleo de la información genética. O mejor incluso: la evolución
quiere salvarse tal como hacen las termitas: huyendo hacia adelante,
produciendo sin pausa transformaciones triviales bajo una aparente riqueza o
estabilidad de las formas que no es más que una amalgama de simulacros y
compromisos. El termitero simboliza en la poética de Casás el contacto
fascinado y pavoroso con el mundo inmediato de lo temporal y lo mortal, sin
remisión posible. Y es sabido que la historia de Occidente no es otra que la
del anhelo de escapar al tiempo. Mircea Eliade lo llamó terror de la
historia. La vocación de escapar del tiempo se manifiesta como una búsqueda
compulsiva de la condición existencial o de la tierra más allá del tiempo,
que es como decir más allá de la condición de naturaleza. En realidad esta
búsqueda es el mito fundador de casi todas las culturas humanas. Búsqueda del
origen o el reino antes o por encima de la temporalidad intemporal. ¿Dimensión posible?
Acosmismo: nos falta,
pues, el mundo. Lo hemos ocultado bajo la geometría de los mapas y las
abstracciones tecnológicas, bajo el continuo del grafismo, el rumor de los
discursos, de las estrías, las retículas, la segmentación de los especialistas
y sus signos. Tal vez porque así confiábamos en ocultar esa su inmediatez
temporal y mortal. El gesto de Casás busca, por el contrario, recuperar siempre
esa naturaleza sofocada: las rutas inciertas de las estrellas, los relieves,
las orillas del mar y de los ríos, la belleza de la selva imparable y sus
insectos. Empieza por el gesto puro de la contemplación en los Proyectos Idiotas, o la mínima
intervención azul de las Entradas en
la naturaleza. Se trata de intentar librarse de todas las tiranías
de la representación, de toda la brutalidad del logos, de los campos de
relaciones y analogías, para acceder a aquéllo que el idealismo triunfante de
Occidente parece haber perdido: la belleza pura de las cosas del mundo, la
grandeza del combate de ahí afuera. Arrumação
da maré (Arreglo de la marea), Enterramentos de troncos, Proyectos Errantes en las playas o los ríos en Mambucaba de
Brasil, en Sobrado de España o en la nieve de Les Diablerets en Suiza. En todos
ellos, se trata simplemente de ver aquéllo que la ciencia y otros modelos de
representación han cegado, volver por ejemplo a la ingenuidad antigua de lo
griegos en lo que estos denominaban la sonrisa innumerable de las aguas; sentir
de nuevo la ráfaga de los vientos y el combarse ritmado de la vegetación, la
diseminación de las arenas y la deriva de los archipiélagos, el encaje, en fin,
de las orillas y las cumbres, de los parajes, las bestias y los hombres: la
colaboración tal vez presentida, en todo caso inconsciente, entre los flujos
estelares y los entrañados en la psique humana. El mundo, pues, vuelto a mirar
de nuevo, pero nunca a ser leído, interpretado, transformado, vuelto universal
o una totalidad, sino el universo como estallidos de su plenitud en fragmentos,
descarga de formas en equilibrio ínfimo que confirman, al modo de una poesía
intimista o un mirar de sordomudo arcádicamente festivo, como en un satori,
los decires de las aguas, del aires, de los elementos todos de este milagroso
flujo de partículas que llamamos cosmos. Esos proyectos lo son de una fiesta
del mundo. De nuevo: un retorno de lo perdido u olvidado. Reencuentro de
nuestros ojos en el acto de ver. Hacer simplemente ver, escapando de las redes
de la causalidad, la materia, lo espacio-temporal y otras categorías
tradicionales del pensamiento. La perfecta exactitud infinitesimal de un todo
que pulula o respira. Llamémosle lo real pleno, saturado de detalles infinitos.
Experiencia abierta del mundo. Sin ningún corte o análisis, sin recortes ni
fracturas, sin el consabido cierre racional. Sin definición ni definitivo. Y
entonces, parece que el universo comienza a semejarse más a un gran pensamiento
que a una máquina. Eddington resumió esta sensación inefable en una famosa
frase: La materia del universo es
materia mental.
Vieja
nostalgia alquímica en donde el hombre creía que a toda percepción física
correspondía un componente psíquico. Anhelo de una equiparación o
confraternización material del inconsciente. Selva-gen: fondo selvático que nos constituye, presencia de
una herencia que, siguiendo a Monod, vendría del fondo de las edades, que no es
solamente cultural, sino genética. Anhelo lovecraftiano de inmersión en una
suerte de conciencia ancestral, tal como por ejemplo le sucede al escultor
Jeffrey Corey, en el relato Arcilla
de Innsmouth.
Nostalgia
también, por tanto, de una suerte de mente grupal o forma de inteligencia
colectiva en la cual cada individuo compartiría una idéntica impronta psíquica.
Nostalgia de la unidad perdida y el comportamiento simultáneo que organismos
inferiores parecen todavía poseer. Justo lo que nos enseñan las actividades
altamente evolucionadas y coordinadas de algunos animales mas antiguos que el
hombre, como los foraminíferos, las hormigas (que tienen cien millones de años
y sin duda nos sobrevivirán; se comunican individualmente por las feronomas,
pero también por el entorno: una hormiga joven aprende las redes, los caminos trazados
por sus congéneres), las termitas (antigüedad: trescientos millones de años).
¿Cómo concebir y aprehender esa duración con nuestro tiempo cerebral,
orgánicamente tan limitado? Darwin afirmó que nuestro registro fósil es
comparable a una biblioteca de la que sólo quedan algunas páginas, palabras,
letras sueltas… Evolucionamos, en fin, en un océano de olvido.
Laberinto: mientras lo real racional trabaja en
tallas y recortes limpios, cercos virtuosos y formales que no dejan de hablar
de la eterna aspiración a la exactitud y limpieza ajardinada del paraíso, estos
organismos, estas fuerzas, construyen la división y los fragmentos, bifurcan y
agujerean sin pausa, asimismo sin retorno posible. Lo real resurge así como un
laberinto que no cesa de crecer y ahondarse en las entrañas materiales. Como el
verdadero laberinto de la evolución mismo. Actividad incesante del hormiguero o
la zapa del insecto selvático, de la selva misma y la intemperie: nunca se dan
por terminados los reinicios, las invaginaciones, las probaturas y los
despilfarros. Allí donde las cosas nunca se acaban ni definen, como los
laberintos de igapós e igarapés que, formados por las
lluvias tropicales, multiplican los brazos del río amazónico renovándolo a cada
rato, transformando y borrando la apariencia del bosque arquetípico (Terra 100 / Látex). Si el hombre
purifica y define, excluye y aparta los escombros, ellos viven en los
desperdicios, en las raspaduras y las escorias, en la digestión y el derrumbe.
Contraideal, contagioso infierno de lo no-racional. Este trabajo no deja más
que raeduras, divisiones, serrín, polvo, suciedad: laberinto. Las hormigas, las
termitas, las lluvias y torrentes son los otros, los que derrumban el espacio
teológico y puritano de la escisión y la separación categorial de los trabajos
y los días del hombre razonable. Las que aniquilan sordamente, ladinamente, con
soberbia catastrófica, la esforzada división primera de lo sucio y lo limpio,
lo falso y lo verdadero, lo oscuro y lo claro, lo imposible de lo cierto, lo
contrario y lo idéntico, el mal y el bien, lo puro y lo impuro, todo el
trabajo, en fin, de la exclusión que ha sido el hombre. De golpe ellas nos
levantan los escombros, la basura y el vaciado de nuestros planes constructivos
y nuestras producciones estables. De toda nuestra asepsia de organismos
superiores. Y nos dejan a la intemperie, como a cielo abierto y arrasados por
los vientos y corrientes. Casás aprecia entonces las maravillas perdidas u
olvidadas en esos sus procesos de desmontaje infinito. Fecundidad de la
entropía y la confusión de signos y formas. Fecundidad de los escombros y las
toperas, donde al fin reencontramos el mundo. Pues el mundo son sus estertores,
y sus turbulencias. Desviación generalizada: la diseminación es inseminación,
la corrupción es generación, y viceversa.
Espacio patchwork: espacio del nomadismo,
el caos y el devenir. Mundo a la deriva. Allí donde, según Deleuze, los puntos
están subordinados al trayecto, a vectores. Lo apreciamos en los moldes de
hormigueros que Casás ha tratado, o en el lenguaje babélico de los rastros de
termitas, los cambios inhóspitos de la dirección o hacen este espacio como
entre los nómadas del desierto o en los igapós de la Amazonía. Espacio
eminentemente direccional, como de deriva imparable. Poblado por
acontecimientos mucho más que por cosas formadas o percibidas. Es un espacio
de afectos más que de propiedades (Mil mesetas). Aquí las percepciones son más bien hápticas
-relacionadas con la continuidad de los movimientos y los gestos vitales-, sinápticas
antes que ópticas. La materia de este espacio es fuerza, intensidad; el destino
del proceso es el deleuziano cuerpo sin órganos, la superación de un organismo
con toda su organización articulada. Como un espacio bañado por todo tipo de
fuerzas elementales, por los vientos, las potencias táctiles, los ruidos y los
flujos de partículas independiente de toda métrica, ajeno, en fin, a un logos.
Basado más bien en en condiciones estocásticas de frecuencia. O de acumulación
incontrolable. En formas de aparición aleatoria en el tiempo y el espacio.
Cuando
Dédalo, constructor del laberinto -inventor entre muchas otras cosas de la
doble hacha, la vela y las estatuas que se mueven-, escapa del rey Minos, es
acogido por Cócalo en Sicilia. Pero Minos localizará luego al fugado por medio
de una hermosa estratagema: en cada ciudad que recorre promete una recompensa a
quien sea capaz de pasar un hilo por entre las espirales de una concha. Cuando
Minos ve que Cócalo le devuelve la concha surcada por el hilo, supo que había
dado con Dédalo. El problema se había resuelto practicando un agujero en la
concha por el que se hacía pasar una hormiga, entorno a la cual había que atar
un hilo finísimo. Minos sabe que sólo el constructor del laberinto sería capaz
de hallar una solución tan bella. Ya Hesiquio había definido precisamente el
laberinto como un lugar en forma de concha. Y G.Gregoire, señalando el Carácter
hipogeo del laberinto, piensa en la palabra labirion, esto es: galería
cavada en el terreno por el topo. Casi diríamos que el laberinto surge cuando
el primer día de la creación los purísimos elementos de la geometría son
arrojados al fango de la mezcla empírica y lacerada, al mundo hostil de la
materia. El laberinto es así el contraideal de la pureza armónica y la blancura
formal de Occidente, la maravillosa imperfección de este mundo sublunar, se
corresponde con el indígena, el otro irrecuperable, verdaderamente el
adversario de Euclides. Internarse en el laberinto comporta, pues, pasar por
los enredos y las falacias de la oscuridad que es al cabo el reino de este
mundo. Como hicieron los judíos dando
vueltas durante siete días a las murallas de Jericó; o los aqueos, asediando
Troya durante nueve años. El laberinto es lo que hay, el conglomerado libre y
pintoresco o el desarrollo espontáneo de las formas de la naturaleza. Hasta el
punto de que las vueltas de los intestinos y las líneas trazadas en el hígado
son un espejo microcósmico del curso laberíntico de las propias constelaciones
celestes. Propongo pensar en las piezas laberínticas de Casás como en el
palacio de Cnossos. Verdaderos ataques a la teocracia absoluta de la
civilización del progreso tecnológico, cuya técnica constructiva consiste en el
triunfo de la estructura, el orden, la serialidad o incluso la simetría. Frente
a ello se dispone una tipología constructiva realizada como desde un
crecimiento vegetal y una ilogicidad incontenible. Como en Cnossos,
inmediatamente debajo de la superficie que vemos, abundan las bifurcaciones,
los dédalos y subterráneos, las galerías de tinieblas. Remisión sin duda a la
caverna y su fenomenología, o a la concha y sus prometidos descensos
tenebrosos. Y a la memoria entonces del indígena como arquetipo vivo del hombre
selvático, los ecos de cuya arquitectura funcionan para el hombre blanco como
las puerta de un mundo trascendental, atávico y en buena medida para él
espantoso -tal vez porque las revoluciones y las rebeliones se fraguan siempre
en las catacumbas-. En esos momentos es cuando precisamente la humanidad juega,
como el laberinto, al orden misterioso y salvaje de la naturaleza. El laberinto
es el lado subterráneo del alma humana, acaso la resistencia del inconsciente o
la naturaleza -que acaso también sean lo mismo para Casás- a la imposición de
formas de lo humano. Para imponerse precisamente a este desorden el hombre
racional se sirvió del cálculo, de la matemática y el signo. Políticas
tecnológicas del conocimiento. Pero la apuesta por la con-fusión que está en
contra el determinismo, la armonía y el orden
en favor de una complejidad exigente y en buena medida azarosa, ha de
estar del lado del arte, como la poesía de Milton está del lado del diablo,
pero sólo porque el conocimiento -matemático o no- cree haberse liberado
-equivocadamente- de toda corporeidad, porque consideró su naturaleza ajena en
todo a lo tangible. Ta vez las obras de arte no sean otra cosa que relatos sin
coherencia, pero con asociación, como los sueños o la topología, un campo
relacional, de nudos, ramificaciones, vías y enlaces donde se cartografían
acontecimientos, intensidades, ondas de energía en que el mundo objetivo cesa
de existir, igual que un eléctron que da vueltas alrededor del núcleo de un
átomo está representado por una onda en la física cuántica, porque no recorre
ya un camino exacto, sino una serie de trayectorias posibles. No es en verdad
un objeto, sino una nube, un flujo. Las partículas más elementales de la
materia forman parte para siempre ya de un mundo invisible cuya dimensión
profunda nos eludirá siempre. Lo fundamental es lo imposible de conocer:
¿dimensión posible? Los poemas, asumió Novalis sin sonrojo en su Enciclopedia, carecen de sentido y
coherencia, a lo sumo poseen algunas estrofas comprensibles. Porque deben ser
como simples fragmentos de las cosas
más diversas. La verdadera poesía puede tener a lo sumo un sentido alegórico en
su conjunto y un efecto indirecto como la música. Por eso la naturaleza es
puramente poética -y también la habitación de un mago - de un físico – la
habitación de un niño – una habitación encantada y una despensa.
Será por eso que Casás no busca, como
los manieristas por ejemplo, desde la ambigua melancolía, la sencillez del
centro, que sería como el punto nuclear del laberinto y su volatización
instantánea. No utiliza la hormiga para guiar el hilo hacia la salida. En su
poética no hay ninguna estrategia de respiro: no exit. Bien al
contrario, acelera ese su trabajo deconstructivo, impulsa la propia excavación
confusa del sentido que la hormiga y su túnel de tierra tan bien dramatizan. El
desmoronamiento y el vaciado, la incompletitud y la corrosión erosiva, el eros
de la oscilación desviante y la pérdida. Incluso la geometría, la recta y la
retícula, cuando se utilizan, son contemplados en su porción paródica y
aporística. Desarrollados a un nivel o una intensidad tal, que no pueden más
que favorecer la propia deriva, el caos entrópico y malsano que el archivo
cuadriculado, ortopédico, formalista y ordenancista trataba de evitar en su
gramática hipertrofiada que aspiraba a la perfección estable de las formas
celestes o prisioneras de una idea:incorruptibles, puras, completas,
verdaderas, libres de pasiones y pacíficas. Esas intervenciones como de la
ciencia positiva, que intentan trazar con el mayor cuidado los bordes y las
separaciones, cuidadosamente preparadas para sorprender y capturar lo
invisible, estas manipulaciones o precisiones fronterizas que consisten en
trazar el límite entre lo de fuera y lo de dentro, de nada sirven, al cabo,
para definir los intervalos, los flujos de ondas, los vientos de alma, las
vueltas de los parásitos.
Así,
pues, la vida de la materia en las obras de Casás, bien lejos de participar de
la bienaventurada pureza de una región ideal supraceleste, justamente por ser
forma de existencia inextricablemente ligada a la naturaleza, comparte las
tinieblas y aflicción de lo que los griegos habían llamado Hades o Tartaros,
nombre este último supuestamente derivado del término tartarein, esto
es: perturbar.
Que
el mundo es perturbación, remolino, maraña o turba, le concede un simbolismo
interesante a esta poética: el dramatismo que subyace en toda belleza. Cada
creación madurada en eones y luego destruida. La pieza, lo presente en su estar
resistente, es como la máscara de un desastre por venir, en tanto que también
es el efecto de catástrofes o desvíos anteriores. La pieza sólo existe en tanto
forma un precario paréntesis en medio de un proceso inmenso cuyo origen es la
ruina misma. Y, asimismo, cada obra es, potencialmente, ruina. Pues la flecha
del tiempo conduce inexorablemente a la degradación o al desorden. Es ésta una
visión tendencialmente geológica que conviene perfectamente con la concepción
que el artista maneja de la evolución natural. La creación se sucede una y otra
vez durante millones de años, cada creación destruida a su debido tiempo por
una catástrofe mayor o menor que uno tan sólo puede seguir en su registro
fósil. Hasta llegar a la actual, la creación precaria que nosotros habitamos.
Si el azar es el nombre que damos a lo que provoca un cambio sin causa conocida
ni dirección determinada, ese azar se manifiesta en todos los niveles de la
evolución. Sabemos, por ejemplo, que la propia llegada de la especie humana no
es más que una casualidad afortunada de la evolución. De no haber ocurrido hace
530 millones de años la gran extinción que destruyó nueve décimas partes de
todo lo que vivía sobre la Tierra y de la que nuestra línea fue una de las
pocas que sobrevivieron, quizá hoy no existirían vertebrados ni, por
consiguiente, seres humanos. La aventura de la vida no ha dejado de conocer
muchas otras catástrofes. Hace 225 millones de años se produjo una nueva
extinción, que aniquiló al 90% de las especies marinas que vivían en la época.
Nuestros antepasados escaparan a ella, no se sabe bien por qué. Y luego, hace
65 millones de años encontramos la ya conocida extinción masiva que provocó el
exterminio de los dinosaurios y, con ella, la gran oportunidad de los pequeños
mamíferos que se desarrollarían hasta llegar a lo que somos nosotros. Debemos
nuestra existencia a esa catástrofe planetaria que provocó el impacto de un
meteorito inmenso sobre la superficie del planeta. La misma historia del
universo es una crónica de episodios violentos. Sólo con el choque y el colapso
material cósmico se ha podido formar el medio interestelar. Los agujeros negros
son, en este sentido, el nivel máximo conocido de violencia còsmica, el límite
de toda dimensión concebible: una distorsión del tiempo, asimismo, infinita. Si
pudiésemos atravesar uno de ellos -algo imposible-, alcanzaríamos tal vez una
dimensión del universo diferente (incluso otros universos), una tierra más allá
de lo que entendemos por tiempo. Lo que para un científico pueden significar
estas mutaciones violentas -huellas y promesas de evolución, al cabo- para
Casás -como para Lovecraft- acaso determinen fundamentalmente fascinantes
violaciones de las leyes ordinarias de la naturaleza que no dejan de provocar
una paulatina pérdida de confianza en la integridad de los sistemas racionales
de aprehensión e intelección de los fenómenos naturales. ¿Puede llegarse al
paraíso a través de estas estrellas colapsadas, de estos agujeros negros?
Quizás Dimensão possível sueñe
con esta posibilidad.
Teoría
de las signaturas: el arte geológico de Fernando Casás consiste en buena
medida en seleccionar y ordenar esos sentidos azarosos o catastróficos en la
naturaleza, el arte de descifrar y cartografías sus fuerzas y desvíos, las
figuras transitorias que ellos generan, De nuevo, Novalis: El hombre no es
el único que habla -también habla el universo – todo habla – lenguajes
infinitos. / Teoría de las signaturas. Infraleve teoría de las signaturas
son los proyectos errantes
de Casás, por ejemplo. Marcas azules en territorios como práctica indicial de
respuesta tímida a la presencia muda de un acontecimiento no codificable.
Teoría de las signaturas son, sin duda, todos los almacenamientos y recogida de
materiales que la naturaleza ha ido depositando en la intemperie como restos
desgastados en el océano del olvido. Las Marmitas, el Ciclo
do Cupim, los excrementos de termitas depositados sobre planchas de
madera, las erosiones naturales y artificiales, las superficies quemadas, los
detritos de madera, etc. La recolección es potencialmente infinita, como la
naturaleza y las huellas que en ella puedan haber dejado los innúmeros procesos
del tiempo. La naturaleza, señaló Novalis, es una ciudad mágica petrificada.
Eso sin contar, por supuesto, con el nivel atómico de la materia, donde, por lo
demás, ya se sabe que el mundo objetivo deja de existir y no quedan más que
incertidumbres probabilísticas.
En
en límite, puestos a fantasear con esta teoría, recurro a la deliciosa
imaginación borgiana del matemático decimonónico Charles Babbage. Babbage veía
cada acontecimiento del pasado como una perturbación que reordenaba la materia
atómica y que por ello tenía que haber dejado un recuerdo imborrable, inextinguible y posiblemente legible incluso para
una inteligencia creada, un poco de la misma forma que los anillos
de tronco de los árboles revelan el pasado climático: Ningún movimiento provocado por causas
naturales o por la mano del hombre se elimina nunca… El mismo aire es una
enorme biblioteca, en cuyas páginas está escrito para siempre todo lo que el
hombre ha dicho o incluso ha susurrado alguna vez… y los materiales más sólidos
del globo portan del mismo modo testimonios perdurables de los actos que hemos
llevado a cabo. Hasta los pensamientos que no se han dicho sobreviven
-pensaba Babbage- en el éter cósmico, en el que están grabadas para siempre
solemnes votos incumplidos y promesas insatisfechas. Soberbio proceso a la
humanidad entera por medio de estos registros indiciales, como un Juicio
Universal laico que no sabemos bien a quién o por quién está dirigido.
El
hecho de que la memoria colectiva de la humanidad o de la Tierra está grabada y
disponible en algún lugar del espacio-tiempo no deja de ser una variante del
mito del paraíso perdido. En la medida en que el tiempo tacha una vez tras
otras sus propios documentos. En todo caso, consignemos que este anhelo novalisiano -presente en Casás- de
devolver el pasado al presente, un pasado no como pasado aspiración romántica
que ha de culminar majestuosamente en la Recherche du temps perdu de
Proust. Bien sabía el francés, como Casás cuando retorne de Brasil, que los
verdaderos paraísos son los paraísos que hemos perdido. En verdad, poco
vale nuestra sofisticación actual frente a los quince mil millones de años que
se precisaron para configurar nuestra complejidad. Si se convierten los
4.500millones de años de nuestro planeta en un solo día y suponemos que
apareció a las doce de la noche, la vida, entonces, nació hacia las cinco de la
madrugada para desarrollarse en el resto del día. Hacia las ocho de la noche
aparecen los primeros moluscos. El hombre sólo surge en los últimos cinco
minutos antes de las doce de la noche. ¡La revolución industrial únicamente ha
comenzado hace una centésima de segundo! Podemos creer, no obstante, que
nuestro cerebro conserva, sin embargo, la memoria de esta evolución. También
nuestros genes. La composición química de nuestras células es un fragmento del
océano primitivo. Todo relata más o menos solapadamente la historia de los
orígenes. En la obra de Casás está muy presente, en este sentido, una idea de
América en tanto que metáfora de una tachada dimensión originaria, arcaica capa
geológica que, al ser desvelada, nos hace asomarnos a un estrato primordial de
la mente en el que yacen nuestros terrores y deseos más ancestrales. La selva
americana como una suerte de yacimiento psico-arqueológico de un pasado
inmemorial de la humanidad que ha de ser descubierto y descifrado. Terra Camuflada y Agujeros o 1492 / América. Un poco de la
misma forma en que la imagen del nuevo continente como un tesoro geológico
inspirara ya a muchos europeos, por ejemplo, a Thomas Browne: Los tesoros del tiempo están enterrados a
poca profundidad en Urnas, Monedas y Monumentos, apenas un poco por debajo de
las raíces de algunas plantas. El tiempo tiene un sinfín de rarezas y muestras
de todas las variedades; el que revela cosas viejas en el cielo, hace nuevos
descubrimientos en la tierra y hasta la tierra misma es un descubrimiento. Esa
gran antigüedad llamada América permaneció enterrada durante miles de años; y
una gran parte de la tierra está aún en la urna esperándonos.
(Hydriotaphia, Urne-Burial)
¿Acaso
no trabaja también la propia ciencia astronómica al modo de una eoría de las
signaturas? Se comprueba en eso que llamamos radiación fósil, una radiación
débil pero muy real, que es el eco lejano y debilitado de la energía que
estalló en los comienzos del cosmos. Cada vez que observamos el universo, lo
que contemplamos en realidad es el pasado, tiempo pasado: la historia pasada
del cielo, indicios, signaturas de un tiempo pretérito. Se confirma también en
eso que llamamos retroverso:
una geometría del universo que ya se ha ido. El retroverso no es más que la imagen del cosmos que nos llega
después de viajar a través del espacio desde un momento dado hasta el presente.
Cuanto más se retrocede en el pasado, más opaco se vuelve el universo. De
nuevo aparece, pues, la incertidumbre, en tanto que desconocemos cuál sea la
verdadera y actual forma de los que estamos observando. En 1992 -quinientos
años después del gran descubrimiento del Nuevo Mundo- el satélite COBE (Cosmic Background Explorer) ya
captó radiaciones emitidas sólo 300.000 años después del big bang. Con
estos datos se pudo hacer la primera cartografía del universo en el momento en
que empezó a existir el espacio, el momento, asimismo, en que los electrones y
los protones se combinaron para formar átomos de materia. La imagen, vaga forma
protoplasmática del despertar del universo -borrosa como las piezas siderales
de Fernando Casás- no es pues otra cosa que el primer registro indicial, una
mirada retrospectiva en el tiempo en busca del primer universo visible, el
universo primitivo. La imagen del pasado más remoto que nos es dado conocer:
15.000 millones de años.
Metáfora,
viaje, cósmosis: Volvamos por un momento al hilo de la concha y la hormiga.
Visto desde el cielo, es un punto de dimensión cero. Visto desde aquí es un
objeto de dimensión tres. Visto desde muy cerca, es un hilo conexo muy doblado,
de dimensión uno. Visto desde más cerca aún, cada hebra de hilo es de nuevo un
punto grueso de dimensión tres. Visto en sección, el hilo está formado por
fibras de dimensión uno, tejidas en un plano de dimensión dos. Visto desde más
cerca aun, es un conjunto de átomos de dimensión cero. Lo que varía no es la
dimensión como tamaño o medida, es la dimensión en sentido topológico. Por
consiguiente, el espacio tal cual. Esta oscilación de mundos o efecto de
incertidumbre que genera el cambio de perspectiva o escala es recurrente en
todo el trabajo de Casás. La llamaremos cósmosis, en homenaje a Stanislaw Lem, interpenetración de
mundos (de nuevo: lo que según algunos prometen los agujeros negros).
Multiplicidad de hipótesis posibles para un mismo resultado observacional. Tal
cósmosis aparece, por ejemplo, en Molde de Formigueiro, donde la
escayola inyectada en un nido de hormigas pasa a convertirse en un mapa de un
territorio virgen de dimensiones inciertas; aparece en Parte de uma pequena porta com dois vermelhos:
las láminas de madera comida por termitas semejan conformar una suerte de
escrita cúfica. Aparece en las raíces traídas por la marea y en las maderas
erosionadas de la serie Reciclo
y, claro, en los Laberintos.
También en los Manuscritos del río
Amazonas, en el Diario de
Viaje (Cartas Marítimas
com Neblina e Itinerario
para las Minas). Aparece, en fin, de manera majestuosa en todas las
series cosmogónicas: Dimensão
Possível, Buracos Negros,
Vía Láctea, Cosmos, Asteróide, etc. Un ejemplo muy hermoso que no deseo pasar por
alto se confirma en Energia 01 /
Vagalume: nueces de Brasil suspendidas cubiertas con pintura fosforescente
remedan luciérnagas flotando en una noche estelar configurada en el estudio del
artista. Vaga-lumen: luz doblemente vagabunda, inconstante e incierta,
en tanto que sabemos de su artificio. Este mismo proceso intensamente poético
de traslación o desplazamiento del sentido lo encontraremos en Batatas, la serie fotográfica en
que diferentes tubérculos y vegetales (patatas, calabazas, coliflor, jacas, mangos) acaban por
transformarse en sistemas planetarios. Nos topamos en verdad con actos poéticos
puros, trasposiciones viajeras entre las diversas categorías y dimensiones de
la realidad, conexiones analógicas entre mundos absolutamente separados. Cósmosis. Metáforas, en
definitiva: viajes. Metaforizar, en su sentido etimológico, significa
justamente extraer una pieza de un cosmos para encajarlo en otro. Transporte
que era para el griego fin esencialísimo del arte. Un objeto extraído del mundo
es llevado -como el propio artista de niño es conducido, luz vagabunda, al
Nuevo Mundo y, mucho tiempo después, de allí nuevamente a Europa- a una
dimensión sustitutiva que le hace cobrar una existencia casi del género
fantástico, una realidad intermedia y sobrecogedora que, en ese su carácter
fingido, fantástico, trasluce una intención fundamental: transgredir lo real,
postular incluso la inexistencia efectiva de la realidad tal y como
ordinariamente la concebimos. Problematizar, al cabo, nuestra concepción de lo
que vemos, cada lugar al que pertenecemos. Descubrir, en fin, las posibilidades
de otros mundos por encima -o por debajo- de las capas de superficie en que
estamos instalados.
Dimensión
errante, pues, de nuestros espacios de representación y de existencia.
Desplazamientos inusitados de las categorías, de la tierra y del agua, de la
verdad y la mentira, de lo cercano y lo lejano, lo íntimo y el afuera estelar,
la ciencia y los ensueños arquetípicos. De los ancestros y los futuros. Casás:
arraigado y desarraigado, fuera del tiempo, de su idioma y su país,
desembarcando siempre en otros lugares, europeo en América, brasileño en
España. Errante y anclado, contradictorio por existencia. Escindido por la
atracción de una Arcadia primordial entrevista con ojos siempre extranjeros,
los del civilizado, los del estudiante de Diseño Industrial en la carioca ESDI,
los del artista blanco de origen occidental trasterrado al hondón primitivo
cuando niño. En Casás, lo estable siempre se desequilibra, lo plantado se
expone y se degrada. Alma mestiza, ésta
de Fernando Casás, formada por espíritus del aquí y del allá. Venido de fuera y
llegado aquí, fuera llegado, venido de aquí. Sensación extraña la de ser y no
ser a la vez, presente y ausente. Casi diría que toda la obra de este artista
es una reivindicación de nuestro carácter doble. Vivir -vivir de muerte,
muriendo de vida en el tiempo parásito- es descubrir este destino, este ser de proyecto errante que reproduce el
gesto ontológico de existir, ser arrojado afuera, hacerse a la mar hacia nuevos
mundos. Condición nómada del espíritu, propia de los seres que abandonan el
hogar paterno, la ley del padre que es el amparo de un logos, de la lógica
misma. Cuando habitar es vivir en verdad en el bosque primordial, no en la casa
geométrica, rondar, inmovilizar lo móvil y desplazar lo arraigado, hacer al
mismo tiempo que lo de fuera entre dentro y lo de dentro se disemine hacia
fuera. Extrema tensión de polaridades que nos atraviesan, entro lo colindante,
lo contiguo y lo alejado, lo inaccesible. La espiral de tierra fecunda y la
siembra sepultada. Cercanía exterior, íntima exterioridad que nos modula en su
pasar irreprimible. Como un peligro amenazador que convive con nosotros desde
siempre, y por pequeños desplazamientos -al modo del trabajo del termitero- va
corroyendo nuestras seguridades heredadas. Este espíritu venido de fuera y germinado
en nuestra carne; va poco a poco minando nuestra confianza en los objetos
sólidos, en toda rigidez, masa y volumen, en las mediciones semánticas con que
estabilizamos nuestras relaciones. Hasta que el mundo se sumerge en lo acuático
y lo vaporoso, en un pensamiento vago, confuso, turbio, reino fluido donde las
distancias cambian y fluctúan continuamente. Allí donde los registros se borran
y tachan unos a otros y las medidas se han perdido. Escalofrío de lo variable
que apreciamos en las formas de las nubes, en los campos de fuerza o en un
bloque de madera que se abre, resquebraja y desmorona como un jirón de niebla.
Pero esto es, de nuevo, lo que la naturaleza nos enseña, los flujos y lo
intervalos donde respira la fauna y la flora, esa forma rizomática de ocupación
y pertenencia que nada tiene que ver con la extensión de lo geométrico,
ordenada al modo de rectas y ángulos de cálculo. Topología de la selva o la
caverna, ejercicios de cartografía fantástica donde las cosas suceden como en
los castillos encantados o habitados por fuerzas invisibles o fantasmales. Allí
donde las direcciones y los tiempos cambian y se pierden los puntos de
orientación. Extrañamiento maravilloso y aterrador que ya se presenciaba en los
Proyectos Idiotas, esto
es: idiotés, permanentemente anclados en una singularidad desasosegante,
en un túnel o galería que promete ser de conexión extramundana. Excursiones
sucesivas cada vez más alejadas de un alma usual. Miradas que descubren que
yacemos no en un interior, estable aunque imaginario, sino fuera, en el
exterior, siempre en los acontecimientos que bordean el espacio conocido. Como
se fuésemos, a la vez, astro y estiércol, raíces o detritus, meteorito y
tubérculo, estrella y semilla. Somos, en definitiva, el conjunto de relaciones
entre estos dos lugares, en el intervalo abierto a lo largo de los caminos
infinitos que los unen. Teatro del espacio. Siempre estamos aquí y al mismo
tiempo en el paraíso natal, somos, en fin, fragmento arcaico de la tierra y
aerolito de la galaxia. 100.000 millones de seres humanos han pisado el
planeta, casi el mismo número de estrellas de la Vía Láctea. Por cada humano,
una estrella, por cada estrella y hombre, un mundo entero. Identidad entre alma
y estrella que acredita, por ejemplo, la leyenda del Camino de Santiago
en la Galicia natal del artista: la Vía Láctea o Camino de Santiago no sería
otra cosa que el lugar, banda celeste, por donde pululan las almas hacia el
país de los muertos.
Entonces,
más que un punto geométrico o un lugar localizado en un espacio métrico o una
piedra o un tronco carbonizado, soy volátil, estrella errante, aire, luz o
agua, lugar sin lugar de una raíz jubilosa, dinámica y destructora como un
pensamiento asteroide o una turbulencia que se desparrama por el universo; poroso,
mezclado, acumulando presencias y ausencias, presagios y ancestros, lo íntimo y
lo más lejano, lo(s) muerto(s) y lo(s) vivos(s).
Finalmente, código: en muchas ocasiones,
Fernando Casás ordena metódicamente su trabajo en series. El dato concreto se
vuelve intencionalmente metódico, se permuta, se combina, se extiende, como si
se le diese la posibilidad al espectador de imaginar la existencia de una
cifra, un algoritmo, una clave encriptada de todo el material que observa.
Remedo del positivismo científico, pecado tal vez del diseñador educado en la
tradición ascética bauhausiana. En todo caso, el artista no deja de lado
la sugestión de la existencia de un código donde el secreto de la vida
permaneciese insoluble. Estable, en su cripta de misterio. Es el caso de la
utilización de los procesos cabalísticos -presentes, por ejemplo, en Lamed Vav / Los 36 Justos-. La
presencia del código responde, creo, a la necesidad de colmar un vacío. El
vacío de una libertad no comprendida. No es otra que la racional función de
llenar nuestra incertidumbre, nuestro destino incomprendido como especie, con
objetivos, valores, justificaciones de lo real con razones esotéricas, irreales
posiblemente. Pero no hay más código que la herencia genética, la transmisión
constantemente reformulada de la vida. Sólo ella tiene entidad en la evolución,
ella es, en realidad, la evolución misma. El código es la producción periódica
de organismos, la incesante acometida que combate la materia muerta. El código
vive, se transporta en las turbulencias generativas y las ruinas. Orden que se
autorrenueva y repite a través del despilfarro orgánico, asediado como está por
el caos térmico. De manera que los organismos nacen y mueren, en cantidades
ingentes, pero el código es único. Las mutaciones de las especies son, en
realidad, errores o desórdenes de este idioma creador uno y el mismo del el
principio hasta ahora. La historia de la evolución podría verse como la
declinación de un principio de excelsa genialidad -por funcionalidad- molecular
que se ha ido convirtiendo en un embrollo irrefrenable de frases
cromosómicas. El hecho de que los
organismos vengan al mundo marcados en su germen por el estigma de la muerte
constituye, precisamente, la fuerza motriz del proceso. Los organismos sólo son
el escudo y la coraza del código, viven y mueren por él. Él se sirve de los
organismos, y no al revés. La función de los sistemas orgánicos se limita a
enlazar los varios estados de la evolución; al margen de ella, nada significan,
no tienen sentido. El código es, realmente, el hilo tendido sobre el abismo
entrópico. Lo que la obra de Casás también enseña es que, tal vez, el error del
hombre haya sido considerarse la perfección de la cadena evolutiva, al
equiparar complejidad constructiva con esa perfección evolutiva. Consideramos,
por ejemplo, que las raíces de las plantas son más simples, más primarias, esto
es: más toscas que nosotros. Pero las raíces introducen fotones solares en los
compuestos de su cuerpo, convierten directamente, por medio de la fotosíntesis,
la energía cósmica en vida y durarán, por ello, hasta la extinción del sol. Su
alimento es el astro, mientras que nosotros hemos de recurrir a toda una
compleja y cruel cadena alimenticia. Nos alimentamos de animales, somos
depredadores de otros organismos que, a su vez, se alimentan justamente de las
raíces de plantas. En realidad, las especies animales se equilibran devorándose
porque han perdido la unión con el astro. De manera que, como escribiera
Stanislaw Lem, si queremos adorar la perfección, deberíamos rendir culto a la
biosfera: el código la originó para circular y ramificarse en ella, haciendo
acto de presencia en todos sus peldaños. Si nosotros somos el peldaño último,
el más complejo, hay que reconocer también que seremos el más primario, en cuanto
a la cuantía y el aprovechamiento de su energía. Habiendo perdido, pues, la
unión con el astros, nos falta, en definitiva, mucho mundo. Demasiado mundo.
Nos falta luz.
*****
ALBERTO RUIZ DE SAMANIEGO | Filósofo, ensayista, comisario de exposiciones, crítico
de arte, traductor y profesor titular de Estética y Teoría de las Artes de la
Universidad de Vigo. Fue comisario del Pabellón Español de la 52 Edición de la
Bienal de Arte de Venecia y director de la Fundación Luís Seoane. Crítico de
arte en ABC. Entre sus libros se encuentran: La inflexión posmoderna: los márgenes de la
modernidad; Belleza de otro mundo. Apuntes sobre algunas
poéticas del inmovilismo; Maurice Blanchot: una estética de lo neutro.
*****
Edição a cargo de Floriano Martins e Mina Marx.
Agradecimentos a Fernando Casás e todos os ensaístas aqui presentes.
*****
Agulha
Revista de Cultura
Número
117 | Agosto de 2018
editor
geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor
assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
logo
& design | FLORIANO MARTINS
revisão
de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
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