segunda-feira, 27 de agosto de 2018

FÉLIX DUQUE | Fernando Casás. Noctiluca Constans o de cómo hacer brillar lo que resta


La tierra hogareña del Brasil, siempre desplazada y siempre reencontrada en las entrañas del alma carnal de Fernando Casás, esa tierra que, nada más ser de nuevo hollada por él -en busca de rastros de sí mismo- inmediatamente retrocede, traviesa más nunca aviesa, como prometiendo una entrega pospuesta ipso facto, esa tierra rinde homenaje al artista que varias veces la eligiera, dubitativo entre dos orígenes que, como el tiempo memorioso del que están, ellos y los hombres, tejidos, sólo alternativamente son,  en cada caso in absentia: Galicia acosa y asalta en la memoria cuando su verdepinto paisaje queda como emplazado, como empapado en saudade al ser reemplazado por la tierra transatlántica, que se agolpa, sudorosa, en la piel de este escultor de lugares, de poros abiertos -cual anhelantes oquedades diminutas de sensitiva esponja- al otro ancho hogar, cálido y húmedo, oloroso a madera y sápido de fruta levemente, dulzonamente pasada. Y, a su vez, Brasil deja ser, deja ver a Galicia y sus prados precisamente cuando ofrece al ojo estriado de Fernando su Observatorio favela en esa Nova Friburgo de nombre altisonante, mas transida de lluvia y de miseria, cual melancólico jirón de una pobre Suiza ochocentesca, también ella desplazada, extrañada en la otra montaña. 
También esa tierra tiene como saudade de Fernando Casás: anhela sus pasos y sus días, el tacto de sus manos variando levemente, rozando apenas, los troncos rugosos, desea ver de nuevo deslizarse azules círculos de látex por torrenteras o igarapés (en un Projeto tan errante como el de la propia corriente), entrelazar sus lianas serpentinas con los dedos ágiles del artista y sentir su propia humedad cuando aquéllos andan hurgando en las covachuelas fangosas de sus manglares. Por eso se dispone ella misma, retrovidente, al disponer por parte interpuesta una retrospectiva en honor de ese artista itinerante de alma bifronte que vuela hacia dos mundos, hacia dos modos de ser y de sentir, los cuales sólo en las obras que tachonan su camino encuentran paradójico sosiego y mutuo acomodo, pues que también ellas se ofrecen como segregando el valor escondido de su otro, de eso ajeno que les es tan propio, brillando en uno y otro extremo por su ausencia.  Pero la retrospectiva que enlaza las dos tierras es también, e indisolublemente, el reencuentro de Fernando consigo en lo otro de sí, en lo que de sí él ha dejado, en lo que él ha dado de sí. Precariedad de lo constante. Constancia de lo que debiera ser efímero, tozudamente persistente gracias a la intervención de este antiguo diseñador mutado en de-signador de inéditos cruces y torsiones.
Bien está. Justa es la retrospectiva de algunas de las obras que, al pesar más en el pasado (ese pasado de la memoria, a la que asalta una y otra vez), al insistir una y otra vez en ese pasado que nunca fue presente, impiden por ventura el cierre del presente mismo, del ahora cotidiano. Sólo que un mero expectante cenotafio sería tal retrospectiva si Casás, mediante la reflexión extrañada de lo ya sido, no lograse desentrañar, desgajar del macizo de la imaginación pujante nacientes prospectivas. Rara y fecunda operación, ésta de aprovechar el homenaje como estímulo para una exposición, como si la mirada que recoge y adensa en la memoria las obras en las que uno se ha ido pasmosamente descubriendo a sí mismo, como a la contra del tiempo que lo empuja inexorable, dejara entrever lo que aún le queda por hacer, en caso de que eso que resta se entendiera –irreflexivamente, por ahora y siempre, pero ¡con cuán inmenso y pujante afán!- como un intento de conciliar la vida desgranada con una Vida redonda y bien torneada, luchando amorosamente contra la sangría de un tiempo que, sólo por insistir terco en lo que aún no hay, permite la brega con lo que resiste, y más: la recogida incitante de aquello que sigue -no menos terco- insistiendo en su ser. Como si la sazón sólo fuera una promesa fraguada en la desazón. Como si el ser del pasado, técnicamente elaborado, continuara azuzando, espoleando al presente, todo él abierto, hendido en ansias de futuro.
También la situación del que ahora escribe es asaz rara: ha de tratar del próximo advenimiento de una retrospectiva que está dando a la luz una exposición. Está escribiendo para un catálogo in statu nascendi, y que existirá no sólo cuando se deje de escribir, sino también y sobre todo cuando se inscriba, antecedente, en y como un catálogo: katà tòn lógon, dar razón de arriba abajo, exposición de algo que, debiéndose ceñir a lo retroductivo, ansiara ver la otra exposición, la genuina de las obras, la aquí anticipada, y que sólo hará acto de presencia después, como un recuerdo tardío de la retrospección: como una expuesta mirada insistente.
Y a la memoria acuden entonces otras palabras desplazadas, reverberando del latín al (aquí ahorrado) alemán y al español (para ser luego, presumiblemente, vertidas en portugués y en inglés). En efecto, de la metafísica, de su obsoleta rigidificación y de su prometedora transfiguración dice Kant, en el Prólogo a la segunda edición de la Crítica de la razón pura (citando de memoria, y por ende con una pequeña variación, un verso de la Farsalia de Lucano referido a Julio César): Nil actum reputans, si quid superesset agendum: Pensando que nada estaría hecho si todavía quedara algo por hacer. (Lucano escribió credens en vez de reputans; y no es de poca monta el que el filósofo corrigiera, quizá sin intención, al poeta y convirtiera el creer en pensar).  La razón de aplicar tan incesante pretensión a la otrora regina scientiarum nos es ofrecida inmediatamente antes, a saber: porque esa ciencia ha de poner por y desde sí misma los principios por los que habría de guiarse y progresar, y a la vez habría de limitarse, de restringirse a sí misma en función de lo dictado por esos mismos principios. Pero autolimitación es autodeterminación, acto de libertad. No para saltar las bardas de su corral, como irónico apuntara Machado de esa misma ciencia, convertida de ave de cetrería en ave de corral, sino para comprender sus propios límites, si es verdad que saber el propio límite significa saber sacrificarse.
Pero, vengamos a cuento: ¿cuál podría ser ese sacrificio, sino el de la propia pretensión, el sacrificio de la propia querencia de ser esa ciencia perfecta, teniéndolo ya todo hecho? ¿Cómo va a pensar la metafísica, como va a creer César, cómo va a suponer Fernando Casás (si acepta mi propuesta, forzosamente mortal) que todavía quede algo por hacer, si no conoce ya de antemano el Todo, los principios, el alcance y los límites? Mas si aquello que dice conocer es su propio hacer, el cual sólo después de hecho remite al conocer, ¿cómo evitar el círculo? En el caso del artista, ese Todo sería el de la perfecta conjunción de su vida y de su obra, de su biografía y de su zoografía, puesto que todo cuanto él describe y modela se transforma al punto, mutante, en algo que pulsa y vive: como las estrellas, ya sabéis, como las estrellas.
Querer ser lo que uno debe ser. Como diría Antonio Machado: Bien, sea. Feliz será quien lo crea. Y es que, si ese deber se refiere a la propia vida desgranada en obras y a las propias obras recogidas en el trayecto de una vida, entonces ese ir y venir, ese vaivén no puede ser pensado en todo caso sino desde algo que está más allá (o más acá, o por debajo, o al otro lado: recuérdese como la voz del fantasma del Padre de Hamlet resuena por todas partes en el entablamento del castillo de Elsinor): allende las obras y la vida. Saber lo que resta significa entrever lo que se sustrae y lo que nos sustraede toda perfección, de todo orondo acabamiento. Y sin embargo, ¿cómo no pensarlo, cómo no creerlo, cómo no suponerlo? Eso, en las obras, se llama Tierra. Eso, en la vida, se llama Muerte. Imposible e indispensable condición de posibilidad y de dispensación. Luz negra que da a luz. Fosforescencia del fondo.
Mirar (no ir) al origen significa medir la infranqueable distancia, no suprimirla. Revelar lo profundo significa ponerlo al descubierto como tal hondón, no cegarlo ni encubrirlo mediante una superficie irrelevante. Para empezar la retrospectiva, para empezar a exponerse, Fernando Casás el Viejo elige ir al encuentro –imposible- del joven de hace cuarenta y tres años, en las mañanas frescas desde las que éste avizoraba la última rebelión de un Occidente que ya entonces, sans encore le savoir, caminaba ya a su ocaso y hoy se rinde ante las potencias emergentes, de las que Brasil es emblema y ejemplo, con sus selvas y sus gigantescos concerns informáticos, con sus cafetales y su aeronáutica.  De 1968 es en efecto Energia 01 / Vaga-lume: un suelto racimo de colgantes nueces de Brasil pintadas de fosforescencia, a modo de libres luciérnagas, brillantes con mayor o menor intensidad a la luz de una bombilla intermitente. Herkunft bleibt Zukunft: la proveniencia sigue siendo el porvenir. Una obsesión persigue desde entonces al artista, a saber: la ambigüedad, y más: la tergiversación del artificio construido y de la cosa de-signada.
Nada de mimético hay aquí. Nada de homenaje a una Naturaleza supuestamente virgen, y por cuyo peligro de extinción habría que luchar, enfrentándose uno –sangre de su sangre y carne de su carne- al malvado invasor. Ello tiene, desde luego, su lugar y su justicia, y Casás da por demás testimonio continuo de ese anhelo de justicia para con lo radicalmente inhumano. Pero la obra quiere decir otra cosa. Lo que ella ofrece aquí es un sutil juego conceptual, de cambio reglado y de rotación medida de todos los respectos, de todos los antagonismos: la nuez del país extraño, pero voluntariamente entrañado en la propia existencia, promete vida de dentro a fuera: una vida vegetal, pegada a la tierra, también ella tumba de provisión. Pero todavía no ha hecho eclosión la vida desde la muerte, encerrada como se halla aún en la dura cárcel que la protege y a la vez separa de su tierra. Pero por otra parte, por la parte intervencionista, técnica,  las nueces son fosforescentes, flotando gozosas y libres en la oscuridad, como luciérnagas estrellas: regalan luz, frente a la cerrazón oscura de su propio interior (las celdas de sus semillas) y la no menos negra atmósfera que, precisamente por ello, las realza… hasta dejar ver por momentos, de nuevo, el tierno trampantojo de semillas que sueñan con ser insectos, de oscuridad prenatal que se figura derrames de luz. 
La luz puede ser envolvente, natural, o incidente, artificial. Pero las diminutas luciérnagas sólo lo son de veras cuando, en la oscuridad ambiente, en el fundum sub nigrum leibniziano, reciben, absorbentes como esponjas de luz, la luz eléctrica, a su vez prestada: lumen ex luce. Por su parte, el agradecido revestimiento luminoso que deslumbra y encandila remite en última instancia a un macilento brillo excrementicio, humano, demasiado humano. Es verdad que Casás señala explícitamente que la fosforescencia de sus obras simboliza la libre energía de la naturaleza. Pero no menos cierto es que esa energía, justamente por serlo, no puede manifestarse a sí misma como tal: la naturaleza no es una cosa natural. Physis kriptésthai phílei: La naturaleza gusta de ocultarse, reza el Fragmento 123 de Heráclito. Es más: ella es el Ocultamiento… que da a ver. Por eso com–parece, como de soslayo, en lo más alto y en lo más bajo. Invisible (lux sine lumine, lucus a non lucendo), ella da a ver. Y a la vez, y como residuo último, la naturaleza reside en aquello que no se debería ver, y que no existe –naturalmente- en estado natural, sino sólo cuando se ve obligado a manifestarse, convocado por la técnica humana, como pálido y tóxico esplendor del último reducto del desecho. El Alférez portador de la luz: Lucífero, Phósphoros, es aquello que resta… de la orina. 
Ahora, todo depende de no separar en general naturaleza y técnica (¿qué es el arte, sino la sintética peraltación recíproca, y en cada caso in partibus infidelium, de estos dos respectos?), ni tampoco, fijándonos en lo primero, privilegiar lo excelso y aborrecer lo abyecto, o, en cambio, dirigiendo nuestra atención al homo faber, amar su alma y despreciar su cuerpo. Todo depende en suma, hablando ahora de forma lógica, de no separar el incremento y el excremento: el fondo -siempre excelente- de provisión y el resto -producto siempre excedente de una extrema reducción- de los residuos mismos. Pues si, bicéfalos, nos volvemos hora a lo excelente, hora al excedente, seguiremos presos de la tosca metafísica de la representación, procedente de un anhelo de seca pureza que nos hace rechazar por abyecto aquello que, siendo intimior intimo meo, está siempre de más, las sobras de aquello que se pretende esté perennemente de sobra, y sin lo cual, sin embargo, nada brillaría.
En el capítulo V de la Fenomenología del Espíritu, y como colofón del apartado sobre la: Observación de la referencia de la autoconciencia a su efectiva realidad inmediata, nos advierte Hegel de la improcedencia de esa autodestructora división que separa lo más alto (el Yo autocognoscente) y lo más bajo (la realidad de sus desechos). Y lo hace con términos tan duros y contundentes que parecen pensados para comentar estos pasajes: Lo profundo que el espíritu pugna por sacar a la luz, mas limitándose tan sólo a su conciencia representadora y dejándolo estancado en ella, y la índole insapiente de esta conciencia respecto a qué sea lo que ella dice, es la misma conexión de lo elevado y lo abyecto expresado ingenuamente por la naturaleza en la conexión del órgano de su culminación suprema: el órgano de la generación, y el órgano de mear.- El juicio infinito, en cuanto infinito, sería la culminación de la vida que se comprehende a sí misma; pero la conciencia de la vida que se queda en la representación se comporta como el mear.” Ya lo insinuamos antes: la vida capaz de comprenderse a sí misma conoce sus propios límites y, por ende, sabe sacrificarse, auparse a un estadio más alto: el del Espíritu, en el que la creación y la defecación no son sino los extremos siempre alternantes de un mismo circuito de retroalimentación del ser y del decir. Como aquí, en las obras luminosas/negras de Fernando Casás: la luz debida, sin la cual la luz originaria, envolvente o incidente, nunca llegaría a la autoconciencia, se debe también, y justamente en la misma medida, a la negrura del fondo, la cual, a su vez, si se desfonda dentro de sí es porque ella, la nada, sólo es hundiéndose, y dejando por ende que en ese derrumbe reluzca emergente lo luminoso: el fondo se sacrifica por la forma, el hondón por el relieve. Respectos de un mismo Weltbezug, de un mismo respecto cósmico. Todo es tránsito. Todo, transitoriedad. ¿Qué otra cosa, por lo demás, sería la energía, sino el ciclo de la combustión y sus desechos? ¿Tendremos que recordar la igualdad en la respectividad de energía potencial y energía cinética? ¿Y qué es la vida, sino un productivo desgaste?
A este respecto, la historia del descubrimiento del fósforo es altamente aleccionadora, y hasta edificante, diría yo, si no se tratara de un desecho. Y en esa historia tendrá también un papel relevante uno de los más altos filósofos de Occidente: Gottfried Wilhelm Leibniz. Buscando la piedra filosofal capaz de transmutar metales ordinarios y bajos (como el plomo) en plata y en oro, Hennig Brand, un acomodado alquimista de Hamburgo de nombre premonitorio (Brand significa incendio), guiado en general por la analogía simpatética entre el microcosmos (el hombre) y el macrocosmos (el universo),  y muy en particular por el manual de Thomas Kessler: Vierhundert  Ausserlesene Chymische Process und Stücklein (1732), dio en someter a fuego vivo una combinación de alumbre, nitrato de potasio y orina concentrada para convertir metales comunes en plata (en vano, naturalmente). Prosiguiendo tales experimentos, calentó en 1699 residuos de orina, previamente reducidos en el horno, hasta que la retorta, al rojo vivo, se llenó de humo mientras se desbordaba el líquido interior, que al contacto con el aire se inflamó. Tras cubrirlo y dejarlo en reposo, halló que el producto se había solidificado y continuaba emitiendo un resplandor verde pálido. Brand llamó a ese resto fósforo, el portador de luz. Se hallaba ante un desecho humano que brillaba con una fuerza vital que no disminuía con el tiempo, y que no necesitaba reexponerse a la luz, como ocurría con la Piedra de Bolonia, descubierta treinta años antes (hoy hablaríamos respectivamente de un no metal fosforescente y de mineral fluorescente). Brand intentó utilizar el fósforo para producir oro. Y aunque los esfuerzos se revelaron vanos, el mismísimo Duque de Sajonia y su asesor científico y bibliotecario, Leibniz, se interesaron por la fórmula del proceso, seguros de su producción en serie al disponer de orina en abundancia (a saber, la producida por la soldadesca de Hannover). El proceso, según las notas escritas por el propio Leibniz, constaba de los siguientes pasos: había que hervir primero la orina para reducirla a un jarabe espeso, el cual se calentaba en un alambique hasta obtener por destilación un aceite rojizo, quedando en el fondo un resto, consistente en una parte superior esponjosa negra y una parte inferior salina. Se descartaba luego la sal, mezclando la materia negra con el aceite rojizo y calentando la mezcla a fuego vivo durante 16 horas. Al final, entre nubes de humo blanco, se depositaría una suerte de pasta cerúlea, blancuzca, que puede pasarse por agua fría para solidificarla.
(Excurso para los amigos de la ciencia: La explicación química del proceso es como sigue: la orina contiene fosfatos, siendo el predominante el HP42-  o el PO43-, que con Na+ forma el fosfato de sodio, y varios compuestos orgánicos basados en carbono. Bajo el fuerte calor, los átomos de oxígeno de los fosfatos reaccionan con el carbono produciendo monóxido de carbono CO, dejando que los átomos de fósforo P se liberen en forma de gas. El fósforo se condensa entonces en un líquido por debajo de unos 280 °C, y se solidifica por debajo de unos 44 °C. Esta reacción esencial sigue utilizándose hoy en día, sólo que en lugar de orina se utilizan minerales de fosfato extraídos de las minas: iones de tierras raras, así como coque para el carbono y hornos eléctricos).
Adviértase ahora que en este proceso ocurre algo que creo esencial para entender las fosforescencias de Fernando Casás, a saber: ya sea de forma libre (como en minerales fluorescentes: p.e. la amatista, combinada como interior preciado envuelto en una cáscara vegetal, en Côcos e ametista), ya sea como pintura fosforescente aplicada a la superficie de objetos (como en la mayoría de las obras lumínicas de Casás), la energía absorbida y almacenada por la sustancia es siempre distinta a la emitida por el cuerpo como fotones. Insisto en esta distinción esencial, porque en ella se ve a las claras que el intercambio (de lo alto y lo abyecto, de la cosa y la obra, de la naturaleza y la técnica) prosigue hasta la última entraña de la realidad: nada hay fijo, nada sustancial. Todo es pura relacionalidad, desplazamiento de respectos y de significados. Eso es amor: quien lo probó, lo sabe.
Igual de necesario es también enfatizar una vez más que en las obras e instalaciones de Casás no se da una mera nostalgia romántica por una naturaleza, si no perdida, sí a pique de estarlo. No. Lo que sus obras e instalaciones nos ofrecen no es otra cosa que la imagen retenida de una transitoriedad  fluida. La compleja sencillez de sus procedimientos de luminiscencia es en el fondo la misma que la aplicada por la compleja tecnología que trata con materiales fosforescentes en los monitores y televisores basados en un tubo de rayos catódicos, como en el barrido de la pantalla, con una frecuencia típica de 50 Hz (en Europa). Al igual que las nueces o las hojas secas de Casás, también la pantalla del terminal está recubierta de material fosforescente, a fin de permitir la persistencia de la imagen entre barridos sucesivos.
Y es que, como he indicado antes, el artista no imita a la naturaleza: compite, lucha con ella en amorosa coyunda, como en la ungeheure Paarung, el apareamiento prodigioso de que hablara Hölderlin. Casás es la viva imagen del peregrino alquimista, sabedor ya de que no se trata de convertir lo más bajo -por caso, el plomo- en lo más alto -digamos, el oro-, por procesos de calcinación o de ebullición, sino de hacer ver mediante la intervención técnica lo más bajo en lo más alto, y viceversa: mutación, metamorfosis de los respectos. Su Estrelas compartidas 92 no pretende representar a su manera la huella de la bacteria patógena Vibrio anguillarum: lo que quiere es mostrar las semejanzas de ambos procesos. Reparemos en lo que, con ocasión de Reciclo, le dijera al artista, en 1979, el Dr. José Mauro Marinho: O que voce faz com a sua obra é levar ao tridimensional o que vejo nas minhas pesquisas microscópicas. ¡Admirable e ingenua inversión! Pues el médico no caía seguramente en la cuenta de que, al quedarse de este modo en el nivel de la conciencia representadora (por decirlo con términos hegelianos), era él, el científico, el que estaba reduciendo a representación ficticia, a mera superficie pictórica (habla de: o que vejo), la supuesta realidad ofrecida por el microscopio, mientras que, en cambio, estaba otorgando carácter de genuina realidad a la obra de ficción (recuérdese: levar ao tridimensional).  Pero, como ya va siendo claro, la realidad no es ni lo ofrecido al microscopio ni la configuración artística, sino el entrecruzamiento, la respectividad de remisiones; la verdad es, por decirlo de nuevo con Hölderlin, el Wechsel der Töne, el intercambio de tonos.
Y así, lo que nuestro viajero logra con sus obras es que la conciencia se encuentre siempre más acá de sí, condensada y desplazada matéricamente en lo inconsciente, y que éste, en cambio, viaje más allá de eso que él, por sí solo (si tal tuviera algún sentido) y si nadie lo dijera, jamás sabría que es, ni lo que él (o que ello) es. Por decirlo con el venerable maestro cabalístico Abraham Eleazar: Wan ausse ist uns Stern: also geschaffen feureg nattur (Cuando fuera está nuestra estrella, se crea entonces la naturaleza ígnea). (Uraltes chemisches Werk. Leipzig 1760). Y a la inversa, como enseña Paracelso en De virtute imaginativa:  Como el sol crea las obras sensibles, así también lo hace la imaginación, que al igual que el sol inflama y quema todas las substancias... Esa estrecha correspondencia quiasmática entre la interna naturaleza ígnea, que acaba por quemarse internamente a sí misma (nigredo) y la naturaleza del sol, que saca los colores a las cosas (rubedo) y las aventa en pliegues imprevistos, aparece por modo ejemplar en esa servilleta quemada, y luego plastificada y untada de pigmento fosforescente; una obra surgida -más que creada- de la colaboración del fuego y el agua, resplandeciente desde su caja negra.
Mayor profundidad aún reviste El inconsciente viajero, esa imponente instalación expuesta, inferos del alma, en una sala de 25 m2 del sótano del Círculo de Bellas Artes de Madrid, como si se tratase de una doble oquedad radiante, rodeada de noche y herida también por ella en su centro. He aquí un dolido y a la vez refulgente ejemplo de recuperación noble del sentimiento de la naturaleza, a partir de su propia podredumbre y su wrong place en la civilización moderna... y en la cultura ancestral. Aquí se convocan, aquí se nos convoca a una conjunción de comunidades (la europea, pero todavía residualmente telúrica allá, en la poética Fisterra, y la brasileña, silvestre pero ya felizmente transida de la alta tecnología y del floreciente comercio internacional, allá, en São Paulo). Atiéndase, empero, a que se trata de un cenotafio, no de una tumba. El inconsciente viaja, oscila entre un mundo y el otro (ambos, hendidos en la noche de su centro, como la humilde servilleta cuyos bordes bordaran manos ancianas). Sabe que su puesto está en el intervalo y su verdad en los bordes, no en el fondo. Sabe de esos bordes y de la secreta afinidad electiva, alotrópica, entre la consciencia superior, que disimula con sus rígidas líneas exteriores su rajado hundimiento en el fondo de su noche, y la naturaleza inferior, radiante y anfractuosa hacia fuera, pero legaliforme y rectilínea en su geometría interior. 
Noctiluca constans: tal el nombre que diera Leibniz al fósforo: la sustancia que constantemente reluce en la noche, que guarda en su interior por un tiempo la energía esponjosamente absorbida, correspondiendo a ella siempre en distinta medida, hasta recibir de nuevo otra reconfortante oleada de luz. ¿No hay aquí, compendiada, toda una lección de metafísica, o mejor, de ontología existencial? Es la existencia humana la aquí cantada bajo la terra ficta de la obra. Pero es también, a la vez e indisolublemente, el ser mismo de lo ente lo que comparece en esas instalaciones, tan humanas a fuer de exponerse en lo otro, de alienarse amorosamente, en juegos que a las veces rozan el exilio interior, irrecuperable, como en el caso de Árvore, ese árbol seco todo él ya fachada luminosa, empeñado en irradiar una luz que ya nunca podrá ser suya.
Estamos aquí en uno de los extremos, expuestos al peligro de la soledad embotada. Y sin embargo, ¡cuánta melancolía se tiende entre sus secas ramas, cuántas historias de amores humildes, como de humus, y de savia fresca, como de cielo, se entretejen en su ardua geometría fractal! Es la vida, que llora su propia ausencia: sunt lacrimae rerum, son las cosas mismas las que destilan el sudor de la tierra, tan afín al llanto de los hombres: como que se trata, una vez más, de una secreta correspondencia. Casás, alquimista del corazón herido, también él desgarrado entre dos mundos, sabe de ese secreto. Y lo susurra, como un suave vapor penetrante en sus obras: esas obras en las que él se expone.
Y ahora me dice, en fin, que anda recolectando estrellas mínimas, estrellas de tierra estremecida, tocada íntimamente por el fósforo que sabe a desecho y a anuncio de muerte: tiernas luciérnagas astrales, que en su danza dejan oir misterios… ¡tan comunes! Bastaría con pararse a escuchar sus silencios esclarecidos, sus pequeñas querellas, su temor, tan natural, a enrojecer y empequeñecerse. Estrellas escuchadas en su temor y en su temblor, en su pavor paralelo a la angustia del mortal:

Olavio Bilac
Ora (direis) ouvir estrelas! Certo
Perdeste o senso!” E eu vos direi, no entanto,
Que, para ouvi-las muita vez desperto
E abro as janelas, pálido de espanto...

E conversamos toda noite, enquanto
A Via Láctea, como um pálio aberto,
Cintila. E, ao vir o sol, saudoso e em pranto,
Inda as procuro pelo céu deserto.

Direis agora: “Tresloucado amigo!
Que conversas com elas? Que sentido
Tem o que dizes, quando não estão contigo?”

E eu vos direi: Amai para entendê-las!
Pois só quem ama pode ter ouvido
Capaz de ouvir e de entender estrelas.

Las amas, las amamos, amigo Fernando, porque ellas no están ni estarán nunca con nosotros. Porque se alzan allí, lejanamente tristes y magníficas, solicitando nuestra colaboración, requiriendo nuestra ayuda para llegar a ser eso que nunca, oh nunca, ellas mismas creyeron ser. Piden que las digamos, en la noche de nuestro silencio, tachonado de palabras-estrellas, al igual que ellas nos invitan a surgir de la nada y brillar, por un momento. Warte nur, bald ruhest du auch (Espera un poco, que pronto descansarás tú también). Es sólo un momento, pero su fulguración prestada, como de luna, llena tierna, amorosamente la soledad mortal del hombre. Ya tienes, ya tenemos compañía para nuestra vida, suspendida de la muerte; para nuestra luz, esa luz a ella debida, para ese amor sabedor de distinciones (desciende hacia lo interno, hacia tu Mina, Fernando, que en su noche descansa tu verdad). Es tanto eso que se nos da, que colma nuestra poquedad, amigo, viajero entre los mundos. Lo sabes, pues que una vez ofreciste agua, brillando tu presente como piedra dorada entre gotas coaguladas, como desmenuzadas gemas.
Y así, ahora también este mínimo presente, este katálogon se abre y se hunde al fin como análogon, de abajo arriba: que tal corresponde a la estirpe efímera de los mortales solidarios. Es nuestra naturaleza, extrovertida. Es la naturaleza en nosotros, introvertida:

natura minimum petit; naturae autem se sapiens accomodat
(lo que la naturaleza pide es mínimo; y por su parte, el sapiente se acomoda a la naturaleza.)
Séneca, Epistularum Moralium ad Lucilium Libri II, 9.  
  

*****

FÉLIX DUQUE | Licenciado en Filosofía  y Psicología  por la Universidad Complutense de Madrid, y doctor por la misma universidad. Entre 1974 y 1982 ha impartido Antropología, Filosofía de la Naturaleza y Metafísica en las Universidades de Madrid (Complutense y Autónoma) y Valencia. Entre 1982 y 1988 ha sido Catedrático de Metafísica en la Universidad de Valencia. Gastprofessor en el Hegel-Archiv der Ruhr Universität Bochum entre los años 1983-1985 y 1987-1988. Desde 1988 es Catedrático de Filosofía (Historia de la Filosofía Moderna) en la Universidad Autónoma de Madrid. Su investigación se orientó primero hacia la antropología, la filosofía de la naturaleza y la hermenéutica. Investiga sobre las doctrinas del idealismo alemán y del romanticismo, así como sobre filosofía de la técnica y de la cultura, mito y religión, y también arte contemporáneo (postmodernismo). Coordinador editorial de la Historia Internacional del Pensamiento y la Cultura. Coordinador editorial de la colección Clásicos del Pensamiento. Coordinador editorial de la colección Agra. Autor de numerosas publicaciones, entre ellos: Estrella Errante, Historia de la Filosofía Moderna, La era de la crítica y la Restauración: la escuela Hegeliana y sus adversarios. Director de la revista Sireno y de la editora Abada.

*****

Edição a cargo de Floriano Martins e Mina Marx. Agradecimentos a Fernando Casás e todos os ensaístas aqui presentes.

*****

Agulha Revista de Cultura
Número 117 | Agosto de 2018
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
logo & design | FLORIANO MARTINS
revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES






Nenhum comentário:

Postar um comentário