1. EL RETORNO A
LA SELVA | En la historia de nuestra
cultura la naturaleza se
concibe tópicamente como algo pasivo y estático. Como receptáculo o escenario
de las acciones humanas, como territorio de aplicación de la voluntad de
dominio que lleva al hombre a extraer sus frutos y riquezas en su propio
provecho. En definitiva, como espacio de una acción depredadora, destructiva,
que con el desarrollo de la tecnología moderna se ha hecho más intensa y global
que nunca, hasta llegar a poner en peligro al propio planeta en que habitamos.
El
carácter supuestamente pasivo y estático de la naturaleza tiene un eco evidente
en el espacio de la representación, en el arte. La idea clásica del arte como
“imitación” de la naturaleza reposa, en el fondo, sobre un modelo ideal,
inexistente, sometido al designio configurador y paralizante de una visión
plástica detenida en el tiempo y en el espacio.
La
obra de Fernando Casás establece, desde sus inicios, una contraposición nítida
con esos planteamientos. Nada mejor que pensar en Errante, una obra-en-curso, haciéndose desde 1969, para captar
globalmente el sentido de su itinerario como artista. Comenzada al mismo tiempo
que las obras de construcción de una central nuclear en Brasil, Errante consiste en una serie de
intervenciones que forman”una entrada intuitiva en la naturaleza, un
experimento multisensorial, la tierra como obra de arte”. (Casás 1993).
Esa
última frase nos da la clave, el centro de gravedad de los planteamientos
estéticos de Casás: la tierra como
obra de arte en un proceso abierto, dinámico, errante, que actúa
“como una estructura continua uniendo las diferentes manifestaciones” de su
trabajo.
No
se puede separar, seguramente, esa percepción dinámica y errante de la
naturaleza y el arte, que caracteriza toda la trayectoria de Fernando Casás, de
su propia condición humana. Viajero, como tantos gallegos, pero a la vez con la
memoria íntima de su origen guardada dentro de sí como un tesoro, Casás pudo
sentir el relámpago de la diferencia, la sacudida de una naturaleza
completamente distinta cuando siendo un niño se estableció con sus padres en
Brasil.
Ese
“mundo otro” marca la percepción de una naturaleza completamente distinta para
el ojo y la percepción de un europeo. Diferencia constitutiva, esencial, que
imprime su registro en toda la literatura de viajes o exploraciones, desde el
siglo XVI en adelante. Ya en nuestros días, quizás la mejor formulación del
sobresalto, tanto estético como intelectual, que supone se puede encontrar en Tristes trópicos, de Claude
Lévi-Strauss, ese espléndido cuaderno de viaje del antropólogo en América.
El
texto de Lévi-Strauss nos conduce a lo que para un europeo es, hablando en
sentido estricto, “el nuevo mundo”, que por su diferencia con la naturaleza de
nuestro continente produce en él un auténtico desconcierto. El viajero europeo queda desconcertado por
este paisaje que no entra en ninguna de sus categorías tradicionales. Nosotros
ignoramos la naturaleza virgen, nuestro paisaje está ostensiblemente sometido
al hombre; (…) incluso los más rudos paisajes de Europa ofrecen una ordenación,
de la que Poussin fue el intérprete incomparable. (Lévi-Strauss,
1955).
La
experiencia del continente americano, con sus grandes extensiones no habitadas
por el hombre, permite por vez primera al europeo el contacto y la experiencia
de la naturaleza ·salvaje,
sobre todo si nos remontamos en la historia al momento del encuentro entre los
dos mundos. Obviamente, la cuestión implica una toma de consciencia de la idea
de naturaleza, algo que
se remonta en la tradición cultural europea a la Antigüedad Clásica, y que como
tal, en su oposición a la idea de cultura
o civilización, no
reviste las mismas características en las tradiciones culturales no europeas.
Pero
esa experiencia densamente histórica sigue resonando incluso actualmente, a
pesar del avance de la civilización urbana y la creciente desaparición de la
naturaleza virgen, en el
imaginario individual del europeo que se confronta con América, particularmente
si se trata de los ojos,
de la sensibilidad, de un niño, de un artista.
¿Quiénes
habitan las tierras vírgenes? ¿Hombres o dioses? La llamada de América implica
también la pregunta por sus primeros pobladores, habitante de un nuevo Jardín
del Paraíso. El primer encuentro del antropólogo viajero con los salvajes, con quienes llevan
dentro de si la comunicación con la naturaleza no civilizada, se produce en el Estado de Paraná, en las tierras
que dominan las dos riberas del río Tibagy, situadas a unos mil metros por
encima del nivel del mar.
Su
descripción, llena de lirismo, pretende dejar el paisaje primigenio al margen
de la huella del hombre: Paisaje
virgen y solemne que, durante millones de siglos, parece haber preservado
intacto el rostro del carbonífero y que la altitud, combinada con el
alejamiento del trópico, libera de la confusión amazónica para prestarle una
majestad y una ordenación inexplicables, a menos de ver en él el efecto de un
uso inmemorial, por una raza más sabia y más poderosa que la nuestra, y a cuya
desaparición debemos poder penetrar en este parque sublime, hoy día caído en el
silencio y en el abandono. (Lévi-Strauss, 1955).
Desplazándose
aún más hacia el interior, hacia el centro del Mato Grosso, se arriba a grandes
extensiones vírgenes de terreno, habitadas tan sólo por pequeñas unidades
indígenas nómadas antes de la llegada de nuestra civilización. Aquí la
impresión de una naturaleza primigenia o salvaje es todavía más fuerte, aunque ya confrontada con la
acción colonizadora del europeo. Pero lo que me parece más significativo es
que, ya en el propio texto del antropólogo viajero, esa impresión remite
directamente al arte, a
una pauta estética: Los paisajes
completamente vírgenes ofrecen una monotonía que priva a su salvajismo de valor
significativo. Se rehúsan al hombre, se diluyen bajo su mirada en lugar de
lanzarle un desafío. Mientras que, en esta maleza indefinidamente recomenzada,
la zanja de la picada, las siluetas contorsionadas de los postes, los arcos
invertidos del hilo que los une, parecen objetos tan incongruentes flotando en
la soledad como los que se ven en los cuadros de Yves Tanguy.
(Lévi-Strauss, 1955).
Fernando
Casás (1999) considera que Brasil es aún depositario de la prehistoria
y que su obra entera está totalmente influenciada por su estancia allí, donde está mi verdadera fuente.
Sin duda es así. Aunque yo puntualizaría que esa fuente se hace viva en contraste con Europa y la Galicia
natal, con un sentido humano de desplazamiento en la tierra que encuentra su
eco en la percepción del carácter intensamente móvil, dinámico, de la
naturaleza virgen. Esa naturaleza inencontrable ya en nuestro viejo continente.
Todas
estas cuestiones gravitan sobre el concepto y el propio nombre de la exposición
ante la que ahora nos encontramos: Selva
/ gen, al que llegó,indica el propio Casás (1999), trabajando con la palabra del portugués que
significa salvaje, y que trae en su interior dos nítidos sentidos: selva y gen. Es una palabra que está relacionada con la verdadera naturaleza, ya que
hoy la casi totalidad de ella es artificial o virtual. Brasil aún posee este
gen de la selva que es primigenio, ancestral.
De
este modo, jugando a partir o descomponer el lenguaje, para luego recomponerlo
en una nueva unidad que es la que nos da la verdad de la obra, Casás realiza,
desde el arte, una operación de bricolaje similar al tipo de actuación que,
según Lévi-Strauss (1962), caracteriza al pensamiento salvaje. No el pensamiento de los salvajes, sino el que se
manifiesta en los rituales, los mitos y los sistemas de creencias, que presenta
una notable convergencia con el universo de las artes y que tiene además como
rastro destacable lo que podríamos llamar su proximidad a la naturaleza.
Como en Europa, indica Casás (1999), “ya no existe naturaleza, este gen salvaje va
dejando de existir, buscando una salida genética para su reproducción. De esa
manera el doble sentido de la palabra Selvagem pasa a ser una verdad inherente a la obra.
Se trata de lo salvaje no
como lo que existe en tanto que mero reducto en lo que llamamos primer mundo, sino como expresión
de una verdad primigenia en relación
al hombre en las áreas dominadas por los bosques todavía intocados.
En
el bosque virgen, y más aún en la selva tupida, el ser humano pierde su vana y
soberbia pretensión de estar por encima de las leyes del universo: su
supervivencia depende de su capacidad de integración en un ecosistema que tiene
sus propias pautas, incluso desde el punto de vista del imaginario humano, la
selva remite a la vida primordial, a un estadio previo a la aparición de la
cultura y que, por su propia resonancia, nos hace pensar en la imagen del Paraíso, del Jardín del Edén, en el que la
primera pareja vive en armonía con los demás animales y plantas. Antes de la
caída. Que es un símbolo del paso al estadio de cultura. La civilización se contrapone al salvajismo.
Por
eso, cuando vamos a la selva, incluso por vez primera, sentimos como si estuviéramos
volviendo, retornando a un origen lejano que se pierde en la noche de los
tiempos. La idea de cultura como refinamiento o sofisticación no tiene allí
ninguna utilidad, sólo sirve a una comprensión de las pautas de adaptación y de
respeto al entorno.
Tan densa como nuestras ciudades, dice
Lévi-Strauss (1955), la selva
constituye un auténtico mundo aparte. Un mundo de hierbas, de flores, de setas
y de insectos prosigue en ella libremente una vida independiente, en la que ser
admitidos depende de nuestra paciencia y de nuestra humildad. Unas decenas de
metros de selva bastan para abolir el mundo exterior, un universo deja lugar a
otro, menos complaciente con la vista, pero donde el oído y el olfato, estos
sentidos más próximos al alma, hallan ventaja. Bienes que creíamos
desaparecidos renacen: el silencio, el frescor y la paz.
Es
en ese mundo aparte, en ese territorio selvático de la experiencia, en ese
espacio de silencio, frescor y paz, donde encuentran su lugar propio no sólo
estas últimas, sino todas las piezas de Fernando Casás. Con su trabajo, a
través de la imagen continuamente presente de un retorno a la selva primordial,
alcanzamos una vía de unidad con la naturaleza. Una vía estética. Porque estética es, como
habremos todavía de ver, la pauta que conecta. La pieza de unión de cualquier
individuo con el cosmos que habitamos.
2. LA EROSIÓN
DEL MUNDO | En el inicio era la madera. La vida en el Paraíso no puede tener
otra imagen para nosotros, humanos abocados a la incertidumbre de un nuevo milenio
en nuestra cuenta del tiempo, que la del árbol protector, dispensador de sombra
y de cobijo. Pero también, símbolo del conocimiento. Del duro aprendizaje de
nuestro carácter no divino, mortal, y por tanto del sometimiento de nuestro
cuerpo y nuestro espíritu a la ley entrópica de la disgregación. De la
desaparición que hace posible la regeneración de la vida como un todo.
En
el inicio del trabajo artístico de Fernando Casás está la madera. A finales de
los años sesenta, comienza a producir pequeños relieves y después paneles con
madera quemada y pintada. Son estructuras que establecen una comunicación, ya
en el material utilizado, con la frondosa vegetación de los espacios naturales
brasileños, con la vivacidad de sus coloridos.
Desde
entonces, la madera elaborada industrialmente, usada, desgastada e incluso
desechada, o también la que puede encontrarse en la naturaleza, sometida a los
procesos de desgaste biológico, se convierte en el material principal de sus
obras. Es la madera como “resto”, como soporte que presenta ya en el momento de
su elección para el trabajo artístico el sedimento de la acción humana o
natural sobre ella, del paso del tiempo.
Casi
de un modo inmediato Casás centra su atención en otro aspecto que considero
igualmente desencadenante para toda su obra. Me refiero al ciclo plástico que
denomina Proyectos Idiotas,
y que comienza a desarrollar en 1970. Como en Errante, lo Proyectos
Idiotas brotan de la observación y voluntad de comunicación con
la naturaleza. Sólo que en este caso se
trata de intervenciones mínimas o incluso no intervenciones en la naturaleza:
troncos enterrados, mareas, desperdicios traídos por los ríos, corales o arenas
en las playas brasileñas, piedras y maderas en España…
Son,
segundo Casás (1993), una mirada o
captura de los acontecimientos efímeros, fugaces, que duran un solo instante y
pueden ser activados por casi cualquier motivo: las mareas, una rama que se
cae, el reflejo de la luz sobre el agua. La transformación del arte, de un
medio idealizado, estático, en un medio totalmente transitorio en el tiempo y
espacio: la revelación de un momento y de la verdadera continuidad dinámica de
la naturaleza.
Constituyen
lo que también el propio Casás (1989) ha denominado el lado desmaterializado de la obra, y encierran además todo
un programa estético: la
desconstrucción de las fronteras que nuestra civilización erigió entre
naturaleza del arte y arte de la naturaleza. Dibujos vivientes, trazados sin
ninguna intención estética. Una iconografía inconsciente.
El
hecho de subrayar la ausencia de intención estética en la génesis de los Proyectos Idiotas hace más patente
la cercanía de estas piezas desmaterializadas con los ready-made de Marcel Duchamp, cuya
elección se rige igualmente por la ausencia de todo criterio estético.
En
cualquier caso, tanto en el trabajo con la madera ya existente, resto, o en las
múltiples y abiertas variantes de los Proyectos Idiotas, la intervención artística parte de algo ya
dado como elaboración o producto, humano o natural, y en ese sentido desde el
inicio del trabajo artístico de Casás se plantea intencionalmente una voluntad
de subvertir el estereotipo idealista de la producción artística como creación a partir de la nada.
Hay,
a la vez, una consideración del hecho artístico como una dimensión sutil,
conceptual y poética, que niega toda carga de solemnidad al arte, concibiéndolo
en cambio como una vía de enriquecimiento de la experiencia y de aprender a
saber estar en y con la naturaleza.
Todavía
me parece importante recordar en este momento una tercera línea de trabajo en
Casás, que tiene que ver con los aspectos
ocultos o no superficialmente manifiestos en la naturaleza. Casás
(1993) lo ha denominado Entradas
en el ambiente, e implica buscar, trabajando
con el propio método de la naturaleza, el acaso , los aspectos despreciados por la mirada humana, como los
fragmentos gastados por el tiempo y la erosión, las huellas dejadas por las
actividades de los pequeños animales como hormigas, termitas, luciérnagas,
abejas, todos muy activos en los trópicos; y también con los desechos de
nuestra propia civilización, subvirtiendo, con el uso de los mismos métodos de
la naturaleza, el concepto antropocéntrico del discurso dominador y destructivo
del hombre frente a su propio medio ambiente.
Obviamente,
esta formulación supone una toma de consciencia, pero situada dentro mismo del
arte, de la dimensión ecológica de la vida que implica, en una vertiente moral,
una actitud ecologista. Y además permite apreciar como pauta interna el
carácter dinámico y metamórfico de la naturaleza, haciendo así posible la
superación del estereotipo simplista de la contemplación pasiva y estática de
la misma, al que me refería al comienzo del texto.
En
1992 Casás presentó una serie de cinco hermosas e impresionantes instalaciones,
hechas de madera, carbón, serrín y tela, en un área de 1200m² en la Antigua
Estación Marítima de Vigo. Su nombre, Ashé,
significa en dialecto africano Yoruba fuerza vital, y las instalaciones son la metáfora de la destrucción de esta fuerza
vital. Con ellas, Casás (1993) intenta poner de manifiesto que la naturaleza no es reposo, sino constante
alteración: y el que trabaje con el lenguaje absoluto de la naturaleza tiene
que estar atento y asumir posturas de manera radical.
Con
este tipo de obras, configuradas como pseudo-organismos, se trata de poner de
manifiesto lo oculto, lo subterráneo, lo no directamente percibido, pero
internamente activo. En definitiva, el hilo oculto de la naturaleza y de la
vida en un espacio de representación artística que resulta a su vez
cualitativamente modificado, transformado.
El
punto es importante, y tiene incluso un gran alcance filosófico. Porque permite
apreciar la dimensión cualitativa, anímica, de la materia, habitualmente
contemplada desde posiciones idealistas como carente de toda cualidad, como
puro límite pasivamente negativo. Las piezas de Casás posibilitan, en cambio,
detectar el registro de la vida en la materia. Incluso su memoria, la huella
del tiempo, como por otra parte puede apreciarse, por ejemplo, en la marca
circular de los anillos en los troncos de los árboles, una auténtica “cuenta
vegetal” del paso del tiempo. La frase que le gustaba repetir al gran filósofo
alemán Ernst Bloch viene aquí perfectamente a cuento: También la memoria tiene su utopía.
Claro
está, eso que la materia lleva dentro de si su voluntad de germinación, su dinamismo interno. Pero, además, las Entradas en el ambiente de
Fernando Casás nos muestran la necesidad de abandonar toda idea ingenua de
antropocentrismo, de tomar consciencia que el ser humano es una especie
biológica más en el complejo y abigarrado conjunto del universo.
El
signo distintivo de este tipo de obras es su relación con los procesos de
degradación de los organismos con la entropía.
Como es sabido, el término se utiliza técnicamente en la termodinámica para
evaluar la degradación de la energía de un sistema. Etimológicamente,
procedente de la palabra griega entropé,
vuelta, el término entropía
encierra una idea de retorno. Y ya en un sentido teórico más profundo, aplicado
al conocimiento de la vida. Gregory Bateson (1979), por ejemplo, lo define como
el grado en que las relaciones entre
los elementos componentes de cualquier agregado de ellos están mezcladas,
indiscernidas e indiferenciadas, y son impredecibles y aleatorias.
Esos
dos últimos aspectos señalados por Bateson son especialmente relevantes en el
plano artístico. Hablar de lo impredecible y de lo aleatorio es casi un rasgo
definitorio de las artes de nuestro siglo, en contraposición a las ideas de
articulación global y de necesidad, características de la concepción clasicista
del arte. Estamos así en el planeta
Mallarmé, en la fuerza de atracción que juega en su atmósfera el
papel del azar, y su intensa irradiación en el horizonte estético
contemporáneo.
Pero
lo decisivo en la obra de Casás es la síntesis de la entropía natural con la
artística, la interpolación creativa de ambos planos, algo que se revelaba ya
de un modo particularmente feliz en su Ciclo de la Termita (1977), en el que a partir del trabajo entrópico
realizado por las termitas en la madera, de su arquitectura corrosiva, Casás superponía otro trabajo
igualmente entrópico, quemándola o pintándola.
En
sus proprios términos: Creo que el
punto fundamental, y esto es una obsesión mía en el día a día que simplemente
se refleja en la obra pero que no la busco solamente para la obra, es la
preocupación que tengo en atrapar el momento, el tiempo en aquel instante de su
movimiento, principalmente el flagrante de la entropía, cuando por ejemplo la
madera ya no es un árbol, pero tampoco se presenta como podredumbre, absorbida
por otros elementos. Eso es querer un poco cambiar la flecha del tiempo
(Casás, 1999). Pero, entonces, en esa obsesión por cambiar el sentido de la
flecha del tiempo, confluyen el arte y la experiencia de la naturaleza, y eso
dota de un sentido más profundo a la obra de Fernando Casás.
Volvamos
de nuevo a Gregory Bateson, quien subraya como algo absolutamente equivocado la
identificación de los fenómenos naturales con los aspectos más burdos y simples
de la especie humana: La naturaleza
refleja, en cambio, los aspectos más complejos de la gente, los estéticos, los
intrincados, los refinados. (Bateson, 1979).
Aún
más, a la pregunta: ¿Cuál es la pauta que conecta a todas las criaturas vivientes?,
que sintetiza todas estas variantes: “Qué pauta conecta al cangrejo con la
langosta y a la orquidea con el narciso, y a los cuatro conmigo? ¿Y a mi
contigo? ¿Y a nosotros seis con la ameba en una dirección, y con el
esquizofrénico retardado en la otra?”, la respuesta de Bateson (1979) es: una pauta estética. Hasta el punto
que, observa, “cuando digo estético, quiero decir sensible a la pauta
que conecta” Lo que supone “que hay,
en verdad, una pauta de pautas de conexión. (Bateson, 1979).
Bateson
indica también que ha habido y hay muchas espistemologías, diferentes y hasta
contrastantes entre sí, que han
subrayado por igual la existencia de esa unidad suprema y (aunque esto es menos
seguro) la idea de que esa unidad suprema es estética. Para concluir
que la pérdida, en nuestra cultura, del
sentido de la unidad estética fue, simplemente, un error epistemológico.
(1979).
De
este modo, la vía estética, y por tanto en una de sus manifestaciones más
poderosa, el camino del arte, se convierte en un procedimiento especialmente
indicado para encontrar una forma realmente profunda de comunicación del hombre
con la naturaleza, para llegar a conocer plenamente la unidad profunda que
conecta todo lo viviente.
Pero
ese, y no otro, es el horizonte intencional de toda la obra de Fernando Casás:
fijar en sus piezas, intervenciones o miradas, la interrelación de todo lo
existente, dar una forma plástica a un proceso que permite experimentar lo que
Arthur O. Lovejoy (1936) llamó, en su momento, la gran cadena del ser.
3. TODO EN TODO:
EL COSMOS EN MOVIMIENTO | Fernando Casás intenta alcanzar un punto de
confluencia entre la acción de la naturaleza y la acción del artista, lejos de
la idea de la reproducción estática de la naturaleza en el arte. Hay un juego
de correspondencias entre la acción de las termitas que carcomen la madera y la
acción del artista que da forma, quema y pinta a esa madera sobre la que así
actúa un doble proceso entrópico.
En
todas esas acciones, lo aparentemente destructivo, sin embargo, constituye algo
nuevo, regenera. El sentido subyacente de la emoción que produce el empleo
recurrente de la madera quemada en la obra de Casás no tiene únicamente que ver
con las calidades y texturas del material. Su fuerza poética brota de que en
ella vemos implícitamente un signo del empleo regenerador del fuego: destruye
la calidad originaria de la materia para producir la obra de arte, igual que en
los ciclos de los mundos el fuego destruye y purifica para hacer posible el
renacimiento, una nueva génesis.
En
esa asociación del papel regenerador del fuego con los ciclos cósmicos es
difícil no pensar en Empédocles, el gran filósofo griego que, según la leyenda,
puso fin a su vida arrojándose al Etna, es decir, arrojándose al fuego
regenerador. A partir de los fragmentos poéticos del gran poeta romántico
Friedrich Hölderlin sobre la muerte del filósofo, Gaston Bachelard (1988)
señaló: La muerte de Empédocles es
el punto extremo donde el ser se descarga de todo lo que ha vivido, creído
vivir. El Fuego está allí. Ese pequeño punto de ser que es el ser del hombre
quiere convertirse en la inmensidad del fuego.
Y
es que así, como se expresa en el luminoso verso del poeta dedicado también al
filósofo griego por Mathew Arnold, convertido en nada, sino una llama devoradora de pensamiento (“nothing but a devouring flame of thought),
Empédocles pasa a ser una imagen pura de la reflexión, del pensar.
Pero,
además, su disolución en el fuego cósmico tiene también el sentido de una
reintegración en la unidad, algo plenamente coherente con su concepción de lo
real como un proceso recurrente de ciclos cósmicos, en los que todo es uno o
múltiple en una cadena incesante de atracción y repulsión: Un doble relato te voy a contar: en un tiempo
todas las cosas llegaron de una pluralidad a constituirse en unidad, y en otro
pasaron de unas a ser múltiples: doble es la génesis de los seres mortales y
doble su destrucción. A la una le engendra y la destruye su reunión, y la otra
crece y se disipa a medida que los seres se dividen de nuevo.
(Empédocles, Fragmento 17, recogido por Simplicio). Podríamos hablar de una cosmología entrópica, de una
visión del cosmos como resultado de los ciclos incesantes de degradación y
regeneración.
Y,
a la vez, ese sentido cíclico de la experiencia, o ideas como la de que el
camino de ida y el de vuelta son el mismo camino, uno de los más densos
principios filosóficos formulado por Heráclito de Éfeso, o la de que todo el
cosmos vive en una simple partícula, inspiran el trabajo de Fernando Casás ya
desde los años setenta: Recorrer
estrechos caminos a través de la visión y después sentir que todo es tierra,
países, regiones vistas desde arriba. Percibir exactamente que el universo es
igual a la partícula y viceversa. (Casás, 1979). Y es que en el
despliegue de esta trayectoria artística ejemplar, marcada por la exigencia
interna y la coherencia, no estamos muy lejos del intento de desarrollar un
territorio plástico que tiene dentro de sí el aliento de las grandes
reflexiones cosmológicas de la humanidad.
Para
saber llegar a esta obra, resulta imprescindible transformar nuestra concepción
del arte y situar como primer paso en la necesaria formación del artista el aprendizaje de la naturaleza. En el catálogo de su primera exposición en
España: Ciclo, Reciclo. Laberinto Casás (1979) escribía: Buscar orientación en otras estructuras
animales es el aprendizaje profundo del hombre. Asociarse a otros animales para
aprender y poder mostrar el mundo real es una salida, una busca que está fuera
del proceso. El rumbo del arte también está en este cambio de informaciones, en
ese grupo de trabajo, en el análisis de un nuevo contenido como forma.
Durante
siglos, la influyente definición de Aristóteles en su Física: el arte imita la naturaleza ha
sido entendida en el sentido de la realización de una copia en el universo de
la representación. Pero creo que ese sentido tergiversa el modo de pensar de
los griegos de la época clásica y, desde luego, el del propio Aristóteles.
El
término imitación con el
que traducimos, a través del latín, la palabra griega mímesis remite a cómo téchne (que a su vez implica un
universo de sentido más amplio de que el de nuestra idea actual de arte) reproduce en su dinámica la
estructura y el proceso de la naturaleza, physis. Si esto es así, el arte le la mímesis, entendido como habilidad
o destreza de producción de imágenes, reproduce en su universo específico: el
de la representación, la imagen, la estructura de la physis, compuesta de materia y forma,
y su proceso, su paso continuo de la potencia
al acto.
Además,
la idea griega de la physis está también muy lejos de esa
concepción eminentemente pragmática que ve en ella únicamente un territorio
para el desarrollo humano. Es verdad, ciertamente, que es en la cultura griega
clásica donde se sitúa el origen de la mentalidad técnica que alcanzará, con el
devenir de la modernidad, el sesgo de una voluntad sin límites de dominio del
mundo que, en último término, se torna auto-destructiva.
Pero,
a la vez, en el mundo griego la categoría
physis entraña un
sentido dinámico y vital que culmina en una reflexión de siglos en la idea de kósmos que originalmente
significaba orden. Es
decir, la physis de la
que el ser humano es obviamente parte constitutiva, se contempla como un todo
ordenado, en oposición al caos. Desde el pensamiento mítico, tal y como queda
recogido, por ejemplo, al comienzo de la Teogonía de Hesíodo hasta las reflexiones sobre el principio
estructural del universo de los pensadores milesios y las elaboraciones
cosmológicas de los filósofos posteriores, los griegos fueron sensibles a esa
comprensión de la naturaleza como unidad ordenada o, en la terminología de
Bateson, de la existencia de una pauta de pautas de conexión eminentemente
estética.
Así
que cuando Casás (1999) en busca de la confluencia de la acción natural y la
acción artística, proclama la importancia que para él tiene la idea del Cosmos, de una vida que es
generada a través del cosmos, está proponiendo una comprensión
dinámica de la vida y la naturaleza, presente en muchas tradiciones culturales,
pero también en las raíces de la nuestra, en ese mundo griego antiguo cuyas
categorías de pensamiento seguimos utilizando.
Esa
relevancia de la idea de cosmos, particularmente presente en esta exposición, Selvagen, había tenido ya una
primera manifestación en la muestra Dimensão
Possível, presentada por Casás en 1991 en el Museo de Arte Moderno
de São Paulo, e integrada por elementos pobres: arena, troncos caídos y pigmentos en un espacio de
1.400m².
Pero,
en realidad, esa idea de cosmos
como un orden o unidad interior, que liga al hombre con la naturaleza, lo que llevamos inconscientemente dentro, una
memoria arquetípica (Casás, 1999), está presente desde los inicios
de su itinerario artístico, como flujo interior de inspiración del mismo.
En
una formulación alternativa, se trata de contemplar la diferencia como unidad,
y eso implica percibir un cosmos,
un orden, que atraviesa todo lo viviente. El pensamiento místico y
espiritualista alcanza esa idea de unidad, que tiene una de sus mejores
expresiones en la fórmula todo en
todo, pero lo hace devaluando el carácter material de la naturaleza.
En cambio, planteando la cuestión a partir de una pauta de conexión, la materia
y la naturaleza en su conjunto resultan vivificadas, contempladas en una
perspectiva dinámica.
Y
así se cierra el ciclo. Casás recoge el gen cósmico interior de su aprendizaje
de la naturaleza, le da nueva vida; lo hace salvaje, y con ello, en el universo
ígneo de la obra, en el fuego del arte, hace posible un nuevo ciclo
regenerador, de sentidos y de experiencias. En un plano individual y colectivo:
tú y yo somos, de nuevo, Empédocles arrojándose al fuego volcánico, terrestre,
de la madera calcinada.
JOSÉ JIMÉNEZ | Catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la
Universidad Autónoma de Madrid. Filósofo, escritor, ensayista, crítico de arte
en El Cultural, ABCautor de diferentes libros como Crítica en el
acto. Textos e intervenciones sobre arte y
artistas españoles contemporáneos; Las raíces del arte: el arte etnológico; La estética como utopía antropológica. Bloch
y Marcuse; Director del Instituto de Estética. Director del
Instituto Cervantes en Paris y Director General de Bellas Artes y Bienes Culturales del
Gobierno de España, en el Ministerio de Cultura.
Nombrado Chevalier des Arts et des
Lettres por el gobierno francés.
*****
Edição a cargo de Floriano Martins e Mina Marx.
Agradecimentos a Fernando Casás e todos os ensaístas aqui presentes.
*****
Agulha
Revista de Cultura
Número
117 | Agosto de 2018
editor
geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor
assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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& design | FLORIANO MARTINS
revisão
de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
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