La tierra hogareña del Brasil, siempre desplazada
y siempre reencontrada en las entrañas del alma carnal de Fernando Casás, esa
tierra que, nada más ser de nuevo hollada por él -en busca de rastros de sí
mismo- inmediatamente retrocede, traviesa más nunca aviesa, como prometiendo
una entrega pospuesta ipso facto, esa
tierra rinde homenaje al artista que varias veces la eligiera, dubitativo entre
dos orígenes que, como el tiempo memorioso del que están, ellos y los hombres,
tejidos, sólo alternativamente son,
en cada caso in absentia: Galicia acosa y
asalta en la memoria cuando su verdepinto paisaje queda como emplazado,
como empapado en saudade al ser reemplazado por la tierra
transatlántica, que se agolpa, sudorosa, en la piel de este escultor de
lugares, de poros abiertos -cual anhelantes oquedades diminutas de sensitiva
esponja- al otro ancho hogar, cálido y húmedo, oloroso a madera y sápido de
fruta levemente, dulzonamente pasada. Y, a su vez, Brasil deja ser, deja ver a
Galicia y sus prados precisamente cuando ofrece al ojo estriado de Fernando su Observatorio favela en esa Nova Friburgo de nombre altisonante, mas
transida de lluvia y de miseria, cual melancólico jirón de una pobre Suiza
ochocentesca, también ella desplazada, extrañada en la otra montaña.
También
esa tierra tiene como saudade de Fernando Casás: anhela
sus pasos y sus días, el tacto de sus manos variando levemente, rozando apenas,
los troncos rugosos, desea ver de nuevo deslizarse azules círculos de látex por
torrenteras o igarapés (en un Projeto tan errante como el de
la propia corriente), entrelazar sus lianas serpentinas con los dedos ágiles
del artista y sentir su propia humedad cuando aquéllos andan hurgando en las
covachuelas fangosas de sus manglares. Por eso se dispone ella misma, retrovidente,
al disponer por parte interpuesta una retrospectiva en honor de ese artista
itinerante de alma bifronte que vuela hacia dos mundos, hacia dos modos de ser
y de sentir, los cuales sólo en las obras que tachonan su camino encuentran
paradójico sosiego y mutuo acomodo, pues que también ellas se ofrecen como
segregando el valor escondido de su
otro, de eso ajeno que les es tan propio, brillando en uno y otro extremo por
su ausencia. Pero la
retrospectiva que enlaza las dos tierras es también, e indisolublemente, el
reencuentro de Fernando consigo en lo otro de sí, en lo que de sí él ha dejado,
en lo que él ha dado de sí. Precariedad de lo constante. Constancia de lo que
debiera ser efímero, tozudamente persistente gracias a la intervención de este
antiguo diseñador mutado en de-signador de inéditos cruces y
torsiones.
Bien
está. Justa es la retrospectiva de algunas de las obras que, al pesar más en el
pasado (ese pasado de la memoria, a la que asalta una y otra vez), al insistir
una y otra vez en ese pasado que nunca fue presente, impiden por
ventura el cierre del presente mismo, del ahora cotidiano. Sólo que un mero
expectante cenotafio sería tal retrospectiva si Casás, mediante la reflexión
extrañada de lo ya sido, no lograse desentrañar, desgajar del macizo de la
imaginación pujante nacientes prospectivas. Rara y fecunda operación, ésta de aprovechar
el homenaje como estímulo para una exposición, como si la mirada que
recoge y adensa en la memoria las obras en las que uno se ha ido pasmosamente
descubriendo a sí mismo, como a la contra del tiempo que lo
empuja inexorable, dejara entrever lo que aún le queda por hacer, en caso de
que eso que resta se entendiera –irreflexivamente, por ahora y siempre, pero
¡con cuán inmenso y pujante afán!- como un intento de conciliar la vida
desgranada con una Vida redonda y bien torneada, luchando amorosamente contra
la sangría de un tiempo que, sólo por insistir terco en lo que aún no hay,
permite la brega con lo que resiste, y más: la recogida incitante de aquello
que sigue -no menos terco- insistiendo en su ser. Como si la sazón sólo fuera
una promesa fraguada en la desazón. Como si el ser del pasado, técnicamente
elaborado, continuara azuzando, espoleando al presente, todo él abierto,
hendido en ansias de futuro.
También
la situación del que ahora escribe es asaz rara: ha de tratar del próximo
advenimiento de una retrospectiva que está dando a la luz una exposición. Está
escribiendo para un catálogo in statu nascendi, y que existirá
no sólo cuando se deje de escribir, sino también y sobre todo cuando se
inscriba, antecedente, en y como un catálogo: katà tòn lógon, dar razón de arriba abajo, exposición de algo que, debiéndose ceñir
a lo retroductivo, ansiara ver la otra exposición, la genuina de las obras, la aquí anticipada, y que
sólo hará acto de presencia después, como un recuerdo tardío de la retrospección: como una expuesta mirada insistente.
Y
a la memoria acuden entonces otras palabras desplazadas, reverberando del latín
al (aquí ahorrado) alemán y al español (para ser luego, presumiblemente,
vertidas en portugués y en inglés). En efecto, de la metafísica, de su obsoleta rigidificación y de su prometedora
transfiguración dice Kant, en el Prólogo a la segunda edición de la Crítica
de la razón pura (citando de memoria,
y por ende con una pequeña variación, un verso de la Farsalia de Lucano referido a Julio César): Nil actum reputans, si quid
superesset agendum: Pensando
que nada estaría hecho si todavía quedara algo por hacer. (Lucano
escribió credens en vez de reputans; y no es de poca monta el
que el filósofo corrigiera, quizá sin intención, al poeta y convirtiera el creer en pensar). La razón de aplicar
tan incesante pretensión a la otrora regina scientiarum nos es ofrecida
inmediatamente antes, a saber: porque esa ciencia ha de poner por y desde sí
misma los principios por los que habría de guiarse y progresar, y a la vez
habría de limitarse, de restringirse a sí misma en función de lo dictado por
esos mismos principios. Pero autolimitación es autodeterminación, acto de libertad. No para saltar las bardas de su corral,
como irónico apuntara Machado de esa misma ciencia, convertida de ave de
cetrería en ave de corral, sino para comprender sus propios límites, si es
verdad que saber el propio límite significa saber
sacrificarse.
Pero,
vengamos a cuento: ¿cuál podría ser ese sacrificio, sino el de la propia
pretensión, el sacrificio de la propia querencia de ser esa ciencia perfecta,
teniéndolo ya todo hecho? ¿Cómo va a pensar la
metafísica, como va a creer César, cómo va a suponer Fernando Casás (si acepta
mi propuesta, forzosamente mortal) que todavía quede
algo por hacer, si no conoce ya de antemano el Todo, los principios,
el alcance y los límites? Mas si aquello que dice conocer es su propio hacer,
el cual sólo después de hecho remite al conocer, ¿cómo evitar el círculo? En el
caso del artista, ese Todo sería el de la perfecta conjunción de su vida y de
su obra, de su biografía y de su zoografía, puesto que todo cuanto
él describe y modela se transforma al punto, mutante, en algo que pulsa y vive:
como las estrellas, ya sabéis, como las estrellas.
Querer
ser lo que uno debe ser. Como diría Antonio Machado: Bien, sea. Feliz será
quien lo crea. Y es que, si ese deber se refiere a la propia vida desgranada en
obras y a las propias obras recogidas en el trayecto de una vida, entonces ese
ir y venir, ese vaivén no puede ser pensado en todo caso sino desde algo que
está más allá (o más acá, o por debajo, o al otro lado: recuérdese
como la voz del fantasma del Padre de Hamlet resuena por todas partes en el
entablamento del castillo de Elsinor): allende las obras y la vida. Saber lo
que resta significa entrever lo que se sustrae y lo que nos sustrae… de toda perfección,
de todo orondo acabamiento. Y sin embargo, ¿cómo no pensarlo, cómo no creerlo,
cómo no suponerlo? Eso, en las obras, se llama Tierra. Eso, en la vida, se llama Muerte. Imposible e indispensable condición de posibilidad y
de dispensación. Luz negra que da a luz. Fosforescencia del fondo.
Mirar
(no ir) al origen significa medir la infranqueable distancia, no suprimirla.
Revelar lo profundo significa ponerlo al descubierto como tal hondón,
no cegarlo ni encubrirlo mediante una superficie irrelevante. Para empezar la
retrospectiva, para empezar a exponerse, Fernando Casás el Viejo elige ir al encuentro –imposible- del
joven de hace cuarenta y tres años, en las mañanas frescas desde las que éste
avizoraba la última rebelión de un Occidente que ya entonces, sans
encore le savoir, caminaba
ya a su ocaso y hoy se rinde ante las potencias emergentes, de las que Brasil
es emblema y ejemplo, con sus selvas y sus gigantescos concerns informáticos,
con sus cafetales y su aeronáutica. De 1968 es en efecto Energia 01 /
Vaga-lume: un suelto racimo de colgantes nueces de Brasil pintadas
de fosforescencia, a modo de libres luciérnagas, brillantes con mayor o menor
intensidad a la luz de una bombilla intermitente. Herkunft bleibt Zukunft:
la proveniencia sigue siendo el porvenir. Una obsesión persigue desde entonces
al artista, a saber: la ambigüedad, y más: la tergiversación del artificio construido y de la cosa de-signada.
Nada
de mimético hay aquí. Nada de homenaje a una Naturaleza supuestamente virgen, y
por cuyo peligro de extinción habría que luchar, enfrentándose uno –sangre de
su sangre y carne de su carne- al malvado invasor. Ello tiene, desde luego, su
lugar y su justicia, y Casás da por demás testimonio continuo de ese anhelo de
justicia para con lo radicalmente inhumano. Pero la obra quiere
decir otra cosa. Lo que ella ofrece aquí es un sutil juego
conceptual, de cambio reglado y de rotación medida de todos los respectos, de
todos los antagonismos: la nuez del país extraño, pero voluntariamente
entrañado en la propia existencia, promete vida de dentro a fuera: una vida vegetal,
pegada a la tierra, también ella tumba de provisión. Pero todavía
no ha hecho eclosión la vida desde la muerte, encerrada como se halla aún en la
dura cárcel que la protege y a la vez separa de su tierra. Pero por otra parte,
por la parte intervencionista, técnica, las nueces son fosforescentes, flotando
gozosas y libres en la oscuridad, como luciérnagas estrellas: regalan luz,
frente a la cerrazón oscura de su propio interior (las celdas de sus semillas)
y la no menos negra atmósfera que, precisamente por ello, las realza… hasta
dejar ver por momentos, de nuevo, el tierno trampantojo de semillas que sueñan
con ser insectos, de oscuridad prenatal que se figura derrames de luz.
La
luz puede ser envolvente, natural, o incidente, artificial. Pero las diminutas luciérnagas sólo lo son de veras
cuando, en la oscuridad ambiente, en el fundum sub nigrum leibniziano,
reciben, absorbentes como esponjas de luz, la luz eléctrica, a su vez prestada:
lumen
ex luce. Por su parte, el agradecido revestimiento luminoso que
deslumbra y encandila remite en última instancia a un macilento brillo excrementicio,
humano, demasiado humano. Es verdad que Casás señala explícitamente que la
fosforescencia de sus obras simboliza la
libre energía de la naturaleza. Pero no menos cierto es que esa energía,
justamente por serlo, no puede manifestarse a sí misma como tal: la naturaleza
no es una cosa natural. Physis
kriptésthai phílei: La naturaleza gusta de ocultarse, reza el
Fragmento 123 de Heráclito. Es más: ella es
el Ocultamiento… que da a ver. Por eso com–parece, como de soslayo, en lo
más alto y en lo más bajo. Invisible (lux sine lumine, lucus a non lucendo), ella da a ver. Y a la
vez, y como residuo último, la naturaleza reside en aquello que no se debería
ver, y que no existe –naturalmente- en estado natural, sino sólo cuando se ve
obligado a manifestarse, convocado por la técnica humana, como pálido y tóxico
esplendor del último reducto del desecho. El Alférez portador de la luz: Lucífero,
Phósphoros, es aquello que resta… de la orina.
Ahora,
todo depende de no separar en general naturaleza y técnica (¿qué es el arte,
sino la sintética peraltación recíproca, y en cada caso in partibus infidelium, de estos
dos respectos?), ni tampoco, fijándonos en lo primero, privilegiar lo excelso y
aborrecer lo abyecto, o, en cambio, dirigiendo nuestra atención al homo
faber, amar su alma y
despreciar su cuerpo. Todo depende en suma, hablando ahora de forma lógica, de
no separar el incremento y el excremento: el fondo -siempre excelente- de
provisión y el resto -producto siempre excedente de una extrema reducción- de
los residuos mismos. Pues si, bicéfalos, nos volvemos hora a lo excelente, hora
al excedente, seguiremos presos de la tosca metafísica de la representación,
procedente de un anhelo de seca pureza que nos hace rechazar por abyecto
aquello que, siendo intimior intimo meo, está siempre de más, las sobras de aquello que se
pretende esté perennemente de sobra, y sin lo cual, sin embargo, nada
brillaría.
En
el capítulo V de la Fenomenología del Espíritu, y como
colofón del apartado sobre la: Observación
de la referencia de la autoconciencia a su efectiva realidad inmediata,
nos advierte Hegel de la improcedencia de esa autodestructora división que
separa lo más alto (el Yo autocognoscente) y lo más bajo (la realidad de sus
desechos). Y lo hace con términos tan duros y contundentes que parecen pensados
para comentar estos pasajes: Lo profundo que el espíritu pugna por sacar
a la luz, mas limitándose tan sólo a su conciencia
representadora y dejándolo estancado en ella, y la
índole insapiente de esta conciencia respecto a qué sea lo que ella
dice, es la misma conexión de lo elevado y lo abyecto expresado ingenuamente
por la naturaleza en la conexión del órgano de su culminación suprema: el
órgano de la generación, y el órgano de mear.- El juicio infinito, en cuanto
infinito, sería la culminación de la vida que se comprehende a sí misma; pero
la conciencia de la vida que se queda en la representación se comporta como el
mear.” Ya lo insinuamos antes: la vida capaz de comprenderse a sí
misma conoce sus propios límites y, por ende, sabe sacrificarse, auparse a un estadio más alto: el del Espíritu, en el
que la creación y la defecación no son sino los extremos siempre alternantes de
un mismo circuito de retroalimentación del ser y del decir. Como aquí, en las
obras luminosas/negras de Fernando Casás: la luz debida, sin la cual la luz
originaria, envolvente o incidente, nunca llegaría a la autoconciencia, se debe
también, y justamente en la misma medida, a la negrura del fondo, la cual, a su
vez, si se desfonda dentro de sí es porque ella, la nada, sólo es hundiéndose, y dejando por ende que
en ese derrumbe reluzca emergente lo luminoso: el fondo se sacrifica por la
forma, el hondón por el relieve. Respectos de un mismo Weltbezug, de un
mismo respecto cósmico. Todo es tránsito. Todo, transitoriedad. ¿Qué
otra cosa, por lo demás, sería la energía, sino el ciclo de la combustión y sus
desechos? ¿Tendremos que recordar la igualdad en la respectividad de energía potencial
y energía cinética? ¿Y qué es la vida, sino un productivo desgaste?
A
este respecto, la historia del descubrimiento del fósforo es altamente
aleccionadora, y hasta edificante, diría yo, si no se tratara de un desecho. Y
en esa historia tendrá también un papel relevante uno de los más altos
filósofos de Occidente: Gottfried Wilhelm Leibniz. Buscando la piedra filosofal
capaz de transmutar metales ordinarios y bajos (como el plomo) en plata y en
oro, Hennig Brand, un acomodado alquimista de Hamburgo de nombre premonitorio (Brand significa incendio), guiado en general por la
analogía simpatética entre el
microcosmos (el hombre) y el macrocosmos (el universo), y muy en particular por el manual de Thomas
Kessler: Vierhundert Ausserlesene Chymische
Process und Stücklein (1732), dio en someter a fuego vivo una
combinación de alumbre, nitrato de potasio y orina concentrada para convertir
metales comunes en plata (en vano, naturalmente). Prosiguiendo tales
experimentos, calentó en 1699 residuos de orina, previamente reducidos en el
horno, hasta que la retorta, al rojo vivo, se llenó de humo mientras se
desbordaba el líquido interior, que al contacto con el aire se inflamó. Tras
cubrirlo y dejarlo en reposo, halló que el producto se había solidificado y
continuaba emitiendo un resplandor verde pálido. Brand llamó a ese resto fósforo, el portador de luz. Se hallaba ante
un desecho humano que brillaba con una fuerza vital que no disminuía con el
tiempo, y que no necesitaba reexponerse a la luz, como ocurría con la Piedra de Bolonia, descubierta
treinta años antes (hoy hablaríamos respectivamente de un no metal
fosforescente y de mineral fluorescente). Brand intentó utilizar el fósforo
para producir oro. Y aunque los esfuerzos se revelaron vanos, el mismísimo
Duque de Sajonia y su asesor científico y bibliotecario, Leibniz, se interesaron
por la fórmula del proceso, seguros de su producción en serie al disponer de
orina en abundancia (a saber, la producida por la soldadesca de Hannover). El
proceso, según las notas escritas por el propio Leibniz, constaba de los
siguientes pasos: había que hervir primero la orina para reducirla a un jarabe
espeso, el cual se calentaba en un alambique hasta obtener por destilación un
aceite rojizo, quedando en el fondo un resto, consistente en una parte superior
esponjosa negra y una parte inferior salina. Se descartaba luego la sal,
mezclando la materia negra con el aceite rojizo y calentando la mezcla a fuego
vivo durante 16 horas. Al final, entre nubes de humo blanco, se depositaría una
suerte de pasta cerúlea, blancuzca, que puede pasarse por agua fría para
solidificarla.
(Excurso
para los amigos de la ciencia:
La explicación química del proceso es como sigue: la orina contiene fosfatos,
siendo el predominante el HP42- o el PO43-, que con Na+ forma el
fosfato de sodio, y varios compuestos orgánicos basados en carbono. Bajo el
fuerte calor, los átomos de oxígeno de los fosfatos reaccionan con el carbono
produciendo monóxido de carbono CO, dejando que los átomos de fósforo P se
liberen en forma de gas. El fósforo se condensa entonces en un líquido por debajo
de unos 280 °C, y se solidifica por debajo de unos 44 °C. Esta reacción
esencial sigue utilizándose hoy en día, sólo que en lugar de orina se utilizan
minerales de fosfato extraídos de las minas: iones de tierras raras, así como
coque para el carbono y hornos eléctricos).
Adviértase
ahora que en este proceso ocurre algo que creo esencial para entender las
fosforescencias de Fernando Casás, a saber: ya sea de forma libre (como en
minerales fluorescentes: p.e. la amatista, combinada como interior preciado
envuelto en una cáscara vegetal, en Côcos e ametista), ya sea como
pintura fosforescente aplicada a la superficie de objetos (como en la mayoría
de las obras lumínicas de Casás), la energía absorbida y almacenada por la
sustancia es siempre distinta a la emitida por el
cuerpo como fotones. Insisto en esta distinción esencial,
porque en ella se ve a las claras que el intercambio (de lo alto y lo abyecto,
de la cosa y la obra, de la naturaleza y la técnica) prosigue hasta la última
entraña de la realidad: nada hay fijo, nada sustancial. Todo es pura relacionalidad,
desplazamiento de respectos y de significados. Eso es amor: quien lo probó, lo
sabe.
Igual de necesario es también enfatizar una vez más que en las obras e
instalaciones de Casás no se da una mera nostalgia romántica por una
naturaleza, si no perdida, sí a pique de estarlo. No. Lo que sus obras e
instalaciones nos ofrecen no es otra cosa que la imagen retenida de una transitoriedad fluida. La compleja sencillez de
sus procedimientos de luminiscencia es en el fondo la misma que la aplicada por
la compleja tecnología que trata con materiales fosforescentes en los monitores
y televisores basados en un tubo de rayos catódicos, como en el barrido de la
pantalla, con una frecuencia típica de 50 Hz (en Europa). Al igual que las
nueces o las hojas secas de Casás, también la pantalla del terminal está
recubierta de material fosforescente, a fin de permitir la persistencia de la
imagen entre barridos sucesivos.
Y es que, como he indicado antes, el artista no imita a la naturaleza: compite, lucha con ella en amorosa
coyunda, como en la ungeheure Paarung, el apareamiento prodigioso de que
hablara Hölderlin. Casás es la viva imagen del peregrino alquimista,
sabedor ya de que no se trata de convertir lo más bajo -por caso, el plomo- en
lo más alto -digamos, el oro-, por procesos de calcinación o de ebullición,
sino de hacer ver mediante la intervención técnica lo más bajo en lo más alto,
y viceversa: mutación, metamorfosis de los respectos. Su Estrelas compartidas 92
no pretende representar a
su manera la huella de la bacteria patógena Vibrio anguillarum: lo que quiere
es mostrar las semejanzas de ambos procesos. Reparemos en lo que, con
ocasión de Reciclo, le dijera al artista, en 1979, el Dr. José Mauro
Marinho: O que voce faz com a sua
obra é levar ao tridimensional o que vejo nas minhas pesquisas microscópicas. ¡Admirable e ingenua inversión! Pues el
médico no caía seguramente en la cuenta de que, al quedarse de este modo en el
nivel de la conciencia representadora (por decirlo con términos hegelianos),
era él, el científico, el que estaba reduciendo a representación
ficticia, a mera superficie pictórica (habla de: o que vejo), la supuesta realidad ofrecida por el
microscopio, mientras que, en cambio, estaba otorgando carácter de genuina
realidad a la obra de ficción (recuérdese: levar ao tridimensional). Pero, como ya va siendo claro, la realidad no
es ni lo ofrecido al microscopio ni la configuración artística, sino el entrecruzamiento,
la respectividad de remisiones; la verdad es, por
decirlo de nuevo con Hölderlin, el Wechsel der Töne, el intercambio de tonos.
Y así, lo que nuestro viajero logra con sus obras es que la conciencia se
encuentre siempre más acá de sí, condensada y desplazada matéricamente en lo inconsciente,
y que éste, en cambio, viaje más allá de eso que él, por
sí solo (si tal tuviera algún sentido) y si nadie lo dijera, jamás sabría
que es, ni lo que él (o que ello)
es. Por decirlo con el venerable
maestro cabalístico Abraham Eleazar: Wan ausse ist uns Stern: also geschaffen feureg nattur (Cuando
fuera está nuestra estrella, se crea entonces la naturaleza ígnea). (Uraltes chemisches Werk.
Leipzig 1760). Y
a la inversa, como enseña Paracelso en De virtute imaginativa: Como
el sol crea las obras sensibles, así también lo hace la imaginación, que al
igual que el sol inflama y quema todas las substancias... Esa
estrecha correspondencia quiasmática entre la interna
naturaleza ígnea, que acaba por quemarse internamente a sí misma (nigredo)
y la naturaleza del sol, que saca los colores a las cosas (rubedo) y las aventa
en pliegues imprevistos, aparece por modo ejemplar en esa servilleta quemada, y
luego plastificada y untada de pigmento fosforescente; una obra surgida -más
que creada- de la colaboración del fuego y el agua, resplandeciente desde su
caja negra.
Mayor
profundidad aún reviste El inconsciente viajero, esa
imponente instalación expuesta, inferos del alma, en una sala de
25 m2 del sótano del Círculo de Bellas Artes de Madrid, como si se tratase
de una doble oquedad radiante, rodeada de noche y herida también por ella en su
centro. He aquí un dolido y a la vez refulgente ejemplo de recuperación noble
del sentimiento de la naturaleza, a partir de su propia podredumbre y su wrong place en la civilización
moderna... y en la cultura ancestral. Aquí se convocan, aquí se nos convoca
a una conjunción de comunidades (la europea, pero todavía residualmente
telúrica allá, en la poética Fisterra, y la brasileña,
silvestre pero ya felizmente transida de la alta tecnología y del floreciente
comercio internacional, allá, en São Paulo). Atiéndase, empero, a que se trata
de un cenotafio, no de una tumba. El inconsciente viaja, oscila
entre un mundo y el otro (ambos, hendidos en la noche de su centro, como la
humilde servilleta cuyos bordes bordaran manos ancianas). Sabe que su puesto
está en el intervalo y su verdad en los bordes, no en el fondo. Sabe de
esos bordes y de la secreta afinidad electiva, alotrópica, entre la consciencia superior, que
disimula con sus rígidas líneas exteriores su rajado hundimiento en el fondo de
su noche, y la naturaleza inferior, radiante y anfractuosa hacia fuera, pero
legaliforme y rectilínea en su geometría interior.
Noctiluca constans: tal el nombre que diera Leibniz al fósforo: la
sustancia que constantemente reluce en la noche, que guarda en su interior por
un tiempo la energía esponjosamente absorbida, correspondiendo a ella siempre
en distinta medida, hasta recibir de nuevo otra reconfortante oleada de luz.
¿No hay aquí, compendiada, toda una lección de metafísica, o mejor, de ontología
existencial? Es la existencia humana la aquí cantada bajo la terra
ficta de la obra. Pero es también, a la vez e indisolublemente, el
ser mismo de lo ente lo que comparece en esas instalaciones, tan humanas a fuer
de exponerse en lo otro, de alienarse
amorosamente, en juegos que a las veces rozan el exilio interior,
irrecuperable, como en el caso de Árvore, ese árbol seco todo él ya
fachada luminosa, empeñado en irradiar una luz que ya nunca podrá ser suya.
Estamos aquí
en uno de los extremos, expuestos al peligro de la soledad embotada. Y sin
embargo, ¡cuánta melancolía se tiende entre sus secas ramas, cuántas historias
de amores humildes, como de humus, y de savia fresca, como de cielo,
se entretejen en su ardua geometría fractal! Es la vida, que llora su propia
ausencia: sunt lacrimae rerum, son las cosas mismas las que destilan el
sudor de la tierra, tan afín al llanto de los hombres: como que se trata, una
vez más, de una secreta correspondencia.
Casás, alquimista del corazón herido, también él desgarrado entre dos mundos,
sabe de ese secreto. Y lo susurra, como un suave vapor penetrante en sus obras:
esas obras en las que él se expone.
Y ahora me
dice, en fin, que anda recolectando estrellas mínimas, estrellas de tierra
estremecida, tocada íntimamente por el fósforo que sabe a desecho y a anuncio
de muerte: tiernas luciérnagas astrales, que en su danza dejan oir misterios…
¡tan comunes! Bastaría con pararse a escuchar sus silencios esclarecidos, sus
pequeñas querellas, su temor, tan natural, a enrojecer y
empequeñecerse. Estrellas escuchadas en su temor y en su temblor, en su pavor
paralelo a la angustia del mortal:
Olavio Bilac
“Ora (direis) ouvir estrelas! Certo
Perdeste o senso!” E eu vos
direi, no entanto,
Que, para ouvi-las muita vez
desperto
E abro as janelas, pálido de
espanto...
E conversamos toda noite,
enquanto
A Via Láctea, como um pálio
aberto,
Cintila. E, ao vir o sol,
saudoso e em pranto,
Inda as procuro pelo céu deserto.
Direis agora: “Tresloucado
amigo!
Que conversas com elas? Que
sentido
Tem o que dizes, quando não
estão contigo?”
E eu vos direi: Amai para entendê-las!
Pois
só quem ama pode ter ouvido
Capaz
de ouvir e de entender estrelas.
Las amas,
las amamos, amigo Fernando, porque ellas
no están ni estarán nunca con nosotros. Porque se alzan allí, lejanamente
tristes y magníficas, solicitando nuestra colaboración, requiriendo nuestra
ayuda para llegar a ser eso que nunca, oh nunca, ellas mismas creyeron ser.
Piden que las digamos, en la noche de
nuestro silencio, tachonado de palabras-estrellas, al igual que ellas nos
invitan a surgir de la nada y brillar, por un momento. Warte nur, bald ruhest du auch
(Espera un poco, que pronto
descansarás tú también). Es sólo un momento, pero su fulguración
prestada, como de luna, llena tierna, amorosamente la soledad mortal del
hombre. Ya tienes, ya tenemos compañía para nuestra vida, suspendida de la
muerte; para nuestra luz, esa luz a ella debida, para ese amor sabedor de
distinciones (desciende hacia lo interno, hacia tu Mina, Fernando, que en su
noche descansa tu verdad). Es tanto eso que se nos da, que colma nuestra
poquedad, amigo, viajero entre los mundos. Lo sabes, pues que una vez ofreciste
agua, brillando tu presente como piedra dorada entre gotas coaguladas, como
desmenuzadas gemas.
Y así, ahora
también este mínimo presente, este katálogon
se abre y se hunde al fin como análogon, de abajo arriba: que tal
corresponde a la estirpe efímera de los mortales solidarios. Es nuestra
naturaleza, extrovertida. Es la naturaleza en nosotros, introvertida:
natura minimum petit; naturae autem se sapiens
accomodat
(lo
que la naturaleza pide es mínimo; y por su parte, el sapiente se acomoda a la
naturaleza.)
Séneca, Epistularum
Moralium ad Lucilium Libri II, 9.
FÉLIX DUQUE | Licenciado en Filosofía
y Psicología por la Universidad
Complutense de Madrid, y doctor por la misma universidad. Entre 1974 y 1982 ha
impartido Antropología, Filosofía de la Naturaleza y Metafísica en las
Universidades de Madrid (Complutense y Autónoma) y Valencia. Entre 1982 y 1988
ha sido Catedrático de Metafísica en la Universidad de Valencia. Gastprofessor
en el Hegel-Archiv der Ruhr Universität Bochum entre los años 1983-1985 y
1987-1988. Desde 1988 es Catedrático de Filosofía (Historia de la Filosofía
Moderna) en la Universidad Autónoma de Madrid. Su investigación se orientó
primero hacia la antropología, la filosofía de la naturaleza y la hermenéutica.
Investiga sobre las doctrinas del idealismo alemán y del romanticismo, así como
sobre filosofía de la técnica y de la cultura, mito y religión, y también arte
contemporáneo (postmodernismo). Coordinador editorial de la
Historia Internacional del Pensamiento y la Cultura. Coordinador editorial de
la colección Clásicos del Pensamiento. Coordinador editorial de la colección
Agra. Autor de numerosas publicaciones, entre ellos: Estrella Errante, Historia
de la Filosofía Moderna, La era de la crítica y la Restauración: la escuela
Hegeliana y sus adversarios. Director de la revista Sireno y de la editora
Abada.
*****
Edição a cargo de Floriano Martins e Mina Marx.
Agradecimentos a Fernando Casás e todos os ensaístas aqui presentes.
*****
Agulha
Revista de Cultura
Número
117 | Agosto de 2018
editor
geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor
assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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