segunda-feira, 27 de agosto de 2018

ROBERTO GREY | Los ritos numinosos de Fernando Casás


Por su capacidad de abrirse al Ser preindividual, el arte expresa una verdadera potencia ontológica de la creación. El arte es trabajo creativo, disposición y construcción, pero este trabajo no es la obra de una voluntad humana que se opone a las fuerzas del Ser-Naturaleza para doblegarlas a su propio designio. En el arte son las propias fuerzas del Ser las que se apoderan de las facultades del artista y lo convocan a la creación. Tanto en Deleuze como en Heidegger, el arte es la forma superior de la producción, pues en el arte es el propio Ser-Naturaleza quien, por medio del hombre, se expresa, a la búsqueda de su creación de diferencias. El genio del artista es una prolongación del genio creador de la Naturaleza, de su potencia de producción, y la obra artística, el producto más elevado del eterno retorno creador.

Alberto Gualandi, en Deleuze

Mediados de los años sesenta, Fernando Casás emprende en Brasil la experiencia de los Proyectos Idiotas, que más tarde se verán seguidos por Arreglos en las Mareas, Proyecto Tierra y Proyecto Errante, englobados todos luego bajo el término Entradas en la Naturaleza, que constituyen los cimientos de toda su obra posterior. En esa época, la mayoría de los artistas brasileños trabajaba en las distintas vertientes del arte contemporáneo bajo la influencia del minimalismo y del concretismo heredado de Ulm, del arte geométrico indígena específicamente brasileño, del pop art y del abstraccionismo norteamericano.  
Salvo raras excepciones, la mayoría de los artistas se encuadraba dentro de esa sensibilidad importada e hiperurbana. La ecología, todavía incipiente, no había creado aún el marco conceptual que iba a transformar nuestra sensibilidad ante la naturaleza, para que ésta pudiera llegar a convertirse en un ámbito específico para la actuación del arte contemporáneo. En el imaginario colectivo de Brasil, el bosque, el interior y el sertão pertenecían aún a la naturaleza primordial que, inmune a la intervención del Estado y de la cultura, representaba el atraso, el embrutecimiento del cual era preciso huir. Exceptúese aquí la literatura, cuya ópera prima, Grande Sertão: veredas, de Guimarães Rosa, supuso una inversión radical de esa represión de lo primitivo en la cultura brasileña. Una anécdota narrada por Lévi-Strauss, aunque en una época anterior a esta de la que hablamos, ilustra muy claramente esa situación. Cuando, en el transcurso de una cena en París, le cuenta al embajador de Brasil que tiene la intención de estudiar a los indios brasileños durante su estancia en el país, este le responde con embarazo que, por desgracia, ya no quedaban indios. Habían sido masacrados en su totalidad por los descubridores portugueses y los colonos brasileños. La reveladora ignorancia del diplomático llenó de asombro a Lévi-Strauss.
Ciertos vínculos que habían existido entre el arte y la naturaleza hasta principios del siglo veinte -tales como la pintura de paisaje, el arte descriptivo y las actividades recolectoras de varias misiones y expediciones científicas extranjeras, que dieron lugar a los cuartos mágicos o gabinetes de coleccionista- se fueron debilitando con el desarrollo del registro fotográfico y cinematográfico hasta casi dejar de existir. No obstante, la memoria del lado mágico de esos gabinetes, cuya vertiente científica constituyó uno de los orígenes de los museos, sobrevivió al olvido total, y Casás la rescata en esta exposición al volver a escenificar la exhibición de curiosidades exóticas por medio de una nostálgica revisita de esos ingenuos espectáculos del pasado, que tanta curiosidad despertaban en el público de la época. El artista se sirve de esta analogía para incitar a la mirada a que perciba de nuevo la magia de los deshechos que encontramos, y que nos encuentran, al azar en la naturaleza y en nuestra historia, creando, además, una alegoría de la situación de residuo a la que el mismo arte se ve cada vez más abocado debido a la creciente estetización comercial y pragmática de la mayoría de los sectores de la vida, y a la saturación hiperconsciente de sus propios procesos, como afirma el crítico Lorenzo Mammi. Así, pues, el gabinete funcionaria como esa alegoría, y estructuralmente como eslabón de unión entre la mirada del descubridor, las Entradas en la Naturaleza (donde se recogieron estos restos) y, por ultimo, las obras objetuales que cristalizan los movimientos aquí mencionados.
En nuestra cultura, sin embargo, solo gracias al pleno advenimiento de la ecología, o mejor aún, de una toma de conciencia sobre el ser de la Tierra, sobre su finitud, el carácter no renovable de sus recursos y la posibilidad del fin de nuestra especie -si continúan nuestros hábitos de consumo destructivo-. Este nuevo campo, además de favorecer la protección del medio ambiente, acabó por generar una interacción propicia al arte que busca trabajar en y con la propia naturaleza.
En este contexto, Casás ha sido un precursor; uno de los primeros en nadar contra la corriente del arte hecho en el asfalto a partir de modelos consagrados, buscando, ya en aquella época, no solo una mirada comprometida sino una auténtica inmersión en la naturaleza -en la cuna espléndida de la selva, de la playa y de la vegetación cerrada (vegetación típica de determinadas regiones brasileñas)- guiada por una actitud totalmente abierta ante el objeto, postura inmanente, de vaciamiento intelectual, casi mística. Esta línea no sigue la estela de las primeras manifestaciones del land art americano o europeo que, hasta cierto punto, se habían desarrollado a partir de cuestiones específicas del arte y que todavía ejercían gran influencia en el Brasil de la época. Surge más bien a partir de una toma de posición existencial -caracterizada por algunos como neorromántica, pero también visceralmente experimental, antes ética que estética- que se manifiesta desde el comienzo en acciones inéditas, precarias, motivadas, entre otras cosas, por la revuelta y la resistencia éticas a nuestro modo de vida, al cual en el Brasil de la época se sumada además una dictadura feroz. He aquí los motivos que llevaron a Casás a trazar una línea de fuga hasta la naturaleza más intensa, sin la pretensión previa de aprisionarla en cuestiones meramente artísticas. Se trataba de una fuga a la búsqueda de otra orilla, de una naturaleza que también parecía huir de nosotros.
En verdad, esa línea trazada por Casás dejaba de lado, o tenía vagos límites con esas cuestiones eminentemente artísticas de la época. Desde entonces jamás ha disociado la cuestión estética de una postura claramente ética. Es decir, las cuestiones estéticas presentes en su obra están siempre planteadas a través de un sesgo ético de resistencia al mainstream. Los múltiples problemas que lo obsesionaban y lo obsesionan, problemas hondamente ontológicos como el tiempo, la naturaleza en cuanto apertura hacia el cosmos, el hombre como ventana de la naturaleza, la génesis y la entropía de los procesos, la memoria molecular del hombre y de la materia, la Gran Memoria del inconsciente colectivo, la actuación y el equilibrio de las fuerzas cósmicas, el valor supremo de la vida, el misterio de la relación entre el micro y el macrocosmos, Eón y Cronos, continúan siendo de múltiples maneras la espina dorsal de su obra, pero siempre a partir de una indiscutible perspectiva ética.
Casás siempre ha interrogado: desde a los nidos de los pájaros a la actividad de formación de las nubes, vista bajo el prisma de una erosión del aire por el aire; al silencio enigmático de las piedras; a la energía fosforescentes de los insectos y peces; a la germinación pictórica de las semillas prensadas sobre papeles; a la presencia de los árboles con su peculiar movilidad y su transmutación virtual en otros objetos; al jeroglífico de los fósiles, al subversivo trabajo escultórico de las termitas y las larvas; a los grabados del tiempo sobre la madera; al vector loco que une las estrellas; al comienzo de todo… el artista y el rumor del universo, que tanto puede reverberar en la gota de agua que amenaza con caer desde la punta de una hoja como en el vuelo helicoidal de una semilla. En todo ello descubre correspondencias, alegorías -es decir, metáforas intercaladas en series continuas de elementos- a la sombra del arquetipo de un pasado muy remoto, casi olvidado en el fondo de nuestra memoria de la especie.
Aunque cruzada al mismo tiempo por ese devenir onto / ecológico, la línea trazada por Fernando Casás es idiosincrásica; línea de vagar sin rumbo, no premeditada; de ahí la idiotía de esos proyectos iniciales de esos proyectos iniciales sin un objetivo aparente, apartados del mundo común, encerrados en un mundo propio, conforme al uso arcaico del término. Aquí me refiero específicamente a los Proyectos Idiotas, sus primeras experiencias en los años sesenta, totalmente inmateriales e inconscientes. Casás afirma que estos proyectos son la idea fundadora y la génesis de su obra, de tal modo que cualquier trabajo desarrollado posteriormente es una prolongación de aquellos o un intento de metaforizarlos o de materializarlos. En realidad eran simples experiencias al azar ante los acontecimientos naturales y la sensación de perderse en el todo, que se transformaban en el mismo instante en que se volvían conscientes. Línea de perderse y n o de encontrar; de aceptar y no de imponer; de contemplar y no de componer: penetración y distanciamiento, ninguna interpretación. El no saber zen. Los signos del acaso, como no I Ching. Todo en contacto con una naturaleza exacerbada -bien más pujante y arrolladora que la naturaleza europea, castigada hace más tiempo por la acción del hombre y que pasa por una casi muerte a cada invierno. O lo que describe Le Clézio en Haï, y que se parece a esas Entradas:

(…) la cabeza penetra en el laberinto. Se mezcla con el dibujo de las flores y las hojas. Se diría ua especie de fruta fibrosa cuyo zumo se deslizaría por fuera. Tal vez no haya verdaderamente cabeza. Quiero decir que la cabeza se confunde inmediatamente con lo trazado, que ella se pierde en él. Los caminos del pensamiento son aparentes, son los mismos que la vida terrestre. No hay más prioridad. La cabeza y el bosque se parecen extrañamente. Así resulta evidente que el pensamiento es una invención del bosque, y el bosque una invención de la cabeza; imposible separarlas.

Según Casás, los Proyectos Idiotas -palabra que significa, de acuerdo con el étimo griego ídios, singular, intransmisible, único-  no disimulan cierta dosis de autoironía ante su aparente inutilidad. Estos proyectos constituían en realidad un abandonarse a la idea de que la naturaleza está hecha de sucesos interligados en cadenas complejas, de que un acontecimiento ínfimo puede ser el producto fugas de una cascada de otros hechos que brotan aleatoriamente desde los confines del universo y modelan nuestro entorno; de que todos los seres orgánicos y inorgánicos poseen una especie de inteligencia y de sensibilidad; de que en la parte es posible entrever el todo.
Concepto emparentado con el que Maurice Maeterlink defendía -de un modo mucho más espiritual, es cierto- a principios del siglo XX  en La inteligencia de las flores, donde afirma que no sería una gran temeridad sostener la existencia de una inteligencia difusa entre los seres, cual un fluido que penetraría de manera diversa en los organismos conforme fuesen buenos o malos conductores de este espíritu. También es esta la idea presente en el pensamiento oriental, en el que todas las manifestaciones vitales son consideradas como una manifestación del todo, lo que viene a significar una peculiar interdependencia de los hechos de la que no escapa el ser humano.
Estos proyectos iniciales son fruto de las sutiles y efímeras sensaciones resultantes de las entradas aleatorias en la naturaleza -del encuentro con los numina de ciertos hechos naturales;- una obra totalmente inmaterial que procedía de la búsqueda de una integración personal con energías puntuales, conformada por acciones e inacciones llevadas a cabo en espacios naturales y que no admitían ningún tipo de registro, como siempre ha comentado el propio artista. El encuentro cuerpo a cuerpo con esas situaciones fugaces, con esos numina, crea circuitos entre ellos y la sensibilidad del artista, genera obras inmateriales. Recordemos que para los antiguos romanos el concepto de numen era una presencia, una potencia abstracta, una intensidad perteneciente a determinados lugares, objetos o acontecimientos. Su equivalente en la mitología yoruba es el ashé,  que Casás utilizó en los años noventa como título genérico en sus trabajos sobre las tierras y los pueblos africanos, trazando analogías con la pérdida de su energía vital, comenzando por el comercio de esclavos y prosiguiendo más intensamente con la colonización europea, que desestructuró y esquilmó ese continente.
Se creía que los numina eran fuerzas espirituales localizadas; influencias emanadas de determinados fenómenos o situaciones, auras de determinados objetos naturales. El sentimiento de fusión experimentado por Casás quizás sea aquel que Freud llamó sentimiento oceánico; un vibrar en unísono con el cosmos, con la piedra, el mar, el dibujo de la arena en la playa, la copa del árbol, la nube en jirones: sin pensamiento aparente. Disolución del ego o de cualquier pretensión de ser un punto focal privilegiado. Una línea de fuga para el caos. Ese conjunto de sensaciones caóticas irreproducibles constituye una especie de código genético para las materializaciones estéticas de las experiencias originales de las Entradas, de este zambullirse deambulatorio de cuerpo y alma en la naturaleza, sin intención de hacer arte y ni idea preconcebida de lo que se iba a encontrar, sino queriendo únicamente captar sus signos orgánicos e inorgánicos, en busca de la intimidad cósmica, de la comunión -¿por qué no decir mística?-  con las vibraciones melódicas del universo, con la intuición del pasado ancestral bajo los signos y los rastros entrevistos en el medio y también con un tiempo más arcaico, antes de la individuación de todas las cosas, tiempo cero, como lo llama Casás.
No obstante, antes de que estos procedimientos fuesen formalizados, dieron lugar a otro tipo de intervenciones: las Entradas en la naturaleza, que no eran más que pequeñas acciones en el medio, como cambiar unas ramas de sitio, recoger algún trozo caído, desviar el curso natural del agua de la lluvia. Estas intervenciones eran como un reflejo nacido de la mirada, pero transformado en acto, un intento de palpar estos acontecimientos fugaces. El título alude, ante todo, a las incursiones de Fernando Casás en la naturaleza, pero sin dejar de referirse a las expediciones de los antiguos colonizadores, así llamadas, cuyo fin era de rastrear las riquezas y apoderarse del interior de Brasil; metáfora de la infinidad de senderos y de formas de la selva tropical, y también del entusiasmo explorador de los artistas que formaban parte de las expediciones científicas europeas del siglo diecinueve y que fueron a estudiar el país con sus miradas de extranjeros, absorbiendo ávidamente las enormes novedades encontradas. Quizá las Entradas puedan interpretarse como una tentativa de materialización de los Proyectos Idiotas, tentativa de construir alguna cosa a partir de aquellas zambullidas destinadas a atrapar los delicados numina de sucesos ocultos a la mirada humana, los instantes privilegiados conjugados al azar; a captar sorpresivamente hechos ocultos, etapas ignoradas de la formación de las cosas. Intento de materializar los insights ante los innumerables hechos ocasionales, seres orgánicos e inorgánicos, emisores de signos  cuyo sentido sólo podría crear una nueva lengua alegórica. Fernando Casás veía en esas presencias imágenes holográficas del universo, las ondas de fuerzas vitales que, como dice Eric Alliez, hacen del arte un sumergirse en el caos y un abrirse al cosmos.
Fernando Casás, como emigrante y siendo aún niño, rehízo la travesía de los antiguos navegadores portugueses (reviviendo el asombro y su deslumbramiento ante el nuevo mundo), y tal vez ese hecho atrajese desde muy temprano su mirada hacia la espectacular naturaleza de Brasil y lo llevase a dirigirla, al igual que la mirada primigenia de los descubridores, hacia las diferencias y peculiaridades que a los naturales de la tierra no les producían extrañeza. La intensidad de esa revelación se cifra en su obsesión por el asombro de la visión descubridora, por el impacto de la primera impresión exótica, transformada en una alegoría concretada más tarde en un proyecto específico llamado Diario de Viaje, arqueología virtual del tiempo del Descubrimiento, representación de los mitos de la tierra prometida, del Edén, de Eldorado, contrapuestos a una Europa diezmada en aquel entonces por el hambre, por la peste y por la guerra. Desde esta perspectiva radicalmente extranjera, él va, como en un diario, construyendo alegórica y fragmentariamente su obra, en consonancia con su propia historia.
En el momento de dar paso a la etapa demiúrgica, el problema de Casás fue cómo dar cuerpo, o materialidad, a las experiencias únicas y desmaterializadas del inicio; cómo crear una línea alegórica que condujese a los demás hacia el vector cósmico de sus vivencias.
Preparándose para ello, como él mismo confiesa, comenzó a buscar restos desgastados por el tiempo, en una repetición de los paseos que, de niño, daba con su abuelo en España. Al mismo tiempo, realizaba pequeñas intervenciones (recoger el material era ya una intervención); unas mínimas, como las Ordenaciones de las mareas; otras más elaboradas, como los Proyectos Tierra (círculos en la Amazonía) o el Proyecto Errante, que son los círculos de pigmento azul.
Como oposición complementaria a los puros y ocasionales sentir y actuar, Casás comienza a dar forma a otros tipo de obra, donde la coincidencia significa más que el azar: como quería Jung, es aquí donde se revela una interdependencia de hechos objetivos y estados subjetivos. Fernando Casás empieza recogiendo pequeños fragmentos de material desgastado que encuentra en su camino -todo aquello que podemos calificar de basura natural, como trozos de madera erosionados o comidos por los insectos, y que acabó acumulándose e imponiéndose a su entorno cotidiano- hasta el momento en que siente la necesidad de organizar dicho material absurda y acumulativamente obsesivo. Bastaba el roce de la mirada en cualquier astilla, rama o concha para que se le hiciese imposible abandonarlos, como si el tiempo de la mirada resurgiese del fondo de algún pasado genético, imponiendo así la imposibilidad de interrumpir la cadena de información que sería completada más adelante, aunque ya estuviese construida en el instante de la recogida. Recordaba la búsqueda de un código perdido, de un conjunto frenético de algoritmos infinitos.
Así se fue desarrollando el trabajo de Casás, a partir de y paralelamente a las Entradas, dando lugar a la construcción de un cuerpo de obras… bien trasplantando los los puros segmentos materiales de las experiencias al territorio estético, bien construyendo composiciones creadas con otros materiales, siempre fuertes metáforas y alegorías a partir de las vivencias deflagradoras. Alquimia difícil, pues Casás decía que al principio el intentaba obsesivamente repetir la sensación del encuentro, aunque sin éxito. Era totalmente independiente de su voluntad, como una leve corriente de aire que, de repente, pasase por allí y encontrase su cuerpo en el camino.
Dice el crítico Craig Owens que, tras el definitivo declive de la representación en el arte contemporáneo y tras casi dos siglos de ostracismo, la alegoría a vuelto a situarse en el centro de las actividades estéticas. A su parecer, todo el arte y la sensibilidad actuales poseen un toque alegórico indudable. Afirma que la alegoría se verifica cada vez que un texto tiene su doble en otro y que en la estructura alegórica el texto es leído a través de otros, por muy fragmentaria, intermitente o caótica que pueda ser la relación entre ambos. Por tanto, el paradigma de la obra alegórica sería el palimpsesto.
Consideramos, pues, que en esta primera parte de su obra -totalmente volcada hacia la naturaleza- Casás aspira a hacer una reescritura sobre los vestigios de la escritura inconsciente de los insectos y de la intemperie. Podemos incluso barruntar alguna correspondencia entre esa escritura y los fractales escondidos en los propios árboles. O entrever el palimpsesto en el encalado que, años más tarde, él arrancó de las paredes con la intención de leer ávidamente sus orígenes en aquellos algoritmos y dibujos caprichosamente trabajados por el tiempo sobte la arquitectura de su casa secular y que formaban verdaderos jeroglíficos.
Para el artista tienen allí su inicio los ciclos donde las termitas, las hormigas, las mareas, la erosión en fin, construyen los objetos que ponen de manifiesto las marcas del paso del tiempo y el trabajo con la memoria, con el no olvidar, con la negación al hábito del olvido. La serie de obras originada en los materiales de desecho se transformó, debido a la eclosión  de una complejidad paralela a la realidad, en una alegoría de las condiciones de su medio ambiente y de la acción del tiempo, y fueron creadas, por lo tanto, en el mismo diapasón de las obras inmateriales, es decir, buscando nuevas virtualidades en el pensar, sentir y entender de los fenómenos, en el remontarse a la génesis virtual de esos acontecimientos.
Las Ordenaciones de la Marea constituían una indagación sobre las formas creadas por los residuos depositados en la tierra y la arena por el agua de la lluvia y del mar. El mismo Casás favoreció las acumulaciones a la ventura de esos elementos sirviéndose de cribas con diferentes aberturas que oscilaban al ritmo de rotación del planeta, dejando caer el material sobre bases impregnadas de cola, generando una interacción gráfica cosmos / Tierra. Más adelante, quiso reproducirlas mecánicamente en el taller construyendo un cilindro rotatorio para agitar el agua mezclada con detritos, en una alegoría del azar creador. Sin embargo, como decía Mallarmé, “una tirada de dados nunca abolirá el azar”, y la aceleración de la máquina jamás ha podido sustituir el hacer natural del tiempo.
Otra indagación se centró en los movimientos humanos y sus trazados: el Proyecto Vallas, una investigación sobre las láminas de contrachapado de los solares de obras, desgastadas por el uso y por el tiempo, horadadas por clavos, rayadas por las ruedas de las carretillas, manchadas de cemento, marcadas por los pasos de los obreros… todo ello formando dibujos vividos, aleatorios, caligrafías sin ninguna intención estética preconcebida, pero que a través de la observación de Fernando Casás acaban por conformar una intensa poética del desgaste y de la obra del tiempo. Un pliegue en el solar de obras que lo hace huir y articularse con los dibujos de las termitas en las maderas carcomidas, con los relieves trazados por la por la erosión en la tierra, con los volúmenes algodonosos de las nubes, que Casás estudió en relación con las teorías energéticas de Wilhelm Reich, considerados por él, todavía, como una erosión aérea. Rastros del pasado en el presente, alegoría de jeroglíficos impersonales, de que el tiempo no huye. Alegoria de que el tiempo no huye. El tiempo es espacio omnipresente que tanto destruye como cría.
Trabajando siempre con los residuos que encontraba en la naturaleza, Casás fue, poco a poco,  en pos de otras formas creativas a través de la búsqueda de nuevos materiales; líneas que lo fueron empujando en diversas direcciones. Así, trabajó con papel hecho a mano; lo cual dio origen, primero, a la serie Tierra Camuflada, que hablaba de la tierra escondiéndose, y después, a otra denominada Amazonas, Série Negra, sobre las quemas que asolaron grandes zonas de la selva. Dado que esta serie disponía también de una dimensión olfativa, el olor a madera quemada impregna hasta hoy el medio en el que se expone.
El regreso a España, su país natal, representó para Fernando Casás un proceso de intenso destierro y reterritorialización. Se vio obligado a recrear espacios, a reencontrarse con su antigua casa a conjugarlo todo con nuevas sensaciones y afectos y a rearticularse con la lengua de sus antepasados, en la que había pronunciado sus primeras palabras. Ali se reencontró con el poliéster, con el cual ya había trabajado en los años sesenta. Ahora, al desprender con el mismo poliéster pedazos de las paredes de la vieja casa familiar que utilizaba como taller, no solo le permitió disponer de obras nuevas, sino también de un nuevo material básico para el trabajo que él llamó de restos arqueológicos. Este material deshojó la historia de aquella casa centenaria -fotocopias del pasado- al tiempo que cifraba en si parte de la historia y de la memoria del artista. Una vez más, su lectura permitía, cual un palimpsesto, que algo del presente surgiese sobre la base de los vestigios pasados.
Prosiguiendo con sus intervenciones en el medio ambiente y con los objetos de recolección, siempre de pequeñas dimensiones, en determinados casos algunas obras de Casás comenzaron a abordar problemas de diálogo con el entorno, pasando así a ocupar espacios cada vez mayores, tanto interiores como exteriores, hasta llegar a abarcar un bosque de cuatro mil metros cuadrados en la Isla de Esculturas (Lamed Vav /  Los 36 Justos – Isla de la Junquera del Lérez, Pontevedra), pero sin perder su carácter de extrema discreción.  En esa obra, basada en el relato de la Cábala sobre los treinta y seis hombres justos que trabajan anónimamente para preservar el equilibrio en el mundo, Casás disemina treinta y seis monolitos de granito de tamaños varios, tallados a ciegas, entre un bosque vivo de eucaliptos. La presencia casi camuflada de esos troncos analógicos provoca un contrapunto y un desequilibrio con el bosque verde de esa especie vegetal invasora.
Experiencia semejante a esta, pero de dimensiones aún mayores, es la de Árboles como arqueología, formada por troncos de granito de más de cinco metros de altura, intercalados con viejos olivos vivos, que guardan desde lo alto de un promontorio la memoria de aquella región, ahora desértica, llamada Monegros gracias a sus montes antaño cubiertos de una vegetación oscura.
El trabajo con grandes dimensiones no es nuevo en la obra de Fernando Casás. Aparece ya en la intervención Corte, la recomposición de un tronco de más de cuatro metros de diámetro, abandonado por los madereros en plena Mata Atlántica de Río de Janeiro. El artista reestructuró los restos de este tronco y posteriormente los colocó en la entrada del MAM Museu de Arte Moderna do Río de Janeiro, formando parte de Intervención por la Ecología, y desde allí se trasladaron a la EAV Escola de Artes Visuais do Parque Lage y a otros destinos. En esta época la obra ocupó el Espaço ESDI Escola Superior de Desenho Industrial, junto a la escultura de granito Larga noche de piedra, colocada de tal manera que casi impedía el paso en la pequeña calle interior que comunicaba las aulas con el Bar-Haus, la cafetería de la escuela. Pero esta gran dimensión no tenía más motivo que el de cumplir determinados propósitos, sin ser jamás impositiva y adecuándose siempre a un diálogo a medida del ser humano. Los grandes troncos trasladados al interior de los espacios expositivos, como sucede en la actual exposición del CGAC Centro Galego de Arte Contemporánea, no son, por lo tanto, una novedad en la obra de Casás. Por ello, al entrar en el vestíbulo del museo, encontramos Venas, un árbol de cuyas ramas desnudas caen cuerdas y tubos quemados, como si se tratase de un árbol mitológico por cuyas raíces y ramas, que se prestaron a ser intermediarios de nuestra constante perplejidad, fluyesen las energías de mundos diferentes. Es un árbol de la vida sin vida,  que en el museo contrasta con el blanco ascético del mármol que lo rodea. Después surge Abacaxi, una palmera encontrada ya calcinada y simplemente apoyada en la pared, y los pesados troncos de castaño que se equilibran con liviandad sobre láminas de vidrio en una ilusión de lo imponderable. Dichos troncos ponen el contrapunto a otras obras, algunas inéditas, como Amuletos, Patuás y Escapularios, que aprovechan cierto tipo de residuos y exhiben una fuerte influencia africana, aludiendo a una dimensión de refugio y amparo buscada por el artista en ciertos momentos de su vida. Pero esa polaridad se da más notoriamente frente a los mínimos elementos que pueden verse en las vitrinas de Gabinete del coleccionista, donde se hallan los restos, los materiales acumulados que el artista ha buscado y procurado obcecadamente a lo largo de su vida. Existen piezas de su infancia, como las canicas de barro y algunos pequeños frascos; aparecen también fósiles, semillas, huesos, espinas, piedras semipreciosas… Algunos son más recientes; feron recogidos en la Mata Alántica de siempre durante su última estancia en Brasil, al tiempo que exhibía en la Galería Cândido Mendes Ipanema su cara política y utópica en busca de un futuro mejor para todos, plasmada en la ropa de cama estrellada y otras fosforescentes metáforas expuestas en la galería.
He aquí otra vertiente más: el trabajo fosforescente de Casás. Surge en diferentes momentos, pero en las catenarias envuelve especialmente al espectador. Cuelgan del techo del Doble Espacio con el nombre de Túneles de termita, uniendo el pasado -las obras del Ciclo de la termita y los túneles excavados por el insecto- con el futuro a través de los llamados agujeros de gusano, denominación dada por los científicos a las altas concentraciones de energía que, hipotéticamente, nos permitirían pasar de una dimensión a otra. La obra es consecuencia de las experiencias del artista con la percepción, que aquí remite a un espacio inconmensurable, a una espacialidad cósmica que produce deformaciones en la visibilidad de los objetos.
La fosforescencia es luz y oscuridad, energía luminosa, constante o intermitente, sobre fondo oscuro. Remite inexorablemente al cielo sembrado de astros y estrellas que los antiguos -y los modernos- escudriñan admirados; unos mítica, otros científicamente, pero ambos en busca de su destino y orígenes, porque allí el tiempo es evidentemente espacio, y el espacio tiempo, y allí se vislumbra el misterio del comienzo de todo. Desde épocas inmemoriales el rumbo del devenir se lee en el cielo; viene de arriba, a través de la luz.
La luz es origen de la vida y la fosforescencia es luz conservada, energía fría que rasga la oscuridad. El poder sobre la luz, tanto como sobre el fuego, modifica la evolución del ser humano. Las imágenes de la Tierra iluminada artificialmente de noche, esa concentración y dispersión luminosas, evocan colonias de pequeños organismos fosforescentes que hallamos en nuestro horizonte habitual, en su incansable labor señaladora. Luciérnagas, peces, otros insectos, plancton… todo brilla en lo oscuro, remitiendo al cielo nocturno. El trabajo de Fernando Casás con la fosforescencia se asoma a la analogía entre los signos animales y los signos estelares cósmicos, creando alegorías que iluminan el fondo de nuestras retinas; y allí resucitan la curiosidad y la duda de las miradas ancestrales en torno a las incertidumbres de la luz y de la sombra, tanto en los espacios cósmicos incalculables como en los espacios cercanos de la casa, el mar, las ciudades.
Para Casás, tiempo y azar son piezas fundamentales de su arte. Él intenta seguir el azar, porque es el método propio de la naturaleza y del arte. Como ha dicho André Breton, el azar sería la forma de la necesidad exterior que crea (‘desova’) un camino en el inconsciente humano. El artista que vive las sensaciones condensadas luego en la obra de arte solo las experimenta porque logra provocarlas al ocupar determinada posición en una red de acontecimientos. (En ese punto convergen la experiencia artística, la experiencia científica de la teoría de los cuanta y el pensamiento oriental, tan cercano a las experiencias de los Proyectos Idiotas). Posición contingente, precaria, fruto de un encuentro ocasional, pero a veces un cometa que abre caminos silenciosos para la evolución de experiencias configuradas posteriormente.
El desdoblamiento del tiempo. Bergson decía que el presente es contemporáneo de su propio pasado. El pasado es una segunda temporalidad que duplica el presente, hecho que condiciona la re-actualización de los antiguos presentes bajo la forma de recuerdos. Fernando Casás cree en ese pasado -recuerdo del presente- como realidad ontológica y no psicológica. Su preocupación es, por un lado, la captura del instante único y caótico, el flash  -el aquí y ahora- sin tiempo ni sujeto; pero también la de auscultar la Gran Memoria Colectiva que lo registra todo, desde la gestación hasta el desgaste, desde la erosión hasta la entropía. Haciendo que el presente implique siempre una relectura de algo ya registrado, a veces mal registrado, que se puede reescribir de otra forma, por medio de otros objetos y situaciones recogidos o creados por el cerebro y por la sensibilidad del artista.
Gilles Deleuze afirmaba que el arte no espera el advenimiento del hombre para surgir, aludiendo con ello a su supuesto origen animal, que comienza con la mutilación y el embellecimiento del territorio, y sigue con la creciente autonomía de los procesos expresivos… una autonomía que, en el caso de sel ser humano ya no tiene más límites y es de una virtualidad absoluta. Pues bien, el arte de Fernando Casás se sumerge en ese devenir animal deleuziano y se hinca en la tierra; demarca territorios con elementos recogidos en la propia naturaleza; tropieza en raíces; acecha piedras; realiza lecturas atentas de las caligrafías animales, de las caligrafías celestes; amontona los restos de las mareas en las playas y haces de ramas en el monte; planta árboles de piedra y reordena árboles de madera; recoge semillas y casa de pájaros e insectos; horada el suelo siguiendo el recorrido de termitas y hormigas hasta sus formidables hogares;  talla la madera para descubrir jeroglíficos dejados por el paso y los excrementos de pequeños insectos y larvas; funde piedras y raíces con el metal y el plástico; hace marcas de colores en el tejido de la naturaleza y en el cemento de la ciudad; observa los increíbles volúmenes cambiantes de las nubes; a través de la fotografía, arroja tubérculos al cosmos; prensa fibras y hace papeles; aprovecha el enlucido desconchado para reescribir viejas historias; trabaja con fuego; pinta y escribe con agua; resalta la caligrafía de los senderos humanos sobre las tapias de contrachapado; recrea cuerpos celestes con arena; atrapa la fosforescencia de los animalillos des bosque, de los peces y del plancton, y confiere una virtualidad celeste a sábanas, almohadas, hilos, semillas, poliéster… creando con todo ello ese gran campo estético que se ofrece a nuestros ojos en esta exposición.


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ROBERTO GREY | Filósofo, periodista y traductor. Ha publicado narrativa y colaboraciones en libros y revistas. Fue director y editor del periódico A Província y de la revista Zoom, ambos en Río de Janeiro, Brasil.

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Edição a cargo de Floriano Martins e Mina Marx. Agradecimentos a Fernando Casás e todos os ensaístas aqui presentes.

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Agulha Revista de Cultura
Número 117 | Agosto de 2018
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES





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