Por
su capacidad de abrirse al Ser preindividual, el arte expresa una verdadera
potencia ontológica de la creación. El arte es trabajo creativo, disposición y
construcción, pero este trabajo no es la obra de una voluntad humana que se
opone a las fuerzas del Ser-Naturaleza para doblegarlas a su propio designio.
En el arte son las propias fuerzas del Ser las que se apoderan de las facultades
del artista y lo convocan a la creación. Tanto en Deleuze como en Heidegger, el
arte es la forma superior de la producción, pues en el arte es el propio
Ser-Naturaleza quien, por medio del hombre, se expresa, a la búsqueda de su
creación de diferencias. El genio del artista es una prolongación del genio
creador de la Naturaleza, de su potencia de producción, y la obra artística, el
producto más elevado del eterno retorno creador.
Alberto Gualandi, en Deleuze
Mediados de los años sesenta, Fernando Casás
emprende en Brasil la experiencia de los Proyectos Idiotas, que más tarde se verán seguidos por Arreglos en las Mareas, Proyecto Tierra y Proyecto Errante, englobados todos
luego bajo el término Entradas en la
Naturaleza, que constituyen los cimientos de toda su obra posterior.
En esa época, la mayoría de los artistas brasileños trabajaba en las distintas
vertientes del arte contemporáneo bajo la influencia del minimalismo y del
concretismo heredado de Ulm, del arte geométrico indígena específicamente
brasileño, del pop art y
del abstraccionismo norteamericano.
Salvo
raras excepciones, la mayoría de los artistas se encuadraba dentro de esa
sensibilidad importada e hiperurbana. La ecología, todavía incipiente, no había
creado aún el marco conceptual que iba a transformar nuestra sensibilidad ante
la naturaleza, para que ésta pudiera llegar a convertirse en un ámbito
específico para la actuación del arte contemporáneo. En el imaginario colectivo
de Brasil, el bosque, el interior
y el sertão pertenecían
aún a la naturaleza primordial que, inmune a la intervención del Estado y de la
cultura, representaba el atraso,
el embrutecimiento del cual era preciso huir. Exceptúese aquí la literatura,
cuya ópera prima, Grande Sertão:
veredas, de Guimarães Rosa, supuso una inversión radical de esa
represión de lo primitivo
en la cultura brasileña. Una anécdota narrada por Lévi-Strauss, aunque en una
época anterior a esta de la que hablamos, ilustra muy claramente esa situación.
Cuando, en el transcurso de una cena en París, le cuenta al embajador de Brasil
que tiene la intención de estudiar a los indios brasileños durante su estancia
en el país, este le responde con embarazo que, por desgracia, ya no quedaban
indios. Habían sido masacrados en su totalidad por los descubridores
portugueses y los colonos brasileños. La reveladora ignorancia del diplomático
llenó de asombro a Lévi-Strauss.
Ciertos
vínculos que habían existido entre el arte y la naturaleza hasta principios del
siglo veinte -tales como la pintura de paisaje, el arte descriptivo y las
actividades recolectoras
de varias misiones y expediciones científicas extranjeras, que dieron lugar a
los cuartos mágicos o gabinetes de
coleccionista- se fueron debilitando con el desarrollo del registro
fotográfico y cinematográfico hasta casi dejar de existir. No obstante, la
memoria del lado mágico de esos gabinetes,
cuya vertiente científica constituyó uno de los orígenes de los museos,
sobrevivió al olvido total, y Casás la rescata en esta exposición al volver a
escenificar la exhibición de curiosidades exóticas por medio de una nostálgica
revisita de esos ingenuos espectáculos del pasado, que tanta curiosidad
despertaban en el público de la época. El artista se sirve de esta analogía
para incitar a la mirada a que perciba de nuevo la magia de los deshechos que
encontramos, y que nos encuentran, al azar en la naturaleza y en nuestra
historia, creando, además, una alegoría de la situación de residuo a la que el mismo arte se
ve cada vez más abocado debido a la creciente estetización comercial y
pragmática de la mayoría de los sectores de la vida, y a la saturación
hiperconsciente de sus propios procesos, como afirma el crítico Lorenzo Mammi.
Así, pues, el gabinete funcionaria como esa alegoría, y estructuralmente como
eslabón de unión entre la mirada del descubridor, las Entradas en la Naturaleza (donde
se recogieron estos restos) y, por ultimo, las obras objetuales que cristalizan
los movimientos aquí mencionados.
En
nuestra cultura, sin embargo, solo gracias al pleno advenimiento de la
ecología, o mejor aún, de una toma de conciencia sobre el ser de la Tierra,
sobre su finitud, el carácter no renovable de sus recursos y la posibilidad del
fin de nuestra especie -si continúan nuestros hábitos de consumo destructivo-.
Este nuevo campo, además de favorecer la protección del medio ambiente, acabó
por generar una interacción propicia al arte que busca trabajar en y con la
propia naturaleza.
En
este contexto, Casás ha sido un precursor; uno de los primeros en nadar contra
la corriente del arte hecho en el asfalto a partir de modelos consagrados,
buscando, ya en aquella época, no solo una mirada comprometida sino una
auténtica inmersión en la naturaleza -en la cuna espléndida de la selva, de la playa y de la vegetación
cerrada (vegetación típica de determinadas regiones brasileñas)- guiada por una
actitud totalmente abierta ante el objeto, postura inmanente, de vaciamiento
intelectual, casi mística. Esta línea no sigue la estela de las primeras
manifestaciones del land art
americano o europeo que, hasta cierto punto, se habían desarrollado a partir de
cuestiones específicas del arte y que todavía ejercían gran influencia en el
Brasil de la época. Surge más bien a partir de una toma de posición existencial
-caracterizada por algunos como neorromántica, pero también visceralmente
experimental, antes ética que estética- que se manifiesta desde el comienzo en
acciones inéditas, precarias, motivadas, entre otras cosas, por la revuelta y
la resistencia éticas a nuestro modo de vida, al cual en el Brasil de la época
se sumada además una dictadura feroz. He aquí los motivos que llevaron a Casás
a trazar una línea de fuga hasta la naturaleza más intensa, sin la pretensión
previa de aprisionarla en cuestiones meramente artísticas. Se trataba de una
fuga a la búsqueda de otra orilla, de una naturaleza que también parecía huir
de nosotros.
En
verdad, esa línea trazada por Casás dejaba de lado, o tenía vagos límites con
esas cuestiones eminentemente artísticas de la época. Desde entonces jamás ha
disociado la cuestión estética de una postura claramente ética. Es decir, las
cuestiones estéticas presentes en su obra están siempre planteadas a través de
un sesgo ético de resistencia al mainstream.
Los múltiples problemas que lo obsesionaban y lo obsesionan, problemas
hondamente ontológicos como el tiempo, la naturaleza en cuanto apertura hacia
el cosmos, el hombre como ventana de la naturaleza, la génesis y la entropía de
los procesos, la memoria molecular del hombre y de la materia, la Gran Memoria
del inconsciente colectivo, la actuación y el equilibrio de las fuerzas
cósmicas, el valor supremo de la vida, el misterio de la relación entre el
micro y el macrocosmos, Eón y Cronos, continúan siendo de múltiples maneras la
espina dorsal de su obra, pero siempre a partir de una indiscutible perspectiva
ética.
Casás
siempre ha interrogado: desde a los nidos de los pájaros a la actividad de
formación de las nubes, vista bajo el prisma de una erosión del aire por el
aire; al silencio enigmático de las piedras; a la energía fosforescentes de los
insectos y peces; a la germinación pictórica de las semillas prensadas sobre
papeles; a la presencia de los árboles con su peculiar movilidad y su
transmutación virtual en otros objetos; al jeroglífico de los fósiles, al subversivo
trabajo escultórico de las termitas y las larvas; a los grabados del tiempo
sobre la madera; al vector loco que une las estrellas; al comienzo de todo… el
artista y el rumor del universo, que tanto puede reverberar en la gota de agua
que amenaza con caer desde la punta de una hoja como en el vuelo helicoidal de
una semilla. En todo ello descubre correspondencias, alegorías -es decir,
metáforas intercaladas en series continuas de elementos- a la sombra del
arquetipo de un pasado muy remoto, casi olvidado en el fondo de nuestra memoria
de la especie.
Aunque
cruzada al mismo tiempo por ese devenir onto / ecológico, la línea trazada por
Fernando Casás es idiosincrásica; línea de vagar sin rumbo, no premeditada; de
ahí la idiotía de esos
proyectos iniciales de esos proyectos iniciales sin un objetivo aparente,
apartados del mundo común, encerrados en un mundo propio, conforme al uso
arcaico del término. Aquí me refiero específicamente a los Proyectos Idiotas, sus primeras
experiencias en los años sesenta, totalmente inmateriales e inconscientes.
Casás afirma que estos proyectos son la idea fundadora y la génesis de su obra,
de tal modo que cualquier trabajo desarrollado posteriormente es una
prolongación de aquellos o un intento de metaforizarlos o de materializarlos.
En realidad eran simples experiencias al azar ante los acontecimientos
naturales y la sensación de perderse en el todo, que se transformaban en el
mismo instante en que se volvían conscientes. Línea de perderse y n o de
encontrar; de aceptar y no de imponer; de contemplar y no de componer:
penetración y distanciamiento, ninguna interpretación. El no saber zen. Los
signos del acaso, como no I Ching. Todo en contacto con una naturaleza
exacerbada -bien más pujante y arrolladora que la naturaleza europea, castigada
hace más tiempo por la acción del hombre y que pasa por una casi muerte a cada
invierno. O lo que describe Le Clézio en Haï, y que se parece a esas Entradas:
(…) la cabeza penetra en el laberinto. Se mezcla con
el dibujo de las flores y las hojas. Se diría ua especie de fruta fibrosa cuyo
zumo se deslizaría por fuera. Tal vez no haya verdaderamente cabeza. Quiero
decir que la cabeza se confunde inmediatamente con lo trazado, que ella se
pierde en él. Los caminos del pensamiento son aparentes, son los mismos que la
vida terrestre. No hay más prioridad. La cabeza y el bosque se parecen
extrañamente. Así resulta evidente que el pensamiento es una invención del
bosque, y el bosque una invención de la cabeza; imposible separarlas.
Según
Casás, los Proyectos Idiotas
-palabra que significa, de acuerdo con el étimo griego ídios, singular, intransmisible, único- no disimulan cierta dosis de autoironía ante
su aparente inutilidad. Estos proyectos constituían en realidad un abandonarse
a la idea de que la naturaleza está hecha de sucesos interligados en cadenas
complejas, de que un acontecimiento ínfimo puede ser el producto fugas de una
cascada de otros hechos que brotan aleatoriamente desde los confines del
universo y modelan nuestro entorno; de que todos los seres orgánicos y
inorgánicos poseen una especie de inteligencia y de sensibilidad; de que en la
parte es posible entrever el todo.
Concepto
emparentado con el que Maurice Maeterlink defendía -de un modo mucho más
espiritual, es cierto- a principios del siglo XX en La inteligencia de las flores,
donde afirma que no sería una gran temeridad sostener la existencia de una
inteligencia difusa entre los seres, cual un fluido que penetraría de manera
diversa en los organismos conforme fuesen buenos o malos conductores de este
espíritu. También es esta la idea presente en el pensamiento oriental, en el
que todas las manifestaciones vitales son consideradas como una manifestación
del todo, lo que viene a significar una peculiar interdependencia de los hechos
de la que no escapa el ser humano.
Estos
proyectos iniciales son fruto de las sutiles y efímeras sensaciones resultantes
de las entradas aleatorias en la naturaleza -del encuentro con los numina de ciertos hechos
naturales;- una obra totalmente inmaterial que procedía de la búsqueda de una
integración personal con energías puntuales, conformada por acciones e inacciones llevadas a cabo en
espacios naturales y que no admitían ningún tipo de registro, como siempre ha
comentado el propio artista. El encuentro cuerpo a cuerpo con esas situaciones
fugaces, con esos numina,
crea circuitos entre ellos y la sensibilidad del artista, genera obras
inmateriales. Recordemos que para los antiguos romanos el concepto de numen era una presencia, una
potencia abstracta, una intensidad perteneciente a determinados lugares,
objetos o acontecimientos. Su equivalente en la mitología yoruba es el ashé, que Casás utilizó en los años noventa como
título genérico en sus trabajos sobre las tierras y los pueblos africanos,
trazando analogías con la pérdida de su energía vital, comenzando por el
comercio de esclavos y prosiguiendo más intensamente con la colonización
europea, que desestructuró y esquilmó ese continente.
Se
creía que los numina eran
fuerzas espirituales localizadas; influencias emanadas de determinados
fenómenos o situaciones, auras de determinados objetos naturales. El
sentimiento de fusión experimentado por Casás quizás sea aquel que Freud llamó sentimiento oceánico; un vibrar en
unísono con el cosmos, con la piedra, el mar, el dibujo de la arena en la
playa, la copa del árbol, la nube en jirones: sin pensamiento aparente.
Disolución del ego o de cualquier pretensión de ser un punto focal
privilegiado. Una línea de fuga para el caos. Ese conjunto de sensaciones
caóticas irreproducibles constituye una especie de código genético para las
materializaciones estéticas de las experiencias originales de las Entradas, de este zambullirse
deambulatorio de cuerpo y alma en la naturaleza, sin intención de hacer arte y
ni idea preconcebida de lo que se iba a encontrar, sino queriendo únicamente
captar sus signos orgánicos e inorgánicos, en busca de la intimidad cósmica, de la comunión
-¿por qué no decir mística?- con las vibraciones melódicas del universo,
con la intuición del pasado ancestral bajo los signos y los rastros entrevistos
en el medio y también con un tiempo más arcaico, antes de la individuación de
todas las cosas, tiempo cero, como lo llama Casás.
No
obstante, antes de que estos procedimientos fuesen formalizados, dieron lugar a
otro tipo de intervenciones: las Entradas
en la naturaleza, que no eran más que pequeñas acciones en el medio,
como cambiar unas ramas de sitio, recoger algún trozo caído, desviar el curso
natural del agua de la lluvia. Estas intervenciones eran como un reflejo nacido
de la mirada, pero transformado en acto, un intento de palpar estos
acontecimientos fugaces. El título alude, ante todo, a las incursiones de
Fernando Casás en la naturaleza, pero sin dejar de referirse a las expediciones
de los antiguos colonizadores, así llamadas, cuyo fin era de rastrear las
riquezas y apoderarse del interior de Brasil; metáfora de la infinidad de
senderos y de formas de la selva tropical, y también del entusiasmo explorador
de los artistas que formaban parte de las expediciones científicas europeas del
siglo diecinueve y que fueron a estudiar el país con sus miradas de
extranjeros, absorbiendo ávidamente las enormes novedades encontradas. Quizá
las Entradas puedan
interpretarse como una tentativa de materialización de los Proyectos Idiotas, tentativa de
construir alguna cosa a partir de aquellas zambullidas destinadas a atrapar los
delicados numina de
sucesos ocultos a la mirada humana, los instantes privilegiados conjugados al
azar; a captar sorpresivamente hechos ocultos, etapas ignoradas de la formación
de las cosas. Intento de materializar los insights ante los innumerables hechos ocasionales, seres
orgánicos e inorgánicos, emisores de signos
cuyo sentido sólo podría crear una nueva lengua alegórica. Fernando
Casás veía en esas presencias imágenes holográficas del universo, las ondas de
fuerzas vitales que, como dice Eric Alliez, hacen del arte un sumergirse en el
caos y un abrirse al cosmos.
Fernando
Casás, como emigrante y siendo aún niño, rehízo la travesía de los antiguos
navegadores portugueses (reviviendo el asombro y su deslumbramiento ante el
nuevo mundo), y tal vez ese hecho atrajese desde muy temprano su mirada hacia
la espectacular naturaleza de Brasil y lo llevase a dirigirla, al igual que la
mirada primigenia de los descubridores, hacia las diferencias y peculiaridades
que a los naturales de la tierra no les producían extrañeza. La intensidad de
esa revelación se cifra en su obsesión por el asombro de la visión
descubridora, por el impacto de la primera impresión exótica, transformada en
una alegoría concretada más tarde en un proyecto específico llamado Diario de Viaje, arqueología
virtual del tiempo del Descubrimiento, representación de los mitos de la tierra
prometida, del Edén, de Eldorado, contrapuestos a una Europa diezmada en aquel
entonces por el hambre, por la peste y por la guerra. Desde esta perspectiva
radicalmente extranjera, él va, como en un diario, construyendo alegórica y
fragmentariamente su obra, en consonancia con su propia historia.
En
el momento de dar paso a la etapa demiúrgica, el problema de Casás fue cómo dar
cuerpo, o materialidad, a las experiencias únicas y desmaterializadas del
inicio; cómo crear una línea alegórica que condujese a los demás hacia el
vector cósmico de sus vivencias.
Preparándose
para ello, como él mismo confiesa, comenzó a buscar restos desgastados por el
tiempo, en una repetición de los paseos que, de niño, daba con su abuelo en
España. Al mismo tiempo, realizaba pequeñas intervenciones (recoger el material
era ya una intervención); unas mínimas, como las Ordenaciones de las mareas; otras más elaboradas, como los Proyectos Tierra (círculos en la
Amazonía) o el Proyecto Errante,
que son los círculos de pigmento azul.
Como
oposición complementaria a los puros y ocasionales sentir y actuar, Casás
comienza a dar forma a otros tipo de obra, donde la coincidencia significa más
que el azar: como quería Jung, es aquí donde se revela una interdependencia de
hechos objetivos y estados subjetivos. Fernando Casás empieza recogiendo
pequeños fragmentos de material desgastado que encuentra en su camino -todo
aquello que podemos calificar de basura natural, como trozos de madera
erosionados o comidos por los insectos, y que acabó acumulándose e imponiéndose
a su entorno cotidiano- hasta el momento en que siente la necesidad de
organizar dicho material absurda y acumulativamente obsesivo. Bastaba el roce de la mirada en cualquier
astilla, rama o concha para que se le hiciese imposible abandonarlos, como si
el tiempo de la mirada resurgiese del fondo de algún pasado genético,
imponiendo así la imposibilidad de interrumpir la cadena de información que
sería completada más adelante, aunque ya estuviese construida en el instante de
la recogida. Recordaba la búsqueda de un código perdido, de un conjunto
frenético de algoritmos infinitos.
Así
se fue desarrollando el trabajo de Casás, a partir de y paralelamente a las Entradas, dando lugar a la
construcción de un cuerpo de obras… bien trasplantando los los puros segmentos
materiales de las experiencias al territorio estético, bien construyendo composiciones creadas con otros
materiales, siempre fuertes metáforas y alegorías a partir de las vivencias
deflagradoras. Alquimia difícil, pues Casás decía que al principio el intentaba
obsesivamente repetir la sensación del encuentro, aunque sin éxito. Era
totalmente independiente de su voluntad, como una leve corriente de aire que,
de repente, pasase por allí y encontrase su cuerpo en el camino.
Dice
el crítico Craig Owens que, tras el definitivo declive de la representación en
el arte contemporáneo y tras casi dos siglos de ostracismo, la alegoría a
vuelto a situarse en el centro de las actividades estéticas. A su parecer, todo
el arte y la sensibilidad actuales poseen un toque alegórico indudable. Afirma
que la alegoría se verifica cada vez que un texto tiene su doble en otro y que
en la estructura alegórica el texto es
leído a través de otros, por muy fragmentaria, intermitente o
caótica que pueda ser la relación entre ambos. Por tanto, el paradigma de la
obra alegórica sería el palimpsesto.
Consideramos,
pues, que en esta primera parte de su obra -totalmente volcada hacia la
naturaleza- Casás aspira a hacer una reescritura
sobre los vestigios de la escritura inconsciente de los insectos y de la
intemperie. Podemos incluso barruntar alguna correspondencia entre esa
escritura y los fractales escondidos en los propios árboles. O entrever el
palimpsesto en el encalado que, años más tarde, él arrancó de las paredes con
la intención de leer ávidamente sus orígenes en aquellos algoritmos y dibujos
caprichosamente trabajados por el tiempo sobte la arquitectura de su casa
secular y que formaban verdaderos jeroglíficos.
Para
el artista tienen allí su inicio los ciclos donde las termitas, las hormigas,
las mareas, la erosión en fin, construyen los objetos que ponen de manifiesto
las marcas del paso del tiempo y el trabajo con la memoria, con el no olvidar,
con la negación al hábito del olvido. La serie de obras originada en los
materiales de desecho se transformó, debido a la eclosión de una complejidad paralela a la realidad, en
una alegoría de las condiciones de su medio ambiente y de la acción del tiempo,
y fueron creadas, por lo tanto, en el mismo diapasón de las obras inmateriales,
es decir, buscando nuevas virtualidades en el pensar, sentir y entender de los
fenómenos, en el remontarse a la génesis virtual de esos acontecimientos.
Las
Ordenaciones de la Marea
constituían una indagación sobre las formas creadas por los residuos
depositados en la tierra y la arena por el agua de la lluvia y del mar. El
mismo Casás favoreció las acumulaciones a la ventura de esos elementos
sirviéndose de cribas con diferentes aberturas que oscilaban al ritmo de
rotación del planeta, dejando caer el material sobre bases impregnadas de cola,
generando una interacción gráfica cosmos / Tierra. Más adelante, quiso
reproducirlas mecánicamente en el taller construyendo un cilindro rotatorio
para agitar el agua mezclada con detritos, en una alegoría del azar creador.
Sin embargo, como decía Mallarmé, “una tirada de dados nunca abolirá el azar”,
y la aceleración de la máquina jamás ha podido sustituir el hacer natural del
tiempo.
Otra
indagación se centró en los movimientos humanos y sus trazados: el Proyecto Vallas, una investigación
sobre las láminas de contrachapado de los solares de obras, desgastadas por el
uso y por el tiempo, horadadas por clavos, rayadas por las ruedas de las
carretillas, manchadas de cemento, marcadas por los pasos de los obreros… todo
ello formando dibujos vividos, aleatorios, caligrafías sin ninguna intención
estética preconcebida, pero que a través de la observación de Fernando Casás
acaban por conformar una intensa poética del desgaste y de la obra del tiempo.
Un pliegue en el solar de obras que lo hace huir y articularse con los dibujos
de las termitas en las maderas carcomidas, con los relieves trazados por la por
la erosión en la tierra, con los volúmenes algodonosos de las nubes, que Casás
estudió en relación con las teorías energéticas de Wilhelm Reich, considerados
por él, todavía, como una erosión aérea. Rastros del pasado en el presente,
alegoría de jeroglíficos impersonales, de que el tiempo no huye. Alegoria de que el tiempo no huye. El tiempo es espacio
omnipresente que tanto destruye como cría.
Trabajando siempre con los residuos que encontraba en la
naturaleza, Casás fue, poco a poco, en pos de
otras formas creativas a través de la búsqueda de nuevos materiales; líneas que
lo fueron empujando en diversas direcciones. Así, trabajó con papel hecho a
mano; lo cual dio origen, primero, a la serie Tierra Camuflada, que hablaba de la tierra escondiéndose, y
después, a otra denominada Amazonas,
Série Negra, sobre las quemas que asolaron grandes zonas de la
selva. Dado que esta serie disponía también de una dimensión olfativa, el olor
a madera quemada impregna hasta hoy el medio en el que se expone.
El
regreso a España, su país natal, representó para Fernando Casás un proceso de
intenso destierro y reterritorialización. Se vio obligado a recrear espacios, a
reencontrarse con su antigua casa a conjugarlo todo con nuevas sensaciones y
afectos y a rearticularse con la lengua de sus antepasados, en la que había
pronunciado sus primeras palabras. Ali se reencontró con el poliéster, con el
cual ya había trabajado en los años sesenta. Ahora, al desprender con el mismo
poliéster pedazos de las paredes de la vieja casa familiar que utilizaba como
taller, no solo le permitió disponer de obras nuevas, sino también de un nuevo
material básico para el trabajo que él llamó de restos arqueológicos. Este material deshojó la historia de
aquella casa centenaria -fotocopias del pasado- al tiempo que cifraba en si
parte de la historia y de la memoria del artista. Una vez más, su lectura
permitía, cual un palimpsesto, que algo del presente surgiese sobre la base de
los vestigios pasados.
Prosiguiendo
con sus intervenciones en el medio ambiente y con los objetos de recolección, siempre de pequeñas
dimensiones, en determinados casos algunas obras de Casás comenzaron a abordar
problemas de diálogo con el entorno, pasando así a ocupar espacios cada vez
mayores, tanto interiores como exteriores, hasta llegar a abarcar un bosque de
cuatro mil metros cuadrados en la Isla de Esculturas (Lamed Vav /
Los 36 Justos – Isla de la Junquera del Lérez, Pontevedra),
pero sin perder su carácter de extrema discreción. En esa obra, basada en el relato de la Cábala
sobre los treinta y seis hombres justos que trabajan anónimamente para
preservar el equilibrio en el mundo, Casás disemina treinta y seis monolitos de
granito de tamaños varios, tallados a ciegas, entre un bosque vivo de
eucaliptos. La presencia casi camuflada de esos troncos analógicos provoca un
contrapunto y un desequilibrio con el bosque verde de esa especie vegetal
invasora.
Experiencia
semejante a esta, pero de dimensiones aún mayores, es la de Árboles como arqueología, formada
por troncos de granito de más de cinco metros de altura, intercalados con
viejos olivos vivos, que guardan desde lo alto de un promontorio la memoria de
aquella región, ahora desértica, llamada Monegros gracias a sus montes antaño
cubiertos de una vegetación oscura.
El
trabajo con grandes dimensiones no es nuevo en la obra de Fernando Casás.
Aparece ya en la intervención Corte,
la recomposición de un tronco de más de cuatro metros de diámetro, abandonado
por los madereros en plena Mata Atlántica de Río de Janeiro. El artista
reestructuró los restos de este tronco y posteriormente los colocó en la
entrada del MAM Museu de Arte Moderna do Río de Janeiro, formando parte de Intervención por la Ecología, y
desde allí se trasladaron a la EAV Escola de Artes Visuais do Parque Lage y a
otros destinos. En esta época la obra ocupó el Espaço ESDI Escola Superior de
Desenho Industrial, junto a la escultura de granito Larga noche de piedra, colocada de tal manera que casi impedía
el paso en la pequeña calle interior que comunicaba las aulas con el Bar-Haus,
la cafetería de la escuela. Pero esta gran dimensión no tenía más motivo que el
de cumplir determinados propósitos, sin ser jamás impositiva y adecuándose
siempre a un diálogo a medida del ser humano. Los grandes troncos trasladados
al interior de los espacios expositivos, como sucede en la actual exposición
del CGAC Centro Galego de Arte Contemporánea, no son, por lo tanto, una novedad
en la obra de Casás. Por ello, al entrar en el vestíbulo del museo, encontramos
Venas, un árbol de cuyas
ramas desnudas caen cuerdas y tubos quemados, como si se tratase de un árbol
mitológico por cuyas raíces y ramas, que se prestaron a ser intermediarios de
nuestra constante perplejidad, fluyesen las energías de mundos diferentes. Es
un árbol de la vida sin
vida, que en el museo contrasta con el
blanco ascético del mármol que lo rodea. Después surge Abacaxi, una palmera encontrada ya
calcinada y simplemente apoyada en la pared, y los pesados troncos de castaño
que se equilibran con liviandad sobre láminas de vidrio en una ilusión de lo
imponderable. Dichos troncos ponen el contrapunto a otras obras, algunas
inéditas, como Amuletos, Patuás y
Escapularios, que aprovechan cierto tipo de residuos y exhiben una
fuerte influencia africana, aludiendo a una dimensión de refugio y amparo
buscada por el artista en ciertos momentos de su vida. Pero esa polaridad se da
más notoriamente frente a los mínimos elementos que pueden verse en las
vitrinas de Gabinete del
coleccionista, donde se hallan los restos, los materiales acumulados que el artista ha buscado y
procurado obcecadamente a lo largo de su vida. Existen piezas de su infancia,
como las canicas de barro y algunos pequeños frascos; aparecen también fósiles,
semillas, huesos, espinas, piedras semipreciosas… Algunos son más recientes;
feron recogidos en la Mata Alántica de siempre durante su última estancia en
Brasil, al tiempo que exhibía en la Galería Cândido Mendes Ipanema su cara
política y utópica en busca de un futuro mejor para todos, plasmada en la ropa
de cama estrellada y otras fosforescentes metáforas expuestas en la galería.
He
aquí otra vertiente más: el trabajo fosforescente de Casás. Surge en diferentes
momentos, pero en las catenarias envuelve especialmente al espectador. Cuelgan
del techo del Doble Espacio con el nombre de Túneles de termita, uniendo el pasado -las obras del Ciclo de
la termita y los túneles excavados por el insecto- con el futuro a través de
los llamados agujeros de gusano,
denominación dada por los científicos a las altas concentraciones de energía
que, hipotéticamente, nos permitirían pasar de una dimensión a otra. La obra es
consecuencia de las experiencias del artista con la percepción, que aquí remite
a un espacio inconmensurable, a una espacialidad cósmica que produce
deformaciones en la visibilidad de los objetos.
La
fosforescencia es luz y oscuridad, energía luminosa, constante o intermitente,
sobre fondo oscuro. Remite inexorablemente al cielo sembrado de astros y
estrellas que los antiguos -y los modernos- escudriñan admirados; unos mítica,
otros científicamente, pero ambos en busca de su destino y orígenes, porque
allí el tiempo es evidentemente espacio, y el espacio tiempo, y allí se
vislumbra el misterio del comienzo de todo. Desde épocas inmemoriales el rumbo
del devenir se lee en el cielo; viene de arriba, a través de la luz.
La
luz es origen de la vida y la fosforescencia es luz conservada, energía fría
que rasga la oscuridad. El poder sobre la luz, tanto como sobre el fuego,
modifica la evolución del ser humano. Las imágenes de la Tierra iluminada
artificialmente de noche, esa concentración y dispersión luminosas, evocan
colonias de pequeños organismos fosforescentes que hallamos en nuestro
horizonte habitual, en su incansable labor señaladora. Luciérnagas, peces,
otros insectos, plancton… todo brilla en lo oscuro, remitiendo al cielo
nocturno. El trabajo de Fernando Casás con la fosforescencia se asoma a la
analogía entre los signos animales y los signos estelares cósmicos, creando
alegorías que iluminan el fondo de nuestras retinas; y allí resucitan la
curiosidad y la duda de las miradas ancestrales en torno a las incertidumbres
de la luz y de la sombra, tanto en los espacios cósmicos incalculables como en
los espacios cercanos de la casa, el mar, las ciudades.
Para
Casás, tiempo y azar son piezas fundamentales de su arte. Él intenta seguir el
azar, porque es el método propio de la naturaleza y del arte. Como ha dicho
André Breton, el azar sería la forma de la necesidad exterior que crea
(‘desova’) un camino en el inconsciente humano. El artista que vive las
sensaciones condensadas luego en la obra de arte solo las experimenta porque
logra provocarlas al
ocupar determinada posición en una red de acontecimientos. (En ese punto
convergen la experiencia artística, la experiencia científica de la teoría de
los cuanta y el pensamiento oriental, tan cercano a las experiencias de los Proyectos Idiotas). Posición
contingente, precaria, fruto de un encuentro ocasional, pero a veces un cometa que abre caminos
silenciosos para la evolución de experiencias configuradas posteriormente.
El
desdoblamiento del tiempo. Bergson decía que el presente es contemporáneo de su propio pasado.
El pasado es una segunda temporalidad que duplica el presente, hecho que
condiciona la re-actualización de los antiguos presentes bajo la forma de
recuerdos. Fernando Casás cree en ese pasado -recuerdo del presente- como realidad ontológica y no
psicológica. Su preocupación es, por un lado, la captura del instante único y
caótico, el flash -el aquí y
ahora- sin tiempo ni sujeto; pero también la de auscultar la Gran Memoria
Colectiva que lo registra todo, desde la gestación hasta el desgaste, desde la
erosión hasta la entropía. Haciendo que el presente implique siempre una
relectura de algo ya registrado, a veces mal registrado, que se puede
reescribir de otra forma, por medio de otros objetos y situaciones recogidos o
creados por el cerebro y por la sensibilidad del artista.
Gilles
Deleuze afirmaba que el arte no espera el advenimiento del hombre para surgir,
aludiendo con ello a su supuesto origen animal, que comienza con la mutilación
y el embellecimiento del territorio, y sigue con la creciente autonomía de los
procesos expresivos… una autonomía que, en el caso de sel ser humano ya no
tiene más límites y es de una virtualidad absoluta. Pues bien, el arte de
Fernando Casás se sumerge en ese devenir animal deleuziano y se hinca en la
tierra; demarca territorios con elementos recogidos en la propia naturaleza;
tropieza en raíces; acecha piedras; realiza lecturas atentas de las caligrafías
animales, de las caligrafías celestes; amontona los restos de las mareas en las
playas y haces de ramas en el monte; planta árboles de piedra y reordena
árboles de madera; recoge semillas y casa de pájaros e insectos; horada el
suelo siguiendo el recorrido de termitas y hormigas hasta sus formidables
hogares; talla la madera para descubrir
jeroglíficos dejados por el paso y los excrementos de pequeños insectos y
larvas; funde piedras y raíces con el metal y el plástico; hace marcas de
colores en el tejido de la naturaleza y en el cemento de la ciudad; observa los
increíbles volúmenes cambiantes de las nubes; a través de la fotografía, arroja
tubérculos al cosmos; prensa fibras y hace papeles; aprovecha el enlucido
desconchado para reescribir viejas historias; trabaja con fuego; pinta y
escribe con agua; resalta la caligrafía de los senderos humanos sobre las tapias
de contrachapado; recrea cuerpos celestes con arena; atrapa la fosforescencia
de los animalillos des bosque, de los peces y del plancton, y confiere una
virtualidad celeste a sábanas, almohadas, hilos, semillas, poliéster… creando
con todo ello ese gran campo estético que se ofrece a nuestros ojos en esta
exposición.
ROBERTO GREY | Filósofo, periodista y traductor. Ha publicado narrativa y
colaboraciones en libros y revistas. Fue director y editor del periódico A Província y de la revista Zoom, ambos en Río de Janeiro,
Brasil.
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Edição a cargo de Floriano Martins e Mina Marx.
Agradecimentos a Fernando Casás e todos os ensaístas aqui presentes.
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Agulha
Revista de Cultura
Número
117 | Agosto de 2018
editor
geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor
assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
logo
& design | FLORIANO MARTINS
revisão
de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
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