segunda-feira, 27 de agosto de 2018

JOSÉ JIMÉNEZ | Fernando Casás y la tierra como obra de arte



1. EL RETORNO A LA SELVA | En la historia de nuestra cultura la naturaleza se concibe tópicamente como algo pasivo y estático. Como receptáculo o escenario de las acciones humanas, como territorio de aplicación de la voluntad de dominio que lleva al hombre a extraer sus frutos y riquezas en su propio provecho. En definitiva, como espacio de una acción depredadora, destructiva, que con el desarrollo de la tecnología moderna se ha hecho más intensa y global que nunca, hasta llegar a poner en peligro al propio planeta en que habitamos.
El carácter supuestamente pasivo y estático de la naturaleza tiene un eco evidente en el espacio de la representación, en el arte. La idea clásica del arte como “imitación” de la naturaleza reposa, en el fondo, sobre un modelo ideal, inexistente, sometido al designio configurador y paralizante de una visión plástica detenida en el tiempo y en el espacio.
La obra de Fernando Casás establece, desde sus inicios, una contraposición nítida con esos planteamientos. Nada mejor que pensar en Errante, una obra-en-curso, haciéndose desde 1969, para captar globalmente el sentido de su itinerario como artista. Comenzada al mismo tiempo que las obras de construcción de una central nuclear en Brasil, Errante consiste en una serie de intervenciones que forman”una entrada intuitiva en la naturaleza, un experimento multisensorial, la tierra como obra de arte”. (Casás 1993).
Esa última frase nos da la clave, el centro de gravedad de los planteamientos estéticos de Casás: la tierra como obra de arte en un proceso abierto, dinámico, errante, que actúa “como una estructura continua uniendo las diferentes manifestaciones” de su trabajo. 
No se puede separar, seguramente, esa percepción dinámica y errante de la naturaleza y el arte, que caracteriza toda la trayectoria de Fernando Casás, de su propia condición humana. Viajero, como tantos gallegos, pero a la vez con la memoria íntima de su origen guardada dentro de sí como un tesoro, Casás pudo sentir el relámpago de la diferencia, la sacudida de una naturaleza completamente distinta cuando siendo un niño se estableció con sus padres en Brasil.
Ese “mundo otro” marca la percepción de una naturaleza completamente distinta para el ojo y la percepción de un europeo. Diferencia constitutiva, esencial, que imprime su registro en toda la literatura de viajes o exploraciones, desde el siglo XVI en adelante. Ya en nuestros días, quizás la mejor formulación del sobresalto, tanto estético como intelectual, que supone se puede encontrar en Tristes trópicos, de Claude Lévi-Strauss, ese espléndido cuaderno de viaje del antropólogo en América.
El texto de Lévi-Strauss nos conduce a lo que para un europeo es, hablando en sentido estricto, “el nuevo mundo”, que por su diferencia con la naturaleza de nuestro continente produce en él un auténtico desconcierto. El viajero europeo queda desconcertado por este paisaje que no entra en ninguna de sus categorías tradicionales. Nosotros ignoramos la naturaleza virgen, nuestro paisaje está ostensiblemente sometido al hombre; (…) incluso los más rudos paisajes de Europa ofrecen una ordenación, de la que Poussin fue el intérprete incomparable. (Lévi-Strauss, 1955).
La experiencia del continente americano, con sus grandes extensiones no habitadas por el hombre, permite por vez primera al europeo el contacto y la experiencia de la naturaleza ·salvaje, sobre todo si nos remontamos en la historia al momento del encuentro entre los dos mundos. Obviamente, la cuestión implica una toma de consciencia de la idea de naturaleza, algo que se remonta en la tradición cultural europea a la Antigüedad Clásica, y que como tal, en su oposición a la idea de cultura o civilización, no reviste las mismas características en las tradiciones culturales no europeas.
Pero esa experiencia densamente histórica sigue resonando incluso actualmente, a pesar del avance de la civilización urbana y la creciente desaparición de la naturaleza virgen, en el imaginario individual del europeo que se confronta con América, particularmente si se trata de los ojos, de la sensibilidad, de un niño, de un artista.
¿Quiénes habitan las tierras vírgenes? ¿Hombres o dioses? La llamada de América implica también la pregunta por sus primeros pobladores, habitante de un nuevo Jardín del Paraíso. El primer encuentro del antropólogo viajero con los salvajes, con quienes llevan dentro de si la comunicación con la naturaleza no civilizada, se produce en el Estado de Paraná, en las tierras que dominan las dos riberas del río Tibagy, situadas a unos mil metros por encima del nivel del mar.
Su descripción, llena de lirismo, pretende dejar el paisaje primigenio al margen de la huella del hombre: Paisaje virgen y solemne que, durante millones de siglos, parece haber preservado intacto el rostro del carbonífero y que la altitud, combinada con el alejamiento del trópico, libera de la confusión amazónica para prestarle una majestad y una ordenación inexplicables, a menos de ver en él el efecto de un uso inmemorial, por una raza más sabia y más poderosa que la nuestra, y a cuya desaparición debemos poder penetrar en este parque sublime, hoy día caído en el silencio y en el abandono. (Lévi-Strauss, 1955).
Desplazándose aún más hacia el interior, hacia el centro del Mato Grosso, se arriba a grandes extensiones vírgenes de terreno, habitadas tan sólo por pequeñas unidades indígenas nómadas antes de la llegada de nuestra civilización. Aquí la impresión de una naturaleza primigenia o salvaje es todavía más fuerte, aunque ya confrontada con la acción colonizadora del europeo. Pero lo que me parece más significativo es que, ya en el propio texto del antropólogo viajero, esa impresión remite directamente al arte, a una pauta estética: Los paisajes completamente vírgenes ofrecen una monotonía que priva a su salvajismo de valor significativo. Se rehúsan al hombre, se diluyen bajo su mirada en lugar de lanzarle un desafío. Mientras que, en esta maleza indefinidamente recomenzada, la zanja de la picada, las siluetas contorsionadas de los postes, los arcos invertidos del hilo que los une, parecen objetos tan incongruentes flotando en la soledad como los que se ven en los cuadros de Yves Tanguy. (Lévi-Strauss, 1955).
Fernando Casás (1999) considera que Brasil es aún depositario de la prehistoria y que su obra entera está totalmente influenciada por su estancia allí, donde está mi verdadera fuente. Sin duda es así. Aunque yo puntualizaría que esa fuente se hace viva en contraste con Europa y la Galicia natal, con un sentido humano de desplazamiento en la tierra que encuentra su eco en la percepción del carácter intensamente móvil, dinámico, de la naturaleza virgen. Esa naturaleza inencontrable ya en nuestro viejo continente.
Todas estas cuestiones gravitan sobre el concepto y el propio nombre de la exposición ante la que ahora nos encontramos: Selva / gen, al que llegó,indica el propio Casás (1999), trabajando con la palabra del portugués que significa salvaje, y que trae en su interior dos nítidos sentidos: selva y gen. Es una palabra que está relacionada con la verdadera naturaleza, ya que hoy la casi totalidad de ella es artificial o virtual. Brasil aún posee este gen de la selva que es primigenio, ancestral.
De este modo, jugando a partir o descomponer el lenguaje, para luego recomponerlo en una nueva unidad que es la que nos da la verdad de la obra, Casás realiza, desde el arte, una operación de bricolaje similar al tipo de actuación que, según Lévi-Strauss (1962), caracteriza al pensamiento salvaje. No el pensamiento de los salvajes, sino el que se manifiesta en los rituales, los mitos y los sistemas de creencias, que presenta una notable convergencia con el universo de las artes y que tiene además como rastro destacable lo que podríamos llamar su proximidad a la naturaleza.
Como en Europa, indica Casás (1999), “ya no existe naturaleza, este gen salvaje va dejando de existir, buscando una salida genética para su reproducción. De esa manera el doble sentido de la palabra Selvagem pasa a ser una verdad inherente a la obra. Se trata de lo salvaje no como lo que existe en tanto que mero reducto en lo que llamamos primer mundo, sino como expresión de una verdad primigenia en relación al hombre en las áreas dominadas por los bosques todavía intocados.
En el bosque virgen, y más aún en la selva tupida, el ser humano pierde su vana y soberbia pretensión de estar por encima de las leyes del universo: su supervivencia depende de su capacidad de integración en un ecosistema que tiene sus propias pautas, incluso desde el punto de vista del imaginario humano, la selva remite a la vida primordial, a un estadio previo a la aparición de la cultura y que, por su propia resonancia, nos hace pensar en la imagen del Paraíso, del Jardín del Edén, en el que la primera pareja vive en armonía con los demás animales y plantas. Antes de la caída. Que es un símbolo del paso al estadio de cultura. La civilización se contrapone al salvajismo.
Por eso, cuando vamos a la selva, incluso por vez primera, sentimos como si estuviéramos volviendo, retornando a un origen lejano que se pierde en la noche de los tiempos. La idea de cultura como refinamiento o sofisticación no tiene allí ninguna utilidad, sólo sirve a una comprensión de las pautas de adaptación y de respeto al entorno.
Tan densa como nuestras ciudades, dice Lévi-Strauss (1955), la selva constituye un auténtico mundo aparte. Un mundo de hierbas, de flores, de setas y de insectos prosigue en ella libremente una vida independiente, en la que ser admitidos depende de nuestra paciencia y de nuestra humildad. Unas decenas de metros de selva bastan para abolir el mundo exterior, un universo deja lugar a otro, menos complaciente con la vista, pero donde el oído y el olfato, estos sentidos más próximos al alma, hallan ventaja. Bienes que creíamos desaparecidos renacen: el silencio, el frescor y la paz.

Es en ese mundo aparte, en ese territorio selvático de la experiencia, en ese espacio de silencio, frescor y paz, donde encuentran su lugar propio no sólo estas últimas, sino todas las piezas de Fernando Casás. Con su trabajo, a través de la imagen continuamente presente de un retorno a la selva primordial, alcanzamos una vía de unidad con la naturaleza. Una vía estética. Porque estética es, como habremos todavía de ver, la pauta que conecta. La pieza de unión de cualquier individuo con el cosmos que habitamos.

2. LA EROSIÓN DEL MUNDO | En el inicio era la madera. La vida en el Paraíso no puede tener otra imagen para nosotros, humanos abocados a la incertidumbre de un nuevo milenio en nuestra cuenta del tiempo, que la del árbol protector, dispensador de sombra y de cobijo. Pero también, símbolo del conocimiento. Del duro aprendizaje de nuestro carácter no divino, mortal, y por tanto del sometimiento de nuestro cuerpo y nuestro espíritu a la ley entrópica de la disgregación. De la desaparición que hace posible la regeneración de la vida como un todo.
En el inicio del trabajo artístico de Fernando Casás está la madera. A finales de los años sesenta, comienza a producir pequeños relieves y después paneles con madera quemada y pintada. Son estructuras que establecen una comunicación, ya en el material utilizado, con la frondosa vegetación de los espacios naturales brasileños, con la vivacidad de sus coloridos.
Desde entonces, la madera elaborada industrialmente, usada, desgastada e incluso desechada, o también la que puede encontrarse en la naturaleza, sometida a los procesos de desgaste biológico, se convierte en el material principal de sus obras. Es la madera como “resto”, como soporte que presenta ya en el momento de su elección para el trabajo artístico el sedimento de la acción humana o natural sobre ella, del paso del tiempo.
Casi de un modo inmediato Casás centra su atención en otro aspecto que considero igualmente desencadenante para toda su obra. Me refiero al ciclo plástico que denomina Proyectos Idiotas, y que comienza a desarrollar en 1970. Como en Errante, lo Proyectos Idiotas brotan de la observación y voluntad de comunicación con la  naturaleza. Sólo que en este caso se trata de intervenciones mínimas o incluso no intervenciones en la naturaleza: troncos enterrados, mareas, desperdicios traídos por los ríos, corales o arenas en las playas brasileñas, piedras y maderas en España…
Son, segundo Casás (1993), una mirada o captura de los acontecimientos efímeros, fugaces, que duran un solo instante y pueden ser activados por casi cualquier motivo: las mareas, una rama que se cae, el reflejo de la luz sobre el agua. La transformación del arte, de un medio idealizado, estático, en un medio totalmente transitorio en el tiempo y espacio: la revelación de un momento y de la verdadera continuidad dinámica de la naturaleza.
Constituyen lo que también el propio Casás (1989) ha denominado el lado desmaterializado de la obra, y encierran además todo un programa estético: la desconstrucción de las fronteras que nuestra civilización erigió entre naturaleza del arte y arte de la naturaleza. Dibujos vivientes, trazados sin ninguna intención estética. Una iconografía inconsciente.
El hecho de subrayar la ausencia de intención estética en la génesis de los Proyectos Idiotas hace más patente la cercanía de estas piezas desmaterializadas con los ready-made de Marcel Duchamp, cuya elección se rige igualmente por la ausencia de todo criterio estético.
En cualquier caso, tanto en el trabajo con la madera ya existente, resto, o en las múltiples y abiertas variantes de los Proyectos Idiotas, la intervención artística parte de algo ya dado como elaboración o producto, humano o natural, y en ese sentido desde el inicio del trabajo artístico de Casás se plantea intencionalmente una voluntad de subvertir el estereotipo idealista de la producción artística como creación a partir de la nada.
Hay, a la vez, una consideración del hecho artístico como una dimensión sutil, conceptual y poética, que niega toda carga de solemnidad al arte, concibiéndolo en cambio como una vía de enriquecimiento de la experiencia y de aprender a saber estar en y con la naturaleza.
Todavía me parece importante recordar en este momento una tercera línea de trabajo en Casás, que tiene que ver con los aspectos ocultos o no superficialmente manifiestos en la naturaleza. Casás (1993) lo ha denominado Entradas en el ambiente, e implica buscar, trabajando con el propio método de la naturaleza, el acaso , los aspectos despreciados por la mirada humana, como los fragmentos gastados por el tiempo y la erosión, las huellas dejadas por las actividades de los pequeños animales como hormigas, termitas, luciérnagas, abejas, todos muy activos en los trópicos; y también con los desechos de nuestra propia civilización, subvirtiendo, con el uso de los mismos métodos de la naturaleza, el concepto antropocéntrico del discurso dominador y destructivo del hombre frente a su propio medio ambiente.
Obviamente, esta formulación supone una toma de consciencia, pero situada dentro mismo del arte, de la dimensión ecológica de la vida que implica, en una vertiente moral, una actitud ecologista. Y además permite apreciar como pauta interna el carácter dinámico y metamórfico de la naturaleza, haciendo así posible la superación del estereotipo simplista de la contemplación pasiva y estática de la misma, al que me refería al comienzo del texto.
En 1992 Casás presentó una serie de cinco hermosas e impresionantes instalaciones, hechas de madera, carbón, serrín y tela, en un área de 1200m² en la Antigua Estación Marítima de Vigo. Su nombre, Ashé, significa en dialecto africano Yoruba fuerza vital, y las instalaciones son la metáfora de la destrucción de esta fuerza vital. Con ellas, Casás (1993) intenta poner de manifiesto que la naturaleza no es reposo, sino constante alteración: y el que trabaje con el lenguaje absoluto de la naturaleza tiene que estar atento y asumir posturas de manera radical.
Con este tipo de obras, configuradas como pseudo-organismos, se trata de poner de manifiesto lo oculto, lo subterráneo, lo no directamente percibido, pero internamente activo. En definitiva, el hilo oculto de la naturaleza y de la vida en un espacio de representación artística que resulta a su vez cualitativamente modificado, transformado.
El punto es importante, y tiene incluso un gran alcance filosófico. Porque permite apreciar la dimensión cualitativa, anímica, de la materia, habitualmente contemplada desde posiciones idealistas como carente de toda cualidad, como puro límite pasivamente negativo. Las piezas de Casás posibilitan, en cambio, detectar el registro de la vida en la materia. Incluso su memoria, la huella del tiempo, como por otra parte puede apreciarse, por ejemplo, en la marca circular de los anillos en los troncos de los árboles, una auténtica “cuenta vegetal” del paso del tiempo. La frase que le gustaba repetir al gran filósofo alemán Ernst Bloch viene aquí perfectamente a cuento: También la memoria tiene su utopía.
Claro está, eso que la materia lleva dentro de si su voluntad de germinación, su  dinamismo interno. Pero, además, las Entradas en el ambiente de Fernando Casás nos muestran la necesidad de abandonar toda idea ingenua de antropocentrismo, de tomar consciencia que el ser humano es una especie biológica más en el complejo y abigarrado conjunto del universo. 
El signo distintivo de este tipo de obras es su relación con los procesos de degradación de los organismos con la entropía. Como es sabido, el término se utiliza técnicamente en la termodinámica para evaluar la degradación de la energía de un sistema. Etimológicamente, procedente de la palabra griega entropé, vuelta, el término entropía encierra una idea de retorno. Y ya en un sentido teórico más profundo, aplicado al conocimiento de la vida. Gregory Bateson (1979), por ejemplo, lo define como el grado en que las relaciones entre los elementos componentes de cualquier agregado de ellos están mezcladas, indiscernidas e indiferenciadas, y son impredecibles y aleatorias.
Esos dos últimos aspectos señalados por Bateson son especialmente relevantes en el plano artístico. Hablar de lo impredecible y de lo aleatorio es casi un rasgo definitorio de las artes de nuestro siglo, en contraposición a las ideas de articulación global y de necesidad, características de la concepción clasicista del arte. Estamos así en el planeta Mallarmé, en la fuerza de atracción que juega en su atmósfera el papel del azar, y su intensa irradiación en el horizonte estético contemporáneo.
Pero lo decisivo en la obra de Casás es la síntesis de la entropía natural con la artística, la interpolación creativa de ambos planos, algo que se revelaba ya de un modo particularmente feliz en su Ciclo de la Termita (1977), en el que a partir del trabajo entrópico realizado por las termitas en la madera, de su arquitectura corrosiva, Casás superponía otro trabajo igualmente entrópico, quemándola o pintándola.
En sus proprios términos: Creo que el punto fundamental, y esto es una obsesión mía en el día a día que simplemente se refleja en la obra pero que no la busco solamente para la obra, es la preocupación que tengo en atrapar el momento, el tiempo en aquel instante de su movimiento, principalmente el flagrante de la entropía, cuando por ejemplo la madera ya no es un árbol, pero tampoco se presenta como podredumbre, absorbida por otros elementos. Eso es querer un poco cambiar la flecha del tiempo (Casás, 1999). Pero, entonces, en esa obsesión por cambiar el sentido de la flecha del tiempo, confluyen el arte y la experiencia de la naturaleza, y eso dota de un sentido más profundo a la obra de Fernando Casás.
Volvamos de nuevo a Gregory Bateson, quien subraya como algo absolutamente equivocado la identificación de los fenómenos naturales con los aspectos más burdos y simples de la especie humana: La naturaleza refleja, en cambio, los aspectos más complejos de la gente, los estéticos, los intrincados, los refinados. (Bateson, 1979).
Aún más, a la pregunta: ¿Cuál es la pauta que conecta a todas las criaturas vivientes?, que sintetiza todas estas variantes: “Qué pauta conecta al cangrejo con la langosta y a la orquidea con el narciso, y a los cuatro conmigo? ¿Y a mi contigo? ¿Y a nosotros seis con la ameba en una dirección, y con el esquizofrénico retardado en la otra?”, la respuesta de Bateson (1979) es: una pauta estética. Hasta el punto que, observa, “cuando digo estético, quiero decir sensible a la pauta que conecta” Lo que supone “que hay, en verdad, una pauta de pautas de conexión. (Bateson, 1979).
Bateson indica también que ha habido y hay muchas espistemologías, diferentes y hasta contrastantes entre sí, que han subrayado por igual la existencia de esa unidad suprema y (aunque esto es menos seguro) la idea de que esa unidad suprema es estética. Para concluir que la pérdida, en nuestra cultura, del sentido de la unidad estética fue, simplemente, un error epistemológico. (1979).
De este modo, la vía estética, y por tanto en una de sus manifestaciones más poderosa, el camino del arte, se convierte en un procedimiento especialmente indicado para encontrar una forma realmente profunda de comunicación del hombre con la naturaleza, para llegar a conocer plenamente la unidad profunda que conecta todo lo viviente.
Pero ese, y no otro, es el horizonte intencional de toda la obra de Fernando Casás: fijar en sus piezas, intervenciones o miradas, la interrelación de todo lo existente, dar una forma plástica a un proceso que permite experimentar lo que Arthur O. Lovejoy (1936) llamó, en su momento, la gran cadena del ser.

3. TODO EN TODO: EL COSMOS EN MOVIMIENTO | Fernando Casás intenta alcanzar un punto de confluencia entre la acción de la naturaleza y la acción del artista, lejos de la idea de la reproducción estática de la naturaleza en el arte. Hay un juego de correspondencias entre la acción de las termitas que carcomen la madera y la acción del artista que da forma, quema y pinta a esa madera sobre la que así actúa un doble proceso entrópico.
En todas esas acciones, lo aparentemente destructivo, sin embargo, constituye algo nuevo, regenera. El sentido subyacente de la emoción que produce el empleo recurrente de la madera quemada en la obra de Casás no tiene únicamente que ver con las calidades y texturas del material. Su fuerza poética brota de que en ella vemos implícitamente un signo del empleo regenerador del fuego: destruye la calidad originaria de la materia para producir la obra de arte, igual que en los ciclos de los mundos el fuego destruye y purifica para hacer posible el renacimiento, una nueva génesis.
En esa asociación del papel regenerador del fuego con los ciclos cósmicos es difícil no pensar en Empédocles, el gran filósofo griego que, según la leyenda, puso fin a su vida arrojándose al Etna, es decir, arrojándose al fuego regenerador. A partir de los fragmentos poéticos del gran poeta romántico Friedrich Hölderlin sobre la muerte del filósofo, Gaston Bachelard (1988) señaló: La muerte de Empédocles es el punto extremo donde el ser se descarga de todo lo que ha vivido, creído vivir. El Fuego está allí. Ese pequeño punto de ser que es el ser del hombre quiere convertirse en la inmensidad del fuego.
Y es que así, como se expresa en el luminoso verso del poeta dedicado también al filósofo griego por Mathew Arnold, convertido en nada, sino una llama devoradora de pensamiento (“nothing but a devouring flame of thought), Empédocles pasa a ser una imagen pura de la reflexión, del pensar.
Pero, además, su disolución en el fuego cósmico tiene también el sentido de una reintegración en la unidad, algo plenamente coherente con su concepción de lo real como un proceso recurrente de ciclos cósmicos, en los que todo es uno o múltiple en una cadena incesante de atracción y repulsión: Un doble relato te voy a contar: en un tiempo todas las cosas llegaron de una pluralidad a constituirse en unidad, y en otro pasaron de unas a ser múltiples: doble es la génesis de los seres mortales y doble su destrucción. A la una le engendra y la destruye su reunión, y la otra crece y se disipa a medida que los seres se dividen de nuevo. (Empédocles, Fragmento 17, recogido por Simplicio). Podríamos hablar de una cosmología entrópica, de una visión del cosmos como resultado de los ciclos incesantes de degradación y regeneración.
Y, a la vez, ese sentido cíclico de la experiencia, o ideas como la de que el camino de ida y el de vuelta son el mismo camino, uno de los más densos principios filosóficos formulado por Heráclito de Éfeso, o la de que todo el cosmos vive en una simple partícula, inspiran el trabajo de Fernando Casás ya desde los años setenta: Recorrer estrechos caminos a través de la visión y después sentir que todo es tierra, países, regiones vistas desde arriba. Percibir exactamente que el universo es igual a la partícula y viceversa. (Casás, 1979). Y es que en el despliegue de esta trayectoria artística ejemplar, marcada por la exigencia interna y la coherencia, no estamos muy lejos del intento de desarrollar un territorio plástico que tiene dentro de sí el aliento de las grandes reflexiones cosmológicas de la humanidad. 
Para saber llegar a esta obra, resulta imprescindible transformar nuestra concepción del arte y situar como primer paso en la necesaria formación del artista el aprendizaje de la naturaleza.  En el catálogo de su primera exposición en España: Ciclo, Reciclo. Laberinto   Casás (1979) escribía: Buscar orientación en otras estructuras animales es el aprendizaje profundo del hombre. Asociarse a otros animales para aprender y poder mostrar el mundo real es una salida, una busca que está fuera del proceso. El rumbo del arte también está en este cambio de informaciones, en ese grupo de trabajo, en el análisis de un nuevo contenido como forma.
Durante siglos, la influyente definición de Aristóteles en su Física: el arte imita la naturaleza ha sido entendida en el sentido de la realización de una copia en el universo de la representación. Pero creo que ese sentido tergiversa el modo de pensar de los griegos de la época clásica y, desde luego, el del propio Aristóteles.
El término imitación con el que traducimos, a través del latín, la palabra griega mímesis remite a cómo téchne (que a su vez implica un universo de sentido más amplio de que el de nuestra idea actual de arte) reproduce en su dinámica la estructura y el proceso de la naturaleza, physis. Si esto es así, el arte le la mímesis, entendido como habilidad o destreza de producción de imágenes, reproduce en su universo específico: el de la representación, la imagen, la estructura de la physis, compuesta de materia y forma, y su proceso, su paso continuo de la potencia al acto.
Además, la idea griega de la physis está también muy lejos de esa concepción eminentemente pragmática que ve en ella únicamente un territorio para el desarrollo humano. Es verdad, ciertamente, que es en la cultura griega clásica donde se sitúa el origen de la mentalidad técnica que alcanzará, con el devenir de la modernidad, el sesgo de una voluntad sin límites de dominio del mundo que, en último término, se torna auto-destructiva.
Pero, a la vez, en el mundo griego la categoría  physis entraña un sentido dinámico y vital que culmina en una reflexión de siglos en la idea de kósmos que originalmente significaba orden. Es decir, la physis de la que el ser humano es obviamente parte constitutiva, se contempla como un todo ordenado, en oposición al caos. Desde el pensamiento mítico, tal y como queda recogido, por ejemplo, al comienzo de la Teogonía de Hesíodo hasta las reflexiones sobre el principio estructural del universo de los pensadores milesios y las elaboraciones cosmológicas de los filósofos posteriores, los griegos fueron sensibles a esa comprensión de la naturaleza como unidad ordenada o, en la terminología de Bateson, de la existencia de una pauta de pautas de conexión eminentemente estética.
Así que cuando Casás (1999) en busca de la confluencia de la acción natural y la acción artística, proclama la importancia que para él tiene la idea del Cosmos, de una vida que es generada a través del cosmos, está proponiendo una comprensión dinámica de la vida y la naturaleza, presente en muchas tradiciones culturales, pero también en las raíces de la nuestra, en ese mundo griego antiguo cuyas categorías de pensamiento seguimos utilizando.
Esa relevancia de la idea de cosmos, particularmente presente en esta exposición, Selvagen, había tenido ya una primera manifestación en la muestra Dimensão Possível, presentada por Casás en 1991 en el Museo de Arte Moderno de São Paulo, e integrada por elementos pobres: arena, troncos caídos y pigmentos en un espacio de 1.400m².
Pero, en realidad, esa idea de cosmos como un orden o unidad interior, que liga al hombre con la naturaleza, lo que llevamos inconscientemente dentro, una memoria arquetípica (Casás, 1999), está presente desde los inicios de su itinerario artístico, como flujo interior de inspiración del mismo.
En una formulación alternativa, se trata de contemplar la diferencia como unidad, y eso implica percibir un cosmos, un orden, que atraviesa todo lo viviente. El pensamiento místico y espiritualista alcanza esa idea de unidad, que tiene una de sus mejores expresiones en la fórmula todo en todo, pero lo hace devaluando el carácter material de la naturaleza. En cambio, planteando la cuestión a partir de una pauta de conexión, la materia y la naturaleza en su conjunto resultan vivificadas, contempladas en una perspectiva dinámica.
Y así se cierra el ciclo. Casás recoge el gen cósmico interior de su aprendizaje de la naturaleza, le da nueva vida; lo hace salvaje, y con ello, en el universo ígneo de la obra, en el fuego del arte, hace posible un nuevo ciclo regenerador, de sentidos y de experiencias. En un plano individual y colectivo: tú y yo somos, de nuevo, Empédocles arrojándose al fuego volcánico, terrestre, de la madera calcinada.
  

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JOSÉ JIMÉNEZ | Catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Universidad Autónoma de Madrid. Filósofo, escritor, ensayista, crítico de arte en El Cultural, ABCautor de diferentes libros como Crítica en el acto. Textos e intervenciones sobre arte y artistas españoles contemporáneos; Las raíces del arte: el arte etnológico; La estética como utopía antropológica. Bloch y Marcuse; Director del Instituto de Estética. Director del Instituto Cervantes en Paris y Director General de Bellas Artes y Bienes Culturales del Gobierno de España, en el Ministerio de Cultura. Nombrado Chevalier des Arts et des Lettres por el gobierno francés.

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Edição a cargo de Floriano Martins e Mina Marx. Agradecimentos a Fernando Casás e todos os ensaístas aqui presentes.

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Agulha Revista de Cultura
Número 117 | Agosto de 2018
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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